top of page

ASTROBOY, DE OTRA GALAXIA

Siempre estuve de acuerdo con el físico ruso Konstantin Tsiolkoysky, más aún cuando dijo que “la tierra es la cuna de la humanidad, pero no podemos vivir para siempre en una cuna”.

Será por esa frase que mantengo la idea de que no solo en nuestro terrón existe vida. Por lo tanto, me embarqué en esta carrera para ser en la actualidad uno de los astronautas que más viajes espaciales ha realizado, de la misma manera que pertenezco al reducido grupo de los que hemos pasado la decena de viajes interplanetarios.

Pero esta vez estaba por primera vez arriba de una nave para realizar, junto a dos compañeros más, un viaje que pertenece a la categoría interestelar, con la sustancial misión de encontrar vida en otra galaxia, comunicarnos con esos posibles seres que creo que habitan bien lejos de la tierra, tratar de hacernos entender para poder estudiarlos y hasta concebir, por qué no y lamentablemente a la vez, una “colonización humana” en otros planetas.

Sin duda esta misión, de ser lograda, dejaría  en el olvido a las pisadas que dejó en la luna Neil Armstrong en aquella primera caminata lunar.

La empresa no iba a ser sencilla, el combustible químico con el que se propulsaba nuestra cosmonave no estaba definido; la orden que teníamos era de no arriesgar, y quedarnos sin dicho elemento por el solo motivo de lograr la misión, sería una verdadera catástrofe. 

Y terminó aconteciendo lo que muchos presagiaban… nos quedamos sin combustible en medio de la nada. En el medio del “descampado espacial”.

Cuando esto sucedió, automáticamente perdimos la comunicación con la tierra, entonces no nos quedó otra que comenzar a encomendarnos a los dioses del espacio, que son los mismos que los terrenales según la información que manejamos, pero con muchos más formalismos a la hora de solicitar los milagros, aunque con mayor celeridad a la hora de concretarlos.

Sin conexión oral-auditiva con la base, sin alimentación ultra dimensional para la astronave, estábamos a la deriva, solo un milagro podría salvarnos.

No teníamos noción del tiempo, pero calculábamos que al menos ya tres días eran los que estábamos sin comunicación deambulando por la galaxia sin saber a dónde iríamos y cuánto tiempo más aguantaría la nave sin que se desintegrara.

El cálculo que hacíamos con el tiempo lo conjeturábamos por las veces que comíamos, ya que ningún reloj o pantalla de los comandos estaban en funcionamiento. Por eso se hacía complicado saber los días que llevábamos incomunicados ya que a tantos años luz de la tierra, siempre es de noche. Eran muy  pocos los alimentos que nos quedaban, solo sopa de verduras, algunos espaguetis con salsa, waffles dulces, latas de conservas  y tortillas bien babé. Para hidratarnos la cantidad y variedad era mayor.  Bebidas de mango, ponche tropical y varias latas de cerveza que ahora sí podríamos beberlas ya que el sensor de alcoholemia estaba descompuesto como los demás sistema de alertas, por lo que no nos podía delatar y le podíamos dar al trago sin preocuparnos de nada. Teníamos algunos juegos que habíamos llevado para entretenernos en los momentos de ocio, que eran muchos, y no mucho más cosas. Contábamos con naipes para jugar a la escoba de tres, ajedrez, un tetris y un balero, con lo complicado de embocar la bocha por la falta de gravedad. Ah, casi me olvidaba, también una pelota para hacer el infaltable cabeza cabeza que duraba horas por eso de que la pelota no caía nunca ya que prácticamente flotaba haciéndonos acordar a cuando jugábamos en los cumpleaños con los globos que nunca llegaban a tocar el piso.

La misión por la que nos habían lanzado al espacio no era otra de las tantas que veníamos realizando desde hace más de una década en búsqueda de la posible vida en otros planetas, ya no en los conocidos como Martulandia, Jupitero, Venicius o Plutonmanía. Esta misión tenía destino hacia planetas recientemente vislumbrados y que esta vez sí la chance de vida  estaba latente de acuerdo a los estudios que se habían registrado con algunas especies que supimos lanzar en anteriores viajes espaciales, como fueron la nieta de la perra Laika, una imitadora de la  tortuga Manuelita pero sin capelina y el cabrito de Piñón Fijo. De acuerdo a la información que nos fueron suministrando desde sus chips, es que dedujimos, sin miedo a equivocarnos, que todo estaba funcionando como lo esperaban en nuestra base que se encontraba en Cañada Profunda.

La mayor incógnita que teníamos era de qué manera se alimentaban estos animales, si sería por medios propios o por la asistencia de terceros. Si fuera por esta última opción, estaba claro que ya había seres vivos en esos planetas,  más puntualmente en el Astro 10, en el  que dejamos muy cerca de ahí (a unos cinco años luz) esas mascotas, que fueron atraídos por la superficie planetaria y encontradas, como suponemos, por los habitantes de este nuevo planeta.

Mientras esperábamos lo peor para nuestras vidas, pensábamos qué fisonomía podrían tener esos extraterrestres. Serían como esos marcianos verdes que nos mostraban algunos programas televisivos o tal vez como el ET, aquella criatura protagonista de la película o por qué no como los supo describir Fabio Zerpa. Cientos de preguntas nos hacíamos mientras incalculables  luces y destellos de todos colores se estrellaban contra nuestra nave haciendo por momentos tambalear la cápsula espacial.

Mientras seguíamos a la deriva, fuimos rodeados por un cinturón de asteroides y atacados por rayos cósmicos, a tal punto que tratamos de soportar  una presión muy fuerte de frente, lo que hizo que prácticamente nos detuviéramos en el aire, provocando un aéreo frenado.  Flotábamos, levitábamos, dejando de avanzar como lo veníamos haciendo por el impulso de la inercia. En cierto momento uno de mis compañeros se asomó por una de las escotillas laterales y dio el alerta de que una gran bola negra rodeada de fuego se acercaba a nuestra nave de tal manera que comenzamos a ser atraídos por este gigantesco cascote galáctico hasta llegar a posarnos sobre él, produciendo una nube de polvo que nos envolvió por el transcurso de dos comidas más (según nuestra unidad de tiempo). Una vez que ese polvillo  terminó de posarse sobre la superficie, recién ahí pudimos divisar, por la claridad que producía ese fuego que rodeaba al planeta, a las mascotas que alguna vez habíamos enviado, con sus lógicas trasformaciones debido al tiempo transcurrido. No solo aquellas mascotas pudimos ver, había algo más, difícil de explicarlo, como un astroboy, sí, algo así era, guiados todos ellos, mascotas y astroboy, por una decena de ¿hombrecillos?, tal vez, porque no sé si podríamos decir de que sexo eran, si pertenecían a algún grupo de chicos extraterrestres o chicas marcianas, o por qué no, chiques transeúntes de planetoides igualitarios. Lo que sí notábamos, era que se veían pacíficos y aparentaban acercarse para darnos una bienvenida.

Hablaban con gran velocidad y no les entendíamos absolutamente nada. Por suerte nos dimos cuenta que a la altura de sus pechos tenían como una pantalla, tipo tablet, pudiendo sincronizar el buscador de idiomas con el traductor y ponerlo en modo castellano, para nuestro caso, que es el único idioma que entendemos.

El que comenzó a hablar, podría asegurar,  era el marciano más viejo de acuerdo a la longitud de sus antenas y no solo por eso, sino también por las largas uñas en cada uno de sus nueve dedos en sus tres pies.

 -Éste –refiriéndose al astroboy - anda todo el día pateando cascotes, o lo que se le cruce al paso. Por momentos pareciera que no se le pueden despegar las cosas de su pie - comenzó parloteando el extraterrestre-, y refiriéndose a “su pie”, como a “este de acá, del lado en que él dice que siente golpeteos dentro de su cuerpo, como que le late”.

--Sí, su lado izquierdo, su pie izquierdo - intervino uno de mis compañeros, al momento que le entregaba  la pelota que teníamos en la nave, para que dejara de patear los cascotes que lo hacía de manera permanente. 

--Toma esta pelota astroboy, a ver si te queda más cómoda que andar pateando terrones.

--¡Guau!  Qué manera de manejar la pelota, es un malabarista, fíjense como gambetea a las mascotas y los marcianitos no lo pueden ni agarrar, y  menos pensar que estos puedan ni siquiera tocarla una vez. ¡Eres genial pibe!

-Un día - siguió contando el longevo extraterrestre mientras leíamos la traducción en su pecho - apareció como aparecieron esos otros bichos que ahora ustedes me dicen que los enviaron para investigar, para hacer algunas pruebas, pobres, digan que los encontramos a tiempo. La verdad, no sé qué vamos a hacer con ellos, si ustedes pueden arreglar la nave sería bueno que regresaran con las ¿mascotas?, bueno sí, con ellas. Y con respecto al hombrecito pequeño, que ni sabe cómo se llama, me gustaría que se quedara pero si él desea regresar estará en su voluntad y en el espacio que puedan tener ustedes en la nave. Por la alimentación de astroboy no se hagan problemas, todo este tiempo se lo ha atendido muy bien, le hemos conseguido unas vacunas que aparentemente le estaban haciendo muy bien. Estaba muy flaco cuando apareció por acá, parecía casi uno de nosotros pero ahora lo vemos que ha pegado un estirón de casi tres centímetros. 

El pibe, no sé, será por el paso del tiempo que ya lleva acá, los entendía muy bien a estos marcianos y hasta nos servía de traductor cuando algunas veces la pantalla entraba en interferencias o en cadena nacional  y no podíamos leer la traducción.

- De dónde venís, pibe - le pregunté.

- No lo sé señor, me convocaron para un experimento y me abandonaron en una capsula parecida a la de ustedes pero más chiquita, que estaba pintada mitad roja y mitad negra. Esta veo que es azul y roja, más linda, me gustan esos colores. Pero este no es al primer lugar al que llegué, anduve por otro gran terrón, muy hermoso, con un piso como de terciopelo verde  en el que no había nadie, solo un cartel en el que se podía leer, “Welcome to the planet Messi Makemake”.

 

--Che, alguno de ustedes sabe inglés para que traduzca - pregunté a mis compañeros.

 

-Algo - dijo uno, con un dejo de soberbia. Aparentemente el pibe viene de uno de esos planteas a los que hemos venido a colonizar, y se encontró con un cartel que decía, “Bienvenidos al planeta enano de Messi…” y no sé cuánto más.

 

--Bueno nene, si venís de ahí y ni siquiera sabes cuál es tu nombre, no creo que con este lio que tendrás en tu marote te moleste que te llamemos Messi, digo, por el nombre con que comienza el planeta de donde venís. Es más Lio Messi no te queda mal, así recordamos con tu nombre todo este lio y esta historia, digamos, que se armó en este bautismo espacial.

 

               -¿Lio Messi decís?, sí, dale, me gusta, capaz sea un nombre que me traiga suerte, que pueda provocar justamente eso, mucho lío con lo que más me gusta. Está bien, voy con  ustedes. Pero, ¿hacia dónde van?

 

-Tenemos que regresar a Italia. Como primera escala vamos a dejar unas muestras de lo recogido en este planeta en la base  militar que tienen los tanos en la zona del sur, por Nápoles. No tendríamos ningún problema en dejarte ahí, es más, tenemos viejos  amigos  y serías recibido con mucho gusto, ya que es una tierra en la que se juega mucho a ese juego que haces acá con estos extraterrestres.

- No, Nápoles no. No lo conozco… pero mejor para otro lado. Me parece que si me dedico a este jueguito no voy a tener tanta fortuna como puede haber tenido algún otro, según el chisme que me llegó… y la verdad, quiero ser el número uno en estos tiempos, sin que nadie me discuta ni compare. Sí, mejor agarremos para  otro lado.

-La otra escala, y la última, será en la base del Cuartel del Bruch, que es un cuartel de la IV  Región Militar, en la mismísima Barcelona. Pero bueno, elegí vos entre Italia o España.

- Mejor esta última, capaz ahí comprendan más mi “idioma”, que no necesiten ningún traductor  y me sienta mejor rodeado. Creo que será la mejor opción. Aparte, entre las pastas y la paella, me quedo con esta última.

-Bueno Lio, todos al trasbordador entonces, y esperemos que esta chatarra arranque de una buena vez, porque si no, el resto del universo no tiene idea de lo que se puede perder de ver, y se tendrían que conformar con alguna otra historia, como “De la tierra a la luna”, escrita por el francés Julio Verne, pero muy lejos de asemejarse a esta, la del pibe astroboy, verdaderamente, de otra galaxia.

ARCO CHICO, ARCO GRANDE, ARCO CHICO

Ser partícipe de un equipo de amigos te da un plus. Jugar con amigos es distinto, te da algunas satisfacciones  que con desconocidos no las podrías tener ni disfrutar. Nuestro equipo contaba largamente con ese plus gracias a la presencia de Alberto Molina.

Alberto Molina era un total desconocido en nuestra pequeña ciudad. Vos preguntabas a cualquiera por la calle por ese tal Alberto Molina, y primero se ponían a pensar, consultaban con alguno que tuvieran cerca y al final terminaban diciéndote que no tenían idea de quién era ese Molina. Ahora si vos preguntabas por El Corto, sin dudar te dan la dirección, teléfono, todo lo que necesitabas para poder ubicarlo, ya que con ese alias era más conocido que el intendente y el cura juntos.

Ese tal Corto era el que nos daba ese plus en el equipo de amigos que teníamos desde la escuela primaria. Era ahí, con ese grupo de amigos que nos podíamos decir las cosas en la cara en cada derrota, o ir a comer los choripanes después de un triunfo, y por qué no, al final de un amargo empate de local. Porque era así, hay cosas que la amistad te permite y que jugando con desconocidos no lo podes hacer.

A un amigo lo podes putear al  primer pase que te da mal; al desconocido le decís que “el que no entendió la jugada fui yo, quédate tranquilo, no pasa nada”. 

Al amigo que se come un mano a mano le pedís el cambio en el acto, con el agregado de…” ¡buuurrrrroo!”; al desconocido lo tratas de animar,  “vamos que en la próxima la metes y gritamos tu gol”. 

Al amigo le haces pagar la coca al final de la tarde por el penal errado; al desconocido le decís que “esta vez ponemos nosotros para la coca, y que penales erra hasta Messi”.

Al amigo lo agarras del cuello por la patada que pegó y el penal que cometió; al desconocido lo justificas diciéndole “te adelantó justo la pelota y te hizo llegar tarde, le pasa a cualquiera, tranqui”.

En todo equipo de amigos hay jugadores de todas las características, tanto técnicas, de personalidad, de carácter, como también físicas. Entonces compartís equipo con el petiso veloz, típico wing, o el flaco pensante que juega de cinco. Está el muy aguerrido pero poco dúctil con la pelota y lo mandas de defensor marcando la punta. El descoordinado y que solo juega  porque pertenece  al  equipo de amigos lo pones adelante para que las corra a todas. El único zurdo que teníamos no era muy hábil, pero él decía que era el diez entonces le dábamos el gusto y jugaba de enganche. Porque de eso se trata cuando jugas en un equipo de amigos, jugar por gusto, para disfrutar del juego y de los compañeros, y sobre todo, con muchas ganas y pasión, porque nadie quiere que el equipo de su barrio, de su cuadra, o del curso, sea derrotado. 

En todo equipo de amigos nunca falta, y nunca debe faltar, porque si no existiera  en el equipo  tienen que salir a buscar uno de esas características. Y me estoy refiriendo  justamente a ese, al gordo del equipo, de la barra, el gordito de la divisional. Porque si no hay un gordo, ahí, justamente ahí, en esa falta del compañero con sobrepeso comienza el primer problema para armar el equipo. Porque el gordo, por decisión propia, y sobre todo, por la  unanimidad del resto, el gordo es el arquero del equipo, y esto no es solo de ahora, históricamente ha sido así, es una regla de cajón, y no dejará de serlo por un montón de motivos. 

La primera razón, y solo voy a mencionar esta, el gordo si juega al centro se cansa a los primeros cinco minutos y si no hay suplentes, ahí nomás te quedas con un hombre menos. Entonces la sabia decisión es que el rollizo vaya al arco, para no correr el riesgo de quedarte con uno menos, sabiendo de la ventaja  deportiva que podes terminar dando.

El gordo va al arco, esa es la ley primera, digamos. Entonces no hace falta ni que te pongas a explicar que ese es su lugar, salvo, en contadas ocasiones, como cuando alguno  se cansa de correr y de no tocarla durante todo el partido y pide ir un rato al arco a tomar un poco de aire. Cuando en la barra de amigos no hay un gordo, entonces rotamos el arquero con cada gol que nos hacen. Pero ojo, si la barra no tiene un gordo, al menos uno que sea muy corpulento y lento,  hay que ver ese tema, no puede haber grupo de amigos sin un gordo, la falta de un ser así condiciona en muchos aspectos para darle forma integral a un conjunto de amigos, para transformarla de manera definitiva en la barra de la esquina, del café, o de salidas de viernes por la noche. La comunión que existe en un equipo teniendo un gordo en el equipo, y más como arquero, es distinta a todas. Los juramentos que se hacen de jugarse el pellejo, teniendo un gordo en el equipo, es distinto. La química que hay teniendo un gordo, es una cosa difícil de explicar. Creer o reventar, un gordo en el equipo es fundamental, decisivo, clave para la existencia y subsistencia de un equipo que se catalogue como tal. Su presencia es algo que no se pueda negociar.

Y nosotros teníamos un Gordo. EL GORDO. Así, con todas las letras y en mayúsculas. El gordo no era otro que El Corto. Sí, El Corto Molina, el desconocido Alberto Molina, era nuestro arquero. 

No era para nada alto, por algo el sobrenombre,  pero hablaba y mandaba desde el arco y se lo podía escuchar  en toda la cancha. Poco ágil, lo acepto,  pero era un gran asador. No sabía jugar con los pies, tan mal lo hacía que no sabíamos  si era derecho o zurdo,  pero se contaba todos los cuentos de judíos como nadie. Clavado siempre bajo los tres palos con su sombrero de Piluso, pero tenía en la casa una pileta  increíble. No achicaba nunca, no sabía lo que era la bisectriz, pero jamás arrugó en poner siempre  los pesos para el que le faltaba y completar  y  reservar un turno en la sintética. Siempre armaba la barrera al revés, pero le donó un riñón a la hija de nuestra maestra de jardín de infantes. Cuando la pelota le venía arrastrada, nunca ponía la rodilla en tierra, ponía las piernas como  “patas de catre”,  y la pelota pasaba seguidamente entre ellas más de una vez, pero jamás se olvidaba la guitarra y el tejo cuando íbamos a la playa.

Ese era nuestro gordo, amigo y arquero, obvio. Sabíamos lo que  era como arquero,  pero también como persona, por eso nunca lo dejábamos afuera.

Él sabía que nunca podría jugar al centro.  Desde el inicio de la historia del equipo de nuestro barrio fue así,  entonces se mentalizó para que el travesaño sea su techo y el área su jardín. Nunca quiso que el área  fuera su quinta, era demasiado carnívoro,  decía siempre nuestro gordo, como para andar  cuidando hortalizas.

La historia del Corto Molina como arquero de nuestro equipo comenzó en el primer grado de la primaria en el Colegio de las Hermanas. Y nunca dejó de serlo, hasta estos días en que algunos estamos llegando a los cuarenta. Estamos hablando de más de treinta años. Tuvo distintas maneras de enfrentar lo que ese puesto genera, de bobos para muchos, demasiado ingrato para la mayoría, pero  imprescindible para todo equipo.  El Gordo tuvo distintas maneras de desenvolverse bajo los tres palos. Tuvo buenas  y muchas de las otras, y estas otras, las malas, nos tocaba a todos. Las padecimos innumerables de veces. 

En el inicio de su carrera como arquero, El Corto Molina se las arregló hasta que fue de a poco aprendiendo el puesto. Se le complicó al principio con eso de que tenía que usar guantes, pero de a poco se fue acostumbrando a unos guantes de lana con guardas tipo Bariloche que le regalamos  para su cumpleaños como para entusiasmarlo y que no desista del puesto. Eran épocas en que el gordo se comía cada pelotazo, ¡mama mía! Pero la pelota casi nunca entraba en nuestro arco. Entonces la llevábamos bien y festejábamos seguido, aun cuando jugábamos con los chicos de cursos más grandes. El gordo era la clave de nuestro equipo, cero en nuestro arco era la premisa, y si teníamos la suerte de embocar alguna, ganábamos uno a cero, y si no, a los penales ganábamos seguro porque el gordo  se los calaba a casi todos. En esas instancias sacaba su perfil favorito cambiándose el buzo amarillo que siempre usaba poniéndose aquel que usó Goicoechea en Italia ’90.

Así fuimos pasándola en este equipo de amigos, amigos de fierros, para todo. Dentro y fuera de la cancha. Pero los problemas no tardaron en llegar. Con edad de ir a la secundaria y no solo para eso, sino por todos los cambios que nos trajo aparejado el impostergable crecimiento. 

Aquella cancha que teníamos en la primaria ya no nos pertenecía, no jugábamos en ella, porque era para “lo más chicos”, ¡como si hubiésemos crecido medio metro! Es más, El Corto había “pegado un estirón” de dos centímetros durante los dos últimos años. Eso sí, los ocho kilos que había agregado a su fisonomía estaban bien a la vista y no los podía esconder por más ropa holgada que usara.  

De aquella cancha hecha a la medida de nuestro equipo por los arcos chicos, sobre todo, pasamos a jugar en la secundaria y algunos en las inferiores del club, en cancha reglamentaria, de once.  Nada era eso,  el tema  eran las dimensiones de la cancha, y sobre todo, el tamaño de los arcos. Eran arcos reglamentarios, dos cuarenta de alto por siete y pico de largo. Eran arcos grandes  para cualquier arquero que se jacte de tal, imagínense para el nuestro, el gordo, parecía un montoncito de nada entre los tres palos.

Desde allí en adelante y a causa de esos arcos grandes, todo  el currículum de equipo ganador que podríamos mostrar se fue al tacho. Comenzó la debacle de nuestro equipo y algunos amigos, que en definitiva no eran tan amigos, se comenzaron a borrar. Quedamos los del principio y los cachetazos que recibíamos, goleada tras goleada, nos iban haciendo más fuerte como grupo pero a la vez siempre éramos  los elegidos para que los ocasionales  rivales salieran de su mala racha.

Entrábamos a la cancha y los murmullos de siempre, “miren lo que es ese arquero, hay que patearle desde la mitad de la cancha”. “Es una bolsa de tutuca”, escuchábamos despectivamente mientras trotábamos hacia el círculo central. Aunque nos doliera esas apreciaciones, estaban fundamentadas con solo mirar la figura de nuestro  arquero. Aun así nosotros tragábamos saliva para mantener el semblante y no contestarles y comenzar con quilombos antes de iniciar el partido. Al gordo todo eso le resbalaba, tenía asumida la forma de su cuerpo  y su función al servicio  del equipo. Por eso, garra era lo que le sobraba, a falta de centímetros. Le sobraban kilos ante la ausencia de agilidad. Pero era nuestro gordo y el arco estaba cubierto. Bien o mal, pero cubierto. Muchas veces hemos rasguñado uno que otro empate por el solo hecho de que el equipo rival no contaba con un gordo para mandar al arco, entonces los que jugaban de arquero lo hacían con desgano, hasta se dejaban hacer uno que otro gol con tal de salir rápido del arco, cumpliendo con la regla de  la rotación, la que  por cada gol recibido, cambio de arquero. Entonces más valorábamos a nuestro gordo, a pesar que temblábamos en cada centro o córner ejecutado por el rival o cuando el árbitro le levantaba el pulgar para dar inicio el partido y nuestras miradas se encontraban para terminar persignándonos y encomendarnos al Señor para que la goleada no fuese tan abultada.

Al llegar al último año en la secundaria nuestro récord era desastroso. La catarata de derrotas en nuestro debe era increíble, no había equipo en la zona que no nos hubiese ganado. Pero ahí seguíamos batallando, todos unidos, sabiendo lo que significaba la palabra equipo, el significado del vocablo amistad. Y siempre  con nuestro gordo al arco, el querido Corto Molina.

Algunos comenzaron a alternar en la reserva del club pero casi nadie lo hizo con fortuna como para ser tenido en cuenta para la primera. Solo nuestro volante central supo estar dos veces sentado en el banco en unos partidos amistosos pero no pudo debutar de manera oficial en el primer equipo.

Cuando prácticamente la mayoría había terminado la carrera universitaria o los que no habíamos seguido estudiando estábamos  afianzados en nuestros trabajos,  la mayoría entre los veinticinco y treinta años, pasó algo increíble. Un boom comercial llegó al pueblo, y, puedo decir que fue la salvación del equipo de amigos con más de  tres décadas de amistad.

Ese boom fue el renacer  de nuestro equipo. Comenzamos a tener el protagonismo que solíamos tener en la primaria. Fue el resurgir del equipo. Un nuevo amanecer deportivo apareció en nuestro horizonte. Entonces ya casi nadie nos quería enfrentar, se les comenzó a complicar ganarnos un partido, es más, hacerle un gol al gordo era una hazaña. Volvió  a ser aquel arquero que atajaba todo, pelotazos en la panza y cara incluidos.

Casi un milagro, la divina fortuna estaba esta vez de nuestro lado. Nunca nadie del equipo, del que ya muchos habían abandonado, hubiese sido capaz de imaginar que algo podría reverdecer los viejos momentos del equipo. Aquellos momentos de gloria de la primaria volvía a ponernos en la cresta de la ola.  De algo siempre estuvimos seguro, el alma, la actitud de grupo, esa estirpe de jugador de nunca bajar los brazos, la mística misma, nunca la habíamos perdido. La aparición de este fabuloso invento era una revancha que nos ilusionaba para salir de perdedores

Sí señores, La Sintética había llegado al pueblo. Esas alfombras imitando al verde césped habían aparecido como nuestras aliadas para volver a aquellos días de triunfo tras triunfo. No era poco. Más allá de que la pelota no picaba, y que te hacía sentir enjaulado con ese envoltorio de redes que la hacía parecida a una pajarera, así y todo, fue nuestra salvación. Además de todas esas características remarcadas la cancha sintética contaba con lo más valorable para nuestro equipo, y sobre todo, para el gordo, nuestro fiel y por siempre arquero, la cancha tenía ¡arcos chicos!

Entonces que pase el que sigue, decíamos tras ganar uno y otro partido. Era un festival de toques y atajadas del gordo. Se movía casi como un arquero de hándbal. A pesar de los años, el famoso estirón de la adolescencia casi no le había llegado. Eso sí, los kilos se duplicaron de una manera que casi no dejaba espacio para que la pelota ingresara a tocar nuestra red.

Ese que no puede faltar, ese con el que nosotros siempre contábamos. El gordo, genio y figura en distintas etapas, con baches en sus actuaciones que no eran solo por su culpa, sino por el tamaño de los arcos.

Arcos Chicos para sus inicios y nuestra etapa de formación. Arcos Grandes durante  la mayor catástrofe de derrotas  sufridas por goleadas.  

Volver a los Arcos Chicos para iniciar nuestra última etapa como jugadores fue la mayor bendición que pudimos haber recibido a esta altura de nuestras vidas gracias a la aparición de las canchas sintéticas y sus arcos chicos, y por sobre todas las cosas, a nuestro fenómeno,  el infaltable y querido  gordo.

Un gordo,  el arquero que todos deben tener. El Corto, o aquel desconocido Alberto Molina.

Nuestro gordo, el arquero que todos anhelaban tener. Pero deberán buscar por otro lado. Nuestro gordo es intransferible y su cláusula de rescisión no se podría pagar porque nuestra amistad no tiene precio.

30 DÍAS EN PELOTAS

Los principales competidores, siempre lo supimos, habían sido los del Islam, Hinduismo y Budismo, en ese orden de acuerdo a la cantidad de asociados que tenían cada uno de ellos. Pero ni sombra nos hacían ninguno de ellos, y menos los ateos. El miedo principal de nosotros era que se uniesen, que trataran de hacer una sola fuerza de oposición,  pero eso lo de las alianzas siempre fue algo utópico, y  más en estos tiempos en donde  han demostrado lo peor de ellas.

Aun con nuestros marcados enfrentamientos, nosotros, con Jesús como bandera, más  las decoraciones con que lo rodeamos, como son las historias de Adán y Eva, los milagros del Barba, un poco de carnaval carioca, y algunas otras cositas más, hacían que las abismales y ambiciosas desigualdades en nuestra “amistad comercial” la mantuviéramos, insisto,  más allá de las contundentes y acérrimas diferencias. Pero claro, ahora la competencia, la globalización en esta era de la comunicación, hicieron que nos mantuviéramos más unidos que nunca para, no solo tratar de conquistar nuevas almas, sino, no perder el capital que habíamos amasado durante los siglos de los siglos…

 

 

 

 

Es así que cada día salíamos a la caza de esas almas dubitativas que no sabían para que Dios inclinarse, sin saber que hay un solo Dios, que cumple la misma función para todos, que es escucharlos, y que lo que en realidad solo cambian, son sus representantes, sus, digamos, CEOS. (Interprétense como manager – comisionado – agente de bolsa – corredor, etc.).

La mayor garantía  y respaldo que teníamos era la credibilidad en  nuestro principal manager, no solo de parte de nuestros partidarios, sino de los del antagonismo doctrinario, que no en vano en distintas oportunidades supieron decir cosas, como por ejemplo de parte de los del  Islam, “Jesús, la paz esté con él, fue el hijo de María pero no de Dios". 

Los budistas no dudan en decir que, “Jesús fue un ser iluminado, un gran maestro. Yo siento a Jesús más cerca por su humanidad; pero no lo veo como un Dios. Su mensaje de amor me acerca a él. Pero si lo veo como un Dios, su figura se hace tan lejana que jamás lo podré imitar". El hindú practicante, ya sea de origen asiático u occidental, “siempre va a tener un respeto hacia la figura de Jesús como un maestro”.

Entonces había un gran respaldo generalizado sobre la idea esencial, más si tenemos en cuenta que tanto cristianos como musulmanes e hindúes (aun creyendo en la reencarnación),  acaparan el 70 % del mercado. Y la idea esencial, y fundamental para que todo esto siga creciendo,  no es otra que la creencia de la existencia del cielo y el infierno. Entonces, en una pradera tan fértil, el pasto seguía muy tierno como para continuar negociando y llevándonos la mejor parte a cambio de dignas promesas que, claro, ninguno de ellos sabe que son casi imposibles de cumplirlas. 

Pero bueno, en mi caso puntual, una vez que habían firmado sin pataleos la ficha de afiliación y el contrato de entrega de su alma (sin fijarse en la letra chica), el resto me tenía sin cuidado. Siempre se me ocurría alguna salida para contemplar la promesa no cumplida y juramentar que sí lo haría a mediano o largo plazo. Y a parte esto es comercial, por lo que las habladurías me tenían sin cuidado. El chismerío siempre existió, desde Magdalena a esta parte nunca faltaron las  lenguas afiladas, con y sin justa razón, pero, eso sí, nadie se anima a tirar la primera piedra.

 

 

 

 

 

La paleta de la oferta estaba nutrida por la desesperación de personas que venían de frustraciones en distintos rubros, entonces tenía recontra aprendido cada verso que les tenía que decir para endulzar sus oídos y lograr convencerlos para el acto comercial, la entrega de su alma a cambio de un bienestar infinito de su conciencia, lo que terminaba siendo, en muchas oportunidades, una verdadera ganga a costa  de los acongojados oferentes.

 

Estaban algunas ofertas del momento en las que le sacábamos el alma de las manos por una insignificante promesa, casi doméstica. Y también estaban las otras,  las operaciones Premium, éstas eran full full, con todos los chiches y eran las que sostenían la imagen de mi marca. Estas prestaciones Premium representaban la reencarnación en las más afamadas personalidades, ya sean políticos, estrellas del cine, cantantes o en algún mega astro del  deporte. Pero estas Premium eran muy costosas y  no solo se pagaban con la entrega de su propia alma, sino también con cinco más que el cliente sería el encargado de presentarme para que solo firmaran los correspondientes contratos a perpetuidad. Un pequeño trámite burocrático de concesión definitiva.

Como les decía, los campos en los que me desenvolvía eran infinitos, comenzando con los corruptos políticos, los ambiciosas y envidiosas estrellas de la televisión y el cine, hasta llegar al deporte, y no solo me refiero a los deportistas, a los que necesitan lograr éxitos para soñar con ser un top ten, que a la postre es lo que les hace amasar las más fabulosas fortunas y lograr el verdadero fin para el que se exponen, que no es otro que ser millonarios. Me refiero también a los admiradores de estos deportistas, y más que eso, admiradores y fieles fanáticos de los escudos que estos astros llevaban en sus indumentarias. 

En más de una oportunidad había logrado hacerme de las almas de varios club de fans, como fueron los casos de los fanáticos de Menudo, Pablito Ruiz, Messi y hasta los del Chavo del 8, a cambio de prometerles que aquellos cantantes, bueno, digámosle así, lograrían los premios Grammy o el de  la Voz Latina, mientras que a los fanáticos del chavito mexicano, los endulcé diciendo que al final la Chilindrina se casaría con el Chavo. Con respecto a los seguidores argentinos  del astro del Barcelona, los dejé tranquilos diciéndoles que Argentina ganaría el Mundial 2050 a jugarse en Albania, con Ciro como capitán. Sí, Ciro, el hijo menor del rosarino.

 

 

 

Este laburo, como casi todos, tiene sus pros y sus contras, pero soy consciente que para ser un buen comerciante en esta faena no se debe mezclar lo sentimental con lo económico, sino, podes hasta caer en defol. Y te digo más, muchas veces, lamentablemente,  tenés que actuar como los usureros que están afuera de los casinos o salas de apuestas prestando dinero, ésos que se quedan con casas, autos, escrituras de campos por el solo hecho de seguir enfermando a estos jugadores empedernidos, pero claro, de estos señores nadie habla. El malo de la historia solo soy yo.

Cierta vez compré el alma de un hincha de Racing. Ante la desesperación que mostraba una tarde, colgado de la bandera de La Guardia Imperial,  y al ver que su equipo pendía de un gol para lograr el campeonato, le ofrecí “el milagro de la conversión” si se hacía de Independiente, y así podría ver a  la Academia salir campeón, cosa que sucedió con Mostaza en el banco. Pero, y de qué me sirve, me dijo, si ahora soy del Diablo, y bueno le contesté, pero tu familia y amigos son de Racing, entonces ésa es tu valentía, pasarte a la contra para bien de tus seres queridos. Y así fue que lo enganché, con promesa cumplida gracias a aquel agónico cabezazo de Gabriel Loeschbor, defensor jugando como centro delantero. Al tiempo me enteré que el tipo se colgó en el puente Alsina. No pudo con su ya desaparecida alma y su nueva identidad roja.

Así fue que compré decenas de almas de hinchas que hacían lo imposible por sus queridos clubes y que no todos pedían salir campeones, no, para nada, había pedidos para todos los gustos, casi imposible de creer que alguien pudiese pedir tal o cual cosa, y nada menos que a cambio de su alma. 

Desde salvarse del descenso, pasando por que no les rematen la cancha; que cambien el color de la camiseta, o que tal o cual jugador,  o dirigente, se le prohibiera el ingreso al estadio de por vida. Obvio, a mí no me importaba el motivo, solo me importaba sumar más almas a mi club, El Club del Infierno. Y en esto, a decir verdad, el Barba, por intermedio de su manager, me dio muchas manos, porque de fútbol no entienden ni un pomo, porque si no, ¿quién puede descifrar la llegada del Chiqui Tapia a la presidencia de la AFA? Aparte, y en definitiva,  entre crotos no nos íbamos a andar pateando los tarros, más allá de las sustanciales diferencias. Hoy por mí, mañana por vos, era nuestro lema con Jesús. No estaba esa ambición desmedida, para nada,  manteníamos una sana competencia comercial, digamos.

 

 

 

 

Porque, no me las hago de buenito ahora, pero varios que vinieron a comercializar conmigo los terminé  rechazando, y se los pasé a las filas  del hijo de María. Es que no era para menos, venía cada uno, y ya  ni me sorprendían los pedidos a concretar, sino que iba más allá de eso, era por la persona misma. Y de ejemplos estoy lleno, anota, Galtieri, Iván IV de Rusia, Ilse Koch, Delphine La Laurie,  y hasta el alma de tres animales rechacé, la de un pingüino, de un  gato y la de una yegua. Todo tiene un límite, la ambición desmedida te puede terminar matando, ojo con eso.

Hay operaciones que necesitan de mucha paciencia, mucho tiempo me llevan en poder satisfacer a mis clientes en algunos casos puntuales, y éste era uno de ellos. Arrastrado en la amargura, se andaba escondiendo, ya no solo de los hinchas de equipos de primera división, ni siquiera del Nacional B, se escondía de los hinchas de equipos que jugaban los regionales, los torneos federales. Había caído tan bajo su equipo que casi vergüenza le daba gritar los goles de su equipo. Imagínense, festejar un triunfo contra el 9 de Morteros, o ante Sp. Belgrano, equipos  que participaban, también, en la LRFSF (Liga Rural Fútbol Sin Futuro). Pero así y todo me tuve fe. Y mira que ellos nunca se llevaron bien con el Diablo Rojo, pero bueno, debía ser un acto de fe hacia mí. De antemano le dije, me entregas el alma pero esto no es de un año para el otro, ármate de paciencia y dame tiempo. Y me tomé una docena de años y le devolví a Talleres a la Primera de AFA. Y no solo eso, los puse en la Copa Libertadores también. No vayan a creer que lo hizo Kudelka o Fassi, naaa, papito fue el del milagro copero.

No fue fácil, pero todo llega. Bueno, casi todo llega, mejor digo, porque con el siguiente relato se darán cuenta del porqué el “casi todo llega”.

A medida que pasa el tiempo, nos vamos poniendo al día con las operaciones pendientes  a las que nos comprometemos por la compra de las almas. Como fue el caso anteriormente explicado. Y los tipos van viendo que cumplimos, más tarde o más temprano, concretamos los pedidos, y eso hace que sigan creyendo en nuestra multinacional.

Sin andar dando muchas vueltas tengo que ser honesto con ustedes (aunque no sea una de mis virtudes eso de andar con la verdad)  sobre algunas promesas muy difícil de complacer y que llevan años en estado de… pendientes. Hay una que ya entramos en litigio y lleva más de un siglo sin poder ejecutar la operación, y que no es otra que me viene reclamando, ahora el bisnieto, del que me vendió su alma, la de todos sus herederos  y la de muchos otros que van a la 

 

 

 

tribuna de la cervecería. Esto fue ya hace bastante tiempo, en el año 1906, cuando me rogó con mucho entusiasmo para que su equipo saliera campeón antes de su muerte. Pero claro, este buen hincha Pirata hace ya más de sesenta años que espichó y no le he podido cumplir la promesa de ver, él imposible ya, ni sus descendientes que ya van por su sexta generación. Este caso es a perpetuidad ya que las almas compradas no se devuelven, pero quién sabe si podré cumplir, y me avergüenzo de esto porque nunca antes me pasó algo similar, pero bueno, también de ellos depende un poco y necesitaría que hicieran un poco de mérito para esta misión, por ahora, imposible. No me arrepiento de este caso, pero recuerdo bien que el que me embaló para que aceptara este negocio fue el Diablo Monserrat, a cargo de la sucursal que está en Orgaz y La Rioja, muy conocedor este morocho de las almas nocturnas que van y vienen con el tunga tunga bien incorporado  en sus entrañas.

Y así, un almita aquí, otra más allá, y un camino largo y caliente que baja y se pierde, iba recolectando a diestras y siniestras almas desafortunadas, desanimadas, desvalidas, perdidas y sin esperanza, lo que  eran una papita ‘pa Luzbelito. 

El negocio se había hecho muy rentable, y el campo de acción había trascendido los límites que me había asignado Lucifer. Por tal motivo tuve que poner algunos kiosquitos para una mejor captación de almas y,  por sobre todas las cosas, para  que no se metieran en el negocio falsos diablillos que en épocas de Halloween abundan por estos lados.

Fue así que puse unas franquicias a la venta, y la licitación fue todo un éxito, ya que todos los interesados eran tipos muy avezados del negocio, conocedores del paño, lo que me aseguraba que el “producto” seguiría en manos especializadas.

Al principio contraté a Mateos, Dimas y Agustín, pero cuando les di la espalda me clavaron la horquilla por detrás, me traicionaron, no sé realmente qué les sucedió a estos tipos, porque estaban a la medida de manejar un negocio como el que había montado. El tema, que desconozco, fue que de un día para el otro me dejaron pisando las brasas solo, con un montón de operaciones por terminar y se fueron con el Barba, y éste de inmediato los convirtió en Santos, como para que no se les escaparan nuevamente.

De ahí en más todos los que querían postularse para estar frente de mis mostradores, deberían tener un frondoso currículum apestado con acciones que justificaran ser dignos representantes de Mefistófeles, ya no quería más sorpresas y traiciones con principiantes.

 

 

Entonces ustedes podrán escuchar, y comprobar personalmente si así lo desean, que mis distintas sucursales están regenteadas por especialistas del rubro, y más que eso, ya que estos entusiastas emprendedores eran expertos en el campo del deporte, puntualmente en el fútbol, ámbito éste del que nos llovían pedidos de ventas de almas desconsoladas. Por lo tanto no deberán sorprenderse si junto a mí, en  Casa Matriz de Avellaneda, lo atiende Mandinga Percudani, o en la del barrio La Paternal lo ven al Demonio Hauche. El Ogro Fabbiani es captador de almas en el interior del país conjuntamente con la Brujita Verón.

Por el norte lo tenía a Satanás Páez, un especialista en almas contaminadas por el engolosinamiento de mujeres ajenas y maridos celosos. Almas  muy fáciles de seducir, más si ya tenía a la Suller, a la Wanda y a Solita Silveyra  manejándome lo que es el stand de almas femeninas. A esta última la tuve que despedir por malversación de almas. ¡Qué pena me dio!, se hizo una novela de todo esto, y termino siendo una… Pobre Diabla.

Estoy analizando nuevas altas de personal, y por lejos los que sobresalen son Ricky Centurión, Pablo Migliore y Mario Balotelli, pero por el momento están en la lista de espera de postulantes, aunque méritos les sobran para incorporarlos. Todo dependerá del ok que me pueda dar el supervisor de la zona de Boedo, el Bambino Veira.

La reputación de esta ex pyme, ahora ya una multinacional, había traspasados los límites de la geografía otorgada, de tal manera que tuve que abrir algunas agencias internacionales, como es el caso de Bolivia, atendida por el Diablo Marcos Etcheverry, un crack en el tema del traslado de las almas a corta distancia, ya que por la altura de Bolivia, estaban a un toque de las llamas del Paraíso, perdón, el paraíso es el árbol de los “otros”, nuestro árbol es el Caliente Árbol de Leva. El Diablo Etcheverry fue el nexo que me conectó con el Chucky Hirving Lozano, quien a la vez se asoció con el Cadáver Luis Valdez para hacerse cargo de la filial mexicana la que, a decir verdad, fue el mayor suceso recaudador nunca antes visto, ya que se metió a cotizar almas  en la Bolsa de Valores de Wall Street, y pingües negocios hicimos con George Washington, Abraham Lincoln, con Reegan,  los Bush,  y ahora con el colorado Trump. Con el único que no logramos congeniar fue con John F. Kennedy, porque  la metió a la rubia al medio. Sí, a la  Marilyn Monroe, y no me gustó nada ya que  él sabía que este negocio era exclusivamente para astutos y sagaces diablillos como lo soy yo.

 

 

 

Todos los arriba mencionados, fueron, son y seguirán siendo unos terribles desalmados que me aseguran un futuro próspero y lleno de nuevas ilusiones comerciales.

En lo que respecta al por qué consigo tantas almas, y con tanta facilidad en la mayoría de los casos, es porque escucho a todos, y todas. Les prestó atención a cada caso, y… ¡me encuentro con cada uno, mamita! Había pedidos insólitos que recibía a cambio de ventas de almas prácticamente de liquidación, que se las sacaba de las manos con solo la promesa de cumplirles sus ocurrentes pedidos. 

Recuerdo un caso que me solicitaba imperiosamente la invisibilidad, quería ser invisible este tipo, y no era otro que el bolichero del bar Chupe y Pague. Según me confesó al momento del canje, quería llegar a ese estado para descubrir dónde esconden, y destruir, las fórmulas de las gaseosas Colas. ¡Noooo, la Coca Cola nooo!!! Se refería a la Manooas, la Vichy, la Huuk,  la Suiity y la Naranpul,  para que no las fabriquen más así no las mezclan con el fernet.  Y la verdad, no sé si encontró la fórmula, pero su alma está en mi poder, y es la única invisible en mí Reino. Y te digo la posta, el tipo tenía razón, no podes arruinar un 70/30 con esas colas.

Pero la gran operación que me posibilitó ahora estar sentado a la derecha de Satán, fue lo sucedido aquella tarde de junio del 2011. Aquella histórica tarde gris que terminó con River descendido y crucificado al Nacional B. A deambular por las tibias cenizas de un sinuoso y empinado  camino del ascenso en oscuras y tétricas tardes, tenebrosas noches por el interior, siendo el hazmerreír de los rivales al verlos arrastrarse en el lodo de las cargadas, memes e hirientes apodos de sus eternos rivales que se mantenían en la primera división.

Esa tarde me catapultó como el mayor comerciante en la historia de almas. Fui condecorado, recuerdo muy bien, en el centro del campo de juego del club Boca Unidos de Corrientes, rodeado por un séquito de diablitas.

En aquella tragedia deportiva, juro que nada tuve que ver, pero, a río revuelto…, y es lo que hice. Los esperé sobre la calle Udaondo a todos los hinchas de River que  mostraban su lamentable estado de debilidad, lo que fue una tarea sencilla de quedarme con sus almas totalmente destrozadas, y traicionadas, como ellos creían, por el árbitro de aquella tarde, Pezzotta, por Pavone, el del penal mal ejecutado, y  por el escritorio de Grondona (claro, Olave, el Picante Pereyra y Farré no tuvieron nada que ver, qué salames son).

 

 

Miles y miles de almas entregadas, que se movían al ritmo de zombies,  se me  acercaban babeando sed de venganza a ver qué les podía ofrecer para vivir por el resto de sus días desalmados pero con la ilusión de volver a ver a River en Primera División.

Recuerdo haber agarrado un megáfono debido a la gran cantidad de hinchas arrodillados delante de mí, y decirles, “a cambio de sus almas, queridas gallináceas, no solo les prometo que su querido, glorioso y maltrecho River Plate volverá en corto plazo al círculo superior, sino, que les prometo que humillarán a los bosteros como nunca antes lo han hecho, en una final de Copa Libertadores, acontecimiento  del que el mundo entero será testigo”.

Un incrédulo del fondo, y con las pocas fuerzas que le quedaban, se paró, y disparó lo que muchos dudaban: “desconfiamos de tan grande oferta, pero no nos queda otra que entregarte nuestras almas, y conformarnos, por ahora, con regresar a Primera”.

Con semejante promesa cumplida, como todos pueden certificar, les tengo que confesar, raro en mí, que el que arrojó aquella piedra al colectivo no fue ningún hincha de River, fue una mano que nunca pudieron identificar de quién era, pero tengo que decirles que fue uno de mis tantos Ángeles Caídos que andan cumpliendo mis promesas.

Pero, afortunados son ustedes, mis entrañables amigos, que me tienen a mí para poder contarles estos casos, y así puedan animarse sin temor, y sin timidez al papelón, a venderme sus tan preciadas almitas a éste, su más atento, ambicioso y seguro  servidor.

Total, como se dice por ahí, “a malo por conocer…, nada mejor que un buen Satanás amigo conocido”.

COMPRANDO ALMAS

Muy complicado está el mercado. La competencia es feroz, y la cantidad de nuevos kioscos que han aparecido hacen que el monopolio comercial de la consejería  que en otros tiempos solíamos tener, se esté complicando. Ahora se compite con ignotas marcas que otrora, muy pocos, salvo sus asociados fanáticos, conocen de su existencia. Nuestro  estilo vanguardista de cómo operar en el mercado por años, por siglos mejor me corrijo, fue la coherencia, la variada oferta de placer y la garantía del cumplimientos de las promesas. Jamás tuvimos una oposición tan marcada, y nunca imaginamos tener la que actualmente nos muestra el día a día.

Los principales competidores, siempre lo supimos, habían sido los del Islam, Hinduismo y Budismo, en ese orden de acuerdo a la cantidad de asociados que tenían cada uno de ellos. Pero ni sombra nos hacían ninguno de ellos, y menos los ateos. El miedo principal de nosotros era que se uniesen, que trataran de hacer una sola fuerza de oposición,  pero eso lo de las alianzas siempre fue algo utópico, y  más en estos tiempos en donde  han demostrado lo peor de ellas.

Aun con nuestros marcados enfrentamientos, nosotros, con Jesús como bandera, más  las decoraciones con que lo rodeamos, como son las historias de Adán y Eva, los milagros del Barba, un poco de carnaval carioca, y algunas otras cositas más, hacían que las abismales y ambiciosas desigualdades en nuestra “amistad comercial” la mantuviéramos, insisto,  más allá de las contundentes y acérrimas diferencias. Pero claro, ahora la competencia, la globalización en esta era de la comunicación, hicieron que nos mantuviéramos más unidos que nunca para, no solo tratar de conquistar nuevas almas, sino, no perder el capital que habíamos amasado durante los siglos de los siglos…

 

 

 

 

Es así que cada día salíamos a la caza de esas almas dubitativas que no sabían para que Dios inclinarse, sin saber que hay un solo Dios, que cumple la misma función para todos, que es escucharlos, y que lo que en realidad solo cambian, son sus representantes, sus, digamos, CEOS. (Interprétense como manager – comisionado – agente de bolsa – corredor, etc.).

La mayor garantía  y respaldo que teníamos era la credibilidad en  nuestro principal manager, no solo de parte de nuestros partidarios, sino de los del antagonismo doctrinario, que no en vano en distintas oportunidades supieron decir cosas, como por ejemplo de parte de los del  Islam, “Jesús, la paz esté con él, fue el hijo de María pero no de Dios". 

Los budistas no dudan en decir que, “Jesús fue un ser iluminado, un gran maestro. Yo siento a Jesús más cerca por su humanidad; pero no lo veo como un Dios. Su mensaje de amor me acerca a él. Pero si lo veo como un Dios, su figura se hace tan lejana que jamás lo podré imitar". El hindú practicante, ya sea de origen asiático u occidental, “siempre va a tener un respeto hacia la figura de Jesús como un maestro”.

Entonces había un gran respaldo generalizado sobre la idea esencial, más si tenemos en cuenta que tanto cristianos como musulmanes e hindúes (aun creyendo en la reencarnación),  acaparan el 70 % del mercado. Y la idea esencial, y fundamental para que todo esto siga creciendo,  no es otra que la creencia de la existencia del cielo y el infierno. Entonces, en una pradera tan fértil, el pasto seguía muy tierno como para continuar negociando y llevándonos la mejor parte a cambio de dignas promesas que, claro, ninguno de ellos sabe que son casi imposibles de cumplirlas. 

Pero bueno, en mi caso puntual, una vez que habían firmado sin pataleos la ficha de afiliación y el contrato de entrega de su alma (sin fijarse en la letra chica), el resto me tenía sin cuidado. Siempre se me ocurría alguna salida para contemplar la promesa no cumplida y juramentar que sí lo haría a mediano o largo plazo. Y a parte esto es comercial, por lo que las habladurías me tenían sin cuidado. El chismerío siempre existió, desde Magdalena a esta parte nunca faltaron las  lenguas afiladas, con y sin justa razón, pero, eso sí, nadie se anima a tirar la primera piedra.

 

 

 

 

 

La paleta de la oferta estaba nutrida por la desesperación de personas que venían de frustraciones en distintos rubros, entonces tenía recontra aprendido cada verso que les tenía que decir para endulzar sus oídos y lograr convencerlos para el acto comercial, la entrega de su alma a cambio de un bienestar infinito de su conciencia, lo que terminaba siendo, en muchas oportunidades, una verdadera ganga a costa  de los acongojados oferentes.

 

Estaban algunas ofertas del momento en las que le sacábamos el alma de las manos por una insignificante promesa, casi doméstica. Y también estaban las otras,  las operaciones Premium, éstas eran full full, con todos los chiches y eran las que sostenían la imagen de mi marca. Estas prestaciones Premium representaban la reencarnación en las más afamadas personalidades, ya sean políticos, estrellas del cine, cantantes o en algún mega astro del  deporte. Pero estas Premium eran muy costosas y  no solo se pagaban con la entrega de su propia alma, sino también con cinco más que el cliente sería el encargado de presentarme para que solo firmaran los correspondientes contratos a perpetuidad. Un pequeño trámite burocrático de concesión definitiva.

Como les decía, los campos en los que me desenvolvía eran infinitos, comenzando con los corruptos políticos, los ambiciosas y envidiosas estrellas de la televisión y el cine, hasta llegar al deporte, y no solo me refiero a los deportistas, a los que necesitan lograr éxitos para soñar con ser un top ten, que a la postre es lo que les hace amasar las más fabulosas fortunas y lograr el verdadero fin para el que se exponen, que no es otro que ser millonarios. Me refiero también a los admiradores de estos deportistas, y más que eso, admiradores y fieles fanáticos de los escudos que estos astros llevaban en sus indumentarias. 

En más de una oportunidad había logrado hacerme de las almas de varios club de fans, como fueron los casos de los fanáticos de Menudo, Pablito Ruiz, Messi y hasta los del Chavo del 8, a cambio de prometerles que aquellos cantantes, bueno, digámosle así, lograrían los premios Grammy o el de  la Voz Latina, mientras que a los fanáticos del chavito mexicano, los endulcé diciendo que al final la Chilindrina se casaría con el Chavo. Con respecto a los seguidores argentinos  del astro del Barcelona, los dejé tranquilos diciéndoles que Argentina ganaría el Mundial 2050 a jugarse en Albania, con Ciro como capitán. Sí, Ciro, el hijo menor del rosarino.

 

 

 

Este laburo, como casi todos, tiene sus pros y sus contras, pero soy consciente que para ser un buen comerciante en esta faena no se debe mezclar lo sentimental con lo económico, sino, podes hasta caer en defol. Y te digo más, muchas veces, lamentablemente,  tenés que actuar como los usureros que están afuera de los casinos o salas de apuestas prestando dinero, ésos que se quedan con casas, autos, escrituras de campos por el solo hecho de seguir enfermando a estos jugadores empedernidos, pero claro, de estos señores nadie habla. El malo de la historia solo soy yo.

Cierta vez compré el alma de un hincha de Racing. Ante la desesperación que mostraba una tarde, colgado de la bandera de La Guardia Imperial,  y al ver que su equipo pendía de un gol para lograr el campeonato, le ofrecí “el milagro de la conversión” si se hacía de Independiente, y así podría ver a  la Academia salir campeón, cosa que sucedió con Mostaza en el banco. Pero, y de qué me sirve, me dijo, si ahora soy del Diablo, y bueno le contesté, pero tu familia y amigos son de Racing, entonces ésa es tu valentía, pasarte a la contra para bien de tus seres queridos. Y así fue que lo enganché, con promesa cumplida gracias a aquel agónico cabezazo de Gabriel Loeschbor, defensor jugando como centro delantero. Al tiempo me enteré que el tipo se colgó en el puente Alsina. No pudo con su ya desaparecida alma y su nueva identidad roja.

Así fue que compré decenas de almas de hinchas que hacían lo imposible por sus queridos clubes y que no todos pedían salir campeones, no, para nada, había pedidos para todos los gustos, casi imposible de creer que alguien pudiese pedir tal o cual cosa, y nada menos que a cambio de su alma. 

Desde salvarse del descenso, pasando por que no les rematen la cancha; que cambien el color de la camiseta, o que tal o cual jugador,  o dirigente, se le prohibiera el ingreso al estadio de por vida. Obvio, a mí no me importaba el motivo, solo me importaba sumar más almas a mi club, El Club del Infierno. Y en esto, a decir verdad, el Barba, por intermedio de su manager, me dio muchas manos, porque de fútbol no entienden ni un pomo, porque si no, ¿quién puede descifrar la llegada del Chiqui Tapia a la presidencia de la AFA? Aparte, y en definitiva,  entre crotos no nos íbamos a andar pateando los tarros, más allá de las sustanciales diferencias. Hoy por mí, mañana por vos, era nuestro lema con Jesús. No estaba esa ambición desmedida, para nada,  manteníamos una sana competencia comercial, digamos.

 

 

 

 

Porque, no me las hago de buenito ahora, pero varios que vinieron a comercializar conmigo los terminé  rechazando, y se los pasé a las filas  del hijo de María. Es que no era para menos, venía cada uno, y ya  ni me sorprendían los pedidos a concretar, sino que iba más allá de eso, era por la persona misma. Y de ejemplos estoy lleno, anota, Galtieri, Iván IV de Rusia, Ilse Koch, Delphine La Laurie,  y hasta el alma de tres animales rechacé, la de un pingüino, de un  gato y la de una yegua. Todo tiene un límite, la ambición desmedida te puede terminar matando, ojo con eso.

Hay operaciones que necesitan de mucha paciencia, mucho tiempo me llevan en poder satisfacer a mis clientes en algunos casos puntuales, y éste era uno de ellos. Arrastrado en la amargura, se andaba escondiendo, ya no solo de los hinchas de equipos de primera división, ni siquiera del Nacional B, se escondía de los hinchas de equipos que jugaban los regionales, los torneos federales. Había caído tan bajo su equipo que casi vergüenza le daba gritar los goles de su equipo. Imagínense, festejar un triunfo contra el 9 de Morteros, o ante Sp. Belgrano, equipos  que participaban, también, en la LRFSF (Liga Rural Fútbol Sin Futuro). Pero así y todo me tuve fe. Y mira que ellos nunca se llevaron bien con el Diablo Rojo, pero bueno, debía ser un acto de fe hacia mí. De antemano le dije, me entregas el alma pero esto no es de un año para el otro, ármate de paciencia y dame tiempo. Y me tomé una docena de años y le devolví a Talleres a la Primera de AFA. Y no solo eso, los puse en la Copa Libertadores también. No vayan a creer que lo hizo Kudelka o Fassi, naaa, papito fue el del milagro copero.

No fue fácil, pero todo llega. Bueno, casi todo llega, mejor digo, porque con el siguiente relato se darán cuenta del porqué el “casi todo llega”.

A medida que pasa el tiempo, nos vamos poniendo al día con las operaciones pendientes  a las que nos comprometemos por la compra de las almas. Como fue el caso anteriormente explicado. Y los tipos van viendo que cumplimos, más tarde o más temprano, concretamos los pedidos, y eso hace que sigan creyendo en nuestra multinacional.

Sin andar dando muchas vueltas tengo que ser honesto con ustedes (aunque no sea una de mis virtudes eso de andar con la verdad)  sobre algunas promesas muy difícil de complacer y que llevan años en estado de… pendientes. Hay una que ya entramos en litigio y lleva más de un siglo sin poder ejecutar la operación, y que no es otra que me viene reclamando, ahora el bisnieto, del que me vendió su alma, la de todos sus herederos  y la de muchos otros que van a la 

 

 

 

tribuna de la cervecería. Esto fue ya hace bastante tiempo, en el año 1906, cuando me rogó con mucho entusiasmo para que su equipo saliera campeón antes de su muerte. Pero claro, este buen hincha Pirata hace ya más de sesenta años que espichó y no le he podido cumplir la promesa de ver, él imposible ya, ni sus descendientes que ya van por su sexta generación. Este caso es a perpetuidad ya que las almas compradas no se devuelven, pero quién sabe si podré cumplir, y me avergüenzo de esto porque nunca antes me pasó algo similar, pero bueno, también de ellos depende un poco y necesitaría que hicieran un poco de mérito para esta misión, por ahora, imposible. No me arrepiento de este caso, pero recuerdo bien que el que me embaló para que aceptara este negocio fue el Diablo Monserrat, a cargo de la sucursal que está en Orgaz y La Rioja, muy conocedor este morocho de las almas nocturnas que van y vienen con el tunga tunga bien incorporado  en sus entrañas.

Y así, un almita aquí, otra más allá, y un camino largo y caliente que baja y se pierde, iba recolectando a diestras y siniestras almas desafortunadas, desanimadas, desvalidas, perdidas y sin esperanza, lo que  eran una papita ‘pa Luzbelito. 

El negocio se había hecho muy rentable, y el campo de acción había trascendido los límites que me había asignado Lucifer. Por tal motivo tuve que poner algunos kiosquitos para una mejor captación de almas y,  por sobre todas las cosas, para  que no se metieran en el negocio falsos diablillos que en épocas de Halloween abundan por estos lados.

Fue así que puse unas franquicias a la venta, y la licitación fue todo un éxito, ya que todos los interesados eran tipos muy avezados del negocio, conocedores del paño, lo que me aseguraba que el “producto” seguiría en manos especializadas.

Al principio contraté a Mateos, Dimas y Agustín, pero cuando les di la espalda me clavaron la horquilla por detrás, me traicionaron, no sé realmente qué les sucedió a estos tipos, porque estaban a la medida de manejar un negocio como el que había montado. El tema, que desconozco, fue que de un día para el otro me dejaron pisando las brasas solo, con un montón de operaciones por terminar y se fueron con el Barba, y éste de inmediato los convirtió en Santos, como para que no se les escaparan nuevamente.

De ahí en más todos los que querían postularse para estar frente de mis mostradores, deberían tener un frondoso currículum apestado con acciones que justificaran ser dignos representantes de Mefistófeles, ya no quería más sorpresas y traiciones con principiantes.

 

 

Entonces ustedes podrán escuchar, y comprobar personalmente si así lo desean, que mis distintas sucursales están regenteadas por especialistas del rubro, y más que eso, ya que estos entusiastas emprendedores eran expertos en el campo del deporte, puntualmente en el fútbol, ámbito éste del que nos llovían pedidos de ventas de almas desconsoladas. Por lo tanto no deberán sorprenderse si junto a mí, en  Casa Matriz de Avellaneda, lo atiende Mandinga Percudani, o en la del barrio La Paternal lo ven al Demonio Hauche. El Ogro Fabbiani es captador de almas en el interior del país conjuntamente con la Brujita Verón.

Por el norte lo tenía a Satanás Páez, un especialista en almas contaminadas por el engolosinamiento de mujeres ajenas y maridos celosos. Almas  muy fáciles de seducir, más si ya tenía a la Suller, a la Wanda y a Solita Silveyra  manejándome lo que es el stand de almas femeninas. A esta última la tuve que despedir por malversación de almas. ¡Qué pena me dio!, se hizo una novela de todo esto, y termino siendo una… Pobre Diabla.

Estoy analizando nuevas altas de personal, y por lejos los que sobresalen son Ricky Centurión, Pablo Migliore y Mario Balotelli, pero por el momento están en la lista de espera de postulantes, aunque méritos les sobran para incorporarlos. Todo dependerá del ok que me pueda dar el supervisor de la zona de Boedo, el Bambino Veira.

La reputación de esta ex pyme, ahora ya una multinacional, había traspasados los límites de la geografía otorgada, de tal manera que tuve que abrir algunas agencias internacionales, como es el caso de Bolivia, atendida por el Diablo Marcos Etcheverry, un crack en el tema del traslado de las almas a corta distancia, ya que por la altura de Bolivia, estaban a un toque de las llamas del Paraíso, perdón, el paraíso es el árbol de los “otros”, nuestro árbol es el Caliente Árbol de Leva. El Diablo Etcheverry fue el nexo que me conectó con el Chucky Hirving Lozano, quien a la vez se asoció con el Cadáver Luis Valdez para hacerse cargo de la filial mexicana la que, a decir verdad, fue el mayor suceso recaudador nunca antes visto, ya que se metió a cotizar almas  en la Bolsa de Valores de Wall Street, y pingües negocios hicimos con George Washington, Abraham Lincoln, con Reegan,  los Bush,  y ahora con el colorado Trump. Con el único que no logramos congeniar fue con John F. Kennedy, porque  la metió a la rubia al medio. Sí, a la  Marilyn Monroe, y no me gustó nada ya que  él sabía que este negocio era exclusivamente para astutos y sagaces diablillos como lo soy yo.

 

 

 

Todos los arriba mencionados, fueron, son y seguirán siendo unos terribles desalmados que me aseguran un futuro próspero y lleno de nuevas ilusiones comerciales.

En lo que respecta al por qué consigo tantas almas, y con tanta facilidad en la mayoría de los casos, es porque escucho a todos, y todas. Les prestó atención a cada caso, y… ¡me encuentro con cada uno, mamita! Había pedidos insólitos que recibía a cambio de ventas de almas prácticamente de liquidación, que se las sacaba de las manos con solo la promesa de cumplirles sus ocurrentes pedidos. 

Recuerdo un caso que me solicitaba imperiosamente la invisibilidad, quería ser invisible este tipo, y no era otro que el bolichero del bar Chupe y Pague. Según me confesó al momento del canje, quería llegar a ese estado para descubrir dónde esconden, y destruir, las fórmulas de las gaseosas Colas. ¡Noooo, la Coca Cola nooo!!! Se refería a la Manooas, la Vichy, la Huuk,  la Suiity y la Naranpul,  para que no las fabriquen más así no las mezclan con el fernet.  Y la verdad, no sé si encontró la fórmula, pero su alma está en mi poder, y es la única invisible en mí Reino. Y te digo la posta, el tipo tenía razón, no podes arruinar un 70/30 con esas colas.

Pero la gran operación que me posibilitó ahora estar sentado a la derecha de Satán, fue lo sucedido aquella tarde de junio del 2011. Aquella histórica tarde gris que terminó con River descendido y crucificado al Nacional B. A deambular por las tibias cenizas de un sinuoso y empinado  camino del ascenso en oscuras y tétricas tardes, tenebrosas noches por el interior, siendo el hazmerreír de los rivales al verlos arrastrarse en el lodo de las cargadas, memes e hirientes apodos de sus eternos rivales que se mantenían en la primera división.

Esa tarde me catapultó como el mayor comerciante en la historia de almas. Fui condecorado, recuerdo muy bien, en el centro del campo de juego del club Boca Unidos de Corrientes, rodeado por un séquito de diablitas.

En aquella tragedia deportiva, juro que nada tuve que ver, pero, a río revuelto…, y es lo que hice. Los esperé sobre la calle Udaondo a todos los hinchas de River que  mostraban su lamentable estado de debilidad, lo que fue una tarea sencilla de quedarme con sus almas totalmente destrozadas, y traicionadas, como ellos creían, por el árbitro de aquella tarde, Pezzotta, por Pavone, el del penal mal ejecutado, y  por el escritorio de Grondona (claro, Olave, el Picante Pereyra y Farré no tuvieron nada que ver, qué salames son).

 

 

Miles y miles de almas entregadas, que se movían al ritmo de zombies,  se me  acercaban babeando sed de venganza a ver qué les podía ofrecer para vivir por el resto de sus días desalmados pero con la ilusión de volver a ver a River en Primera División.

Recuerdo haber agarrado un megáfono debido a la gran cantidad de hinchas arrodillados delante de mí, y decirles, “a cambio de sus almas, queridas gallináceas, no solo les prometo que su querido, glorioso y maltrecho River Plate volverá en corto plazo al círculo superior, sino, que les prometo que humillarán a los bosteros como nunca antes lo han hecho, en una final de Copa Libertadores, acontecimiento  del que el mundo entero será testigo”.

Un incrédulo del fondo, y con las pocas fuerzas que le quedaban, se paró, y disparó lo que muchos dudaban: “desconfiamos de tan grande oferta, pero no nos queda otra que entregarte nuestras almas, y conformarnos, por ahora, con regresar a Primera”.

Con semejante promesa cumplida, como todos pueden certificar, les tengo que confesar, raro en mí, que el que arrojó aquella piedra al colectivo no fue ningún hincha de River, fue una mano que nunca pudieron identificar de quién era, pero tengo que decirles que fue uno de mis tantos Ángeles Caídos que andan cumpliendo mis promesas.

Pero, afortunados son ustedes, mis entrañables amigos, que me tienen a mí para poder contarles estos casos, y así puedan animarse sin temor, y sin timidez al papelón, a venderme sus tan preciadas almitas a éste, su más atento, ambicioso y seguro  servidor.

Total, como se dice por ahí, “a malo por conocer…, nada mejor que un buen Satanás amigo conocido”.

QUIEN LOS CONOCE

Si te los nombro así,  podes llegar a pensar que son integrantes de un trío de bochas, tal vez el nombre de tres cantantes sopranos o por qué no, tres  cocineros que aparecen en esos programas que ahora están de moda y los vemos  en todas las pantallas.

A los que les gusta hablar sin saber dirán  que son pintores, escritores o tal vez escaladores del Aconcagua. Otros dirán que son los maridos de las hermanas Kardashian, Kim, Khloe y Kourtney, pero no, no son sus maridos ni siquiera sus  admiradores.

Nada de eso amigos, nada de eso. Ninguno de los tres apellidos está relacionado con las artes, con la cocina o la farándula. Para nada.

En estos tiempos en que las estadísticas, los records y las actuaciones de los players, en el deporte que sea, están al día, al instantes con los porcentajes, goles, velocidad de cada vuelta, penales errados, triples convertidos, golpes conectados, etc., etc., es imperdonable que no hagan alusión a estos nombres que mencioné, y pocos, casi nadie, salvo sus familiares, los conocen.

Hoy casi todos saben los goles que hicieron tal o cual jugador; quien es el MPV de la NBA,  el piloto más veloz de la F1 o el mayor bateador en la Major League Baseball.

Los chicos saben con exactitud los goles de CR7 en el  United, el Real o ahora en la Juventus; los del Kun en el City y los de Carlitos en toda Europa, o, también, claro, cuántos penales erró el Gran Titán en la Copa América de Paraguay con la celeste y blanco.

Que LeBrón Raymone James, hoy, es la máxima estrella del baloncesto, todos lo saben. Hasta mi madre sabe que Roger es el máximo ganador en la historia del ex deporte blanco, aunque haga fuerza por el croata Nole Novak. Cualquier veterano sabe de las catorce defensas de Carlos Monzón, como también, que Diego Armando Sinagra fue una de los mayores fiascos deportivos de la historia.

Todos saben que el gol mil de Pelé lo hizo de penal, que Manu tiene 4 anillos con los fantásticos  Spurs de Popovich, o que la Lucha con sus Leonas fueron lo mejor de la historia del palo y la bocha.

Pero, ¿de los que la van a buscar adentro? (reiteradas veces algunos) ¿De los que tiran para tres con un quince por ciento de efectividad? ¿Los que abandonan en las pruebas de clasificación y ni siquiera una carrera largan? ¿Los que se ponen los guantes con un record de 1-4-26 (ganadas-empatadas-perdidas)? ¿De aquellos que largan al lado del fenómeno Bolt y pierden por más segundos de los que la bestia demora en hacer los cien metros?

De los otros, de los record negativos, de los que encabezan los peores registros de las estadísticas, de los amargos, de los que sufren estas alegrías de los rivales, de los que son vapuleados; de aquellos, que gracias a ellos, los otros aparecen en las tapas de las revistas y portadas más famosas, de esos otros, ¿quién se acuerda? ¿Quién los recuerda al menos con una línea o una pequeña mención?

Nadie amigos, nadie, o casi nadie, para no ser tan terminante.

¿Quién los recuerda? La verdad, quién sale en defensa de ellos, quién le hace una conmemoración por su esfuerzo, sacrificio, sabiendo de sus continuas derrotas, de sus magras marcas, de sus inexistentes antecedentes con gloria.

¿Quién amigos, sean sinceros, quién los evoca?

Por eso, en este escrito quiero reivindicar a los derrotados, a los que llevan todas las de perder, a los olvidados, a los del puesto “de los bobos”, más precisamente.

Sí amigos, esos tres apellidos del encabezado pertenecen, ni más ni menos, que a Arqueros de Fútbol que nadie recuerda y que ni en los libros de estadísticas  son fáciles de encontrar, es verdad. Pero ellos estuvieron ahí, en el momento preciso, en la alegría de los otros. Fueron testigos privilegiados en momentos históricos. Espectadores de lujo en la primera alegría de tres que marcaron, marcan, y seguirán marcando la historia del fútbol mundial.

Ellos son, Valbuena, Lucangioli, De Zaluar, los desconocidos, los anónimos de la fama, los sin gloria, los que no figuran en las estadísticas o algún record históricos. Son ellos los ignotos y hasta despreciados apellidos por las tapas de las revistas más famosas, de las portadas internacionales o algún fondo de pantalla.

Por eso, una breve reseña, pensé, sería una manera de reivindicarlos, y a través de ellos, al resto de los vulnerados, los sin chances de ser recordados, salvo por alguna  triste mención como les sucedió a estos tres desconocidos guardametas.

Esto es por y para ellos, a modo de homenaje.

Messi ha hecho tantos goles como goles seguirá haciendo en lo que  resta de su carrera, y tal vez más aún.  Pero no puedo dejar de mencionar al primer olvidado, al Sr. Raúl Valbuena, portero del Albacete que defendía, hace casi 15 años ya, los palos del Albacete español y que fue el sufrido testigo del primer gol del rosarino como profesional con la camiseta catalana.

La cosa es que el portero de aquella noche recibe cada tanto una llamada en su móvil para recordarle dónde estaba el 1 de mayo de 2005. Messi, a los 17 años, 10 meses y 7 días de edad, convertía su primer gol. Casi un lustro después, más de 650 goles, decenas de vueltas olímpicas y decenas de condecoraciones, Lionel sigue en el mismo sitio, el Barcelona, pero Raúl Valbuena hoy apenas si es entrenador del cadete del Real Zaragoza.

Rubén Alberto Lucangioli, de profesión arquero, en otra época, feliz de jugar los viejos Campeonatos Nacionales, le tocaba defender la valla del San Lorenzo de Mar del Plata aquel 14 de Noviembre de 1976, en la que enfrentaba a los de La Paternal, sí, los Bichitos Colorados que habían hecho “debutar” días antes (el 20-10-1976, aunque algunos sostienen que fue otra la fecha) a un tal Diego Armando Maradona, Pelusa le decían. Con tan solo 16 años y 15 días de edad comenzaba su romance con la red. Y fue ese día que el Sr. Lucangioli le toco sufrir (¿sufrir?) el primer gol del Pibe de Oro. No le alcanzó con ser el “padecedor” del primer gol de Diego, sino que además “se dio el gusto” de que el 10 le hiciera dos aquella tarde.  Maradona declaró, luego, que había tocado el cielo con las manos, sin saber que hoy, a más de cuarenta años después, alguien, yo, se estaría acordando del nombre del arquero doblemente vulnerado en su debut con las redes profesionales. Hoy el comercio que le dejó su padre es el lugar donde alimenta  las anécdotas de Lucangioli, el célebre arquero que “disfrutó” de los goles de Maradona como espectador de lujo, por partida doble.

Un regordete Zaluar Torres Rodrigues, muy cómodamente veía cómo su equipo, el Corinthians de Santo André, era vapuleado con un 0-5 por el Santos. Su DT lo hizo ingresar para que participara en ese evento festivo con el que se conmemoraba un aniversario más de la Independencia con Portugal, un 7 de Septiembre de 1956. Curiosamente Edson Arante do Nacimento, Pelé, no había convertido ningún gol de los 5 de su equipo. Como esperando a Zaluar, para convertirlo en privilegiado, el Rey esperó su ingreso para convertir su primer gol en la primera división del, luego famoso, Santos. Pele tenía en ese momento 15 años y 250 días de vida. Después vendrían 1282 goles más del morocho delantero, con 119 hat trick incluidos, y sus 8 goles en un mismo partido cuando su Santos goleó a Botafogo 11-0 en el año 1964. Zaluar, modesto arquero, sin lo mediático que es el futbol actual, recurrió a medios caseros para que su minuto de gloria no cayera en el olvido.

Zaluar, transformado en jugador veterano con el paso de los años, lucía con orgullo en su buzo de arquero la leyenda “Goleiro Rei Pelé 0001”. Zaluar le puso alegría, como buen brazuca, a aquel acontecimiento del que pudo sacar algún rédito económico con el relato del acontecimiento  y el marketing que producía Pelé. Muy a diferencia del Sr. Valbuena, que solo se agachó, tomó el balón y se lo llevó a su casa.

Ahí sigue, como su mejor y más importante logro “sufrido”, por el primer gol de Lio.

De los tres astros, prematuramente goleadores y luego crack, Pelé es el único que puede entender lo que es el sufrimiento de un arquero, ya que en un partido contra Gremio (19-01-1964) debió ocupar el puesto del guardavallas por la lesión del arquero del Santos, Gilmar, logrando un triunfo de 4-3

Es así amigos, los olvidados de siempre tuvieron su recuerdo. Pero también les puedo asegurar que ni los tres arqueros juntos podrían haber atajado ni un penal a estos  fenómenos del balompié.

EL PENAL DEL GORDO N° 9

Releo el título y un frío vuelve a recorrer  mi cuerpo. Los brazos se me pusieron como papel de lija gruesa, la misma que usaban en el taller de chapa y pintura del P. Fonseca.

En el pueblo había dos clubes. Uno social, digamos, que era el Unión, donde se jugaba a las bochas,  y también tenía una cancha de básquetbol  al aire libre con un escenario en uno de sus laterales para los bailes que organizaban en el verano. Los directivos de este club se encargaban de los bailes de carnaval sobre la calle Roca. Tenían al manco Lincho atendiendo el boliche en el que había mesas de billar, aquellas con las bolsitas de red en sus esquinas y medios. Esta mesa compartía el salón con otra de carambola, la preferida de mi papá. Ese gran espacio también  era utilizado para que funcionara el cine del pueblo, llamado “15 de Agosto”. Recuerdo las redondas mesas marrones dispersas por ese gran salón, donde se reunían a jugar al chinchón, truco, a la mosca, o al chancho. Este club hasta tenía una biblioteca, a la que años más tardes algunos genios le prendieron fuego a sus libros. Seguramente juntarían algunas ratas, y, aparte,  leer no les daba plata, claro está. 

El Club Unión era una entidad más social que deportiva, porque para mí decir deporte, era hablar de fútbol. Jugarlo, discutirlo, mirarlo. El sinónimo del vocablo deporte es fútbol. No me vengan con esos juegos americanos de hacer picar la pelota naranja y tratar de meterla en ese aro ¡cuánto me costaba!

Entonces para hablar, jugar y discutir de fútbol, había que instalarse en el otro club. Sí, que no era otro  que el añorado y querido Club Obrero. El C.O.

El Obrero, como lo llamábamos, como se lo conocía. El que solo tenía una cancha de fútbol y una piecita que hacía las veces de bufet y vestuario. Para qué más. En un rincón había  un mástil en el que solo habrá flameado la bandera en el día de su inauguración. Poco más de eso no había. Una pista de bailes con otro escenario que no entraban más de cuatro músicos. Ni siquiera tenía  un bar  para juntarse y decir  que esa era la sede. Pero claro, a quién le importaba el resto de la  infraestructura de este club, si todos íbamos ahí por la cancha. La misma que solo tenía tapia sobre un lateral y una línea de fondo, muro que nunca pudieron terminar. Es más, le siguen sacando los pocos ladrillos que le quedaron.

Una cancha que nunca podrán hacer desaparecer, aun cuando aquellas personas,  pensaron, y lograron hacerlo en los papeles, pero no en el sentimiento del barrio y de todo el pueblo futbolero. Porque este club siempre estará en el recuerdo de todos, y la cancha, demasiado abandonada, sigue ahí, con su camino de bicicletas que lo surca en diagonal de izquierda a derecha. Camino de ida y vuelta. La misma cancha con su única sombra de su pino, la misma cancha que también  es la puerta al barrio San Vicente.

La cancha del Club Obrero, CO, como lo simbolizaba el botiquín de madera y letras de bronce de Don Bravo, aquel utilero-masajista-DT en los años `50.

La cancha del Club Obrero, que para mis generaciones fue como una bicicleta con rueditas, todos aprendimos a jugar a la pelota ahí. No importaba que no  fueras del barrio, era la cancha de todos.

El Club Obrero, al que me llevaba mi papá a ver aquellos memorables jugadores del pueblo que de tantos que había no quiero omitir al nombrarlos.

Recuerdo las mandarinas que llevaba los domingos para ver el partido de “la segunda” (hoy reservas), plata para la Coca no había, y cuando tenía tomaba Fanta. Y siempre siguiendo el consejo de mi papá, “no te pongas detrás del arco, y menos si juega el Gordo de la camiseta Nº 9”.

La recomendación era cumplida al pie de la letra, nunca me ponía detrás del arco. Aquel Gordo delantero tenía una patada de diez mulas juntas. Le pegaba a la pelota con la potencia que nadie pudo volver a hacerlo, ni siquiera aquel memorable Gringo Scotta que jugó  en San Lorenzo. Mi papá lo supo comparar con el Atómico Boye, aquel bombardero de Boca.

A pesar de estar al límite del sobrepeso para jugar a la pelota, tenía una increíble cintura para girar en el área, darse vuelta y  pegarle a la redonda con la seguridad que su recorrido terminaría en la red.

El Gordo, delantero goleador, con ese Nº 9 rojo en la espalda, en esa camiseta blanca con apenas dos líneas verticales rojas en el costado izquierdo. Nada más que eso. Ni escudo del club, ni propagandas de publicidad, solo sabiendo que en el cuello tenía la marca Sportlandia en una pequeña etiqueta.

Ese equipo del Club Obrero me marcó para siempre, no solo por aquella tarde del penal del Gordo Nº 9, sino por la cantidad de buenos jugadores que conformaban aquel equipo, que es el día de hoy que me acuerdo de corrido de aquella formación. Sin querer olvidarme de alguno solo hago mención de la columna vertebral formada por el fenomenal Gerardo Mansilla bajo aquellos postes cuadrados de maderas, el Negro Piquera (no hace falta poner Ferreyra) como primer central, un elegante Nº 5 que era  Boccardi, la 10 del juvenil Zurdo Bazán, y el tanque, el voluminoso  Gordo Nº 9.   

Tarde de domingo, tarde de fútbol. Así proclamaba la voz del estadio, que minutos después se convertía en el hombre de negro, y esa voz no era otra que la de la leona Giovanini. 

Tarde de domingo, tarde de fútbol. Con mucho calor de sol, y del otro, el que genera la pasión del fútbol, y más en aquella ocasión  que el Club Obrero, el club de fútbol del pueblo, llegaba a la final en ese campeonato relámpago que raramente perdía jugando de local. En esta instancia tenía que enfrentar a un clásico rival como lo era el Rivadavia de Río Primero, con su clásica camiseta a bastones rojos y blancos.  Como la de los Pincharatas de La Plata, como la de La Gloria de Alta Córdoba. Con caras conocidas, que con el tiempo, en el ocaso de sus carreras, y en el inicio de la mía, los pude enfrentar.

Río Primero también es sinónimo de fútbol, de buenos futbolistas. Como también de guapos  prestos a prenderse en más de una pelea futbolera, y de las otras.

El final del partido marcaba un empate y  no daba tiempo para alargues porque el sol se estaba escondiendo, y  la luz artificial no existía en esos tiempos en las canchas de barrios.

Penales era lo que serían necesarios para saber quién sería el campeón.

Recuerdo que la gente rodeaba toda el área grande. Detrás del arco,  una multitud expectante por el desarrollo de los envíos desde los doce pasos.   Una muchedumbre  detrás del arco que daba a la tapia sobre la calle Mendoza, en la que el arquero le daba la espalda al astro luz que estaba rayando el horizonte y que molestaba de sobremanera al pateador.

La misma multitud a la que nadie le hizo saber que posiblemente el Gordo Nº 9 patearía un penal, con los riesgos que eso podría originar si el Gordo no la embocaba  (cosa difícil de creer) y la pelota pasaba por alguno de los costados del arco impactando en algún desprevenido espectador. Podría ser fatal, hasta letal me atrevería a decir.

Entonces, con las recomendaciones aprendidas de mi padre, me coloqué al costado derecho del área de las 18 yardas para ver los penales, y en especial el que tiró el Gordo Nº 9,  que fue el último y definitorio.

Su carrera no era demasiado larga como para justificar la potencia de su remate. Escuché un zumbido mientas aquella pelota, que parecía silbar,  viajaba hacia el arco. Pelota de cuero número cinco, de color de cuero, seguramente engrasada el día anterior con un poco de pella caliente, que pudo haber sido una Pintier, y que salió impactada por el botín derecho Sporlandia, negro, con dos tiras blancas, del Gordo centro delantero.

La pelota volaba hacia el arco, no muy alta, y yo la miraba sin parpadear, siguiendo y rogando que castigara aquella vieja y remendada red.

El arquero que se encontraba bajos los palos en esas circunstancias, en la de los penales,  era muy bueno; con sus gruesos bigotes y su melena setentosa, con sus  bermudas casi hasta la rodilla, llevaba el molde del loco Gatti. Este Pato Medina, el aquero del Rivadavia, sabía de la potencia del pateador, pero nunca lo noté amedrentado por eso.

La pelota iba hacia la izquierda del arquero, y el arquero también se arrojó hacia su izquierda.

La pelota colisionó en el cuerpo del arquero, y por un instante pensé que lo atajaba y perdíamos el campeonato. Pero no. Aunque la pelota impactó en el flaco número uno, debido a su tremenda violencia, siguió camino hacia la red como pidiendo permiso.

La invasión al área fue total. Un centenar de simpatizantes rodeaban al Gordo Nº 9, y  el ¡dale campeón, dale campeón! no se hizo esperar. Tampoco la vuelta olímpica con una copa en alto  que no superaba los 30 centímetros, pero tenía el mismo valor que la ganada por Racing ante el Celtic de Escocia.

Yo me mantenía retirado de la turba, aún dentro del área, mirando cómo apantallaban y  le echaban agua al arquero que se encontraba en estado semi inconsciente, tratando de reanimarlo, de  que volviera en sí.

Dos costillas quebradas fue el diagnóstico que después se supo  del pobre arquero.

Cada 25 de junio iba a mi trabajo peinado a la gomina, era el cumpleaños  de mi padre y era una forma de recordarlo porque así se peinaba él. La casualidad quiso que esa mañana ingresara  aquel Gordo número 9, y acercándose me dijo con cara de sorprendido, casi pasmado, “me impresiona verte peinado así, cada vez te pareces más a tu papá”.

Gracias Gordo Nº 9. Gracias Néstor Bovo por aquella apreciación, y mucho más por aquel penal que te hizo uno de  mis ídolos del pueblo.

EL MACANAZO MAIS GRANDE DO MUNDO

Una vez arriba de la combi VW, Jousana, la verborragica  guía, usaba un megáfono que para nada  era necesario en ese espacio  de 2x2. Nos había vendido la primera excursión en nuestras vacaciones  y comenzó a hablar sobre el recorrido del city tour que íbamos a realizar durante la mañana. Aparentemente decía que íbamos a ir a conocer  unos cuantos  lugares muy representativos de la ciudad, como  la  catedral,  el sambódromo y el   palacio de gobierno, entre otros. En realidad yo no cazaba una en portugués, para colmo carioca la morocha, digo esto porque los nacidos en Río de Janeiro son muy cerrados para hablar y tienen otra tonada con respecto al resto de los brasileros, más o menos como los porteños en nuestro país. Decía que no entendía nada, hasta que al final de su exposición, como último lugar a conocer, pesqué un… Maracaná. Fue recién ahí que dejé de mirar hacia afuera  por la ventanilla y  le comencé a prestar a tención a esta mulata con cara de Ayrton Senna y piernas de Ronaldo.

La carioca, luego de su presentación y el explicativo del recorrido a realizar, se dio cuenta que casi nadie entendía nada, entonces comenzó a meter algunas palabras en castellano haciendo un entendible portuñol.

No hablo, y casi ni entiendo  el portugués, pero esa mezcla de lengua criolla y brasilera me la hacía más fácil para comenzar a comprender  lo que quería decir y hasta me animé a meter  alguna de esas palabras deformadas que solemos usar los turistas argentinos.  

Lo que sí tenía en claro  sin importar en el idioma que se lo pronunciara era lo que significaba la palabra  Maracaná, a lo que hacía referencia esa palabra. Por mayúscula  que sea mi ignorancia lingüística cualquiera sabe lo que es  y las cosas que han sucedido en largos años desde su construcción. Lo único que aprendí en ese momento relacionado con la palabra Maracaná es el origen de la misma, ya que no sabía que el nombre de esa mole de cemento se originó en el   Primolius Maracaná,  un pequeño loro de la selva amazónica.

En definitiva, lo que se dice hablar,  falar, eu falar pouco, nada en realidad, solo algunas palabras  entendía, sobre todo las relacionadas con el fútbol.

Pero cuando estás en tierras brasileras, en Río en esta oportunidad, primero,  uno sigue hablando en castellano y le comienza a incorporar la tonada brasilera. Luego empezamos a agregarles  las terminaciones de “tiño”, “ciña” y diño” a las palabras del castellano transformándolas en  un lenguaje casi inentendible. Entonces  para decir poquito decimos poquitiño,  cuando en portugués poquito se pronuncia  igual que acá; o para pedir una cerveza lo hacemos diciendo “cerveciña”, pero es cerveja; un par de “pizziñas” cuando solo debemos decir pizza;  los helados son gelado pero nos empecinamos en decirles “heladiños”, y así con  casi todo, al menos yo.

Mientras seguíamos con el recorrido en la combi comenzábamos a incorporar nuevas palabras  como  los “voce”, y a los “mais grande” se lo anexas a casi todo, y las garotiñas que caminan por Copacabana, Ipanema o Leblon, te comienzan a  sacudir el piso hasta el punto de querer tirar algunos ridículos y descoordinados pasos de samba brasilera en el recorrido a la visita del Sambódromo.

Pasamos por la Catedral y el Palacio de Justicia y Gobierno, para luego detenernos en el Bar Veloso,  donde se inspiró Vinicius  de Moraes  para hacer al tema de la  Garota de Ipanema. Allí nos tomamos algunas caipirinhas y caipiroskas ya que al pritiado no lo tenían en la carta de bebidas.

Por fin  llegamos al templo mayor del fútbol mundial, al mítico estadio Maracaná. Que en realidad se llama Estadio Jornalista Mário Filho. ¿Imponente por fuera? ¡no se imaginan lo que es por dentro!. Estadio en el que hacen de local el Fluminense y el Flamengo, y justamente ese día  había partido, jugaba el Fla  con el  Boavista,  pero era temprano,  y la gente estaba haciendo la previa comiendo cosas de canchas brasileras, mientras que nosotros recorríamos el interior y pasábamos de bandeja en bandeja a través de un ascensor. Visitamos el museo con cosas del grone  “O Rey” Pelé y todos sus geniales colaboradores en las conquistas ecuménicas y fotos de los  “mais grandes jogadores de futebol”, no solo brasileros. También vimos  fotos, botines y camisetas de varios jugadores europeos y alguno que otro  argentino, pero ninguna foto de  jugadores  uruguayos. Claro, sería una falta, otra, de respeto poner alguien con la celeste charrúa después de lo que pasó.

Mientras caminábamos entre las amarillas  butacas de la segunda bandeja, un morocho bien  típico  brasilero,  nos estaba esperando. Era Neném dos Santos, tal vez para ustedes es un nombre más, como tantos dos Santos que hay en Brasil, pero lo que no saben, tampoco yo lo sabía, era que Neném es el hijo menor de los cinco que tuvo Garrincha, el ángel de las piernas torcidas, (ponerse de pie), y a decir verdad, el pobre heredero se ganaba la vida con las propinas que le dejaban los turistas que recorrían el estadio, y sobre todo, luego de que les relatara el segundo gol uruguayo  en aquella final  del 16 de julio en el Mundial de 1950  que terminó dando el nombre de Maracanazo. 

Sí amigos, fue una catástrofe en Brasil, organizador del mundial y que con solo  un empate  lograría su primer título. Iba ganando uno a cero pero Schaiaffino y Ghiggia, y la bravura de todos los uruguayos conducidos por el Negro Jefe, Obdulio Varela,  pusieron cifras definitivas para aquel recordado   1-2.

El relato palabra por palabra en un tristísimo portugués, era el siguiente:

"...a pára Míguez e apoia Julio Pérez. Vai-se diante Julio Pérez com a bola esperando que se cruze Ghiggia. Julio Pérez segue atacando. Pérez a Ghiggia. Ghiggia a Pérez. Pérez avanca, cruza-lhe a bola a Ghiggia. Ghiggia escapa-se-lhe a Bigode. Avanca o veloz ponteiro dereito  uruguaio. Vai atirar. Atira. Golo, golo…Goool, goool, gooooooooool uruguaio. Ghiggia chuto violentamente e a bola  escapou ao arqueiro  Barboza. Aos 34 minutos, anotando o segundo tanto para a equipa uruguaia. Já dizíamos que o grande ponteiro dereito do conjunto oriental estava a resultar a melhor figura dos uruguaios. Escapou-se da defesa brasileira. Atirou em acção violenta. A bola rasante ao mastro  escapou-se-lhe ao arqueiro  Barboza e anotou aos 34 minutos Ghiggia o segundo tanto para Uruguai. Uruguai doooooiss,  Brasil um..."

 

El gobierno de Río de Janeiro, en la segura victoria del equipo local, y sin imaginarse de lo que luego sucedería, dijo que al finalizar el torneo el estadio se pintaría con los  colores  del equipo campeón. Litros de pintura blanca estaban listas para decorar al Maracaná, recordando que en ese entonces Brasil lucía camiseta blanca (por última vez en su historia)  y no  la actual verde-amarela. Pero la derrota  hizo que el estadio se pintara con el  color  celeste de la Selección de Uruguay y hasta la actualidad se mantiene así. A cualquiera de las 203.849 estatuas humanas (entre ellos, solo 100 uruguayos) que fueron testigos de aquella catástrofe, si le preguntas el porqué del color celeste, te responde que son los colores de la bandera de la ciudad de Río de Janeiro para no seguir removiendo la herida.

A aquella extraordinaria concurrencia solo se le acercó la que asistió  al clásico mayor de la ciudad, entre el Fla y el Flu del año 1963 con 194.603 espectadores. Hoy solo pueden ingresar  78.838 espectadores sentados.

Años más tardes de aquel Maracanazo se alzaron voces uruguayas de los propios  protagonistas del histórico partido, como el caso del goleador Ghiggia quien dejó  la frase de que “solo tres personas pudieron silenciar al Maracaná, el Papa Juan Pablo II, Frank Sinatra y yo”. El capitán de aquel seleccionado uruguayo, el Negro  Jefe Obdulio Varela, refiriéndose a aquel partido con absoluta sinceridad dijo que “si ese partido lo jugábamos 99 veces, las perdíamos a todas, pero ese día nos tocó el partido 100”.

Pero volviendo al relato de Neném dos Santos, durante  y al término del mismo  el silencio era sepulcral, nadie hablaba mientras el heredero de Garrincha lloraba desconsoladamente como si la narración  fuera en vivo, dándole un toque actoral para que la propina fuese mayor, sin faltar alguno que lo llegó a consolar. Largos segundos de silencio siguieron al épico y emotivo relato, al que no tuve la mejor idea de cortarlo con un grito que me salió del alma… ¡gol uruguayo carajo, gol de la celeste!, lo que me valió una indescifrable  reprimenda en portugués de parte de la guía Jousana, poniéndole  así el fin  al periplo en el mítico  Maracaná.

Eu no falo, pero comprendí perfectamente los insultos  del resto de los brasileros que se encontraban en la bandeja inferior haciendo la limpieza.

Como solía repetir un amigo a la hora de una derrota inmerecida: “a llorar a la Casa Cuna”. Vieja y sabia expresión futbolera actualizada  después del Mundial 2014, justa y nuevamente ahí, en el Maracaná, con aquel recordado el 1-7 que les propinó Alemania, y por sobre todo con el… 

¡Brasil, decime que se siente…!

EL DÍA QUE CONOCIÓ A SU OTRO ABUELO

Nací tarde. Muy tarde.

Este año cumpliré veintiún años y me estoy arrepintiendo de ser tan joven, como si a esto lo pudiese cambiar. Quisiera haber nacido en otra época. No sé, en los ´60, en los ’70,  o por qué no en esos años dorados del fútbol criollos de la década del ’50.

Ahora es tarde para ser como soy. Para jugar como juego. Porque a decir verdad, ¿a quién le importa mi manera de jugar, quién puede pagar una entrada, no digo para verme precisamente a mí, sino a un jugador con mis características?

Sencilla la respuesta: nadie. Nadie pagaría un mísero peso para verme jugar.

Salvo que tenga más de 60 almanaques en su espalda, entonces tal vez algunos de mis arranques, frenos, cambios de dirección o una diagonal para terminar rematando al arco con pierna cambiada, les haga recordar a alguno de sus crack de pibe, a ese tipo de jugadores, que como yo, había decenas por campeonato.

Sí, tal vez mi fútbol pasó de moda, mi juego nació con fecha de vencimiento de hace muchos años y hoy quedo como desubicado haciendo lo que hago dentro de una cancha.

Las tácticas y las maneras de jugar de los jugadores, y en definitiva de los equipos, han cambiado bastante a como jugaban antes, según me contaron. Y la verdad, me siento incómodo jugar en estos equipos modernos. Con solo imaginarme a aquellos jugadores que lo harían en mi puesto, me dan ganas de volver el tiempo atrás.

No crean que no es por correr, porque correr lo hago y de la mejor manera, como pocos lo pueden hacer que es con una pelota en los pies, cerquita, casi atada, cubriéndola con la otra pierna para que no me la quiten. 

 

 

 

Protegiéndola con el cuerpo y algún enganche para desairar al defensor de turno, o también con un quiebre de cintura para cambiar de dirección. Siempre ahí, abriendo la cancha, irreverente y veloz. Pensando más en asistir a mí centro delantero que en conquistar un gol.

Pero nada de eso es valorado, nada de lo que hago vale la pena para los míster de estos tiempos. Ellos quieren marca, despliegue por todo el frente de ataque y, sobre todo, que marque la subida ¡del que me tiene que marcar a mí!

 La cosa está bastante al revés de cómo me la contó mi papá. Ya ni siquiera jugamos con la 11 en la espalda como siempre lo hicieron aquellos wing izquierdo.

¡Pucha digo! Si pudiera meterme en el túnel del tiempo, ¿se acuerdan de esa serie? O protagonizar aquella zaga de películas que interpretaba Michael J. Fox y así volver a esos años que les mencioné.

 ¡Caramba! Cuánto habrá tenido que ver mi abuelo, ese que no conocí, el padre de mi padre para que yo juegue así. Porque justamente él es de la época a la que quiero volver. ¿Y si regresara a esos años, me encontraría con mi abuelo? ¡Guau! No había pensado en esta posibilidad.

Porque mi papá, que también jugó a la pelota pero, por lo que me dijeron, nada que ver como yo. Fue defensor, de esos centrales grandotes que rascaban y la rechazaban para donde estaban mirando sin importarle otra cosa que no sea reventarla bien lejos. Pero yo no, yo más o menos les dije lo que hacía. Por eso descarto que tenga algo de mi padre, digo, por mi manera de jugar. Pero sí de mi abuelo, de ese otro abuelo que no conocí. De ese sí me hablaron maravillas. Jugaba al medio, con toques, gambetas y goles de afuera del área de las  18 yardas. Lo que hace un tiempo se decía  jugar de #5, porque ahora necesitan dos para que haga la función de uno. No entiendo bien esa parte del fútbol, me la explicaron mal, o me salteé algún capítulo.

Mi abuelo jugaba bien,  me quedo corto, ¡muy bien! Y ustedes se imaginan, yo, metido en el túnel del tiempo, regresando a la época de jugador de mi abuelo, sí, al que no conocí por nacer tarde. La puta madre, todo lo que me perdí.

Volver a sus años dorados como centro half, ¡así, sí! Así se los llamaba a los que jugaban de #5 en esos tiempos, centro half. Me lo imagino bajándola de pecho, poniéndola bajo la suela, y sin necesidad de verme, me metería una pelota justo un paso adelante mío que ya voy lanzado en la carrera para llevármela como algo natural en mí. Como disfrutaría de esos pases entre líneas haciendo una diagonal que me dejaría cerquita de la media luna y meterle un sablazo con mi pierna menos hábil.

Sería algo increíble volver y jugar con mi abuelo, aunque sea un picado en esa cancha que lo vio lucirse. Pero no solo eso, me valorizarían, la gente entendería mi juego porque sería un jugador de esos años. Jugador veloz, de gambeta para acá, regate para allá, pique y un nuevo freno, para desbordar una y mil veces al marcador de punta y tirar esos centros mortíferos que caen en el punto del penal para que el tanque que juega de #9 le meta un frentazo y salga con la boca llena de gol buscándome a mí que ya estoy apoyado en el banderín del córner esperándolo para festejar.

O también el centro puede ser bien para atrás, de rastrón, que la pelota caiga en la medialuna, para que el #5, que digo #5, si estoy en los años ´50, el centro half, ¡sí, un centro para mi abuelo! Que la empalme de primera  y la clave en el ángulo, lejos de las manos del arquero. Ahora soy quien corre para abrazarlo y preguntarle sin que nadie se entere… ¿abuelo, por qué nací tan tarde si yo juego como los de su época?... Abuelo, soy Martín, ¿sabe todo lo que tuve que hacer para conocerlo? Y justo, justo lo encuentro en este partido de nieto y abuelo, y sabe bien que es el único y el último que podremos jugar porque ya me tengo que volver y sé que nunca más pondré otro centro como el que le serví, abuelo, para que haga ese tremendo gol.

 Abráceme una vez más abuelo, ya tengo que partir y no se olvide que lo seguiré esperando para que se dé cuenta que soy jugador de su época, como los que ya no quedaron en mis tiempos. Pero sobre todo, lo estaré esperando para que hagamos los goles, de esos que solo nieto y abuelo pueden hacer con las mejores paredes. 

Una cosa más abuelo, quisiera pedirle perdón, también, porque no soy de Independiente como usted, porque sabrá que tengo otro abuelo, Enzo, a quien también  adoro y me hizo de San Lorenzo. Pero se lo juro, cuando juegan en contra, no grito los goles que se hacen porque sé que usted anda dando vueltas y no le gustaría que le ganemos al Rojo.

Me voy abuelo, ya sabe, lo espero en la casa de la abuela Tatu, ella también lo sigue esperando.

EL ÁNGEL DEL GOL

Era la final. No había partido más importante en el pueblo que éste, el que se jugaba la tarde del 24 de diciembre de cada año. Ese día no solo era la previa de la de Navidad. Era mucho más que una fecha religiosa en la que todos esperábamos la medianoche para ir a buscar los regalos del Niñito Dios. Era la tarde en que se coronaba un campeón que se llevaba el premio mayor, la Copa de los Barrios. La que te daba derecho a andar los próximos trescientos sesenta y cinco días con el pecho turgente.  Te daba tanto crédito que hasta podrías pasar esa cantidad de días sin ganar un solo partido, total, el nombre del barrio había quedado grabado en la copa que permanecería en la casa de cada uno de los jugadores que ganaban la final,   rotándola, por una semana en cada casa,  dándose el gusto de decir que “en mi casa está la copa de los campeones”.

Pero, estos últimos años, cada 24 de diciembre, la alegría que era común denominador en la mayoría de los hogares del pueblo, no lo era en mi casa. Esa fecha se respeta además,  por un hecho trágico que había sucedido un par de años atrás, y que no fue otra que la muerte de Ángel,  uno de los amigos de mi familia, e integrante del equipo de fútbol de nuestro barrio, el barrio de La Puñalada. Angelito, crack y goleador.

Angelito desde siempre. Más Ángel que nunca ahora, después de lo acontecido.

Un irresponsable al volante lo atropelló cuando Angelito volvía de hacer algún mandado en su bicicleta.

Era el partido más importante del año porque era la final del campeonato de barrios que se jugaba durante todo el año. No había excusa para no ir a ver ese partido. Ningún pretexto, y menos una coartada, era válida para faltar a tremenda cita. No había pretexto que justificara la falta al evento,  como  ponerse a  pelar la fruta para el clericó para la nochebuena, buscar leña para que tu viejo asara el lechón, o picar el hielo de las botellas congeladas y ponerlas en la colorada pileta de lavar para enfriar la bebida para la cena y la previa. Ni siquiera quedarse a consolar la mascota que sufría, y mucho, por los estruendos de las bombas, petardos y rompe portones que desde temprano se comenzaban a escuchar en la obligada siesta del pueblo. Nada justificaba faltar al partido, y más si uno de los finalistas era el representante de tu barrio.

No había nada más relevante, insisto, y repito,  para no ir a ver aquel partido. Y ni hablar de faltar si eras protagonista desde adentro de la cancha. Si lo tenías que jugar, qué excusa podrías poner para no jugarlo si habíamos esperado todo el año para tener la posibilidad de llegar a la final, y ahora que estábamos ahí, una vez más en el partido del año, cómo ibas a faltar. Naaaa, nadie nunca había faltado, aún lesionado entraban a la cancha con tal de quedar en la historia por haber jugado La Final de los Barrios, más allá de ganarla o perderla. Jugarla ya era un privilegio. 

El campeonato estaba organizado para chicos de no más de quince años, y por lo general los equipos estaban conformados siempre con los pibes de cada barrio y  que tenían entre trece y quince años. Salvo excepciones, jugaba alguno de doce, y muy rara vez alguno de once, cuando el barrio no tenía chichos más grandes, o el pibe era realmente un crack y metía la pata sin miedo ante los más grandes. Hubo años que no se completaba el equipo porque no había varones en esa franja de edad en el barrio, y lo que sí había era mayoría de mujeres. Pero claro, como este siempre era un juego de hombres, entonces que una mujer jugara, y más una final, no estaba estipulado en el reglamento. Es más, nunca se había hablado si podrían o no participar, y llegado el caso, podrían hacerlo entre las de su género, un campeonato paralelo, no se mezclaban varones con mujeres. Ahora por suerte todo eso cambió, y hay chicas que participan  en los equipos de los distintos barrios.

El zurdo Moyano era uno de los mejorcitos que teníamos en el equipo, no solo por zurdo y hábil, sino, y por sobre todas sus cualidades, por su pegada. Tenía un guante en esa zurda, como decían los viejos relatores de las radios. El zurdo Moyano, alias Chanfleado por la comba que le daba con su pegada. Acariciaba la pelota en cada tiro libre. La abrazaba de tal manera que la pelota se sentía dominada, protegida   y amada por su zapatilla izquierda. Eso sí, como pasa con los zurdos, la derecha solo la tenía para apoyarse. 

Todo hacía suponer que en aquella final correríamos con ventaja por tener al zurdo Moyano en el equipo, podría marcar la gran diferencia, a decir verdad y sin caer en la fanfarronería. Gracias a él, no teníamos dudas, que llegaríamos a la final por sus innumerables goles de tiro libre, ¡y  hasta goles olímpicos  supo hacer!!!

El zurdo Moyano era un jugador que podía llevarnos a consagrarnos campeones, pero cuando me enteré de la noticia aquella mañana, se me vino el mundo abajo. Y la peor noticia era que Chanfleado,   dos noches anteriores a la final, había andado pisando sapos con la bicicleta, esos pobres batracios que salían a la noche a comer los bichos cascarudos bajo las pocas vías blancas del pueblo, y que  también se comían uno que otro pucho que los más grandes le tiraban por maldad.

El hecho fue que el zurdo andaba de ojotas y los rayos de su rueda trasera, al quererla  frenar, se la tragó, y con ella a su dedo gordo, ¡justamente el dedo gordo de su pie izquierdo! El pie al que apostábamos todas nuestras fichas para que convirtiera los goles en la final. 

La situación estaba complicada, estuvo toda el día  23 con el pie en agua tibia con sal, pero no pareció que le hiciera demasiado efecto. El dedo, aparte de lastimado por los rayos de la bici, estaba tan negro como el futuro que imaginábamos para el resultado de la final.

La noche lo encontró al pobre zurdo con el dedo, ya no negro, verde, un verde que impresionaba y que uno de los rivales al verlo, y para bajarnos más la moral, tiraba al pasar, “te lo van a cortar zurdo, te cortan el dedo gordo mañana por la mañana, no tengas dudas”.

Casi vomito por el solo echo de pensar  que le cortarían el dedo al zurdo Moyano, uno de los pibes con más futuro, y ya no pensando en el barrio, sino, para el club del pueblo en el que todos terminábamos jugando con la intención de vestir la camiseta  en la primera división en el torneo de la Liga.

Aun así, el pobre zurdo se presentó a la hora de la final, se equipó, con el dedo gordo vendado como una morcilla, pero su zapatilla apenas si le pudo entrar.  Muy ajustada, y muy dolorido. Qué tristeza tenía en sus ojos. Hasta llegó a lagrimear, sabiendo que era la final, y no tendría la chance de jugar una nueva el año siguiente ya que se pasaría de la edad, cumpliría los dieciséis años.

Sin el zurdo por lesión, y sin Angelito por lo sucedido, estábamos por jugar una nueva final barrial, luego de cinco años de frustraciones, y no contábamos con la dupla que hacía estragos ante cualquier defensa. Con los dos juntos hubiese sido afano. Moyano con su mágica zurda, y el querido y entrañable Ángel con su capacidad goleadora. Se entendían de memoria.

Al perder un jugador, y nada menos que a nuestra mayor esperanza, solicitamos a la comisión organizadora que necesitábamos reemplazar al lesionado zurdo, y que todos podían corrobora su lesión. No como en otros casos, como sucedió, cuando alguno se hacía el lesionado, un tirón en el posterior, un malestar estomacal, cosas incomprobables, como para sumar algún otro jugador.

Pero las reglas eran clara. Se permitía hacer el recambio con cualquier chico, aunque no sea del mismo barrio, pero que no haya jugado en ningún equipo durante el campeonato. Y por lo general, los que no habían participado en ningún equipo, era porque eran medios pata dura, amargos para esto de la pelota, entonces podías elegir a cualquiera sabiendo que no harían la diferencia.

Faltando media hora para el partido final, comenzamos a deliberar, y recorrer por la multitud que se había congregado, como cada año en estas finales, para ver si conseguíamos algún pibe que tuviera, la edad de entre trece y quince años, y sobre todo, un poco de idea para reemplazar al zurdo. Sabiendo que esto último sería imposible por lo que significaba Moyano para el equipo, pero por lo menos, para entrar con el equipo completo y que no desentonara tanto. Solo le pedíamos, ya a esta altura de los acontecimientos, y a punto de iniciar el partido, que supiera el reglamento. No vaya a ser cosa que agarre la pelota con la mano en nuestra propia área.

Allá vi que venía nuestro arquero con un pibe a su lado, al que nadie conocía. Era sin dudas el que había elegido nuestro capitán para que jugara la final.

¿Cómo te llamas le preguntamos? A lo que respondió, “Lito”. Solamente Lito, a secas.

No hubo más preguntas, y lo incluimos en la planilla, como Lito. Al pobre zurdo lo dejamos en la lista, pero sin ninguna chance de ingresar debido a la  grave lesión en su dedo.

Lito era muy flaco, desgarbado, y con apenas trece años, lo que arrancaba dando dos de ventajas. Pero tenía una fisonomía en sus piernas  al que nadie le había llevado el apunte, era chueco. Muy chueco. Y siempre me acuerdo que mi viejo me solía decir, “los chuecos tienen una habilidad especial para el fútbol”, y me comenzaba a nombrar jugadores que recordaba y habían  jugado con él, algunos, como para confirmar esa regla a la que pocos conocían. Y comenzaba, “el chueco Enrique García (el poeta de la zurda, R. Central, Racing), “Mane” Garrincha (el ángel de las piernas torcidas, Botafogo) y Rivaldo (Corinthians); Armando Farro (San Lorenzo), Roberto López (Arg. Juniors), Gaitán y Tapia (Boca), y algunos de por acá, San Martino, Machado, Flores (La), Lobos,  Baigorria, Venencia,  etc.

La final había comenzado, y el más del millar de personas que se había dado cita, pensaba más o menos lo mismo, nuestro equipo, el del barrio La Puñalada, no tendría chances de levantar la copa, ya que no contaba con su goleador y sus jugadores más habilidosos. Justamente Angelito y el zurdo Moyano. Éste, que miraba la final del banco de suplentes, y aquel, desde el cielo. Los pibes del barrio de La Antena estaban confiados, sabían que esta vez podrían ganar una final, lo que nunca antes había sucedido. Estaban ante una oportunidad única, y estaba visto que no la iban a desaprovechar, más cuando el primer tiempo había terminado uno a cero a favor de ellos.

El pibe nuevo, Lito, no la podía agarrar, lo habíamos puesto de centro delantero a ver si pescaba alguna, o un cabezazo porque era bastante alto, aunque  desgarbado. Fue así que a la salida de un córner  metió un cabezazo y  clavó la pelota en el ángulo del primer palo. Nos volvió el alma al cuerpo, y todos se preguntaban quién era ese flaco que había convertido  ya que nadie lo conocía, “es Lito”, dijo el zurdo que estaba sentado como único suplente en el banco, y se moría por entrar aunque sea rengo, unos minutos, como para decir que había jugado la final.

Faltando justamente  cinco minutos, el padre del arquero,  que hacía las veces de DT, le preguntó al zurdo si se animaba a jugar los últimos minutos, pensando que podríamos terminar empatados e ir a los penales. Y de ser así, el zurdo, aún con su pie mágico estropeado, podía asegurar un gol desde los doce pasos.

Y Moyano ingresó por mí los últimos minutos  y se veía en su cara que no podía disimular el dolor, la renguera demostraba que no podía casi correr.

Pero lo que vino después no me la olvido más por el resto de mis días. El zurdo, y ahora también rengo, agarró  la pelota saliendo del círculo central, con la zurda lastimada, y se encontró en la media luna con Lito. Una sucesión de paredes ingresando al área, y le quedó picando al flaco Lito que la clavó en el rincón del poste derecho. Dos a uno. Sacaron del medio, y el partido terminó. La cancha fue invadida por toda gente del barrio más popular de mi pueblo, el de La Puñalada. Cuando me di cuenta, Lito, el héroe desconocido de la tarde, estaba en andas de todos. Lito, el que jugó de rebote por la lesión del zurdo Moyano,  había ingresado a la historia del barrio.

Nadie sabía quién era, si estaba de vacaciones en el pueblo, si tenía familiares y había venido a pasar la Navidad por acá. Nadie sabía nada de él. Nadie lo conocía.

Cuando la efervescencia se calmó, y luego de la vuelta olímpica y las fotos con la Copa de los Barrios, me acerqué a Lito, y le pregunté, “che Lito, cuál es tu verdadero nombre”, a lo que me respondió, “Ángel, pibe, pero todos me conocen por Angelito”. 

Lito, ahora también Angelito, pegó la media vuelta y desapareció en la muchedumbre. Vi como el nueve en su espalda se perdía entre la multitud. Fue otro centro delantero, otro goleador, otro “Angelito”.

Las lágrimas recorrían mis mejillas y recién ahí me di cuenta que “nuestro Angelito”, el que Dios se lo había llevado temprana y equivocadamente, nos lo había devuelto en el cuerpo de este flaco, desgarbado y desconocido Lito, y también goleador como aquel, para jugar el partido que su vida supo merecer,  y  darnos la alegría más grande al barrio de La Puñalada.

De Lito nunca más nadie  tuvo noticia. El zurdo Moyano la está rompiendo en la primera del club del pueblo. Y Angelito, para Angelito, la Copa de los Barrios, que bien ganada la tiene.

TERCER TIEMPO

Cuando lo vi bajar del Súper Europa de Pequito, aquel blanco copito de nieve, no hacía falta que nadie dijera que el Negro Moni Zánba había quebrado el chasis. Estaba bastante adobado, y no era para menos, venía de la loza de su hermano José, bah, Don Abraham, como todos lo conocíamos al mayor de los Zánba.

Estaba helada  aquella tarde. Había lloviznado la noche anterior y el frío penetraba hasta los huesos. Bueno, era la época, no había de qué quejarse, estábamos a mediados de julio, en pleno invierno, entonces nadie podía esperar una tarde tibia.

Día de fútbol con los amigos y algún que otro agregado. El partido de los sábados por la tarde era sagrado, no se suspendía por nada. Ni viento, calor o lluvia eran motivo para no ir a patear un rato y querer librarse del sedentarismo de toda la semana. Porque a decir verdad, muy pocos tenían alguna actividad física programada como para llegar al sábado y terminar el partido con un poco de aire sin que te acalambrabas hasta la lengua. Al Negro Moni esto no le ocurría porque era el más joven del equipo. La mayoría le llevaba más de diez años, entonces, cuando llegaba en condiciones para jugar, no como esta tarde, era el pulmón y las piernas de auxilio para casi todos. Al menos para mí, de eso no tengo dudas.

Según el negrito Portón lo que le había  hecho mal al Moni no eran los vinos con coca que había colado, ni el cordero ni el lechón en la loza, sino que le había caído muy pesada la tripa gorda trenzada y rellena que había embuchado a dos manos. Eso era, según Portón, lo que lo tenía mal. No se la podía sacar de adentro. Arcadas y más arcadas, y nada. Como ganso atorado con tripas estaba el Moni.

Al rival de este sábado lo teníamos de pichi, cada vez que nos enfrentábamos lo goleábamos. Hacía meses que nos conocíamos y le ganábamos casi siempre, pero no se acobardaban. Tenían mucho entusiasmo y corrían como cabros salvajes, lo que hacía que a veces nos emparejaban los partidos con solo correr más que nosotros, que tampoco era una locura nuestro despliegue físico. Eran de la iglesia de los mormones, eran muy respetuosos, no pegaban una patada, ni una mala palabra y siempre se vivían disculpando. Las que le pegábamos nosotros, que eran una tras otras, sobre todo cuando llegaban a la zona de nuestra defensa, se las bancaban sin chistar. Anda a escucharles una puteada o un reproche. Jamás. Nada que ver con los nuestros que eran puteadas y protestas constantemente. 

Joseph Smith, era extranjero y único oriundo de Utah en esta congragación de rezadores, y era el sabio de la delegación que  encabezaba la columna. Habían llegado con sus sombreros y bicicletas negras. Las acomodaron una al lado de la otra, tan ordenadas que hasta bronca nos daba que fueran tan pulcros y organizados. Nosotros, unos pordioseros con las cosas desparramadas por todos lados.

Nuestro equipo era de veterano y varios panzones,  solo recurríamos a la experiencia haciendo circular la pelota. Lo teníamos a Piquito de Rundún al arco que se tiraba a todas las pelotas, hasta las que pasaban dos metros por arriba del travesaño. A él le gustaba volar. Atrás la reventábamos a casi todas con el Anguila Albertini, el más veterano, Traga Valiente, el Tero Reynoso y el Mudo, del que nunca supimos el apellido por la condición de tal. Era más fácil salir vivo de la Franja de Gaza que de esa defensa, cómo pegaban estos animales. Al medio corría y jugaba el Moni cuando iba fresco y  lo acompañaba el Tío Villa por derecha. Por la izquierda jugaba Güichy cuando no estaba en cana.  Arriba teníamos tres  petardos que las corrían a todas, el morfón del Chueco David, el japonés Mili y el Ramón de la Pelusa. Negrito Portón al banco con Peco, que a veces se cambiaba y era un buen recambio como delantero, un pesquero de área. Era un buen nueve de cancha chica, en la de once se complicaba por su cero despliegue.

Pero la clave era el Moni. Él manejaba el equipo por juego y juventud, por eso esta tarde, y en su estado, era una baja muy importante, casi irremplazable  por más que entrara a la cancha, no se lo veía como otros sábados.

El Negro Moni permanecía sentado, por momentos, en el suelo. De a rato se acostaba en esa fría y mojada gramilla como buscando que le ayudara a que se le pase un poco el pedo que tenía, cosa que no parecía lo más recomendable.. 

El Ramón estaba en casi todos los detalles. Mientras le daba la bolsa al Tío Villa para que repartiera las camisetas nos entregaba un chicle menta y  un algodón empapado en alcohol para cuando nos faltara el aire. También había llevado un termo con café para menguar el frío de la mayoría y la mama al Negro Moni.   

-Bien amargo dáselo, a ver si vuelve en sí y puede jugar aunque sea el segundo tiempo- acotó el negrito Portón.

Mientras el Mudo repartía  los vasos con café y apestaba con el olor del aceite esmeralda por donde pasaba, se arrimó al Moni para darle la infusión. Cuando este olfateó  el olor del linimento comenzó a las arcadas, pero sin que pudiera vomitar ni el cordero, ni las achuras rellenas, cosa que le hubiese hecho bien al estómago. Pero no, se fue en arcadas nomás.

-Bueno Moni, quédate para el segundo tiempo, le dijo el Tero, mientras lo quería hacer levantar para que se pusiera de pie y caminara para que tomara un poco de aire. Cosa que logró a duras penas y lo alejó de la ronda donde nos estábamos cambiando y masajeando,  ya casi a punto de entrar a la cancha.

El pasto de la cancha, en las partes que tenía, todavía se mantenía mojado por la llovizna de la noche anterior y barrosa en las partes de tierra.  Mientras esperábamos que entraran los rivales algunos hacían algún trote suave como para calentar los músculos, otros elongaban en frío nomás y algunos apestaban el lugar poniéndose alguna pomada anti desgarros. Lustrosas se veían las patas negras del Mudo, parecían de ébano por el color y el brillo, no por lo firmes, lógicamente.

Por el Moni en el medio lo pusimos a Pichichu, el cartero, medio pelo con la pelota, pero hablaba mucho y eso sumaba. Pichichu tenía muy clara la teoría, el problema era que no lo podía llevar a la práctica, como nos pasaba a varios. Sobre todo por nuestros  kilos de más.

Entonces largamos el partido. Treinta y treinta dijo uno de los mormones. Ok, con pulgar arriba le confirmó desde afuera Pequito, pero con cambios libres, le impuso la condición. Ahí nomás le puso los puntos a los rezadores sabiendo que necesitaríamos jugar un rato cada uno para seguirle el ritmo a este rival. Pequito  se había quedado cambiado afuera, por las dudas, enfundado en una campera de jean con corderito por dentro con un bidón que claramente, a juzgar por lo oscuro del líquido que contenía, no era agua potable.

A todo esto, de pasada cuando fui a buscar una pelota que se había ido afuera lo vi al Moni acostado sobre el piso, equipado con la camiseta, pantalón corto y de ojotas, con los botines como almohada. Sin dudas, pensé, no contaríamos con él hasta el próximo sábado.

Piquito de Rundún terminando el primer tiempo estaba irreconocible. Se lo veía totalmente embarrado por los revolcones que se había pegado en un área chica casi intransitable por el barro que tenía. El Tero ya había perdido la postura  como central y se iba a cada pelota parada a ver si la embocaba de cabeza y siempre regresaba por donde estaba Pequito para hacer uso del oscuro bidón.

Güichy pidió salir a los veinte minutos de iniciado el partido cuando escuchó la sirena de un patrullero que pasó por el costado de la cancha. Se metió adentro del Duna del Anguila y no salió hasta el entretiempo.

El chueco David era el más puteado por todos, no daba un pase y en cada jugada le tiraba un caño al  cuatro de ellos. El Mili y el Ramón de la Pelusa picaban a todas las pelotas y ni un centro les tiraba. 

El Tío Villa la clavó en el ángulo en un tiro libre y con ese gol nos fuimos al descanso ganando uno a cero. Totalmente inmerecido, lo reconocíamos, ya que los rezadores nos habían astillados los palos a pelotazos. Pero viste como es esto. Goles son amores. Y este equipo de eso sabía mucho, de amores me refiero, ya que goles hacíamos uno de vez en cuando.

El Negro Moni  en el entretiempo se lo vio parado, con intenciones de jugar un rato. A qué podes jugar vos, le dijo Pichichu, que era quien debería salir si entraba el Moni. Si ni los botines te podes poner. Cosa que era cierto, porque cuando el Moni atinó a agacharse para agarrar un botín, se boleó de espalda y permaneció planchado en el suelo hasta que volvimos a entrar a jugar el segundo tiempo.

En todo el entretiempo, Pequito había ido dos veces a “recargar” el bidón al bar de “La Ojota” que estaba en la esquina de la cancha y que lo atendía el Hilachento, su dueño. El único que no tomaba del bidón era el Ramón de la Pelusa que se hizo traer una Pritty de limón. Ramón era el gerente de la cooperativa, o casi, y no le gustaba que anduvieran diciendo que se había mamado otro sábado más. Aparte sabía que si llegaba con olor a vino a la casa lo iban a felpear como de costumbre. Es lo que me contó el Tero una noche de ginebras, entre otros secretos, como también lo mal que él se llevaba con Pichichu, no solo dentro de la cancha sino afuera. Esto se debía porque el Tero también “era cartero”, pero de un correo privado y vieron ustedes cómo es esto de los celos profesionales. 

A los diez minutos del segundo tiempo empataron ellos por una salida en falso de Piquito. Miiaaaaaaaaaaa!!!- le gritó a Traga, y entre los guantes pasó la pelota para apenas cruzar la línea de meta. La pelota salía cuando pegaba en la pared del sur o en el alambrado del lado norte donde estaba el pino que servía de apoyo a nuestro “aguatero”.

A esa altura del partido no levantábamos las patas y la pelota pesaba como cinco kilos, entre el agua y el barro que se le había pegado.

-Vení Moni, le grito el japonés, entra un rato por mí que no doy más.

El Moni atinó a levantarse, pero apenas si se pudo sentar, pero no pararse. En todo ese tiempo esperando a fuera ya se había puesto un botín.

A la salida de un córner que pateó el Chueco, la pelota rozó en uno de los oradores, para mí en la cintura.

-Mano, mano, gritó el Anguila, es penal.  Agarró la pelota, la puso bajo el brazo derecho y se dirigió hasta abajo del travesaño del arco de ellos para contar los doce pasos. Ni protestaron los mormones. Eran honestos, no querían quilombos, solo iban a patear un rato. Nosotros le jugábamos a muerte. Éramos muy competitivos, vergonzosamente competitivos, diría.

Nuestro estado físico era deplorable, solo el Ramón salía a correr una vez por semana, se cuidaba, pero igual la camiseta le entraba apretada como a todos. Y el más joven, el Moni, con el que siempre contábamos que nos salvara las papas a la hora de correr, estaba en coma tirado afuera de la cancha con el buche lleno de achuras trenzadas y rellenas.

Terminamos ganándoles a los misioneros dos a uno con aquel penal inventado. Igual, ellos estaban de humor y como para jugar dos o tres horas más. Nosotros esparcidos por el suelo buscábamos aire y nos peleábamos por lo que quedaba en el bidón. Ellos comiendo barritas de cereales, frutas y bebiendo agua mineral y alguna bebida isotónica en botellas individuales. Unos pulcros totales.

-Si no tienen otra cosa que hacer, los invitamos a compartir un tercer tiempo, dijo uno de los mormones, para mí el más veterano y el que daba las órdenes dentro de la cancha. A juzgar por la larga barba, también era el de más rango porque los más jóvenes ni siquiera tenían una pelusa en la cara, y por el largo de las barbas deducíamos que a mayor barba, mayor edad y jerarquía.

- ¿Qué lo qué? ¿Un “tercer tiempo”?, casi despectivamente preguntó Güichy. Para terminar quejándose, “nosotros no tenemos fuerzas ni para pararnos y ¿ustedes nos quieren hacer jugar otro tiempo?”

-No, respondió el mormón mayor, un “tercer tiempo” es un espacio para compartir un momento con el rival de turno, es una excusa para tomar y comer algo con ustedes, amigos.

-Aaaa, ya entendimos,  dijo Piquito como aceptando la invitación. ¿Y dónde sería eso, hay que llevar algo?

-Acá nomás, al lado de la capilla que está por la avenida pasando el tercer semáforo, continuó el predicador, mientras se acomodaba el sombrero y trepaba a su negra bicicleta como si fuera Tornado, el caballo del Zorro.  Hay comidas típicas de nuestra comunidad, prosiguió, y nos atrevimos a prepararles unos choripanes, que es lo que acostumbran a comer ustedes y bebidas típicas, para nosotros, y algunos tragos de cancha, como es que le llaman por acá, pritin, pritan… 

-Pritiados, le corrigió Pequito, conocedor como pocos de las bebidas autóctonas.

 -Eso, si claro, pritiados, repitió el mormón.

Y para la capilla partimos en caravana siguiendo a las bicicletas. Ya estaba oscureciendo. Claro, era invierno y eran como las siete. Pequito cargó cuatro en su copito de nieve. Güichy lo llevaba al Tío Villa en su moto, una Puma cuarta serie que había sido de su hermano, el negro Cipola.

El Anguila cargó cuatro más en el Duna. El negro Portón lo acompañó a pata al Mudo porque el Ramón de la Pelusa no lo quiso dejar subir a la chata verde de su papá porque tenía mucho olor a aceite esmeralda. 

Cuando llegamos había una cantidad de gente que no imaginamos de ante mano. Unos cincuenta mormones habría. Solo hombres. Todos vestidos con sus sombreros, algunos con paraguas porque seguía como lloviznando de a ratos. Habían tendido una larga mesa bajo una galería con comidas típicas, para ellos, como el Jell-O, que consiste en  gelatina con zanahoria, guisantes y variedades de lechugas. Se veían jarras con unas bebidas que nos hicieron probar y que al principio  tomamos con recelo, pero después, le entramos más que a los pritiados que nos habían preparado. Era dulzona esa bebida, seca, con un raro jarabe, pero pegaba más que toda nuestra defensa junta. Nos la servían en copitas chicas y había que tomarlas de una, fondo blanco. Te ardía el pecho con las primeras. Y una y otra, hasta que el garguero se acostumbró y ya no queríamos pritiado ni vino con coca.

Era casi media noche y si no fuera por la bebida que nos daban estos sombrerudos, nos hubiésemos muerto de frío ya que todavía permanecíamos en pantalones cortos y con los botines puestos, y todos enfiestados. Ellos cantaban algunas canciones vaya a saber en qué idioma. En cordooobee, no era. Según el Mili, era en ruso o chino lo que cantaban. Y capaz tendría razón, porque como japonés que era y encima había ido como hasta tercer año, era conocedor de otras lenguas. 

Cuento va, mentira viene. Y una anécdota futbolera detrás de la otra. Los mormones estaban chochos compartiendo con nosotros el tercer tiempo. Pero en un momento dado, el mormón   que mandaba la batuta, preguntó por el cinco nuestro.

- ¿Pichichu?, le preguntó el Tío Villa.

- No, el otro cinco que siempre juega contra nosotros. El zurdito alto. No lo vimos hoy, terminó el barbado mayor,  como lamentando la ausencia del…Moni!!!

- ¡El Moni! exclamamos casi la mayoría al unísono. Nos habíamos olvidado del Moni en la cancha con todo esto de la camaradería de los rezadores y el entusiasmo de compartir el tercer tiempo.

Volvimos a la cancha acompañados por dos o tres mormones que nos seguían en las bicicletas, en esa noche cerrada, con la llovizna intermitente, pensando y rezando para que se le hubiese pasado la borrachera al albañil, que se hubiera despertado y rumbeado para su casa, esto último casi imposible conociéndolo al Moni.

Pero no, ahí estaba acostado y mojado de pies a cabeza, todavía, con un solo botín puesto y con la ojota en la otra pata. Duro e inmóvil lo encontramos, con una hipotermia de la que era difícil que pudiera volver. Todos pensamos lo peor. Sí, que había eschopado para el otro mundo. Nadie se animaba a tocarlo por miedo a descubrir lo peor. El Chueco David agarró una rama de una planta de burro que estaba contra la pared de uno de los precarios, deteriorados e inusables  baños, y lo comenzó a tocar por el lado de las costillas. Pero nada, no se movía. Hasta que un mormón se animó, le tapó la cara con su sombrero y puso una de sus orejas contra el pecho, como queriendo escuchar los latidos del corazón del Moni.

- Y, ¿escucha algo mormón?, preguntó el Anguila.

- Sí, escucho ruidos. No de latidos de su corazón, pero sí de las tripas.

Lo cargamos en la chata del Ramón mientras lo friccionaban por todo el cuerpo con el milagroso  aceite esmeralda.

Cuando llegamos a la capilla el Moni seguía inmóvil y se había puesto morado. Lo bajamos, lo acostamos en un sillón y alguien lo tapó con una sotana negra.

- Déjenmelo a mí, dijo el mormón patriarca mientras se frotaba intensamente sus manos y hacía unos raros movimientos con su cabeza mientras decía una plegaria a su Madre Celestial, que es la madre de los espíritus humanos y la esposa del Dios Padre. A la vez, le pasaba su larga barba por la boca del Moni.       Dame una jarra, le dijo a un mormón menor.  No, de esas no,  la que tiene la bebida “de ellos”, si, la del pritiado. Sirvió una copa llena y se la pasó por la nariz del Moni como para que solo lo oliera.

Cosa de no creer, el Moni inmediatamente abrió los ojos y de un salto se paró a los gritos, diciendo…

- Cambio, cambio, salí Pichichu que yo juego el segundo tieeemmm…, uuuguuuhaaaaaa…

Oración que no terminó ya que el metro de tripa gorda trenzada y rellena ingerida en la loza de Don Abraham, y que al fin pudo devolver, hizo que el pobre Moni volviera definitivamente en sí sin poder recordar todo lo que le había sucedido.

Para todos nosotros, los de la “otra religión”,  aquello fue un milagro. Lo que hizo el patriarca mormón Joseph, nunca se lo terminamos de agradecer. Tan fue así, que ahora, los sábados en los picados, como forma de agradecimiento, usábamos una negra camiseta que decía…, “El equipo de Moni, el  Mormón”. 

NUNCA FUI CASACA 6

Nunca fui seis. A decir verdad, siempre fui un volante ofensivo, creador de juego, asistidor. En todas las inferiores usé la camiseta número diez hasta que tuve edad de octava división y pasó lo que  pasó.

Me supo llevar un hombre de mi pueblo, ahora debe ser un hombre muy mayor, si es que está vivo, nunca más lo vi.  Tenía un equipo de pibes que nos sacaba a jugar en su Renoleta blanca. Un día me ofreció  ir a jugar a la AAAJ lo que me entusiasmó un poco, pero  le contesté, ¿Ud. dice ir a probarme Kiki?, tal el sobrenombre de aquel descubridor de talentos. No pibe, me respondió, a jugar,  usted es la promesa futbolística más importante del futbol argentino de este y del próximo siglo. Ud. va, juega, se pone la 10 y no hay diablo que se la podrá sacar por el resto de su vida. El mundo hablará de usted nene, créame, en esto no le suelo errar.

A pesar de que venía “del campo”, la ciudad no me asustó, es más,  me sedujo de una manera que apenas llegamos en el tren a Retiro, dije, “este es mi lugar, yo soy de acá”.

Tras abordar un par de micros llegamos a La Paternal, barrio que cobija a la Asociación Atlética Argentina Juniors, más conocido como Los Bichitos Colorados, simbolizados por una vaquita de San Antonio, la de la buena suerte que le dicen.

Lejos estaba Argentinos Junior de ser catalogado como lo conocemos ahora, “Semillero del Mundo”. Claro, estábamos comenzando  la década de los ’70, 1973 más precisamente y nadie se podría imaginar  los jugadores que aparecerían unos años más tarde en la cantera bicha, como para catalogar a este modesto club con tremendo apodo.

Fue un gran año ese 1973; incorporarme a la institución no me resultó complicado, extrañaba poco porque tenía en claro que quería ser el 10 de la Selección Argentina y jugar un mundial y ganarlo ya que estamos, viste?

Estaba alojado en  la casa de Maruca, una tía del Kiki, era en Villa Crespo, por la Humboldt, a dos cuadras de la cancha de Atlanta, club del que, sin querer, me había hecho simpatizante. Había comenzado el secundario, pero no me iba muy bien. La escuela nunca me gustó, y mis notas, lejos de estar relacionadas con el número que lucía cada sábado por la mañana en los partidos de inferiores, aquel blanco 10, estaban más bien relacionadas con las del arquero, 1, marcadores de punta, 3 y 4, o con el número del primer central. O del segundo central cuando el profe de música me “regaló” un 6 al escucharme silbar en el baño la marcha peronista, en tiempos en que el General había regresado y estaba como Presidente una vez más.

Fue un digno 6 aquella nota, pero la verdad, con el tiempo me di cuenta que sería una profecía, un maligno presagio de lo que me sucedería con el transcurrir del tiempo con ese número.

Los festejos de haber logrado el campeonato con mi división, la novena en ese momento, anunciaba que fin de año se acercaba, las clases terminarían pronto y la incógnita de saber si el próximo año seguiría vistiendo la camiseta cruzada del Bicho o debería retornar a Tránsito y seguir jugando en el equipo del Kiki me comenzaba a angustiar.

El único que tenía esa duda sobre si seguiría en la Capital, era yo. Todos mis compañeros me decían que el próximo año volveríamos a compartir vestuario. Los DT de las otras categorías no tenían duda de que sería la manija de la categoría, la octava sería en 1974. La tía del Kiki ya me había adoptado y no dudaba que mi cuarto estaría listo para mi regreso a mediados del próximo enero. Hasta el presidente de la subcomisión me había dado un sobre con los pasajes para que viniera a mi pueblo y regresara para reincorporarme al club. Pero esta vez nada de tren, me dijo, te saqué en Chevallier para que viaje más cómodo y, sobre todo, más rápido. Hasta el director del colegio me dijo que me esperaba en marzo para que rindiera las dos materias que me habían quedado pendientes y que no era otras que caligrafía y contabilidad, las dos con la misma profe. Justo caligrafía, que cada sábado escribía una gambeta distinta con mi mejor letra, eludiendo las líneas góticas y punzantes de los duros defensores, eliminando alguna goma que quisiera cambiar mi recorrido hacia el gol, o desechar algún secante marcador  queriendo absorber mi juego. ¿Y contabilidad? Nadie mejor que yo llevaba las cuentas de los goles, partidos ganados, penales pateados y córner a favor que el equipo tenía. Pero bueno, los profes a veces no entienden de arte. Igual, ya había pasado a segundo año de la comercial con esas dos materias previas.

El único que dudaba era yo, el que tenía miedos de que no volviera el próximo año, era yo. Y no era porque no me tenía fe en lo deportivo, en la convivencia con los demás pibes, o porque el DT me quisiera hacer correr más que jugar. No, para nada. Había algo que me decía que el próximo año sería, no sé si difícil, pero algo raro, un presentimiento tenía de que la tendría que remar desde otro lugar, que tendría otras responsabilidades con, y para el equipo. Pero el resto ya tenía planes para mí en el próximo año, compañeros, DT, dirigentes, director del cole y hasta la tía del Kiki, a esta altura también tía mía.

El 15 de enero de 1974 ya estaba saludando a mis compañeros de, ahora, la octava división, con los que muchos también compartía banco en la comercial. 

Éramos unos 20 pibes trotando alrededor de la cancha. Iba adelante siendo la cabeza del grupo junto a Cacho, que era el capitán y jugaba de 5. Detrás nuestro, como a veinte metros, nos seguían unos quince pibes más, trotando, pero sin mezclarnos. Eran chicos que venían a probarse, de la misma manera que alguna vez lo hice yo, bah…, el año pasado en esta misma época. ¡Puf!!! Parecía que hacía años que estaba acá. Qué bien me había caído la Capital. Estaba como pez en el lago.

Nosotros hicimos fútbol con nuestra división y un remanente de la séptima, y al terminar, me quedé a ver la prueba de los pibes que corrían detrás de nosotros, pero con la misma esperanza de quedarse y sumarse a nuestro plantel de la octava.

No podía creer lo que veía, había un enanito que la rompía, llevaba a los defensores de acá para allá. Caños, sombreros y el repertorio del mejor jugador que alguien podría imaginarse. Era imparable. No había visto alguien así, ni siquiera que se le parezca. Ni en la primera del club.

¿Cómo se llama?, le pregunte al Profe. Caradona, acá en la lista figura como Caradona, me respondió.

Pero la verdad, lo que menos me preocupaba era su apellido. Lo que me comenzó a preocupar, gambeta tras gambeta, es que estaba jugando en una posición a la que conocía muy bien y que no era otra que la de volante ofensivo. ¡Encima zurdo! me dije para mis adentros.

Atiendan acá, dijo el Profe, como un mero formalismo ya que los pibes sentados en el suelo en semicírculo ni siquiera hablaban, solo se iban pasando el bidón para tomar un poco de agua luego del partido de prueba. Y siguió con voz castrense nombrando a los chicos que habían quedado seleccionados: “Ojeda; Trotta, Chaile, Chammah, Montaña; Lucero, Dalla Buona, Caradona; Duré, Carrizo y Delgado, Prandi, Zagonel y Sánchez”. Tomó un respiro en la lectura y continuó, “los que nombré deben pasar por secretaría para que sean fichados para integrar la octava división de la Asociación Atlética Argentinos Junior.

En fila india, casi todos se dirigían, como les había indicado el Profe, hacia la secretaría para llenar las fichas que los acreditarían como jugadores federados en el club de La Paternal.

Pero uno se había quedado hablando con el Profe que dio la nómina y no era otro que ese pibe que me había sorprendido. El petiso que la había roto en la práctica, que la amasaba de acá para allá. Alcancé a escuchar algo sobre su apellido, como que estaba mal escrito y no quería tener problemas a la hora de ser fichado. Por eso, a instancia de su corrección, se veía cómo el Profe tachaba el apellido de la planilla y colocaba el verdadero, el que el pibe le decía y que no alcancé a escuchar.

1974, segundo año en la comercial. Octava división del Bicho. Octava división que había mutado en la formación de tal manera que solo un puñado de pibes del año pasado habíamos quedado, tan solo cuatro: Cacho Consultor, el capitán; el correntino Mariano Kapeluz, que jugaba de 4; el flaco Jean Larousse, el 2, y yo. El resto eran los de la lista que había dado el Profe después de aquella primera práctica.

No me sentía bien. Sabía que ya no iba a jugar tanto como lo había hecho el año pasado. El pibe nuevo, ese tal Caradona o vaya a saber uno cómo Dios se llamaría, seguro llevaría la 10 que con tanto orgullo e hidalguía como la supe llevar no hacía más de dos meses.

Estaba triste porque veía que cada vez jugaba menos. Siempre al banco y en los últimos cinco minutos el DT me ponía en cada partido. Goleábamos sin transpirar a los rivales bajo la batuta del petiso, pero poco era lo que me hacían jugar.

Estaba llorando en un recreo cuando se me acercó el profe de música, aquel que me había puesto el 6 por silbar. Primero me consoló y luego me preguntó qué me pasaba. Le conté. Que había perdido el puesto, que ya casi no jugaba de titular. Que tenía ganas de volverme a mi pueblo, que no iba a triunfar como lo había soñado.

Como una hora me tuvo, es más, recuerdo que le pidió permiso al profe de geografía para que me dejara conversar con él. No me retó, ni nada que se le parezca. Me habló casi como un padre. Me hizo entender que no había que bajar los brazos, que había que seguir peleándola, no faltar a los entrenamientos y que cuando menos me diera cuenta, volvería a integrar el equipo titular. Que estaba orgulloso de mí porque no había reaccionado mal, que había aceptado que alguien era mejor que yo. Que por más triste que estaba alentaba al equipo desde el lugar que me tocaba en ese momento, que no era otro que el banco de suplente. “Sos parte del equipo, debes sentirte parte porque sos muy útil”.

No fui el mismo después de la charla con el profe de música. Volví a ser el primero en los entrenamientos. Encabezaba el trote del grupo. Arengaba como en los mejores momentos del año pasado y cuando los titulares entraban a la cancha, sin gesto, sin chistar, iba y ocupaba mi lugar en el banco de suplentes. 

Festejaba cada gol que hacían mis compañeros como propio. El DT la tenía clara y siempre me ponía de ejemplo, que siendo suplente y con pocas chances de jugar al estar el petiso con la diez,  que cada vez jugaba mejor, nunca dejaba de alentar y entregar todo en cada entrenamiento.

Recuerdo una mañana que el DT hablaba con el diez del equipo, ese petiso inmarcable. Dialogaban como armando el equipo como si tuvieran una duda de poner a tal o cual, hasta que el DT me llamó y me preguntó si me animaba a jugar de 6 porque Chammah había mandado a decir que no jugaba más, que él no quería entrenar todos los días y prefería volver a jugar en el barrio. 

--¿Te animas cordobés a ponerte la casaca 6?, me dijo el DT.

--Nooo, fue mi respuesta, casi apresuradamente. Prefiero esperar mi posibilidad de jugar en mi puesto o en un lugar en el medio.

--Dale boludo, me prepeó Caradona, es tu oportunidad. Tenes buen físico, de manejarla ni hablar, vas bien de cabeza, dale salame, aprovecha la oportunidad, le haces falta al equipo.

--Voy al baño, les dije. 

 

Mientras iba caminando con la intención de estar un instante a  solas y pensar la propuesta, me retumbaban las palabras del petiso, “le haces falta al equipo”. Palabras parecidas a las que había utilizado el profe de música, “sos parte del equipo…”

Volviendo al lugar de reunión, pero con una sonrisa que delataba mi aceptación a jugar como 6, les dije que sí, que siguieran contando conmigo, aunque no me gustaba el lugar de la cancha, y la función,  pondría todo para el equipo.

Esa tarde le ganamos  a Los Andes 4-0 con tres goles de Caradona y… ¡uno mío de cabeza a la salida  de un córner!

Nunca más dejé de jugar de 6.

En sexta, Caradona ya no estaba más con nosotros, entrenaba con el plantel profesional de la primera división para transformarse en goleador en el ’78, ’79 y ’80.

¡Qué pena!, al terminar la temporada en cuarta división, y justo cuando había aprendido el apellido del petiso, ahora también con su cabeza llena de rulos,  pegué la vuelta para mi pueblo. Mi novia había quedado embarazada y mi sueño de jugar el mundial y ganarlo había quedado en el olvido. “Otro seguramente lo hará realidad”, me dije.

Por eso, cada 29 de junio, me pongo la N°6 del Bicho, como dándole las gracias a Caradona por haber cumplido mi sueño. 

El sueño del Casaca 6 y el de millones de argentinos.

RING RAJE

De niño, los juegos infantiles y de adolescentes, eran muy distintos a los de ahora. Ante éramos de andar por las obras de las casas en construcción jugando a los cowboy, matándonos entre nosotros con pistolas de madera en donde los ¡bang, bang, bang! de los balazos, salían de nuestras propias bocas. Los más pudientes contaban con aquellos  Colt a  cebitas cuyas  explosiones y el humito que despedían eran propios de un duelo en la calle principal de algún  pueblo del ya muy  lejano oeste, que bien podrían haber protagonizado William H. Bonney, alias Billy the kid, Crawford Goldsby, mejor conocido como Cherokee Bill, o cualquier pistolero  que enfundara un 38 largo y perteneciera a La Banda de Los Dalton.

Las luchas en el cajón de arena que usaban los alumnos del secundario para saltar en largo, eran infaltables, más cuando la arena estaba húmeda. Entonces no faltaban a la cita La Momia,  Caballero Rojo, Ulises El Griego, El Ancho Rubén Peucelle, El Cavernario, El Superpibe, y el titán de los titanes, el recordado Martín Karadagián, aquel de la barba negra y el cabello platinado, al que nadie debía ganarle. Las luchas terminaban con la caída del sol, o por la caída de algún amigo después de una violenta patada voladora.

El juego de las figuritas jugando a la tapadita y al espejito; la rayuela, el balero y el yo-yo. Las bolitas con la raya y la redondela. El  trompo con el piolín, al que nunca pude hacer girar. Los patines, y un par de escalones arriba de los coloridos barriletes y los kartings con rulemanes, la pelota. Por lejos el mejor juguete.

Otro de los juegos-travesuras, era el conocido ring-raje. Claro, en esa época casi ninguna casa tenía timbre como ahora, apenas aquellas viejas aldabillas o golpeadores de metal en las puertas. Por tal motivo, siempre eran los mismos vecinos en la cuadra los que eran engañados por estos niños y sus veloces carreras. Muchas veces alguno de la barra solía tocar el golpeador  sin que el resto se diera cuenta y esperaba un instante para salir corriendo. El dueño de la casa salía e intentaba darnos alcance, pero eso era imposible, estábamos siempre bien entrenados, todo el día en la calle, corriendo con la pelota, a los balazos  persiguiendo indios, o trepados en los techos de las casas, o  por los árboles emulando a Tarzán. Ese era nuestro gimnasio natural.

El ring-raje, a medida que dejábamos la niñez, comenzó  a ser un tanto aburrido, a pesar que los timbres en las casas del pueblo se fueron multiplicando. Pero como la imaginación no tiene límites y tampoco la capacidad de generar nuevos juegos con mayores riesgos y nuevas travesuras,  fue que el ring-raje tuvo su re lanzamiento. La travesura fue refundada para que la adrenalina   se presentara en su máxima  expresión.

Uno de los pocos vecinos que contaba con una casa con timbre en su puerta, era la del fotógrafo del pueblo, la que estaba en la esquina que formaban  la Sabattini y la R.S. Peña. Justamente en esa esquina se encontraba el local que funcionaba como librería,  juguetería y casa de fotografía a la que tarde o temprano debías concurrir  para que el dueño, el Piojo Arrieta, de él se trata, te sacara la foto carnet que tendría como destino el primer DNI.

Pero el timbre de esta vivienda no estaba, digamos, en la puerta principal de la entrada al negocio, no. El timbre se encontraba en la puerta de entrada al domicilio propiamente dicho, sobre la calle Sabattini. Al frente de la librería del Piojo, se encontraba un taller de chapa y pintura del conocido P. Fonseca, el que tenía como empleado a Ricardo Ramallo, Carín, para todos nosotros.

Carín tenía unos cuatro  años más que nosotros, entonces él andaba por los dieciséis. Hijo de unos de los dos policías del pueblo y hermano menor de Luisín, otro personaje que merecidamente tiene derecho a que se cuenten sus anécdotas tarzanescas. 

Carín se había lucido en la escuela primaria por sus actuaciones jugando a la pelota bajo los tres palos. Otras de sus sobresalientes características era su poco apego a los libros, por tal motivo apenas terminó la escuela primaria, comenzó a trabajar en el taller, lija en mano, masillando y desabollando chapas de autos chocados.

Otras de las condiciones que sobresalían en Carín, era su puntería, tanto tirando piedras con la mano como con la gomera. Su puntería tirando piedras con la mano estaba más que comprobado, ya que cada vez que llegaba un parque al pueblo y desplegaba todos sus juegos, Carín era un permanente ganador de peluches y botellas de licor en el juego del tumba lata, que consistía en voltear todas las latas apiladas, siempre muy abolladas para que queden en pie la mayor cantidad posible, con tres pelotas súper livianas, confeccionadas con medias de can can. En eso Carín era un experto, lo pude presenciar en más de una oportunidad en los parques, tenía un disparo violento, y sobre todo, certero. Entonces cada noche Carín volvía a su casa con un peluche para su mamá y una botella de licor para su papá, al que le gustaba darse el gusto de empinar la botella.

El tema era el de la otra puntería, la que decían que tenía Carín con la gomera, la que nunca se había podido comprobar. Todos decían que era infalible a una distancia no mayor de los cincuenta metros.  Todos decían que lo habían visto voltear palomas al vuelo. Era tan veloz para cargar la gomera que se daba maña para voltear dos palomas de la misma bandada. Increíble, pero es lo que siempre decían. Todo en potencial,  ya que todos los que hablaban de la infalible puntería de Carín, es por lo que les habían contado, nunca nadie estuvo en el momento y lugar de los hechos. Pero el comentario estaba en el pueblo, y nadie se atrevía  a dudar de  lo que se decía de Carín y de su puntería, tanto con su mano derecha, como con su gomera.

Con la barra sabíamos salir a hondear a ver si pegábamos algún tiro, pero  no  puedo decir que  alguno de mis amigos o yo, hayamos  volteado  a un pájaro, a lo sumo alguna paloma  desplumada. Algunas tardes caminábamos por las vías del tren tratando de acertar algún hondazo a los cuises y a cuanta ave se posara a nuestro alrededor. Otras, intentábamos dar un tiro a una lejana bandada de palomas, o bandurrias que andaban buscando agua… pero siempre terminábamos nuestra aventura con el latiguillo…, “ja, si estuviera Carín, te volteaba de a dos…”. Aunque nadie lo vio lograr esa hazaña.

Considerando su famosa puntería, Carín dijo que al ring raje había que ponerle un poco de adrenalina, que debía tener un poco más de audacia, y que no solo nos tenía que divertir el tocar el timbre y salir corriendo, sino que debíamos disfrutar con la cara que ponía el vecino cuando salía al escuchar el timbrazo y encontrarse con que no había nadie. No tenía mucho de maldad, digamos.

Entonces Carín nos entusiasmó con otra manera de hacer el ring raje. Como les conté Carín trabajaba al frente de la casa del Piojo Arrieta, justamente en el taller de chapa y pintura.  En la parte lateral del taller,   en un terreno que servía de estacionamiento, y que era el lugar más próximo al timbre del fotógrafo, había una fosa, esas que se utilizan para revisar a los autos en su parte inferior, desde abajo, para cambiarles el aceite, etc., etc. La distancia entre la fosa y el timbre era de unos cuarenta metros, no más de eso.  La idea de  Carín era hacer sonar el timbre desde adentro de la fosa, idea que a todos nos sorprendió. La pregunta lógica fue cómo haríamos sonar el timbre estando a cuarenta metros de distancia. Pensamos, en el último de los casos, hacerlo sonar y correr hasta la fosa, pero eso le daría al Piojo Arrieta la posibilidad de ver  hacia dónde corríamos y una vez dentro de la fosa, nos agarrara ahí  y nos diera una paliza.

Nada de eso, dijo Carín, le haremos sonar el timbre sin salir de la fosa. Aquí traje la gomera para que le apuntemos al timbre y el golpe de la piedra lo hará sonar sin siquiera salir de la fosa, y sin tener que correr, y así veremos la cara de sorpresa del fotógrafo cuando salga a la puerta.

La idea era fantástica y las pulsaciones y emociones ya comenzaban a acelerarse con solo conocer esta nueva manera de ring raje que había propuesto Carín. Aparte, sabíamos de la excelsa puntería de la que todo el pueblo hablaba cuando se refería a Carín Ramallo. Hasta la distancia lo favorecía, ya que no estábamos a más de cuarenta metros y a esa distancia, Carín era infalible.

Éramos cuatro más Carín dentro de la fosa. Todos estábamos entusiasmados por ver la redonda cara del gordo Arrieta de manera repetida, ya que la idea, ahora sin la necesidad de correr, era que le hiciéramos sonar el timbre a cada instante.

Dale Carín, empezá  con los hondazos, hacele sonar el timbre, dijo uno de los entusiastas que permanecía dentro de la fosa sin asomar la cabeza. No, respondió Carín, primero le van a tirar ustedes, un tiro cada uno a ver cómo andan con la puntería. 

Mi cara se desfiguró, no le pegaba ni a un elefante echado,  y sorteado con el piedra-papel-tijera pasé a ser el primero para hacer el primer disparo. Me acomodé como para el tiro de mi vida, como si un tigre de Bengala estuviera por atacarme. Entonces estiré las gomas lo que más pude y solté la piedra del cuerillo. No levantó mucha altura y golpeó al medio de la puerta verde jade. Nadie salió a ver quién había golpeado. Otros tres disparos del resto de los chicos hicieron blanco en la  puerta sin que nadie saliera y viera al menos las piedras sobre la vereda.

Hay que hacer blanco en el timbre, dijo Carín. Si el Piojo Arrieta  está en el patio no escucha cuando la piedra pega en la puerta. Dejame a mí, dijo el famoso y certero lanzador de pelotas de trapos. Soy el único que le puede pegar al timbre, lo que todos afirmamos sabiendo de la conocida puntería que se suponía, y todos decían, que Carín tenía.

Giró la gorra de jean Kansas para que la visera le quedara hacia atrás y no le molestara la visión y disparó un furibundo hondazo con destino al timbre de la puerta del Piojo. La piedra salió despedida con tremenda violencia. El ruido fue impresionante y enseguida escuchamos los insultos del fotógrafo Arrieta. La piedra había hecho impacto en el vidrio que tenía la puerta en su parte superior, en la ventanita con rejas que se usaba de mirilla para ver quién golpeaba la puerta sin necesidad de abrirla, sobre todo cuando los que golpeaban eran vendedores ambulantes.

Los vidrios quedaron desparramados en la vereda. Estuvimos por más de cuatro horas escondidos en la fosa mientras Arrieta preguntaba a los vecinos, con la piedra en la mano, si no habían visto a alguien arrojarla.

Con la noche en el cielo, recién pudimos salir cuando vimos que las luces de la casa del Piojo se habían apagado.

La puntería de Carín no era como todos decían, y  su excusa, “un fallo en el cálculo, no tuve buen pulso”, no fue suficiente para mantener el mito de la puntería infalible.

PARTIDO FINAL

Solo algunas copas habían quedado en las vitrinas que se encontraban en el salón que hacía las veces de presidencia y en el que la comisión realizaba las reuniones. Muchas habían sido embargadas y rematadas, otras, simplemente vendidas a coleccionistas para poder pagar la luz y otros servicios. Algunos cuadros con los ídolos de otros  tiempos que supieron hacer grande a la institución, permanecían en el pasillo de la sede cubiertos de polvo y telarañas.

El predio si veía en estado de abandono y de aquellas diez canchas que solían lucir tapizadas  como por un terciopelo verde, solo dos se  podían ver cubiertas, casi en su totalidad, con gramilla. Para sembrar y resembrar ya no había presupuesto. En las dos que estaban en mejores condiciones entrenaban la primera y la reserva. El resto de las divisiones inferiores lo hacían en las restantes canchas peladas y sin mantenimiento y en las cuales solo se veía pasto en las cuatro esquinas de los  banderines.  

La pensión había desaparecido y el centenar de pibes que venían del interior y se albergaban en ella ya no estaban. La política del club había cambiado radicalmente por el pésimo manejo institucional que había terminado en la quiebra del club.

Lejos habían quedado los tiempos de gloria. Hacía mucho ya que no salía en la primera plana de las revistas deportivas. La debacle había sido total  y desde aquel campeonato del ‘84 nunca más habían arrimado a los primeros puestos, siempre se lo veía naufragando en los últimos puestos, jugando promociones para mantener la categoría.

Deportivamente no se podría estar peor. Como dije, la gloria de la década del ‘80 había quedado muy lejos. Hoy el equipo deambulaba por  el fondo del Nacional B y con grandes posibilidades de caer al hoy Federal A, con mucha suerte, ya que en  otros tiempos te mandaban a la Liga de origen.

El sistema de promedio lo había llevado al límite de las posibilidades de permanecer en la segunda categoría del futbol argentino, solo un milagro podría salvarlo en la última fecha y como venía la mano, prácticamente estaba condenado a jugar el próximo año por el interior del interior del país.

En la fecha final enfrentábamos al equipo de Santiago del Estero al que un empate lo depositaría en la liguilla que definiría el segundo ascenso a la primera división, por lo tanto, la empresa se complicaba mucho más. Nuestro club, casi condenado, debía ganarle a uno de los candidatos del torneo.

Estábamos en la tercer semana de Diciembre y muchos planteles estaban atrasados, no solo en ese aguinaldo que les correspondía cobrar, sino, que los clubes estaban adeudando varios meses de sueldos a sus jugadores. Ni hablar del nuestro que debía sueldos, los dos aguinaldos, cuotas de primas y hasta el premio por haberse salvado del descenso en la campaña anterior.

Con este panorama la FAA (Futbolistas Argentinos Agremiados) dispuso un paro por tiempo indeterminado hasta que no se regularizaran los sueldos y demás deudas a sus afiliados.

Esta medida hizo que el torneo se interrumpiera, que la última fecha no se jugara el próximo fin de semana y en realidad, por las características del paro, indeterminable, no había fecha cierta para coronar a los ascendidos y los que pasarían a jugar en una categoría menor, ítem este al que prácticamente estábamos condenado.

La AFA hizo caso omiso a esta amenaza, la del paro  por parte de Agremiados y mandó a jugar la fecha, la última, como si nada pasara. 

Los planteles no estarían integrados por jugadores profesionales, ya que todos estaban adheridos a Agremiados. Por lo tanto todos los clubes deberían recurrir a sus divisiones inferiores, convocar a los jugadores que jugaban en la Cuarta y Quinta de AFA para afrontar ni más ni menos que la culminación del campeonato, la definición en las dos puntas de la tabla.

Un compromiso demasiado pesado para estos jóvenes que no estaban preparados para esa responsabilidad y los resultados podrían ser muy distintos si lo clubes contaran con sus jugadores profesionales.

En nuestro caso, nuestra Cuarta, era el reflejo del equipo de primera división. Estaba en la posición diecinueve sobre veinte participantes. Nuestro rival, el equipo santiagueño, estaba en mitad de tabla y nos habían goleados 7 a 1 en la visita a la tierra de la siesta prolongada.

Los jugadores no pasaban los dieciocho años y la presión que debían soportar no sería menor. Ni siquiera había uno con experiencia, con algún partido en la primera, nada, ni  convocado al banco de suplentes alguna vez.

¡Ni siquiera uno, la pucha!!!

¿Ni siquiera uno? Se preguntaban todos. Y ahí en ese interrogante emergió el nombre de  Gerardo Generoso Mansilla, el Gran Gerardo del ‘84.

Con sus jóvenes veinte años fue la gran figura del equipo. Gerardo Generoso Mansilla, “GG” como todos lo llamaban, fue el gran surgimiento del club en el año 1984 que lograra el Campeonato Nacional de ese año. Fue la aparición más espectacular de esa década, en su puesto, y  con sus grandes actuaciones hizo los méritos suficientes para ser  convocado al Mundial Juvenil, como tercer arquero.

El club solo pudo disfrutarlo un par de años ya que, como es costumbre, los jóvenes proyectos son el sostén de la economía de los clubes menos pudientes. Entonces el viaje al Viejo Continente fue cuestión de días.

Gerardo Generoso Mansilla tuvo una dilatada carrera en el Calcio Italiano, en el que ganó dos Scudettos y una Champions League en uno de los equipos de Milán.

Con treinta y tres años regresó al club que lo vio nacer pero una hernia de disco lo margino para el resto de sus días. El club le dio una mano para que se mantuviera activo como coordinador de entrenadores de arqueros  por su trayectoria y excelente persona que era, ya que dinero no le hacía falta. Agremiados se hizo al lado, ni siquiera una pensión le gestionó, es más, lo desafilió del gremio por miedo a alguna represalia que podía ejercer contra la FAA. Realmente nunca  conocieron la persona que era  el Gran GG.

Muy profesional en lo que hacía, muy temprano llegaba al club en donde se hacía cargo de la enseñanza a arqueros y ayudantes de todas las divisiones. Desde la Novena hasta los de Primera División. Pero en todos estos años no había aparecido uno como él, ni siquiera parecido. Justo en estos tiempos en que se estaba por perder la categoría y que tanta falta nos hubiese hecho. Era una pena no  poder contar con un arquero como él que todo lo podía, lo pudo.

¿Y por qué no contar con él, con GG? Él era jugador del club, a su regreso había vuelto a fichar en el club solo por compromiso, como para decir que se retiraba  en el club que lo vio nacer. Entonces mantenía su ficha, su estado se veía impecable a pesar de sus 39 años, y sobre todo, ¡no era profesional! Ya que el mismo gremio lo había desafiliado (por el tema  de la lesión) y además, porque no había firmado planilla de juego tras su regreso; entonces podría ser de la partida en el encuentro de la última fecha en la que el descenso día a día nos ahorcaba más y más.

Las opiniones estaban divididas. Hacer jugar al Gran Gerardo, a esta edad, con los pibes de la cuarta era un desatino, podría ser una humillación, se escuchaba desde un lado. Tenía todo para perder, su trayectoria en el club, opacar su recorrido internacional, todo.

Los más optimistas y a modo de homenaje, apoyaban la moción de que Gerardo Mansilla jugara. Con su experiencia y su carrera no necesitaba de una impecable forma física para atajar en aquellos últimos noventa minutos del año. Nada se perdería por ponerlo a él. El destino estaba prácticamente sellado y de paso sería como un partido despedida, homenaje por su trayectoria en el club, ya que nunca se lo habían hecho.

Mansilla no tenía idea de que esto se podía dar, él no sabía nada. Hasta que en la práctica de fútbol del día miércoles, mientras Gerardo terminaba con la tarea de los arqueros juveniles, el DT de la primera lo llamó y le presentó la situación, del paro de Agremiados, del estado en que estaba el club y del gran favor que le haría a la institución de ponerse nuevamente los guantes para el “partido final”.

El Gran Gerardo no titubeó en dar una respuesta positiva. Era empleado del club al que tanto le debía y estaba dispuesto a lo que sea con tal que permaneciera en la segunda división.

¡Qué grandeza, qué actitud! No midió nada, no puso en juego su pasado, sus días de gloria. No le importaba su trayectoria, solo quería ayudar a su querido club. Tenía todo para perder y sin embargo estaba dispuesto a ponerle  el pecho, y sobre todo las manos,  a la situación.

Sábado, 16 h, la tribuna que estaba en la cabecera de la calle Lavalle estaba completa, teñida de celeste, celeste cielo, al que todos miraban y oraban para que esa tarde fuera de gloria, que se acabara el suplicio, al menos,  hasta el año siguiente.

Las plateas estaban completas. La capacidad del estadio estaba colmada, se habían vendido las veintiún mil quinientas cuarenta y seis localidades que podía albergar el viejo estadio con sus populares todavía de madera. Las seis cabinas destinadas para la prensa estaban ocupadas. El despliegue de la televisión, fuera del estadio y dentro del mismo campo de juego hacían que el partido por jugarse tuviese la importancia de la final del torneo. Pocos podían explicar esta movida. Nadie podría decir que un partido prácticamente de inferiores aun cuando estaba en juego un descenso y un cupo para la liguilla, podría movilizar tanto. Solo la vuelta de Gerardo Generoso Mansilla a los tres palos podía ocasionar cosas como estas.

En un rincón, un puñado de santiagueños, no más de quinientos, haciéndole el aguante a sus pibes que venían por la gloria de un empate para clasificar al equipo azulgrana a la liguilla por el segundo ascenso. Este minúsculo grupo de visitantes no podían comprender lo que la tarde le estaba ofreciendo. La convocatoria de un equipo que estaba prácticamente condenado y que no tenía chances de revertir la situación llenando el estadio sin conocer, claro está, la historia de GG.

Pero lo que en realidad esos visitantes ignoraban,  era quién encabezaba la formación titular de ese juvenil equipo. No sabían de la experiencia y la historia del que tenía el número uno en su espalda. Desconocían quién era ese jugador, arquero y capitán que estaba ya en el círculo central arengando a sus jóvenes compañeros, que hasta podrían haber sido sus hijos, con los brazos en alto, saludando a esa multitud que le sobraba esperanza con el solo hecho de verlo en la cancha.

Los santiagueños desconocían  en las condiciones que se podría encontrar un arquero con sus 39 años y desestimaban, sobre todo,  la importancia que podría tener para ese puñado de jóvenes listo a pasar a la historia del club, ya sea por mantener la categoría o por la tristeza de encontrarse en el umbral de un penoso descenso.   

El primer tiempo se fue con un cero a cero que no daba esperanza de mejorar, con la visita dominando y un Mansilla con los palos de aliados que rebotaron tres tiros en el travesaño. Confiaba, ya a esta altura, más en los postes y en su voz de mando  que en su propia  defensa.

A los dos minutos del complemento una mano infantil del primer central de la visita, penal. Penal que el centro delantero local transforma en gol.

Gol, golazo, uno de los mejores de la historia para ese puñado de pibes. Gol que alimentaba las ilusiones de la permanencia, aun cuando en el juego no habían marcado ninguna diferencia. Era el gol de la salvación, los resultados que se daban en las otras canchas hacían zafar del descenso por centésimas.

De ahí en más fue aguantar, reventarla para cualquier lado, tirarse al piso, hacer tiempo. Sobrellevar como sea el aluvión visitante que llenó de centros el área local, siendo este el peor camino. Todo lo que sobrevolaba el área, Gerardo Mansilla se hacía dueño y permanecía en el suelo hecho un ovillo todo el tiempo que podía, hasta que el árbitro iba y le decía, respetuoso de su trayectoria,  que se levantara  y que le ayudara a sacar el partido.

Pero de tanto ir la visita pasó lo que todos temían. 

Los  del fondo tiran el achique en una pelota parada, el cuatro queda enganchado y habilita al nueve santiagueño,  mano a mano con Mansilla, no le queda otra que derribarlo. Penal para el equipo visitante.

Tumulto de jugadores con el árbitro, entra la policía. Algunos se descuelgan del alambrado e invaden la cancha con la finalidad de provocar la suspensión. Nada de eso pasó. Barata la sacamos, hasta Mansilla, que solo  amarilla le sacó el árbitro, sabiendo de lo que podría pasar con la expulsión de Mansilla a esa altura del partido.

Faltaban dos minutos. La pelota estaba sobre el manchón de cal del punto del penal y el diez de la visita ya se había persignado cinco veces mientras Gerardo se levantaba las medias. Se sacudía su buzo amarillo, se acomodaba la cinta de capitán. Llamó a uno de los centrales para que le atara el botín derecho. Sacó algunas serpentinas que no dejaban de caer de la popular local, que rugía como en el ´84, pero aquella vez era para festejar el campeonato. Esta vez hasta soplaban con la misma fuerza con tal de que el balón no llegara a la línea de meta. Golpeó los tapones contra ambos palos, como sacándose el barro  que no tenía. Todo servía para demorar, para estirar esa agonía, para cargarlo de nervios al pibe que ya no sabía para donde mirar.

Algún desubicado con gritos de, “arquero fracasado, viejo de mier… volviste para entregar a los pibes”, lo que le valió una mansalva de trompadas hasta sacarlo del estadio

Después de eso, silencio atroz. Mansilla escupió el chicle que mascaba.

Los 39 años de Gerardo Mansilla, Campeón del Nacional del ‘84, arquero del Mundial Juvenil, campeón del Calcio y de la UEFA, frente a esos escaso dieciocho años del santiagueñito ignoto,  inexperto, nervioso, con más ganas de irse que de asumir tremenda responsabilidad. Con las medias caídas, a esa altura no sabría decirles si por miedo o por moda.

La pelota transformada en arma letal a punto de efectuar el último disparo  con intenciones de provocar la muerte de la ilusión de la permanencia. Incontrolable y casi definitiva a esta altura y en esta situación de los hechos. 

El gran Gerardo estaba  preparado para todo. Dos minutos y todo terminaría. Para bien o para mal.

Los cuatro pasos de carrera del pibe delantero para pegarle cruzado de zurda  alto, al palo izquierdo de Gerardo.

Nadie creía lo que veía. Con mano cambiada le dio un manotazo a la pelota que pegó en el palo y de rebote encontró nuevamente los guantes de Mansilla para guardársela bajo ese montón de jóvenes que se tiraban sobre él para hacer una montaña humana.

No hubo tiempo para más. El celeste cielo de las tribunas invadió el verde esperanza de la cancha.

El tiempo había retrocedido. Se lo veía al Gran Gerardo Mansilla en andas, con su buzo amarillo, como aquella tarde de la vuelta olímpica del ‘84, diciendo en cada micrófono que se le cruzara que el triunfo había sido de los pibes.

Gerardo Mansilla, tan grande como lo había marcado su historia. Tan generoso como nunca.

ME CORTASTE LAS PIERNAS

Alberto Heinzmann es todo un alemán. Cabello rubio, ojos celestes, fortaleza y elegancia dentro y fuera de la cancha. Hasta apellido de súper héroe tiene. Tranquilamente podría haber jugado el Mundial 86 para los teutones en lugar de Karlheinz Helmut Forster, y nadie se hubiese dado cuenta que era uno  de estas pampas. Ni qué hablar en estos tiempos en que juegan “alemanes morenos” como Kevin-Prince Boateng o Leroy Sané.

Era una mezcla de Ruggeri y Trossero, pero más técnico. Más hincha de River que Labruna. Admirador de Passarella y del Beto Alonso. Permanentemente sonreía con toda la boca.

Siempre me pregunté por qué no había llegado a jugar en otro nivel. La respuesta era sencilla, en esa época los jugadores del interior del interior no tenían la posibilidad de tener representantes y  así llegar a Buenos Aires, como lo es ahora. Casi que ni venían a ver jugadores a las ligas chacareras. Solo se quería jugar en la primera del club de tu pueblo.

Eternamente me voy a acordar del Alemán, como también del Zurdo Bazán. Un hábil número 10. Yo era pibe, y ellos me protegían cuando íbamos a patear a la cancha de Obrero o de la Vélez, los dos clubes de fútbol del pueblo, que cuando apareció este, desapareció aquel.  Me cuidaban que no me pegaran, o hasta me decían “quedate afuera, el partido está muy caliente te pueden golpear”. Yo les hacía caso, y el único contacto que tenía con la pelota, en toda la tarde, era cuando se iba atrás de la tapia que daba a la calle Mendoza,  y la saltaba para buscarla. Mi ídolo del pueblo fue otro, pero a estos dos los admiré mucho.

Con el paso del tiempo me comencé a mezclar con los jugadores de la Reserva, mientras que  el Alemán y el Zurdo hacía tiempo que jugaban en la primera, ya que era indiscutibles titulares los dos.

 

 

 

 

El Viejo Hotel Giraudo era el lugar de concentración del plantel de Primera División cuando jugábamos de local. Se juntaban  a cenar el sábado por la noche, dormían, almorzaban el domingo y con eso terminaba la estadía en aquel antiguo hotel. De ahí  se iban a la cancha.

La particularidad en las concentraciones era que no solo la hacían los 16 de la Primera  que el DT citaba, sino que agregaba a 4 jugadores de la reserva como para ir fogueándolos, para que se fueran ambientando con los jugadores de Primera en lo que hacía al tema de la convivencia, más allá de que toda la semana los dos planteles entrenaban juntos. 

A mí me tocó una vez porque uno de los centrales  estaba con problemas físicos. 

Qué calor hacía ese sábado, estábamos en noviembre y pintaba un domingo hermoso para jugar al fútbol. Siempre decía que mientras no haya viento, cualquier día es lindo para jugar al fútbol. Pero esa tarde el sol brillaba distinto, como queriendo transmitir algo más que el calor que emanaba. No sé, tal vez era mi imaginación.

El central y titular inamovible, el Alemán, tenía un problema en su isquiotibial derecho y lo tenían entre algodones. Iban a probarlo ese mismo sábado antes de la cena. Al banco iba un central que podía jugar como 2 o 6, indistintamente, pero no era muy bueno en el juego aéreo, y solo se mantendría en el plantel de Primera hasta que apareciera algún joven con proyección, ya que este suplente era un veterano que no iba a ser más de lo que mostraba su actualidad.

También yo era segundo marcador central, jugaba en la reserva, pero muy juvenil con mis 16 años como para pretender e ilusionarme en jugar a corto plazo en Primera. Pero al menos era titular en la reserva y recibía este mimo de parte del DT del plantel de Primera como lo fue de convocarme a  concentrar con los más grandes, lo que provocaría que el lunes, más allá del resultado del partido, iría a la secundaria orgulloso, con el pecho inflado, por el solo echo de haber sido citado para alojarme por una noche en el Viejo Hotel Giraudo.

Al Alemán lo exigieron a fondo antes de la cena y lamentablemente no respondió como se esperaba. La molestia seguía y él, conscientemente, prefirió no arriesgar para evitar que la lesión se profundizara y terminara en algo crónico. Entonces el central que estaría en el banco sería el titular, aunque no estuviese muy convencido el míster.

 

El lugar que se producía en el banco de suplentes, lo ocupó el volante central, y capitán, de la reserva  que era uno de los más experimentados de nuestra división que estaba en el grupo de los cuatro del equipo de Reserva, y que a la vez podía desempeñarse en varias posiciones.

En la cena, recuerdo, me sentaron a la misma mesa del Alemán y el Zurdo. Completaban la ronda  Gigi, la Cuzca y el otro central que iba a reemplazar a Heinzmann. Obvio, yo no hablé una sola palabra, salvo respondía cuando los mayores me hacían alguna pregunta, sobre todo refiriéndose a mis hermanas, cosa que me hacía poner muy colorado. Me gastaban diciendo que tenía una cara de susto y que me aflojara porque así nunca podría jugar en la Primera División.

El Alemán fue al hueso, como se dice habitualmente, y me preguntó si estaba listo para debutar. Con firmeza le dije que sí, que me sentía capacitado, más allá de mi juventud y nervios que tenía tan solo por concentrar con ellos. Tenía un buen espejo en él, le dije, como para ir aprendiendo y corrigiendo errores. Bueno, me alegro, terminó diciendo el Alemán, dándome más confianza y deseándome toda la suerte, y que debería estar listo porque “en cualquier momento debutas”. Sabiendo yo que  ese “cualquier momento” sucedería, por lo menos, con un par de años más en la Reserva.

Cenamos, los más grandes se fueron a las habitaciones, otros nos quedamos a jugar a las cartas, al billar algunos,  y los menos en una máquina de flipper y otra de Pac-Man.

En una mesa apartada se había quedado el Cuerpo Técnico tomando café. Llegada la medianoche nos mandaron a dormir a los pocos que quedábamos en el lobby mirando tele. En ese momento se hace presente el doctor del club y dirigiéndose al DT alcancé a escuchar, “che, olvídate de Pavón, está con una gastroenteritis que no se la puedo cortar, no sé qué habrá comido, si la cena fue igual para todos”. “Está cagado porque tiene que  reemplazar al Alemán”, se despachó el utilero.

De inmediato el DT, junto a su Ayudante de Campo, hicieron bajar de sus habitaciones al Alemán, la Cuzca y al Zurdo para hablar sobre lo ocurrido a Pavón, que ya estaba descartado para el partido de mañana. El DT confiaba en lo que le podían decir sus dirigidos más experimentados y de esa manera tomar la correcta decisión de quién reemplazaría a Pavón. 

 

 

 

 

 

La postura del DT era lógica y firme, debería jugar nuestro capitán de la Reserva que ya estaba dentro de los dieciséis por la baja tempranera del Alemán. A esta opción, que parecía lógica y la más apropiada, los experimentados jugadores se opusieron diciendo que era el momento de hacer “debutar al pibe”. “Qué quiere esperar míster, juéguesela,  le dijo la Cuzca, póngalo a ver cómo se hace en la Primera. El momento es ahora para ver qué futuro tiene, si podremos contar para la próxima temporada con un buen suplente central, y no como ahora”, agregó el Zurdo Bazán.

“Qué decís vos Alemán”, preguntó el Ayudante de Campo. “Opino lo mismo”, dijo el ojitos claros, “respaldemos al pibe, lo veo bien, él sabe que lo apoyamos, lo estuvimos amansando en la mesa y dice que se tiene confianza, llegado el caso, sin saber que esto pasaría”.

Ninguno de los referentes veía con buenos ojos la presencia de Pavón en la sustitución del Alemán, no solo por la poca confianza que brindaba dentro de la cancha, sino que ellos no querían a Pavón porque era un charlatán, un fanfarrón que se la creía.

“Ok, vayan a la habitación y explíquenle al pibe lo que le pasó a Pavón.  Sé que ni va poder dormir con esta noticia, pero bueno, que se haga cargo de lo que quiere todo jugador de Reserva, que no es otra cosa que jugar en Primera”.

Cuando los vi entrar a mi habitación que justamente compartía con el Alemán, lo primero que se me vino a la cabeza es que, “acá cobro, me agarran los más grandes y me pasean en bolas por el pasillo” como sabían hacer con los cuatro de Reserva que solo iban a experimentar una concentración.

-¿Todo bien pibe?-  me preguntó el Zurdo.

-Sí, todo bien Zurdo. Acá estoy, pensando en no dejarle tocar la pelota al 9 de ellos mañana, ya que van punteros y ese es un buen delantero.

-¿La Reserva de ellos va puntera?- preguntó la Cuzca, como haciendo el que no sabía.

-Sí – respondí- un punto arriba nuestro, por eso, si metemos un triunfo quedamos como únicos punteros a falta de una fecha. A nada de salir campeones estamos, no? Dije esto con mucho orgullo.

 

 

 

 

-Olvidate de ese 9- dijo el Alemán- que lo marque otro. Vos mañana no jugas en Reserva, debutas en la Primera, ya que yo no puedo jugar y Pavón se anda cagando por todos lados, pobre, entonces te llegó el turno pibe, a no arrugar, eh?

Y me contaron “todo lo sucedido con Pavón”, les agradecí, pero no podía creer lo que le había pasado.

No sabía qué decir, sabía que estos no me mentirían con algo así. Entonces solo le pedí que le avisaran a mi papá que debutaría en la Primera. Tanto hablábamos de ese momento con mi padre, él me decía que no me apurara, que todo llegaría en su momento. Y ahora “casi sin querer” estaba a horas de ingresar para jugar el segundo partido del domingo, el partido de las 4 de la tarde,  con lo que todos los juveniles soñábamos.

No podía dormir. Vuelta para acá, vuelta para allá. Los ronquidos del Alemán me despertaban. Él dormía a pata tirada, sabiendo que no jugaba al otro día, pero igual no se hacía problemas así tuviese que jugar la final del mundo con toda la experiencia que tenía.

Me levanté tres veces a tomar agua a la cocina. Dos veces al baño. Hasta salí al jardín del hotel a tomar aire, y… la pucha, qué sorpresa me llevé.

El horizonte se ponía blanco de refusilos, tormenta en puerta, me dije. ¿Justo esta noche iba a llover, justo que mañana debuto? Me pregunté lamentándome.

Me volví a acostar, y no alcancé a apagar la luz del velador cuando el cielo se partió con un trueno que hizo sobresaltar al Alemán de tal manera que se despertó preguntando qué pasaba.

-Un trueno,  se viene la lluvia- le dije.

-Ah, bueno, tormentas pasajeras de verano- me consoló. Se dio vuelta para el otro lado y siguió roncando.

Era el primero que estaba en el comedor listo para desayunar. Había pasado por el jardín y estaba todo lleno de agua. Me fijé en la calle Olmos, la que pasa frente al Hotel Giraudo, y estaba con sus cunetas rebalsadas.

 

 

 

 

 

“La pucha, hoy no se juega”, me lamenté casi al borde de las lágrimas. Y pensé, “es una tormenta pasajera”, lo que me había dicho anoche el Alemán.

Fue entonces que llegó un dirigente y confirmó que la cancha estaba totalmente anegada, que había llovido más de 80 milímetros durante la noche y que el partido se suspendía para el próximo domingo.

-Pero cómo- me atreví a preguntarle- ¿los partidos no los suspenden los árbitros? ¿No tienen que hacer la prueba de que si la pelota pica se juega?

-Sí pibe, es así, pero en este caso no hay un solo manchón de césped o tierra en la cancha que no esté cubierto por agua.

-Desde este momento están liberados- dijo el DT.- Nos vemos el martes en el entrenamiento.

Me fui a la habitación a buscar mis pertenencias, me senté en la cama y me largué a llorar. Estaba desconsolado. Iba a debutar de local en la Primera División. Le habían avisado a mi papá que seguro me iría a ver. Y el partido se suspendía por lluvia. No lo podía creer.

“Meado por un dinosaurio”, me dije.

Pero no, no era el momento para debutar. ¿Por mi inexperiencia, falta de partidos complicados en el lomo, por mi juventud? No, nada de eso, “no merecía” debutar ese domingo ya que solo lo haría por la lesión de uno de mis protectores, el Alemán, y por la “desafortunada e inexplicable” colitis de Pavón.

Bueno, eso de inexplicable no es cierto, porque después el Zurdo y la Cuzca me contaron que el Alemán quería que yo fuese su reemplazante, y no Pavón.  Entonces la purga que le puso el Alemán a la bebida de Pavón en la cena lo tuvo a las corridas para el lado del baño por toda la semana, y así me aseguraría mi debut en la Primera División.

Pero claro, mi aliado Alemán nunca tuvo en cuenta la “pasajera tormenta de verano” que postergó mi debut.

Maldita lluvia, me cortaste las piernas.

ILUMINADOS POR SU GLORIA

Como nunca antes. A las 6 am estaba en la cocina cebándoles mates a los cocineros. No era de los que madrugaban, por lo general era uno de los que más dormía. Pero ese día, no sé, algo en su interior le habría pasado que lo despertó tan temprano.

El partido se jugaba a las 12 h por cuestiones  organizativas y por  orden de la televisión para que  se pudiera ver en Europa en un horario conveniente para ellos, sin importar el calor que hacía a esa hora  en este verano  de América del Norte.

Su cara mostraba a alguien gestualmente cansado, con marcadas ojeras por haber dormido poco, casi nada. Pero sus ojos le brillaban como a un chico que estaba por hacer una de sus mayores travesuras, brillos que hacían juego con su inmensa sonrisa que le mostraba a cada uno que iba apareciendo en la cocina o en el salón donde desayunábamos cada día.

Esas ojeras eran producto de las escasas horas de descanso que había tenido. Su compañero de pieza confesó que estuvieron jugando a las cartas hasta altas horas de la noche  porque no podían pegar un ojo y recuerda que a las tres de la madrugada apagaron la luz del velador. Por lo tanto la ecuación era muy fácil, entre las tres y las seis de la mañana habían transcurrido tres horas y  solo esas eran las que había podido dormido. Sin embargo el tipo estaba ahí, sonriente, una lechuguita, con el mejor humor, cebando mates, recordando anécdotas y contando chistes desde el alba.

Estaba feliz, como el soldado que sabe que en horas se va de baja de la colimba. Contento como cuando terminas la secundaria y estás por zarpar a Bariloche para el viaje de egresados. Nerviosamente dichoso como adolescente ante su primer cita. Radiante y confiado, a pesar de la apariencia física, como alumno que sabe de pe a pa la lección. Ansioso para que la mañana pase rápido, como sabiendo que la buena fortuna lo estaba esperando. Se ufanaba de algo que él sí sabía que poseía pero que no conocía de esos límites. 

 

 

 

Estaba confiado de que algo grande estaba por llegar. Era muy devoto y se sentía protegido por la virgen del Luján, sentía que le iba a dar un baño de gloria hasta, casi, hacerle tocar el cielo con las manos. Se sentía beatificado en vida.

Estaba con las Adilette azules de tiras blancas, que no era nada sorprendente ya que el calor sofocante que se comenzaba a sentir desde muy temprano ameritaba  que ese fuera el único calzado hasta ingresar al vestuario. Pero para eso faltaban algunas horas. 

Lo sorprendente era que ya tenía puesto el short para la contienda y no solo eso, ¡había dormido con la camiseta puesta, la misma que usaría en el partido! Sí, continuó contando su compañero de pieza, cuando anoche comenzamos a jugar a las cartas, llamó al utilero y le dijo que le entregara la ropa que iba a usar en  el día de mañana, la del partido, y este obedeció como siempre lo hacía antes sus pedidos. Solo le faltaban que le pidiera que lo masajeara. Recuerdo muy bien que se la puso y veo que aun  la tiene puesta, porque no lo escuché levantarse. Parecería que la tiene tatuada.

Habíamos bajado desaforadamente por la rampa que nos llevaba a los camerinos, no había escalones en esa pendiente. El vestuario estaba desbordado. Éramos una tropilla de potros desbocados de felicidad, apurados para llegar a las entrañas del Coloso de Santa Úrsula que por primera vez nos había recibido. El mítico estadio Azteca había sido testigo de algo inigualable hasta el día de hoy, entonces toda la alegría se justificaba de  sobremanera.  Los cantos y abrazos se cruzaban en cada uno de nosotros. 

Siempre permanecí a su lado, él seguía con la camiseta puesta después de doce horas, esa misma que se había puesto para dormir a las tres de la madrugada. Esa camiseta azul brillante, en dos tonalidades verticales, sí, la del gallito, la del escudo incompleto, las que confeccionaron  las cocineras en la concentración porque las originales eran muy pesadas y calurosas. La misma camiseta que en la etiqueta del cuello decía, “Hecha en México” como para darle autenticidad. 

Pero en un momento veo y escucho, sobre todo, que comienza a sacársela. Particularmente digo escucho, porque pude oír que, mientras se sacaba la camiseta se podía percibir un ruido como cuando te sacas una curita y está tan pegada a un cuerpo con muchos bellos que te estira el cuero hasta que se despega o cuando arrancas esas cintas anchas adhesivas pegadas a un vidrio, así, así la escuchaba, como si se la estuviera arrancando de su piel. 

 

 

Pero no fue sola esa mi sorpresa, ese ruido que provocaba el desgarro de la camiseta de su torso, sino, lo más impresionante y difícil de explicar, fue cuando en un momento dado se cortó la luz. 

Sin luz, en ese sofocante vestuario en el que estaban los que debían estar. Sin luz,  en ese desordenado vestuario en el que solo estaban los que se merecían estar. Te cuento esto y te figuras una noche subterránea, como que estás en una cueva y no se ve nada y  de repente  te acostumbras a la oscuridad y comenzás a divisar formas e imaginas las siluetas de  tus compañeros. Pero no fue lo más inesperado y sorprendente el corte de luz y su consabida oscuridad, no, lo más impresionante que me pasó es  que puede ver un brillo que salía, primero de su espalda y que no era otra cosa que el resplandor que había quedado marcado en su piel. Sí, se había marcado de tal manera ese número diez plateado de su camiseta que hacía emanar una luz que era la única que iluminaba ese oscuro vestidor, lumbre que todos pudieron ver, que no fue solo mi imaginación. Todos quedaron petrificados al ver esa luz en su espalda.

Y luego otro resplandor.  Otra luz que aparece, pero ahora una aureola dorada sobre su cabeza, una fosforescencia que destellaba tanta luz que el vestuario ahora se había puesto de día y todos pensábamos que la energía artificial había regresado, pero no era eso lo que había sucedido, porque la música del grabador no se volvió a escuchar, era otra la fuerza luminaria que se había echo presente. Era una aureola, era su nimbo, sí, justamente eso, un nimbo era, y lo era  tan fuerte que había puesto el vestuario como de día, como si la luz de ese  inaguantable sol  hubiese ingresado por esa pequeña y única ventana que tenía aquel vestuario del Azteca. 

Era el fulgor de ese nimbo que le había aparecido como confirmando aquella expresión que pude ver en su cara en la cocina por la mañana bien temprano cuando repartía mates y soñaba con la gloria del cielo a sus pies. No tenía dudas que le había llegado la beatificación divina por lo sucedido solo unos instantes antes, allá afuera, allá arriba y previamente al ingreso a este vestuario. Sí, esto se estaba produciendo por lo que había hecho allá afuera, en ese verde manto sagrado mexicano, en ese caliente césped en el que lo había recorrido, casi de un extremo al otro con esos 44 pasos para completar los  52 metros en 10,6 segundos en puntillas de pies, como el mejor bailarín del Teatro Colón, burlando la lealtad y la inocencia de sus, a estas horas, enemigos.

 

 

 

 

Esa luz emocionaba. Me excitaba, me estremecía hasta lo más profundo de mí ser, porque sentía que cada uno de los que incómodamente transitábamos por ese vestuario, seguíamos viendo sobre su cabeza esa corona resplandeciente.

Él estaba seguro y lo había manifestado esta mañana que algo muy groso iba a suceder y así fue, no estaba equivocado. Se había preparado para llenarse de gloria. Para llenarse y compartirla con cada uno de sus compañeros, los de pantalones cortos, como también con  los de trajes en el banco y con los de buzos y sus bidones. También con los de camisa y corbata que manejaban el micro en cada salida, o como en esta mágica, distinta e inusual mañana en la cocina, con los que nos atendían día a día con el desayuno, almuerzo o la cena. 

Él fue y es tan generoso que no le importa solo la gloria propia, no, el produjo la mayor grandeza de toda la historia del fútbol argentino y no se la guardó  para él solamente, la compartió en ese tiempo con todo el plantel y con todos sus compatriotas al llegar al país, por el resto de su  vida y la de cada uno de nosotros. 

Así fue, necesitaba compartir la gloria para que cada uno pudiera contarla por más años que hayan pasado y seguirán pasando desde aquel 22 de junio de 1986, que fue y será memorable por los siglos de los siglos. Nadie lo podrá olvidar, nosotros imposible, ni ellos tampoco, los ingleses, al principio sufriéndolo y luego por haber sido partener de los goles más épicos de la historia del fútbol. Nadie podrá ni querrá olvidar lo sucedido. Disfrutándolos nosotros, padeciéndolos ellos.

Ese era el panorama en un vestuario alocado por la felicidad. Donde el sonido de ritmos musicales se entremezclaba en el aire apestado por el olor a aceite esmeralda, alguna bebida burbujeante y el sudor de los jugadores. Descalzos la mayoría. Vendas, botines y medias desparramas por todo el mojado suelo del vestuario. Apenas con los shorts y sus camisetas  puestas, algunos, otros con la de ellos. Las corbatas desalineadas en esas camisas que al inicio del partido eran blancas inmaculadas y ahora todas mojadas, pegadas al cuerpo por la transpiración y el carnaval de ese recinto. Todavía se escuchaba el rugir de los espectadores por lo que habían visto, imaginando desde el subsuelo del estadio que permanecían en sus asientos, como absortos, sin poder creer de lo sucedido. Sin saber que habían sido testigo de algo irrepetible, imposible de reproducir o querer imitar.

 

 

 

Se escuchaban voces, todas conocidas, que expresaban la felicidad de la gloria obtenida cuando aún faltaba un largo camino por recorrer. Voces con tonadas del interior, apenas algunas. Voces con acento europeo, otras. Voces de oportunistas dirigentes y políticos, casi ninguna. Voces eufóricas que tapaban el rugido de las ciento catorce mil quinientas ochenta almas que habían quedado atónitas allá afuera, allá arriba por lo que nadie nunca más volverá a presenciar. Voces y más voces.

Pero hubo otra voz. Sí, una voz que retumbó en el recinto. Una voz  que se hizo eco y que a la vez penetró en el interior de cada uno de los seres que habitábamos ese afortunado vestuario. Una voz firme, pero que trasmitía calma, y que hizo silenciar a cada uno de nosotros y hasta las mismas máquinas de reproducir música como también a las preguntas de los berborrágicos periodistas. 

Una voz que venía de la boca del túnel. Esa misma voz que tenía un dueño y que se hizo presente para sorpresa de todos. El dueño de esa voz portaba una larga cabellera y una frondosa barba que no hacían más que resaltar aquellos ojos verdes. Un ser cubierto por una increíble e inmaculada túnica blanca. Esa voz volvió a tronar en esas paredes del mitológico estadio Azteca.

El dueño de esa voz levantó su mano derecha, encandilado por la luz del nimbo, y como alguna vez también se dirigió a  sus Apóstoles y señalándolo con su dedo índice, sí, a él, al que había provocado esta gloria, al iluminado, al que acababa de darnos “la mano de Dios”, nos dijo:

“Ese es nuestro D10S, ese es el D10S del fútbol. Seguidlo, él es el dueño de la pelota, la misma pelota que jamás deberá ser manchada”

Y ahí seguía yo, siempre a su lado, iluminado por su gloria.

HUBO TERCER PARTIDO

El 1-5 en el partido del debut no fue una buena manera de comenzar el Torneo Nacional  del ’77. Bueno, en realidad tendría que decir ‘77/’78, ya que si bien comenzó en un año, concluyó en el tórrido verano del año siguiente.

Cinco nos comimos con Colón allá en Santa Fe en la primera fecha por la zona de grupo. Igual, a los Sabaleros les devolvimos la goleada, con un mismo 5-1 en La Boutique de Barrio Jardín Espinoza.

¿Si fuimos a Santa Fe? Obvio, qué pregunta me haces. Lo seguíamos a todos lados. Desde muy chicos fuimos de andar de cancha en cancha por esos colores que comencé a mamar desde la cuna, gracias al quiosquero, el Gordo Lalo.

Mili y Chequete (los Ponce), Maldonati y el Flaco Pulmón, el Gordo Lalo, Raúl Alberto y yo, por supuesto, era la barra fiel que lo seguíamos a todos lados. Al Gordo Lalo, que era el más viejo y vivía encopado, ya le costaba subir los escalones de alguna popular, único hábitat que conocíamos de los estadios. Pero de todas maneras su mujer lo prefería al Gordo Lalo en la cancha antes que se quedara a escuchar el partido en el kiosco, que no atendía, y se terminaba emborrachando de igual manera.

Para ir a la cancha teníamos que apelar al Rastrojero del Flaco Pulmón, tres adelante, cuatro atrás si no, nos íbamos en el R 12 amarillo de Raúl Alberto. En esos tiempos no había  controles policiales, no te hacían la alcoholemia, no importaba si los cinturones alcanzaran o no, o si llevabas gente atrás, en la caja de una pick-up, o como en este caso, del Rastrojero.

Éramos una banda muy unida y por momentos muy descontrolados. Mi relación más afectiva era con Raúl Alberto, tal vez porque nos veíamos todos los días. Él tenía un trabajo que yo nunca hubiese hecho, como era el de trabajar en la funeraria de la Cooperativa de Servicios Público. Mi trabajo no era otro que lavar piezas de automóviles en el taller que estaba justo al frente de la mortuoria, el taller del Loro, más hincha de Boca que Suñé.

Por esa razón es que nos hicimos tan amigos con Raúl Alberto, porque en sus tiempos libres, ya que muertos no había todos los días, se cruzaba a tomarse unos mates o a los asados de los viernes a la noche. Por sobre todas las cosas, lo que más nos había unido, era la pasión por los colores. El amor y la fidelidad que mostrábamos a nuestra amada camiseta. No había momento en que nos juntáramos que no habláramos algo sobre nuestros colores. Sino era del resultado del último partido, era la aparición de alguna nueva figura en el plantel o programando nuestro próximo viaje.

Era una enfermedad, casi, que teníamos con nuestro equipo, fanáticos mal. Capaz de hacer cualquier cosa con tal de no faltar a un partido. Y eso no era fácil, ni barato, ya que estábamos a 100 km de Córdoba. ¡Las que habremos hecho para ir a alentar!

Siempre recordaré aquella vez cuando mi amigo tenía que hacer un servicio de sepelio justo para un domingo en que teníamos que ir a un partido de local. Raúl Alberto les hizo una historia a los familiares del difunto, Don Jacobo, que sufría de catalepsia. La catalepsia es esa enfermedad en que el corazón se detiene por un corto lapso y todos creen que la persona está muerta, pero no, vuelve a funcionar y retoma la vida normalmente. Entonces Raúl Alberto les dijo que era conveniente velarlo 24 horas más por las dudas Jacobo resucitara; de no ser así lo sepultarían el día lunes. Y así los convenció y se hizo tiempo para  enarbolar nuestros trapos en La Boutique.

Yo también solía meter algún faltazo en el taller para poder ir a la cancha unas horas. Aquella vez, el tema fue que a primera hora pasó por el trabajo un turista con el auto descompuesto, un rosarino hincha de Central era. Un martes, me acuerdo muy bien porque la AFA nos había mandado a jugar a las cuatro de la tarde, en pleno noviembre, con el calor que hacía. Al auto del canalla había que cambiarle un repuesto que no teníamos y solo lo podíamos conseguir en Córdoba. El Loro me preguntó si conocía la ciudad como para ir a comprarlo y volver lo más rápido posible. Obvio, le dije. Y allá fui por el repuesto. De Córdoba solo conocía la terminal, cruzar el parque Sarmiento, todo a pata, y llegar a La Boutique. El Loro me había mandado por el repuesto a la otra punta, para Alta Córdoba, a la calle Alem 1111. Según sus cálculos estaría de regreso tipo tres de la tarde si agarraba el colectivo Mar Chiquita que salía al mediodía.

Mientras iba en el colectivo por Río Primero, me acordé del partido. Las estimaciones del mecánico fueron correctas, al mediodía estaba listo para emprender el regreso, pero ni loco me perdería un partido de local y entresemana, que siempre nos resultaba imposible de ir. Caí como a las nueve de la noche de regreso con el repuesto. El Loro ya no sabía qué decirle al rosarino porque le había prometido el auto listo a las cuatro de la tarde. Yo no tenía manera de avisarle de mi demora. Obvio que cuando llegué no le dije el verdadero motivo de la misma, entonces le clavé la clásica mentira de la época, de tiempos sin democracia, “los milicos me pidieron el documento y no lo había llevado, me detuvieron para averiguación de antecedentes, acá está el repuesto” y así terminé  mi mentira.

Teníamos decenas de historias y anécdotas, de Raúl Alberto, de los Ponce que siempre apelaban a los ataques de hígados por el exceso de ingesta de etanol, bah, por los tintos que colaban, para decirlo más entendible. El Gordo Lalo no tenía problema porque era dueño de su kiosco y la mujer cuando más lejos lo tenía, mejor. Así pasaba con el resto de la barra, cualquier excusa era buena para ir a la cancha.

Así llegamos al Nacional del ´77, la barra como siempre y el equipo más afilado que nunca. Este equipo había convulsionado a todo el  país no solo por ser del interior, sino por su brillante manera de jugar al fútbol. Además era el defensor de los equipos no afiliados directamente a la AFA. Ya no importaba si eras de Córdoba, Jujuy, Mendoza o San Juan. Era el Interior contra los de la Capital.

 En aquel torneo se había distribuido a los equipos en cuatro zonas.  Cuando se iban terminando las chances de clasificar, porque solo  el primero de cada zona lo lograba, los simpatizantes de los otros  equipos del interior, comenzaban a hacer fuerza por el equipo clasificado. Así era que los hinchas de 22 provincias estaban con nosotros; Santa Fe, bah, la mitad de Rosario por Newell’s y Buenos Aires por Independiente y Estudiantes, que eran los clasificados de las otras zonas. El resto, todo el resto, sin exagerar, estaban con el equipo de Barrio Jardín Espinoza.

Barrimos la zona que compartíamos con Racing, River, Vélez, Platense, Sarmiento (Resistencia), Colón y los jujeños de Gimnasia y Esgrima.

El Gordo Lalo, los Ponce y yo éramos los que nos apresuramos a decir que la final era una fija, nosotros contra Independiente. Raúl Alberto no tenía mucha fe de llegar a la final. Le tenía miedo al cruce con los leprosos rosarinos.

Primera semifinal en La Boutique con Newell´s. Terminamos 1-1 con aquel gol de Cherini que marcó el empate. Cuando salíamos del estadio las caras no eran las mejores. Maldonati remarcó lo difícil que eran los rosarinos en estas instancias porque tenían más experiencias en definiciones.

- Ya está, le dijo el Ponce mayor, vamos a Rosario, les copamos el Parque de la Independencia, y nos traemos el pase a la final. Más vale, dijo el Flaco Pulmón, porque…  ¿vamos a ir no?, terminó preguntando  viendo la poca fe que devolvía la cara de Raúl Alberto. 

- Claro que vamos  a ir, jetoneó el Gordo Lalo, no sé cómo ni en qué, pero no vamos a faltar en estas instancias. 

Chequete era otro de los que estaba un poco desilusionado con el resultado de local, pero de todas maneras no iba a fallar a este viaje, solo nos quedaba pensar con qué excusa íbamos a dejar nuestros trabajos, ya que la segunda semifinal se jugaba un día hábil, miércoles 18 de enero del año 1978, el año de nuestro Mundial.

Salimos en el Rastrojero naranja del Flaco Pulmón, al que le había puesto un toldo para protegernos del sol. Como a las tres de la madrugada ya estábamos camino a la Chicago para ir a ver el partido que se jugaba a las 21 h. Decenas de paradas para enfriar nuestros gargueros y del propio Rastojero, su radiador era una brasa cuando llegamos.

Miles de banderas de nuestro equipo desparramadas por el parque rosarino a la espera que se hiciera la hora del partido. El Gordo Lalo estaba anestesiado tirado bajo la sombra, tratando que se le pasara la mamadera que se había agarrado con Zumuva dulce. Los Ponce discutían  entre ellos, caja de vino mediante,  que si jugaría Cherini o la Pepona en el tridente delantero. Maldonati y el Flaco Pulmón acondicionaban al Rastrojero pensando en el regreso. Y yo, siempre junto a Raúl Alberto al que veía muy triste, como deprimido, y  no era por la falta de fe en el partido, como él me decía, era otra cosa su preocupación,  “estoy bien, es que el empate de local, me parece que no nos va a alcanzar” se justificó. Estaba convencido que no se sentía bien, casi ni probó  los choris que hizo Maldonati y que los comimos a las corridas como a las cinco de la tarde, hora que abrieron las puertas del estadio para comenzar con el aguante, largo aguante hasta el inicio del partido.

¡Goooooollllllll!!!

El Tigre Bravo marcó el único gol del partido y el décimo del campeonato en su cuenta personal y lo gritamos como nunca antes. Era el gol que nos ponía y ponía a un equipo del interior, a jugar una final de un torneo de AFA.

Nos abrazamos con Raúl Alberto, y en ese momento sentí un gemido, “ay, el pecho”, me dijo, y se sentó en el escalón de la popular agarrándose con las dos manos a la altura del corazón. “Me duele acá, mucho”, me dijo, y comenzó a llorar.

Despacio bajamos los escalones y buscamos la salida justo cuando el silbato del árbitro desataba la locura en la popular visitante. Al resto de los compañeros  los perdimos en la avalancha cuando se produjo el gol. Después de más de una hora  ya estábamos todos juntos en el Rastrojero. Raúl Alberto estaba acostado en la caja del Rastrojero. El Gordo Lalo tuvo un momento de lucidez y dijo que habría que llevarlo a un hospital. “Ya casi se me pasó el dolor, le contestó  Raúl Alberto, cuando lleguemos me haré revisar”

La vuelta fue con raras sensaciones. Los Ponce, yo y Raúl Alberto, acostado, íbamos atrás. Teníamos una alegría que no la podíamos expresar por el susto que nos había dado, más a mí, Raúl Alberto. A los de la cabina se los podía ver, por los gestos, que venían comentando el partido. Las paradas no fueron tan numerosas. Queríamos llegar rápido para que revisaran a Raúl Alberto, y aparte, era de noche, y por suerte la máquina no calentaba tanto.

“Tuvo una reducción del flujo sanguíneo, o sea, un pre infarto, ocasionado seguramente por alguna ansiedad, estado emocional y más el alcohol y la cantidad de cigarrillos que fuma cada día y que  no  ayudan para nada. Fue una desgracia con suerte. Una locura no haberlo atendido en ese mismo momento y arriesgarse a llegar acá para que lo revisara. Ustedes están todos locos”. 

Determinante, conciso y tremendo fue el diagnóstico del doctor, que dejó internado a Raúl Alberto, sin poder recibir visitas y menos que menos hablarle de fútbol, ni decirle  sobre su diagnóstico. Dieta, cero alcohol y ni el olor de un cigarrillo en el horizonte de Raúl Alberto.

La puta madre, me dije. Se vienen las finales, las únicas en la vida de nuestro club y las nuestras y Raúl Alberto imposibilitado de ir, ni pensar en eso, ni siquiera verlas por tele o escucharlas a través de LV2 en las voces de Marchini en los relatos y con los comentarios de Brizuela que a esta altura del campeonato eran más importantes que los del Jefe de Gabinete de la junta militar.

No se me ocurría nada, solo quería lo mejor para mi amigo Raúl Alberto. Hablé con su señora y el doctor para  que me dejaran poder visitarlo todos los días, aunque sea unos minutos. Por suerte accedieron sabiendo de nuestra amistad, de lo  amigos que éramos. 

Todavía no tenía hijos, pero  como él me dijo para Navidad, “el año que viene vamos por el varoncito con Estela, seguro que será un tallarín más  para sumarlo a la barra”. Olvidate, le contesté, desde la cuna con nuestros colores Raúl Alberto, la tradición futbolera nunca se debe perder.

- Las finales se van a jugar el 21 en Avellaneda, le comenté. 

 - Ah, ¿el Rojo liquidó a Estudiantes?, me recordó en forma de pregunta.

- Sí. Como te decía, el 21 allá y el 25 de enero en La Boutique. Ojalá que para la segunda final ya estés bien para que nos acompañes.

 - No creo, me respondió, el doctor no quiere saber nada que vaya a ningún lado que me altere las pulsaciones, que me pueda volver a emocionar, estoy verdaderamente muy complicado. 

-No importa, si no vas, me voy a llevar tu gorro, ese de las trenzas largas hasta la cintura como para  que al menos estés presente de alguna manera.

Fuimos a Avellaneda, no eran momentos de pensar en el trabajo, el país estaba con nosotros. Uno a uno en la Doble Visera, con otro gol de Cherini y el gringo Trossero para ellos. Fue una verdadera Caldera del Diablo esa noche. Ahora,  ganando por la mínima o empatando cero a cero, en casa, listo, pasábamos a la historia por el gol de visitante. Saldríamos campeones. Sería algo único en la historia del fútbol argentino y Nuccetelli ya se perfilaba para ser presidente de la AFA, con seguridad.

Noche de segunda final. A las cuatro de la tarde estábamos adentro de La Boutique. 25 de enero, un calor que no se podía pasar con nada. Pero la alegría estaba a unas horas de dar una vuelta olímpica  histórica.

Primer tiempo, mudos, sordos y ciegos. No se escuchaba ni al cocacolero. Gol de Outes y cero a uno para los de Avellaneda. Al descanso.

Y otra vez aparece Cherini a los 15 del segundo tiempo con su quinto gol en el campeonato. Y también el Angelito Bocanelli, con su novena boca llena de gol y que a esa altura a ninguno de nosotros nos importaba si había sido con la mano, lo había dado vuelta. Y se vinieron las expulsiones por parte de Barreiro (encargado de impartir justicia) por el reclamo de esa supuesta mano: Trossero, Galván y la Chancha Larrosa a las duchas. Todos para afuera con la misma tarjeta roja. Bochini se quería ir con el resto de equipo que quedaba. El Pato Pastoriza les puso el pecho y los mandó de nuevo a la cancha, “porque esto es Independiente”, según lo que alguno escuchó que les dijo.

Por qué no se fueron, me preguntaba. Me pregunto cada noche de desvelo. Por qué se tuvieron que quedar. 

Miraba y pensaba. Pensaba en los muchachos del taller y los pocos hinchas de Independiente que había en el pueblo, el Pibe, el Luyo y la Chancha Fraga o P. Fonseca,  o algunos de sus descendientes. 

No lo podía creer. Había quedado la barra desperdigada por la popular luego del 2-1. Me sentía  solo con miles de eufóricos  desconocidos.  Con el gorro de las trenzas largas de Raúl Alberto como única compañía conocida. 

Pasaba en limpio, quería aclararme el panorama, estaba aturdido. Me decía, estamos ganando, van 30 minutos del segundo, ellos con tres menos, el árbitro, qué bueno, a veces estaba ciego, ¡no puede pasar nada raro, vamos a ganar!

Adentro Bertoni, en una pierna, no podía correr por eso no fue titular. 

Y llegó la fatalidad. La Diabla Fatalidad. 38 minutos, ya terminaba, estaban todos los nuestros trepados al alambrado para invadir ni bien terminara. 38 minutos, pared entre Bochini-Bertoni-Biondi, si como a propósito, los tres con la “B”, gol de Bochini. 2-2. Justo en el día de su cumpleaños número 24. 

Final del partido. Regreso a casa. Perdí a los de la barra. Regresé en colectivo. Se rompió en Piquillín. Llegué al taller como al mediodía con la amargura deportiva más grande de mi vida. Me deshidraté en lágrimas.

A la tarde fui a visitar a mi amigo Raúl Alberto que ya lo habían sacado de la clínica, ya estaba en la casa, incomunicado, prácticamente. Nadie podía visitarlo, salvo yo. No podía ver tele, escuchar radio, ni siquiera leer el diario. Aislado por si alguna noticia le hiciera reventar el bobo.

-Y, ¿cómo salimos?- fue lo primero que me dijo, con una euforia mesurada, antes de saludarnos. 

- Empatamos 2-2, le contesté. 

- La puta madre, y… ¿quién se quedó con el campeonato, fuimos a penales? 

- Tranquilo, empatamos allá, y también acá, habrá tercer partido, le dije. Me levanté del borde de su cama y me fui atragantado por la mentira para el lado de la cocina donde estaba Estela, su mujer.

Tomamos unos mates y le comenté a Estela, “si se entera que Independiente salió campeón, porque el gol de visitante vale doble, se muere en el acto, tengo que inventar algo para que no se entere de la catástrofe que fue lo de anoche y no le repercuta a su corazón”. Estela solo atinó a mover la cabeza como no sabiendo qué decir. Estaba casi resignada con lo que podría pasarle a Raúl Alberto.

- Habrá tercer partido, le dije, regresando ya a la habitación. Pero no hay fecha confirmada porque nadie pensó que empatarían los dos partidos La Selección tiene unos amistosos preparándose para el Mundial y como Menotti a nosotros nos llevan casi medio equipo, van a postergar el tercer partido final. Mejor,  así te repones bien Raúl Alberto y podremos volver a ir juntos a la cancha. Y si no, vos quedate tranquilo, yo te traigo el campeonato, porque lo ganamos cueste lo que cueste.

A fines de febrero de 1978 una tarde me mandó a llamar.

-Tengo un notición para darte querido amigo, me dijo.

-Yo también, le retruqué. ¿Sabes qué? Vos que me preguntas cuándo se juega y dónde el tercer partido final, bueno, te lo confirmo, el último domingo de abril  jugamos contra Independiente en cancha de la lepra, otra vez en Rosario, la cancha que nos vio victoriosos. Le decía esto como queriendo dilatar la mentira, que nunca llegara abril.

- Ojalá ya pueda estar bien, por lo menos verlo o escucharlo. Estoy confinado, prácticamente,  acá, no sé qué le pasa al tordo, si ya estoy bastante bien, ni que tuviera, justamente, lepra o SIDA.

- Mi noticia no tiene nada que ver con el fútbol, continuo  Raúl Alberto con el brillo en sus ojos. Estela y yo vamos a ser padres, está embarazada de un par de semanas, si todo va bien, para noviembre tendremos otro en la barra. Pase lo que pase, será como nosotros, perro de la “T”, esté en esta vida o no. Y en tal caso, serás vos el padrino y encargado de hacerlo  amar estos colores, agarrándose el pijama a que tenía puesto con los colores azul y blanco.

- Qué puede pasar Raúl Alberto, el pibe nos acompañará a la cancha cada vez que vayamos. En poco tiempo estarás de nuevo saltando en la popular, tranquilo.

No supe, ni pude, más que decir, fue muy fuerte su noticia porque hacía tiempo que querían tener un hijo. Nos emocionamos y solo atiné a abrazarlo y nos pusimos a llorar juntos. Era un momento de felicidad después de tantos sustos.

Y otra vez, como en la noche de Rosario, ni bien Bravo con su gol nos depositaba en la final, apareció ese dolor en el pecho y se entregó en mis brazos.

¡Estela!!! Grité, llama al doctor. Lo recosté en la cama, tenía los ojos cerrados. El doctor lo revisaba y llorábamos al pie de la cama. Permaneció así hasta el 10 de abril.

Tenía los ojos cerrados. Nunca más los abrió.

En noviembre nació Daniel Alberto. Con ese nombre por el gran capitán argentino que levantó la copa del mundo en nuestro mundial. Yo siempre digo que se llama Daniel por el Rana Valencia, aquel jujeño mágico y Alberto por mi amigo, Raúl Alberto.

Veintiún años estuve atragantado. Veintiún años me guardé aquella mentira y promesa de que íbamos a salir campeones. En 1999 pude quedar en paz cuando le ganamos la final de la Conmebol al Sportivo Alagoano, con goles de Silva, Gigena y Maidana. Esa vez no estabas a mi lado, pero sí Daniel Alberto, que con sus, justamente, veintiún años, pudimos gritar campeones sin necesidad del tercer partido. 

Tenías los ojos cerrados y nunca más los abriste pero me seguís acompañando cada domingo que voy a la cancha, porque cuando me pongo tu gorro de las largas trenzas, me imagino que estás a mi lado.

FUERTE AL MEDIO

La idea era colocarla ahí, a la izquierda del arquero, de la mitad del poste para arriba, casi al ángulo, pero sin arriesgar tanto para que no se vaya afuera, ni por el costado, ni por arriba.

Cuando estábamos en las inferiores siempre pateábamos penales, y nos decían que hay distintas maneras de cómo se deben ejecutar de acuerdo a cada  situación. En un partido normal en el que solo hay tres puntos en juego, quedaba librado al pateador. Podía ser suave buscando un palo a ras del piso, picándosela al arquero o  al palo contrario de la pierna que disparaba. Pero todo cambiaba cuando un penal debía patearse en una final. Ahí había que pegarle con el alma, asegurarlo, no darles posibilidades a los arqueros. 

En un tiro desde los doce pasos el guardameta debe ir a buscar siempre la pelota al fondo del arco. No debe tener ninguna chance. Un penal bien pateado es sinónimo de romance entre la pelota y la red. Debe ser gol.

Habré pateado más de cien penales esa semana, tenía la sensación que definiríamos el campeonato por esa vía. Con un penal. Lo intuía. El encargado de patear los penales en los últimos cinco años, desde que se retiró  Tizón Juárez, era yo.

A los treinta y ocho del segundo tiempo, cuando todos pensaban que el encuentro  terminaría en un pobre empate en cero, y habría tercer partido en cancha neutral para dirimir el campeonato, llegó el penal.

Fue penal, sin ninguna duda.  Una clara mano a la salida de un córner del marcador de punta derecha de ellos que marcaba en la punta del área chica. Reclamaron tibiamente, más por el griterío de la gente, porque ellos eran locales, que por la duda de la  mano en sí. Reclamo burocrático que no tendría eco en el árbitro que lo cobró, justamente, a instancias del quinto  asistente que estaba al costado del arco. Esos asistentes que nunca abren la boca para nada, que ven decenas de penales por agarrones en las áreas, y  que nunca dicen nada. Esta vez se animó y transmitió al árbitro lo que había visto. Penal para el equipo visitante y nada menos que en una final de campeonato.

Siendo  locales en el partido de ida, habíamos empatado en cero, por lo que sí convertía el penal  obtendríamos el campeonato. Eran de esos clásicos partidos en los que se dice que “el que hace un gol gana”.

No tenía dudas de cómo patearlo. Los ocho penales que había ejecutado a lo largo del año los habían convertido todos de la misma manera.  Aparte había pateado durante toda la semana practicando con arqueros de la reserva y de la quinta división. No me atajaron ninguno. Aun sabiendo a dónde los tiraría. Les decía a tal lado, y ahí lo colocaba sin chances de que los interceptaran, por más esfuerzo que hicieran. Era imposible, todos iban a media altura, pegados al palo, y a ese tipo de disparos no los atajaba nadie.

Tenía confianza y frialdad. A la izquierda del arquero, junto al palo, media altura para arriba. Imposible que me lo atajaran. Había practicado así. Estaba convencido. A esta altura, era un acto rutinario. Tenía bien aprendido el libreto.

El piso del área estaba impecable, no mostraba ninguna imperfección, al igual que  toda la cancha. Un paño verde en donde el arquero podría transformarse en héroe si me atajaba el penal. En ídolo, seguramente yo, por convertirlo de la manera que lo ejecutaría, y lograr con ese gol, el campeonato tan anhelado.

Detrás del arco, la popular de ellos estaba repleta. Trapos con sus colores verdes. Algunos trepados al alambrado gritándome cosas que no llegaba a entender, pero sí a imaginarme. El movimiento de los periodistas  y de un camarógrafo en particular, me distrajo por un momento, pero enseguida me focalicé en mi tarea cuando se acercó nuestro capitán y me dijo, “toda la confianza para vos, pegale como siempre”. Me dio cierta tranquilidad, que no necesitaba, pero que nunca está de más,  porque sabía lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. Pegarle a la izquierda del arquero, junto al palo y a media altura, casi al ángulo. Inatajable. Confianza me sobraba.

El manchón de cal distante a doce yardas de la línea de gol  era el punto donde me disponía a colocar la pelota, la que nunca olvidaré, una Adidas Jabulani, inmaculada,  usada solo en ese partido y que no había podido besar la red, todavía. Y esa era mi misión, que esa Jabulani, creada para el mundial del año anterior jugado en Sudáfrica, inflara la red para romper el amargo cero a cero que marcaba el cartel electrónico.

El árbitro con las indicaciones de rutina  al arquero, las que siempre dicen y que casi nunca cumplen, “no te adelantes, sino va de nuevo, solo podes moverte sobre la línea de manera lateral”. Al observar esa situación  me corrió un frío por la espalda, pensando que el arquero se iba a adelantar todo lo que pudiese, total el árbitro, en caso de atajarlo, me lo haría patear de nuevo. Y en el peor de los casos, y por miedo a la presión por la localía, convalidaría el adelantamiento del arquero, más allá que luego debería soportar al periodismo con las mil y una imágenes mostrándole que el arquero se había adelantado demasiado. Todo sería una catástrofe dentro de mí.

Los fotógrafos y periodistas seguían acomodándose detrás del arco. Algunos flashes me encandilaron haciéndome perder la visión por un instante. Y ahí,  otro frío  volvió a recorrer mi espalda. Qué pasaría si justo cuando voy a impactar a la Jabulani,  al momento de levantar la vista para ver los  movimiento del arquero, alguno de esos flashes, que serían cientos los que querrían inmortalizar ese momento, me encandila nuevamente, me hace cerrar los ojos, perder de vista a  la pelota y tirarla a cualquier lado, menos dentro del arco. Otra hecatombe emocional  me embargaría.

Luego de dejar la pelota y regresar dando la espalda al arquero, escuché un reclamo del arquero para con el árbitro. Una serpentina, casi sin lograr abrirse, le había pegado en su hombro derecho. El uno buscaba cualquier motivo y pretexto para demorar la ejecución y tratar de ponerme nervioso. Esta vez sí quedé helado, inmóvil. Solo se me vino a la mente cuando en un partido me arrojaron un naranjazo y me dejaron inconsciente casi por tres días. Si esta vez en lugar de aquella naranja era un rollo de cinta de papel que impactara al momento de patear, podría suceder lo peor. Lo peor era que errara o me atajaran el penal. Entonces ese hecho casi  tragicómico sería casi el fin de mi carrera deportiva.

La Jabulani seguía esperando y a toda costa quería introducirla en el arco de una buena vez. La pobre pelota ya había estado en seis penales errados en su mundial el año anterior. Esos 11 colores con los que había sido pintada representaban a cada uno de los jugadores que integran un equipo de fútbol; los 11 idiomas oficiales de Sudáfrica y las 11 comunidades sudafricanas que dieron la bienvenida al mundo a su primer mundial de fútbol que tuvo  lugar en África No quería que uno de esos colores  fuese el negro, símbolo de  la oscuridad y la derrota en la que me zambulliría si erraba la pena máxima.

La última reprimenda de parte del hombre de negro que estaba de amarillo limón,  para con el portero, me hizo volver en sí. Entonces volví a confiar en mi calidad para la ejecución de los penales. No había fallado en el año. La seguridad, el ánimo y la certeza que iba a colocar la Jabulani donde lo había hecho durante toda la semana, me daba la confianza, y sobre todo presentía, que la pelota traspasaría la línea de gol, obteniendo el campeonato tan buscado.

El estridente sonido del silbato fue como un golpe eléctrico que ingresó por mi oído izquierdo. Ese pitazo me daba la orden para iniciar la carrera que terminaría al conectar la pelota con destino hacia la red. A la izquierda del arquero, pegada al palo y casi al ángulo. Era sencillo, casi un trámite como lo sabía hacer el tucumano Albrecht en el equipo de Boedo y en la Selección. O ahora, como el Gordo Ortigoza.

En el mismo instante que golpeaba a la Jabulani sentí que todo se confabulaba  en mi contra. El arquero se adelantó, decenas de rollos de cinta venían volando hacía mi cabeza y una tempestad de flashes de las cámaras me terminaron encegueciendo. Solo recuerdo haber impactado la pelota y el sonido de la sirena de la ambulancia que retumbaba en mi cabeza y me llevaba a la clínica luego de recibir el tremendo impacto del rollo de papel que nunca se abrió.

A los dos días recuperé el conocimiento, todo el plantel estaba en la sala con la copa que indicaba que habíamos salido campeones. Y lo más importante, para mí, era que ese logro fue gracias al penal convertido.  Lo que no me podía explicar era cómo  podría haberle pegado a la izquierda del arquero, junto al palo y bien arriba, bien cerca del ángulo, con el tsunami de cosas que me sucedieron al mismo tiempo.

Nunca te vi patear un penal así, me dijo nuestro arquero. ¿Cómo?, le pregunté. ¡Como nunca campeón, como nunca, fuerte  al medio!

¿Fuerte al medio? Le pregunte. Sí, como se patean los penales en una final. Como nos habían enseñado en las inferiores. Te acordás lo que nos decía el viejo Ruffini, “penal de finales, fuerte al medio, no hay otra manera de asegurarlo”.

Mi alegría fue la de mis compañeros, de igual manera que para  la Jabulani, aquella mundialista pelota por haber  tenido, al fin,  su romance con la red. Y que ahora descansa en mi repisa de trofeos.

La Jabulani dijo presente, y de manera puntual, a la cita con los piolines.

ESCARAPELA EMBARRADA

La mañana de ese jueves estaba helada, tal cual venía ocurriendo los últimos nueve años, con el agravante de que por la noche, según los charcos en la calle  y el agua en las cunetas, había llovido.

Ya eran las ocho, y el sol se había quedado durmiendo como feriado que era ese día. No pudo madrugar para  calentarnos. El cielo seguía totalmente cubierto por nubes de plomo. Cuando más se lo necesitaba, el febo no aparecía. Pero estaba bien, tenía derecho a descansar él también. Era feriado nacional, era nueve de julio, Día de la Independencia. Y algo más que eso.

Mi mamá ya me había preparado el desayuno y estaba pronta  a irse a la escuela, mejor dicho a la plaza Irigoyen, ya que había acto popular por motivo de la fecha patria. Pero antes me había entregado mi regalo, que no era otra cosa que el regalo más preciado que puede esperar un chico a mi edad: una pelota de fútbol. Era una número cinco, de cuero, color amarilla. Tan amarilla como ese sol que se había negado a salir, como sabiendo  que esa pelota haría brillar mi día de cumpleaños y me daría el calor necesario por más charcos congelados  que a esa hora de la mañana podía ver a través de los empañados vidrios.

Mi mamá se fue caminando las siete cuadras que separaban nuestra casa con la plaza del centro. Le dije que me iba en la bicicleta, en aquella Randall azul de mujer que teníamos para los tres hermanos.

Me tome el café con leche y comí  los panes con manteca bien cubiertos con azúcar, y  partí con destino a la plaza, con pocas ganas. Uno de los motivos era el frío, otro, el verso que me había dado la señorita para que dijera en el acto, escrito en una hoja del cuaderno y que guardaba en uno de mis bolsillos de aquel inmaculado delantal, tan blanco como solo se lo podía ver  los días de los actos, o el lunes, el primer día de la semana. Pero el principal motivo  por el que no quería salir de mi casa, era por el espectacular regalo de mis padres, a la que quería comenzar a darle contra la tapia del patio para empezar a amansarla. Pero no, tengo que ir a decir el verso, me dije, además tenía las zapatillas Flecha, tan blancas como el guardapolvo, y no podía ensuciarlas a esta hora del día.

 

 

Salí con mi bici esquivando los charcos, como gambeteándolos e imaginando jugadas con mi nueva pelota. Pero no alcancé a llegar al patio de la escuela Nacional, mi ex escuela, que estaba a una cuadra de mi casa, pero que por algunos despropósitos debí dejar de asistir para ir a otra, la Provincial, que estaba en la punta del pueblo, por el solo hecho de que allí mi mamá daba clases de música, y por lo tanto yo “debía” concurrir a esa escuela. Ése es tema para otra historia.

Lo cierto es que cuando iba bordeando el tejido del gran patio de la Nacional, amigos y ex compañeros que seguían estudiando en esa escuela, estaban jugando a la pelota, ¡con la cancha embarrada, y a esa hora de la mañana! Un frío de no creer, y todos con pantalones cortos, como indicaba nuestra edad en esos tiempos.

-“Vení a patear- me grito Carlitos- somos nueve, falta uno.” Eso me entusiasmó.

 -“No- le contesté- tengo acto, va toda la escuela, y encima tengo que decir un verso.”

-“Dale- insistió Javier- es un partido a cinco goles y después te vas”.

Pensé que cinco goles los haríamos rápido, y no demoraría en llegar al acto, sobretodo que siempre se demoran, o porque el disco del himno está rallado y tienen que buscar otro, o porque algún chico se descompuso por tremendo frío, y le comienzan a dar el chocolate caliente que siempre nos daban con el pan de leche al finalizar los actos.

Dejé mi bici atrás de un arco, me saqué las zapatillas blancas y las medias azules para que no se embarraran, y no me retara mi mamá ni bien me viera llegar al acto, porque por más que era el día de mi cumpleaños no me salvaría del reto si llegaba desprolijo.

El guardapolvo me lo dejé porque no tenía donde colgarlo, pensando  en evitar pelotazos o posicionarme en alguna barrera para que no me pegara ese pesado fútbol mojado y embarrado a más no poder en esa gélida mañana de invierno.

En diez minutos el partido estaba 4 a 4. Y teníamos un córner a favor. Los tiros de esquina ya habíamos dicho que los hacíamos con la mano porque la pelota estaba tan pesada que ninguno, por más fuerte y bien que le pegara, la podía levantar como para cabecearla.

 

 

 

Entonces, córner para nosotros. El Huguito, que solo estaba para hacer los laterales, o en el peor de los casos para que vaya al arco, lanzó un centro-lateral con una parábola increíble.

Yo estaba atrás de todos, como me había dicho mi papá que me parara en los córneres, para entrar a la carrera y cabecearla con toda mi fuerza.

La veía venir. Aquella pelota volaba hacía mí y mil cosas se pasaban por mi cabeza. La veía venir, y  la pelota iba surcando el aire cual estrella fugaz dejando una luz en el firmamento. Pero en este caso eran gotas marrones de agua y barro las que marcaban su viaje.

Lo primero que se me vino a la cabeza fue aquella imagen del gol que le vi hacer a mi ídolo del pueblo, al  N° 9 del Club Obrero, desde la medialuna, con  un frentazo de una potencia atómicamente increíble, y con una puntería de francotirador que hizo que se metiera por el ángulo superior izquierdo.

La otra postal que se me vino a la cabeza era cómo iba a quedar mi cabeza luego de cabecear aquel fútbol enlodado. Me imaginaba con los cascos marcados de barro en mi frente, y mi peinado engominado, apropiado para la ocasión, todo desparramado.

Entonces pensé en no cabecearla y pararla de pecho, y cuando estuviera en el suelo meterle un puntazo intentando cerrar el partido con un 5-4 a nuestro favor.

Casi nada de eso hice. La pelota  ya estaba tan cerca de mí que no podía seguir pensando o imaginando cosas. Tenía que resolver la jugada en ese preciso instante. Entonces  hice un paso hacia atrás y la paré con el pecho, justo en el bolsillo izquierdo donde tenía puesta la escarapela. La pelota volvió a elevarse, como flotando y demorando en bajar, sabiendo que un terrible golpe del empeine de mi pie descalzo la estaba esperando. Por lo tanto,  con la pelota en caída y a la altura de mi cintura, intenté una media tijera con la que alcancé a engancharla con mi pie derecho. La pelota se metió entre el poste derecho y el travesaño imaginario del arco, ya que no lo tenía, y se clavó en el ángulo, más allá de las tibias protestas de los chicos del otro equipo. Muy tibias protestas como para que tuvieran efecto en esa helada mañana de julio.

Era el 5 a 4 definitivo de un picadito de invierno. No tuve tiempo de festejar, solo grité el gol, me lavé los pies embarrados con apenas el hilo de agua que salía de una canilla congelada. Medias azules y zapatillas blancas, y a toda carrera en mi bicicleta hacia la plaza para llegar al acto y decir el verso.

 

 

Como era de esperar, el acto no había comenzado, pero sentía que todos me miraban y no entendía  por qué, solo aquellos que me conocían muy bien y sabían de mi cumpleaños en esa fecha de fiesta cívica, me saludaron. Todos me miraban y nadie me decía nada, salvo mi mamá, que a tres filas de donde estaba yo con mis compañeros de cuarto grado, me hacía seña con la mano como que me prepare para una paliza. Menos le entendía, no había hecho nada, había llegado a horario al acto, y tenía el verso aprendido de memoria.

Y ahí estaba, al lado del mástil donde apenas flameaba la pesada y mojada bandera celeste y blanca. Ahí estaba, diciendo el verso, y rogando que todo pasara pronto para jugar con mi nueva pelota que me habían regalado.

Ahí estaba, con el pecho inflado, pensando en el golazo que había metido con el equipo de mis verdaderos amigos y compañeros de la Nacional. 

Ahí estaba, con la escarapela  en el centro de mi corazón, rodeada por los cascos marcados de marrón de aquella pelota embarrada…

 

En el mástil, mi bandera,

en el suelo, las palomas.

Pasa brillando en el cielo,

mi fiel  pelota amarilla.

SANGRE, TERROR Y... FÚTBOL

Era el partido anual que se venía jugando desde hacía más de cuatro siglos. Esta vez el que hacía de local era el equipo de Los Vampiros, por lo tanto la hinchada de los visitantes no podía ir a presenciar el partido. Nadie lo prohibía, en ningún lado estaba estipulado, como en estos días  que las hinchadas visitantes no pueden ir a ver los partidos de su equipo cuando juegan de visitante, pero muchos por temor y resguardar sus vidas,  no querían asistir.

Era la medianoche del 31 de octubre, Noche de Halloween, como habían exigido los locales que se jugara, y no como los visitantes querían, al mediodía, algo imposible de llevar a cabo  por parte del equipo local. Jugar bajo la luz solar sería una segura derrota del combinado de Los Vampiros.

Estaba colmado, no cabía un alma más  en el mítico estadio de Los Vampiros, el famoso Cementery  Stadium Ultratumba. El campo de juego  impecable, el césped era una verdadera alfombra,  debido a que Los Vampiros lo usaban solamente  para los  partidos oficiales, ya que se entrenaban en la cancha subterránea que tenían debajo del mismísimo cementerio. 

Muchas ánimas que no pudieron ingresar se quejaban del precio de las entradas en la reventa; algunas llegaban a valer hasta tres transfusiones de sangre.  Se podían ver banderas de todos los barrios en los que tenía más ascendencia este equipo de Los Vampiros, como el B° Los Molares, B° Los Chupasangres, B° Colmillo y Hacha, B° Paladar Negro y Comisuras Rojas o  el barrio del Matadero Municipal.

Había venido gente de las más diversas ciudades cercanas, y no tanto, algunas de las cuales conocidas como ciudades fantasmas, que se  creía que habían desaparecido,  como la ciudad de Chernóbil (Ucrania), Centralia, (Pennsylvania-EUA), Craco (Italia), y  gente vecina de la localidad de El Embudo (Córdoba).

Como dije, se habían desplegado banderas dando presencia de los barrios más populares, como también había otras  con clásicas escrituras como “Los Vampiros, pan y sangre”, emulando aquella famosa bandera de La Academia en la que se puede leer, “Racing, asado  y vino”. Imitando a la bandera de la barra de Boca, “La Doce”, la que dice “No hacemos amistades con nadie”, había una extendida por la barra brava de Los Vampiros  que decía, “Ustedes son nuestros enemigos,…y víctimas”. Había otras en las que se podía leer “Los Borrachos de la Alcoba  A+ y Cero Rh negativo”, “Mi vieja y la sangre, el motivo de mi existir”. Y otros trapos presentes  eran los que se leía, “La muerte por los colores”, “Alentarte  le da sentido a mi muerte”, “De la cuna al ataúd”, “Me crié con biberones de sangre”, o “Te chupo toda”.

En la cabecera sur del estadio, habían dicho presente las hinchadas de los Diablos Rojos  de Independiente de Avellaneda y del Manchester United, y Los Diablos Mexicanos, aunque éstos eran de un equipo de béisbol, pero igual se unían a la causa. Estas tres hinchadas, haciendo alarde de todas las copas que tenían en sus vitrinas, habían desplegado un par de banderas en las que se podía leer: “Traigan sangre que copas sobran”, y la otra que rezaba, “Copas sobran, pero chupamos de las venas”.

El humor y las ocurrencias  en las escrituras de los trapos de la barra de Los Vampiros,  no tenía límites, y hasta algunas eran usadas para enviarles algún mensaje intimidatorios a sus rivales, como: “Vas a correr, pero tu yugular será nuestra”, “No te raspes la rodilla que te chupo todo”, “Tu cogote está al dente, sabelo”, o la de profesionales amigos que decía presente con su pancarta “Odontólogos Afiladores Presentes”, “Banco de Sangre Canilla Libre, mi segunda casa”.

El aguante y el ingenio que tenía esta hinchada,  era único. Habían pasado por las malas con un par de descensos en su última década, y ahora se encontraban en la Primera A+, entonces disfrutaban a más no poder, y esto se podía ver en la alegría que emanaban en la previa de los partidos, donde no paraban de chupar  los saches con sangre congelada, que solían acompañar con canapés de morcilla y alguna que otra gelatina de plasma.

Adentro del estadio se complicaba para  conseguir algo fuerte para tomar, por lo que  los muchachos ingresaban la mercadería  dentro de los bombos, o camufladas entre las largas  banderas. Así, litros y litros de sangre de los distintos grupos se bebían en el entretiempo, hasta terminar embriagados por el dulce néctar que les ofrecía el jarabe carmesí.

El equipo rival que jugaba este partido no era otro que el de Los Monstruos, que a decir verdad, contaban con la hinchada más numerosa de los equipos que participaban en el torneo organizado por la AIMA  (Asociación Ilícita del Mas Allá). En esta asociación  madre  estaban afiliadas distintas ligas del interior como la Asociación de  Los Muertos Vivos, liga que tenía la sede en el partido de La Matanza. Otras de las Ligas adheridas era la de Liga Regional  Sangre Vencida, que tenía su radicación en Valle Muerto, muy cerca de la Pampa del Infierno.

Este partido tenía una particularidad, ya que se enfrentaban los clásicos rivales del  torneo, era como el superclásico del fútbol del inframundo. El equipo visitante,  el de Los Monstruos, era el favorito en esta nueva edición del superclásico, ya que venía de una serie de triunfos en las que había aterrorizado a los rivales con su juego. El plantel de Los Monstruos era muy numeroso, y no solo eso, estaba integrado por jugadores muy famosos, los que desde hacía varios años integraban el plantel de nuestra selección nacional, aunque todavía no habían podido ganar ningún título en los últimos quince años, ¡manga de muertos! 

El DT del equipo de Los Monstruos, no era otro que nuestro conocido Astudillo, más conocido como  el “Cara é Muerto”, aquel férreo marcador de punta que supo jugar en un célebre equipo de  almas congeladas. Astudillo tenía algunas dudas en la formación del equipo titular y tendría que elegir los once de la siguiente lista:  los Mellizos Zombi, la Momia, Frankenstein, el Demonio, el Fantasma de la Ópera, Jigsaw, Pinhead, el Hombre Invisible, la Criatura de la Laguna Negra, Regan Mac Neil, Jack Torrance, Jeepers Creepers, Damien Thorn, Xenomorfo, Conde Orlok, Michael Myers, Bogeyman, el Kraken, Predador, el Jinete sin Cabeza, Hannibal Lecter, Freddy Kruger, el Payaso Eso, Rec, el Hombre Lobo, Chucky, Ghostface, Gremlins, La Cosa, Cloverfield, Leatherface, Jason Voorhees, Michael Myers, Evil Dead, Candyman, Chop Top, el Cara de Cierre y el Jorobado de Notre Dame.

Entonces, con esta larga lista de jugadores, el Cara e’ Muerto  justificaba el por qué se encontraba en lo más alto de la tabla, al poder contar con un plantel largo, y una diversidad de aptitudes entre sus más tétricos  jugadores, los que saldrían a la cancha, como siempre, con un macabro plan táctico.

La Familia Sawyer había asistido al partido, como uno de los pocos hinchas visitantes, por invitación de Los Cenobitas, los que contaban con un palco de privilegio y que de ninguna manera se perderían el superclásico.

La Muñeca Annabelle, con la ayuda de Sara Morgan,  era la encargada de hacer el recibimiento del equipo de Los Monstruos al ingreso de la cancha, quien había contratado a Las Succubus, para que hicieran de porristas, y pusieran un poco de color, pavor y atrocidad  a la justa  deportiva.

El local, los chupasangres, tenían la chance de desbaratarle la punta del torneo a Los Monstruos, y más en esta ocasión en que los periódicos anunciaban que la posibilidad de que su máxima estrella, Drácula, volvería a la alineación titular, luego de sufrir fuertes dolores dentales a causa de una muela cariada  que le prohibió alimentarse correctamente. El DT del equipo, Luis Suárez,  no había confirmado la presencia del hábil volante ofensivo, por lo que seguramente permanecería en el banco de suplentes hasta que  el DT así lo dispusiera. 

Recordemos que Luis Suárez, actual DT de Los Vampiros, es aquel recordado delantero que saltó a la fama, más por la famosa mordida en el Mundial 2014, que por sus goles. Histórica mordida que le valió que el presidente del equipo de Los Vampiros pusiera la mirada sobre él. Y a decir verdad el uruguayo Suárez  no dudó en hacerse cargo del plantel, claro está, sin antes poner dos condiciones básicas para su convivencia con estos personajes. La primera era que el equipo no podía negociar la entrega dentro del campo de juego, debería morder y morder  en cada sector de la cancha. Y la segunda, que él seguiría tomando mates con agua, y no como se llegó a especular, que lo obligarían a ponerle sangre a la conocida infusión rioplatense.

Las formaciones de Los Vampiros  saldría de un plantel no tan numeroso como el de su rival Los Monstruos, y ni hablar de tener las estrellas de aquellos, solo algunos de sus vampi jugadores eran realmente conocidos en el mundo de la noche y el terror. Conocidos más por hacer alguna producción en los programas de Play Vampi; o por salir en alguna tapa de famosas revistas de chismes, dimes y diretes, en que eran expuestos por sus andanzas nocturnas, más que por lo que realmente sabían con la pelota. 

Esos crack vampiros no era otros que: Alucard, Hellsing, Blade, Vlad, Rayne, Sorin Markok (primo de Juan Pablo), Gabriel Belmont, Kain, Nosferatu, Chiquidrácula, el Chupacabras, el Conde Pátula y el Abuelo Sam Drácula que hacía las veces de masajista. Este equipo no tenía porristas, pero contaba con la bella Selene, encargada de afilarles los colmillos. 

A último momento el equipo de Los Vampiros no pudo contar con algunas de sus figuras más promisorias surgidas de sus divisiones inferiores. Quedó desafectado Diente de Leche, por no contar con la autorización de sus padres, ya que era menor de edad, y recién había cumplido los 73 años de muerte. 

Diente de Ajo, uno que jugaba de volante por derecha, no pudo ser de la partida ya que el Ratón Pérez, de una manera increíble, le había robado su dentadura, entonces sin su arma principal no podía decir presente. 

Una sobredosis de glóbulos, linfas y tejidos, y sin poder coagular la hemorragia que esto le causó, al arquero titular, el conocido Mandíbula Batiente, lo dejo al margen del partido luego de 666 partidos sin faltar.

Los equipos ya habían saltado a la cancha y algunos se relamían por atacar a sus rivales. Los Vampiros lucían su clásica camiseta roja en la que se podía ver y leer en su pecho, como sponsor principal,  “Banco de Sangre Licuada, abierto las 24 h”. En la parte posterior del pantalón mostraba la publicidad de una conocida pasta dental. La camiseta de Los Monstruos era de un triste color gris, con la propaganda de “El Tren Fantasma”, y mientras los titulares estaban prestos a iniciar el juego, los suplentes ya se habían colocado los chalecos de fuerza para permanecer en el banco de sustitutos.

El árbitro llamó a los capitanes de ambos equipos que  se acercaron para realizar el sorteo de los arcos. El capitán de Los Monstruos, con una ristra de ajos colgada en su cuello, le entregó un atado de acelga y otro de espinaca, más una dieta macrobiótica  al capitán de Los Vampiros, ironizándolo y diciéndole que deberían cambiar su alimentación; a lo que el Vampiro, malhumorado, mostrándole los colmillos, le contestó, “al menos hubieses traído un atado de remolacha, para poder  hacer un licuado y que se parezca en algo a nuestra bendita sangre, elementos básico en nuestra dieta”.

El sorteo lo ganó el Vampiro, pero le dejó elegir arcos al capitán de Los Monstruos a cambio de que apagaran algunos reflectores, ya que la cancha estaba iluminada de una manera que parecía de día, y eso era contra producente para el rendimiento de Los Vampiros. La inquietud fue aceptada tanto por el capitán de Los Monstruos como el árbitro, quien hizo hincapié sobre  el fair play, y que evitaran el juego brusco y no usaran este partido para alguna vendetta pendiente que siempre tenían  los integrantes de estos clásicos rivales.

La parcialidad local no dejaba de alentar entonando su canción de guerra en donde su letra resalta que  “el amor por  la camiseta se lleva en la sangre”. Entre otros cánticos alentadores para Los Vampiros, se escuchó un, “híncale el diente, capitán”. Chilenos desubicados hay en todos lados, sepan disculparlo.

El partido era muy disputado, y el marcador a pocos minutos del final se mantenía en cero. Le restaban quince minutos y el empate era un hecho, manteniendo así  a Los Monstruos en la punta de la tabla a  dos puntos de ventaja con el rival de esta noche. Como restaba solo una fecha todo hacía prever que  se quedarían con el torneo Clausura, ya que en la última fecha deberían recibir a su estadio, y con la hinchada de los zombis  a su favor, al débil equipo de Los Lisiados.

El partido era un hervor, como decía Cabeza ‘e Buque,  la pierna fuerte se ponía de parte de los dos bandos, hasta que en un momento el árbitro llamó a los dos capitanes  para pedirles que aflojaran con las patadas, caso contrario  se iban a comenzar a ir a las duchas. De manera enérgica se dirigió hacia los capitanes,  tan vehementemente fue que se le hinchó la yugular de un modo que el vampiro capitán no pudo con su tentación y ahí mismo, en medio del círculo central mientras el árbitro intentaba encausar el partido, le clavó sus filosos colmillos dejándolo seco en el verde césped, y haciendo  que la hinchada local  explotara de felicidad, babeándose  en las gradas. El cuarto árbitro, con pocas ganas reemplazó al árbitro principal quien fue  retirado del campo de juego por el servicio funerario de la empresa “Tu último viaje es gratis”, directamente, no dando lugar al ingreso del carrito que normalmente retira a los lesionados.

En esos pocos minutos que le restaban al partido, Suárez hizo llamar por uno de sus asistentes a la figura del equipo, Drácula, que estaba precalentando detrás de uno de los arcos pasándose el hilo dental en su dentadura.

Cuando Drácula se encaminaba hacia el banco de los suplentes para recibir las instrucciones de su DT antes de ingresar, la barra explotó con el clásico  ¡oleeé, olé, olé, oleeeeé, Dracu, Dracu! Comenzó a bajar de las tribunas el mal aliento para Drácula, como sabiendo que con el ingreso de su máxima figura podrían marcar un tanto que les diera el triunfo, a escasos minutos del final, y arrebatarle la punta al equipo de Los Monstruos.

La parcialidad deliraba, sabía que era ésta la gran chance, con el ingreso de Drácula, de quedarse con el partido. Y fue así que  no se hizo esperar, y sucedió lo esperado. Desborde de Nosferatu como wing derecho, ingreso al área, y el Payaso Eso lo cruza partiéndole la clavícula. Penal. Nadie lo cuestionó, y la chance de convertir y ganar el partido, estaba a doce pasos de la gloria del infierno. El encargado de patearlo no era otro que la estrella, el Conde Drácula.

Cuando estaba por patear el penal, el arquero sacó las manos de su espalda mostrando en una mano una estaca de madera, y en la otra una cruz de plata,       haciendo con esto, que Drácula se paralizara de tal manera que debió ser atendido de inmediato por la sanidad. Solo con una rápida transfusión  pudo volver a ponerse de pie y  ejecutar la pena máxima.

Con la jerarquía que nos tenía acostumbrado Drácula, a lo Antonín Panenka,  transformó el penal en gol, lo que no solo le daba el triunfo final sobre Los Monstruos, sino que quedaban como únicos punteros del campeonato, a una fecha del final.

El último partido  sería un trámite. Si bien, como dije anteriormente, Los Monstruos seguramente le ganarían al equipo de Los Lisiados, lo propio harían Los Vampiros con su rival del  próximo domingo, que no era otro que el equipo de Athletic Club Sangre Vencida, que estarían en duda de presentarse a disputar el juego para poder así negarle a Los Vampiros el principal suministro de su dieta.

La parcialidad de Los Vampiros, que ocupaba la totalidad del Cemente Stadium Ultratumba, rugía, deliraba por la victoria, y por sobre todo, por la chance de tener  al alcance de sus colmillos, perdón, de la mano, el campeonato que tantas veces se le había negado. Esta vez parecía que sí lo iban a lograr, por primera vez.

Pitazo final, y triunfo de Los Vampiros.

Hubo invasión de campo, algunos jugadores hacían el ritual de ir de arco a arco arrodillados. Otros estaban trepados a los travesaños despojados de sus ropas. Los más arrojados, se habían subido a lo más alto del alambrado y desde allí se lanzaban planeando como en sus noches de cacería  en busca de la presa.

Más allá de la rivalidad que había entre estos equipos, que eran el superclásico de la liga Asociación Ilícita del Más Allá, esta entidad hacía por obligación en muchos casos, y éste no era la excepción, que luego de los partidos se compartiera  entre los dos planteles, cuerpos técnicos, dirigentes y la prensa, el famoso Tercer Tiempo, fomentando así, el fair play  más allá del campo de juego.

En el bufet de la sede, la mesa estaba servida con abundante comida y bebida para todos. El líquido con el que estaban llenas las jarras  parecía jugo de granadina, tal vez sandía licuada, pero no lo era. Había varios dispencer de bebidas en donde se podía leer debajo de cada pico vertedor  las diferentes inscripciones diferenciando la bebida elegida: A- / A+ / B- / B+ / AB- / AB+ / 0- / 0+. Entre los platillos más solicitados estaban las empanaditas de plasma, albóndigas con linfa, arterias rellenas, venas saborizadas, sesos a la vinagreta, y algunos escabeches que el equipo de Los Monstruos, hambrientos como nunca,  devoraron como chico hallado. Hannibal Lecter, despojado de su máscara,  no dejaba de comer lenguas al ajillo.

Cuando todo estaba por terminar, debido a que la noche se terminaba, y el alba, con sus primeros rayos de sol, comenzaba a ser una amenaza para Los Vampiros, el Conde Drácula, ídolo máximo de la institución anfitriona, y autor del gol que casi le aseguraba el campeonato, se dirigió a los presentes con emocionadas y sentidas palabras, agradeciendo la presencia de la prensa, acordándose de sus antepasados de Transilvania, su patria chica,  y de los rivales, nunca enemigos. Se encargó de resaltar que el fútbol era solo un deporte, y más allá de los intereses económicos, y que muchas veces se mete la pata de más para lograr un gol, para ser la figura y poder tener una transferencia internacional que le asegurara el futuro, nunca debían perderse de vista que el fútbol es el más lindo de los deportes, por juego y sobre todo,  por las amistades que se consiguen.

Visiblemente emocionado, y sobre todo agotado, casi sin piernas (y alas) por el duro partido que se había jugado, fue cuando se le acercaron una docena de jóvenes vampiresas dispuestas a cederle sus cuellos para que sus colmillos disfruten del mayor festín. Rodeado por esas bellezas, fue  en ese preciso momento, y vaya uno a saber por qué,   el Conde Drácula se hizo la señal de la cruz al ver que a toda carrera se le acercaba el capitán de Los Monstruos, que no era otro que Freddy Kruger, portando  en sus manos un banderín del córner con el que atravesó de lado a lado el corazón del famoso vampiro.

Los celos y la envidia para con el Conde Drácula  no dejaban en paz al pobre Freddy Kruger. Nunca aceptó lo bien que jugaba al fútbol el vampiro, y menos, que siempre estuviera rodeado por bellas vampiresas.

El banderín,  usado esta vez como estaca asesina, puso en tierra al chupasangre. Muchos dudan de su desaparición definitiva,  y creen haberlo visto revolotear por la  alcoba de Amanda Seyfried, la Caperucita Roja que habita el penumbroso bosque.

DE ATLANTA, POR ERROR

Si hubiese nacido allá, en Buenos Aires, o al menos si me hubiera  mudado al barrio de ellos, bueno, se entendería el  porqué  del sentimiento por esos colores. Pero acá, en plena llanura pampeana, es difícil de comprender por qué alguien puede ser hincha de un equipo de allá, y no me refiero a alguno de los grandes, no, porque estos tienen simpatizantes por todos lados. De un equipo grande es fácil ser simpatizante porque casi siempre ganan ellos. Me refiero a  este, quién podría ser hincha sin ser de su barrio, o al menos contar con una estrella mundial entre sus filas como para justificar mi inclinación por esta institución.

Pero el destino lo quiso así. Mi viejo jamás había ido a la cancha, nunca le gustó el fútbol, pero su trabajo lo llevó un fin de semana hasta  Buenos Aires.

Con su camión Mercedes partió una tarde hacia Buenos Aires para llegar al otro día a Villa Crespo. Para mí era lo mismo que me dijera que iba a Villa La Angostura, Villa Rumipal o Villa del Tránsito. Solo conocía la canchita del ferrocarril, el camino hacia la escuela, la casa de mis vecinos y la iglesia. Buenos Aires era otro país como para imaginar ir a conocerlo algún día.

Con un cargamento de cueros que el viejo “José Loco”, así se lo conocía al dueño de la curtiembre de mi pueblo,   le había encargado que se los llevara a una curtiduría, la Central Cueros SRL, en donde procesaban los cueros hasta dejarlos en condiciones para manufacturar zapatos, carteras y cinturones; cueros de las vacas que les compraba a los carniceros de por acá, en nuestra zona rural. Vacunos que se carneaban de día, los menos, y por las noches, la mayoría, a la luz de la luna que alumbraba el algarrobo.

Las rutas de aquellas épocas no eran las de ahora. Aquel camión de la estrella alemana nunca superaba los 60 km por hora, y alguna que otra goma reventada, hizo lo imposible para que llegara a tiempo en el horario de atención de la curtiembre. A las dieciocho horas de aquel viernes fue el arribo al barrio de los bohemios, por lo tanto, encontró la curtiembre cerrada  con un cartel en su puerta que decía, de lunes a viernes de 8 h a 17 h.

Mi padre en Buenos Aires, con un cargamento de cueros con todos los riesgos de robos que podrían acecharlo. El camión, por un vecino comedido, lo hizo estacionar en un corralón para que lo guardara  con el cargamento. Y mientras tanto ¿qué hacer?, sábado y domingo a la espera del lunes para poder descargar.

Acá a la vuelta hay una pensión barata, que tiene comedor y bar, puede quedarse ahí hasta el lunes, le indicó el mismo vecino.

Y para allá fue mi padre, arreglo por una  habitación y comida, y mataba las horas en el bar, en el que se podía jugar al billar en alguna de sus cinco mesas, entre las que había una de carambola, juego que mi padre era un especialista, que cada vez que podía lo demostraba acá en mi pueblo, en el bar de Pitín. El bar estaba totalmente embanderado con los colores azul y amarillo, cuadros de distintas formaciones de equipos de fútbol, algunos trofeos y pelotas firmadas. Mi padre dedujo que allí serían todos de Boca, sin saber que estaba en Villa Crespo. Relacionó esos posters y banderas, con lo que yo le había contado que había en la pieza de mis vecinos, los Bimbos, fanáticos de Boca. Entonces vinculó  estos colores de acá, con aquellos de allá. Todos azules y amarillos.

Jorge y Julio, mellizos, y su hermano Raúl, en definitiva los Bimbos, que  me querían hacer hincha de Boca a cualquier precio, me regalaron un fajo con figuritas para el álbum en el que estaba una de las difíciles, la de Silvio Marzolini, aquel gran capitán del equipo de José María Silvero. Su dormitorio estaba empapelado con posters de Roma, Madurga, Potente, Suñé y Curioni. Como también se podían observar algunas láminas con autos de Turismo Carretera, todos de la marca Ford.

En esa noche de viernes mi padre se mezcló en un campeonato de carambola, que se comentaba, tenía importantísimos premios, además de plata, que era el único interés por el que se había anotado mi padre, ya que  si ganaba, salvaría los gastos de su estadía, que no estaban en los planes previos debido a  que pensaba llegar, descargar y regresar ese mismo viernes. Encima, tiempos sin teléfono fijo en mi casa, y ni que hablar de los móviles que  no existían.

Aquel premio de plata y algunas otras cosas, incluía una camiseta de fútbol, del primer equipo del barrio, unos vasos cerveceros, que a mi papá, estoy seguro, ni le interesaría ganar, pero el premio del dinero sí.

Taco, tiza, y talco en las manos, para evitar transpirar, y que el palo corra sin inconvenientes, los llevaron a la final, y ganar el campeonato de carambola en aquel bar azul y oro.

Cobró el premio, que le alcanzaría para cubrir los gastos del fin de semana, más la camiseta que en un primer momento casi la vende ante una oferta del otro finalista, que le comentó que solo quería ganar el campeonato de carambola  por la camiseta. Le ofreció más dinero que el que había ganado mi papá con el premio de la final. Estuvo a punto de venderla, me dijo luego a su regreso, pero se arrepintió al pensar un instante que era la misma de mis amigos vecinos, la de Boca. Mi viejo no tenía idea del fútbol. Esta camiseta era a rayas, lo que lo puso en duda, ya que la otra, la de Boca, era con una franja en el pecho. Pero como los colores eran los mismos decidió no venderla y traérmela como regalo, ya que me había iniciado en el fútbol y apuntalaría la idea de los Bimbos con que me hiciera de Boca. A mi papá le daba los mismo, Boca, River, Independiente u Obrero, el club del pueblo.

Lunes a primera hora estaba descargando los cueros de los bovinos. Por la noche estaba llegando a nuestra casa para la hora de la cena de aquel verano.

Nunca dejó de traernos algo en cada viaje que hacía, caramelos, alfajores, lo que sea, pero nunca nos dejó  con las manos vacías ante nuestras expectativas en la espera. A mis hermanas, las mujeres de la casa, les trajo una caja de alfajores, blancos y negros.

-¿Y para mí, qué hay?, pregunté.

-A vos te traje esto- me dijo, dándome un paquete atado con hilo de algodón.

-¿Qué es?- le dije apresurado y ansioso  por recibirlo, luego de un abrazo que le daba a la cintura con mis siete años.

Abrí el paquete rompiendo presurosamente el papel, y…” ponetela, me dijo”. Y no terminó de decirlo que yo ya tenía la camiseta azul y oro entre mis manos.

-¿Qué te parece, te gusta? -Me preguntó, para agregar- es como la que te quieren regalar los vecinos, los mismos colores, por eso te la traje, para que te la pongas y los sorprendas, anda, todavía deben estar despiertos.

-Papá- exclamé- esta camiseta no es de Boca. Son los mismos colores pero no lo es, es de otro equipo. La de Boca tiene una franja amarilla en el pecho, esta es a rayas. Y mira, el escudo, ¿qué dice?

Mi mamá a la distancia pudo leer en el escudo, “Atlanta”.

-Pensé que era de Boca, tiene los mismos colores- se justificó mi padre, desconociendo que podría haber otro club con la misma tonalidad y matiz. 

-Lo sé- le dije- también se parece a  la de Rosario Central, América de México, Central Ballester o al Verona y Parma de Italia- le dije agradeciéndole una vez más con la camiseta puesta. Lamentando, murmuré,  “Ahora tendré que ser de Atlanta, no conozco ningún jugador de ese club”.

Y me marché a dormir, pensando lo difícil que sería ser en mi pueblo simpatizante de Atlanta. Ni siquiera se sabe muy bien el origen de su nombre. Ya que algunos dicen que fue por el terremoto en aquella  ciudad, Atlanta en EEUU,  y otros dicen porque era el nombre de un barco. 

La cosa fue que a  la mañana siguiente, Atlanta tenía un nuevo hincha, y  fui a visitar a mis vecinos con la camiseta puesta. No entendían nada, les expliqué lo de mi papá. No lo podían creer. Desde ese día hicimos un pacto, sería de Atlanta y de Boca, total Atlanta casi siempre estaba jugando en la B. Y en estos tiempos ni siquiera en el Nacional B. Deambula  en la B Metropolitana.

El primer día de clases de aquel tercer grado nos presentaron a un maestro, hombre, como nunca antes había tenido. Luego de presentarse, el  maestro nos comenzó a preguntar nuestros nombres. Seguidamente hizo formar dos filas, en una estaban los hinchas de Boca y en la otra, los de River.

Yo me quedé sentado en mi banco, ante la pregunta del maestro de por qué no me ponía en ninguna de las dos filas. Soy hincha de Atlanta maestro, le contesté. Las carcajadas fueron generalizadas, incluidas las del educador.

Desde ese mismo momento comencé a averiguar cosas de Atlanta, “mi club”. Sus jugadores famosos, alguna vuelta olímpica, por qué los colores que tiene su camiseta, fecha de fundación, etc., etc.

Entonces aprendí que el apodo de Los Bohemios se lo colocaron porque anduvieron deambulando, desde su fundación, en 1904, por un tal Emilio Bolinches,  en el barrio de Villa Luro (otra villa, y van…), hasta encontrar sus propios terrenos en Villa Crespo. 

Los colores de la camiseta, dicen, los sacaron de los toldos que protegían del sol a los ventanales de los comercios, todos eran azules y amarillos.

Tristemente supe que vueltas olímpicas en Primera División  no dieron ninguna, todavía, y entre sus jugadores más famosos encontré al Loco Gatti, Néstor Errea, Alberto González (Gonzalito),  Timoteo y Carlos Griguol y al fantástico goleador Artime (padre del Luifa).Graciani y Mastrangelo dos punterazos,  el “Ruso” Ribolzi, el “Tano” Onnis y el “Babi” Cortés eran algunos otros famosos. De los más recientes solo recuerdo a  Oscar Irazoqui.  Los 68 goles marcados por Juan Antonio Gómez Voglino lo transforman en el máximo goleador del profesionalismo de Atlanta, entonces lo puse en un lugar importante de nuestra historia bohemia.

La fidelidad a la camiseta, la azul y oro, lo mostró Víctor Marcelino Paredes con sus 333 partidos jugando para Atlanta, y no era un detalle menor el que había encontrado, menos en estos tiempos que se cambia de camiseta cada seis meses.

Entre sus palmares era muy poco lo que podía mostrarme como para fanatizarme por este club. Algún campeonato logrado para ascender en  los años 1956, 1983, 1995 y en el 2011. Ascensos que nos llevaron a jugar en la elite del fútbol argentino, pero sin lograr notoriedad en la máxima categoría.

Un par de copas ganadas  como la de  1907, la Copa Adolfo Bullrich (¿?), o la Copa  Suecia en  1958 y en 1960. Al menos con Suecia teníamos los mismos colores que su bandera, de los que se copiaron también los de Boca para elegir sus tonos para su indumentaria.

Sí me entusiasmé cuando pude ver la tremenda goleada que le propinamos a Independiente de Avellaneda, 21 a 1, en el año 1907 (¡cuánto pasó ya!), o el 9 a 1 al otro de Avellaneda, Racing, en 1941. Justamente, a los “Dos de Avellaneda” (como algún libro también así se llama).

También nos comimos varias goleadas, como los ocho que nos hizo Boca en 1928, y otros  ocho  en 1935. Los mismos  ocho goles que nos metió   River en 1947, con lo que quedaba de La Máquina. 

Aunque Chacarita, nuestro historio rival y clásico barrial, se haya mudado a San Martín, la rivalidad se mantiene intacta. Son nuestros peores enemigos. Aunque en el historial Los Funebreros  nos lleven 13 partidos adelante, pero no podemos negar que es nuestro clásico rival.

Andar por los recreos mirando partidos entre los hinchas de Boca y los de River era frustrante, nunca te incluían. A veces me llamaban para que hiciera de árbitro. Porque el patio de una escuela primaria  es bravo, tenés que prepararte para caminar por él. Ahí se van definiendo cosas de acuerdo de quien sos hincha. Las chicas te miran de una u otra manera. En ese patio te preguntaban quién era mejor, Potente o Alonso, como preguntar Riquelme o Aimar, Tévez o D`Alessandro, Gago o Ponzio, Y yo contestaba Héctor Rubén “Palito” Candau, que era el volante crack de Atlanta en esos momentos. Pero claro, a este nadie lo conocía. Y salía para el lado de la cantina recordando la alineación de memoria de mi querido Atlanta.

En estos tiempos no tenemos un solo jugador conocido nacionalmente, es más, los periodistas,  e hinchas, Luciana Rubinska, Marcelo Araujo, Sebastián Wainraich, son más conocidos que el último mediocampo que formó con  Gabriel Seijas, Fernando Enrique, Miguel Caneo, y que  perdimos con Deportivo Riestra 2-1.  ¡Qué tristeza, qué pobreza futbolística!

Casi nunca cargaba a los rivales porque siempre perdíamos con los más grandes. Ni siquiera podía cargar a alguien  en algún triunfo, en algún partido con el clásico rival,  Chacarita, ya que era imposible encontrar a uno de ellos por estos lados.

¡Qué difícil es ser hincha de Atlanta!

Ser de Atlanta es disfrutar los goles que nos erraban los rivales, más que los pocos que convertimos. Ser de Atlanta es sacar pecho cuando se referían, sobre todos los hinchas de los cuadros grandes, a jugadores que habían salido de mi querido Atlanta. Y ahí sí, se lo refregaba, porque Ribolzi y Gatti deslumbraron en Boca por la cuna que habían tenido, y se los hacía saber a mis amigos, los Bimbos. Lo mismo que a los de Independiente y  River con el increíble  goleador Artime.

Y yo de Atlanta, en medio de la provincia de Córdoba. Es un acto de fe serlo. No tenía sentimientos terrenales, barriales, digamos,  ni siquiera conocía Buenos Aires como para tener una excusa. Un acto de amor por alguien al que nunca había visto, ni siquiera oído un partido por la radio, salvo cuando jugaba contra Boca y lo escuchábamos con mis vecinos en el bar de su padre.

Soy de Atlanta por error, pero desde que lo soy, nunca le fallé, comencé a escucharlo y ver cada partido sin importar la categoría que transitaran.

Algún día conoceré su estadio, me haré un viaje a Villa Crespo, aunque no tenga cueros para llevar, porque…sí, sí señores…

¡Soy de Atlanta,  carajo!

Y más ahora, en este 2019 que volvimos ascender al Nacional B.

¡PENAL! 

El día que se pateó el primer penal

 

Muchos de los cambios futbolísticos que se han ido dando en el juego propiamente dicho, a través del tiempo, se originaron por  las modificaciones que el reglamento ha ido registrando, incorporando éste nuevas reglas, o modificando  las ya existentes.

 

El reglamento del fútbol, el primero, se consensuó en el año 1863. En el mismo no se sabía de córner, jugadores suplentes, off side, árbitros impartiendo justicia, y mucho menos se hablaba de un  tiro penal.

 

La Regla 14, en el  actual reglamento  del fútbol, hace referencia al tiro penal, y la transcripción es la siguiente: “Consiste en lanzar un tiro desde el punto penal ubicado a 11 metros (o 12 yardas) de la portería, y sólo con el guardameta del equipo defensor entre el tirador del penal y la línea de gol”.

Literalmente, Penal, es definido como Penalti, (del inglés penalty y éste a su vez del latín poenalis ), penal o tiro penal, que es la máxima pena que se puede aplicar en diversos deportes de balón, consistente en un lanzamiento sin barrera, desde una distancia prefijada (en fútbol 12 yardas), con la oportunidad de obtener un gol directo y con la única oposición del guardameta.

Antes que se instalara la Regla 14, los ingleses, que se jactan de muy honestos, de manera frecuente solían hacer la gran Mario Kempes en el Mundial 1978, o más acá en el tiempo, la que hizo el uruguayo Luis Suárez en el Mundial 2010 de Sudáfrica frente a Ghana. En ambos ejemplos, Kempes y Suárez, estando en la línea de gol, volaron como un arquero evitando que la pelota ingresara a sus arcos dándole sendos manotazos a aquellas pelotas, la Tango en nuestro mundial, y a la Jabulani,  en la justa llevada a cabo en África.

Pero aquellos ingles no solo detenían la pelota con la mano cuando ya no quedaba otra, sino que no dudaban en cometer duras infracciones para evitar goles “cantados”. Los defensores sabían que todo terminaba en un tiro libre en el que podían defender de manera organizada. Además, la tarjeta roja a la que tememos hoy en día, no se instrumentó hasta bien entrada la década del 60, del siglo XX. Entonces no corrían ningún riesgo de ser expulsados por una “inocente” mano dentro de su propia área.

William Mc Crum, golero del Milford FC irlandés y miembro de la Asociación de Fútbol Irlandés, (imaginemos a Armani en la directiva de AFA) se mostraba muy preocupado por estas intervenciones de los rivales. Por lo tanto, William, realizó una propuesta ante la International Football Association Board (la asociación encargada de definir las reglas del fútbol a nivel mundial, desde aquellos tiempos, hasta la actualidad) en la que se determinaba un punto a doce yardas del arco, desde el cual el jugador pudiese patear sin tener a ningún jugador a más de seis yardas por detrás.

 

La propuesta no fue bien recibida al comienzo. Las voces de todos los defensores, incluidas las de sus propios compañeros manifestaban el desacuerdo a esa moción. Pero en un partido importante sucedió una particular acción   que  ayudó a cambiar esa situación de divergencia.

Fue en  febrero de 1891. Se enfrentaban el Stoke City y el Notts County por cuartos de final de la FA Cup. El Notts County ganaba 1 a 0 cuando el Stoke City casi tuvo el empate, de no ser por la mano de un jugador del County que evitó un gol clarísimo. El árbitro sancionó tiro libre y los jugadores del Notts County se colocaron en la línea del arco para evitar que el disparo entrara. Como no quedó espacio descubierto para que la pelota pudiese ingresar al arco, el Stoke City quedó eliminado de la Copa.

 

 Esta situación enfureció a sus dirigentes, quienes protestaron e hicieron todo lo posible para que la idea de Mc Crum fuera instituida. Es así que el 2 de Junio de 1891 el tiro penal se incorporó al reglamento del fútbol. Esto hizo posible  que el 14 de setiembre de 1891, “Billy” Heath anotara el primer gol de penal con todas las de la ley, en la victoria del Wolverhampton Wanderers ante Accrington por 5 a 0.

 

Entonces, así comenzó a aplicarse la Regla 14 en el fútbol, temerosa regla cuando el local es el perjudicado y con un miedo increíble por parte de los árbitros en hacerla efectiva en los agarrones y camiseteadas en los tiros de esquinas, y en tantas situaciones  que no me voy a explayar en esta  oportunidad por tan conocidas que lo son para todos.

 

Lo que sí sé, es que nunca se habló de intención en cometer infracciones, más allá de lo evidente que eran,  y que ahora los árbitros apelan a esa “capacidad lectora de mentes” para cobrar algunas, que sí lo son,  y hasta de marcar algunas otras como inexistentes  penales, que solo en la mente de un árbitro, vulnerable digamos,  podría existir.

 

No hay dudas, ¿mano en el área?... ¡Penal!

 

Cuando jugábamos en la canchita de la explanada del galpón del ferrocarril Belgrano, mano en el área era penal. Y punto. Sin saber puntillosamente sobre qué decía el reglamento con respecto al penal. Nada sabíamos de la Regla 14 en los picados del barrio. Solo aplicábamos la coherencia de saber que si la pelota te pegaba en la mano, listo, se cobraba penal, en aquellas áreas imaginarias, que iban, más o menos, desde acá hasta allá, sin ninguna precisión métrica.

 

Si a un jugador que defendía estando dentro de su propia área la pelota le pegaba en la mano-brazo, nadie protestaba amparándose en la intención de la falta producida por el impacto de la pelota en la mano. Es más, muchos ni siquiera sabíamos qué significaba la palabra intención.

 

Algún que otro alegato defensor se podía escuchar como el de “la mano estaba pegada al cuerpo”, o “estaba en el suelo”,  no más que eso. Entonces, sin dar lugar a los ingrávidos reclamos, se contaban los pasos necesarios para ejecutar el penal, y listo. El partido continuaba luego de la pena máxima.

 

Eran tiempos  de partidos en las calles, en  baldíos  que estuvieran libres. Tiempos de “picaditos”, de esos que organizábamos cuando ya éramos cuatros, o más (2 contra 2, ya era partido). Una pelota, los arcos con ladrillos, que se iban cubriendo en invierno con la ropa que nos íbamos sacando cuando el agite y el calor se comenzaban a apoderar de nuestros cuerpos.

 

Nadie hacía de árbitro, cobrábamos nuestras propias faltas respetando la palabra del que decía “fue mano, salió, córner, pelota alta, mal saque,  o gol” (muchas veces dudosos). A lo sumo se escuchaba algún reclamo al término del partido, de algún integrante del equipo perdedor, lógicamente.

 

Al no haber árbitro muchas veces algunas infracciones eran cobradas, casi impuestas, por el solo hecho de que uno gritaba más fuerte que el otro, o porque el equipo castigado iba ganando por muchos goles, entonces les “regalaba” esa falta mal cobrada, para que  “dejen de llorar”.

 

Cuando alguien sancionaba una infracción, nadie se detenía a pensar en la intención que tal o cual jugador podría haber tenido al cometerla. Se cobraba full, mano, afuera, lo que sea, y punto. A seguir jugando.

 

La intención de hacer una falta, la intencionalidad de cometer un full, llega de la mano de los árbitros y de algún reglamento poco claro, con zonas grises, más bien oscuras. Dejando a la interpretación (muchas veces mala) de los señores colegiados, los hombres de negro, los sin hinchada.

 

Entonces ahí comienzan los problemas, en lo que un ser humano, el juez, cree saber si tal o cual jugador tuvo la intención de cometer un full, una mano, fingir una lesión, etc., etc.

 

¿Cómo puede el árbitro juzgar la intención de un jugador, cómo puede ingresar a la mente del atleta para sentenciar la intención que tuvo para realizar  determinada acción? Debería juzgar lo que ve, no lo que pueda llegar a pensar  que piensa un jugador.

 

Imposible. Sencillamente utópico pensar que pueda hacerlo. Ni un ilusionista podría hacerlo. Literalmente la palabra intención nos dice que “es lo que una persona piensa o se propone hacer, idea que se persigue con cierta acción o comportamiento”.

 

En el caso de las manos que se producen dentro del área, por algún jugador defensor, y que no son cobradas por los árbitros, estarían juzgando el pensamiento, la intención, de manera potencial, como pensando en que el infractor “no tendría la intención de cometer mano”.

 

Algo insólito de parte del juez, estaría poniéndose en un rol de “leedor de mentes”, pensando  en qué piensa el jugador al tocar la pelota con la mano.

 

El jugador siempre tratará de sacar ventajas. Dentro del campo no hay honestos al momento de mantener el equilibrio en la balanza de la justicia, siempre se la intentará inclinar para su lado. En estos tiempos, mucho más, porque cada pelota perdida es plata. Cada gol errado te baja la cotización. Cada pifia te manda a jugar a la reserva el próximo domingo.

 

Definitivamente estoy convencido de que “mano en el área, es penal”. Tal cual lo cobrábamos cuando éramos niños jugando en el baldío. De esta manera se  evitarían un montón de polémicas y cuestionamientos durante y pos partidos, en  los paneles de los sabios periodistas deportivos que se hacen un picnic durante toda la semana. Y más si en esas sanciones de penales, cobrados o no, intervienen jugadores de “equipos grandes”.

 

Se acabarían muchas “sospechas intencionadas”, también de los señores árbitros, siempre tan presionados por tantos intereses económicos, y se librarían, de esta manera,  de dar explicaciones de que si tuvo o no intención.  El jugador sabría que al tocar la pelota con la mano, “con o sin intención”, es penal, y a otra cosa. A marcar con las manos detrás del cuerpo, o como fuere para evitar esas infracciones, y en consecuencia, penales en su contra.

                            

Y mencionando a los “equipos grandes”, River, Boca, Independiente, Racing, San Lorenzo  (como si Talleres, Rosario Central, Huracán, o Argentinos Juniors,  o tantos del interior, no lo fueran), verían y sufrirían en “camiseta propia”, tantas injusticias que se han producido a lo largo de la historia para con aquellos, y como llaman ellos, casi despectivamente,  “equipos chicos”.

Mis estimados, mano en el área, penal. Y si te queda alguna duda, pregúntale  al video assistant referee, más conocido como el VAR, que al estar manipulado por el hombre, también se va a “equivocar de manera honesta”.

 

Y si tampoco te convence el VAR,… ¡anda a llorar al campito!

 

 

 

PD:

 

Equipos chicos llaman  “ellos, los supuestos grandes”, a:

 

Argentinos Juniors, campeón de Argentina, campeón de América (Maradona, Borghi, Batista, Sorín, Redondo, Placente, Pasculli, Cambiasso,… ¿sigo?)

 

Estudiantes de la Plata, múltiple campeón de la Argentina y de la Copa Libertadores de América (4 veces), Campeón del Mundo.

 

Vélez Sarsfield, campeón de Argentina, de América y del Mundo. Instalaciones modelo.

 

A los hinchas de Rosario, con Central y Newell’s, ciudad en la que no se respira oxígeno, sino fútbol. 

 

Y tantos clubes de las capitales provinciales que quedan  por mencionar como los de Córdoba y Tucumán.

 

¿Cómo se mide la grandeza de los clubes, por campeonatos ganados, por hinchas en las tribunas o cantidad de socios? ¿Tendrán en cuenta las actividades sociales, deportivas y culturales  en sus barrios? ¿O, se medirán también por la cantidad de personas que integran sus “barras bravas”, y por los muertos que se han cargado estas barras a lo largo de la historia del fútbol argentino?

 

En todos los casos, no se olviden. Mano en el área, ¡penal! sin importar  “el tamaño del equipo o el peso de la camiseta”.

 

Así todo sería un poco más justo.

NUESTRO DEBUT EN PRIMERA

No es fácil llegar a ser jugador de primera división, pufff, si lo sabré. Por eso cuando se escucha de los sacrificios que hacen los jugadores, los verdaderos protagonistas de las historias del fútbol, uno se  conmueve. Sumado a lo que el jugador va haciendo y dejando de hacer en el camino por  cumplir con el sueño de llegar a primera, también está lo que hacen sus padres, la familia y algunos de su entorno. Ellos también  contribuyen de alguna manera a que la senda se vaya haciendo un tanto más fácil y no me refiero a lo estrictamente deportivo, sino a todo lo que rodea la tan   dura  y muchas veces casi imposible carrera de llegar y cumplir el sueño del hijo, de algún sobrino o el hijo de algún amigo.

Particularmente mi debut en primera siempre estuvo postergado por mis condiciones deportivas. Todo lo que iba logrando era a base de mucho sacrificio en los entrenamientos, en el día a día, no regalaba nada, no podía hacerlo porque era consciente que mi permanencia en el club estaba basado en eso. Era consciente de mis limitaciones técnicas como jugador, entonces apostaba fuertemente a lo que mi físico podía hacer para suplir aquellas falencias ignotas, esas que no se consiguen solo con trabajo sino que se traen de la cuna y estoy citando a la gambeta, a la claridad con la pelota en los pies, a la lectura del juego.

Recuerdo que llegué al club con edad de novena, la primera categoría de las divisiones inferiores. Para ello tuve que pasar algunas pruebas de esas que los clubes convocan para captar a los valores que comenzarán a  alimentar las futuras categorías hasta llegar a la primera división.

Ya había participado de esas convocatorias en otros clubes en donde no había tenido ninguna chance. Recuerdo la larga fila de jugadores anotándose, llenando una planilla con los datos, nombre, teléfono, puesto en la que te probabas. Es más, me probaban diez minutos y ya se daban cuenta que “no tenía el perfil” de lo que ellos buscaban, como te terminaban diciendo, “mira pibe nosotros en tu puesto necesitamos un jugador que haga esto, esto y esto”, y todos esos “estos” para mí eran demasiados conociendo de mis limitaciones técnicas.

En otra prueba, también en un club grande de la Capital, me probaron y esta vez jugué un poco más, tal vez porque en mi puesto no había muchos jugadores  ya que no muchos quieren ser defensores. Y ahí solo me dijeron, sin hacer referencia como en otros casos  al perfil de jugadores que necesitaban, me despacharon con un “en diciembre hacemos otra prueba, tenemos todos sus datos, los llamaremos a los que nos interesen”. Esto te lo decían para no poner la cara con aquellos que seguíamos sin tener chance.

Nunca iba solo, siempre iba con algún  amigo del barrio, pero nunca con el mismo,  quienes siempre nos acompañaban eran nuestros padres, de los que siempre escuchábamos el mismo consuelo “bueno, no hay que bajar los brazos, ya aparecerá otra oportunidad”, sabiendo que solo lo decían por el amor que nos tenían como hijos que somos. Pero jamás nos dijeron, al menos a mí, que dejáramos de ir a pruebas, que había que tener un amigo para poder quedar y esas cosas desalentadoras que se le puede decir a un chico que tiene toda la ilusión de ser jugador de primera división. Todo lo contrario, siempre estimulándonos  y buscando fechas y clubes para futuras pruebas.

Un diciembre,  a punto de terminar el primer año de la secundaria, Sergio, un pibe nuevo que había llegado a la divisional de la escuela comercial en la que cursaba, me dijo que en el club Alianza hacían una prueba para jugadores no federados o con el pase libre para las categorías 9°, 8° y 7° y me pidió que si lo podía acompañar porque él nunca había ido a ninguna, que era nuevo en la ciudad y no conocía a nadie como para que lo acompañara, a lo que sin dudar le dije que sí.

El Alianza era uno de los clubes no solo con menos recursos, sino también con menos hinchas, menos infraestructura y menos de todo lo que se pueda pedir a un club de primera división. Uno de los clubes chicos de la ciudad que siempre estaba deambulando en el fondo de la tabla, como sucedía en este torneo que se estaba terminando; a duras penas podría salvarse del tan temido y denigrante descenso. Pero bueno, pensé, ya probé en todos los clubes grandes y nunca tuve suerte y sin ninguna chance de quedar, entonces por qué no probar en el Alianza, total, si tenía que llegar a primera ya no me importaba con qué camiseta fuera, si de uno de los grandes o, como en este caso, en uno de los clubes más chicos  de la Liga.

Sergio, al que todos llamaban “La Keta” sin saber nunca por qué y sin preguntarle el motivo de tal sobrenombre, era un morochito zurdo y muy hábil, de una  pegada formidable y gran panorama para leer el juego. Jugaba de diez, ya en ese tiempo transformado en enganche, pero ante todas estas virtudes tenía un inconveniente que lo hacía un tanto lento y no era otro que su sobrepeso que le imposibilitaba, después de sacarse uno, dos o tres rivales de encima, terminar la maniobra porque a causa de su lentitud, volvía a tener los mismos rivales enfrentándolo. Pero bueno, él me decía que se estaba cuidando y que si lograba entrar a algún club iba a dejar definitivamente los alfajores de maicena que su mamá Dora le hacía y que nunca probé y que, seguramente, en el club  lo iban a ayudar con el tema de la alimentación con una dieta que la nutricionista le podría dar. Pero claro, lo que Keta no sabía era que si quedaba en el Alianza iba a tener solo agua en un bidón para saciar la sed y ese cuerpo de nutricionista y psicólogos que Keta imaginaba, en el Alianza seguramente no lo encontraría, entonces el esfuerzo por dejar los dulces tendrían que nacer de su propia voluntad y su entorno.

Describí las características futbolísticas de Keta, las que transcribió en la planilla en el día de la prueba: zurdo, juego de 10, enganche, buena pegada, pero no me pongan de carrilero. Con esto último Keta dejaba bien en claro que él tenía ida pero no vuelta. Que no tenía sacrificio para la marca. Que no lo pongan a correr rivales, apenas si sombra podría llegar a hacerles.

En mi planilla puse lo de siempre, mi nombre, el teléfono fijo de casa y el puesto en que me venía a probar. Bah, al de siempre, al único que me atrevería a jugar: lateral derecho. Era un clásico número cuatro. Marcador de punta y nada más. Muy rústico, pero con un gran cabezazo. Con tanto miedo de pasar al ataque como si la línea de la mitad de cancha marcara el inicio de un precipicio y cada vez que lo hacía me tropezaba en ella. Pero eso sí,  con mucha perseverancia, siempre primero en la fila a la hora de entrenar. Era el conocido marcador de punta llamado “perro de presa”.

Jugué los dos partidos en el día de la prueba. Primero me sorprendí porque en las anteriores apenas si me daban quince minutos  y luego me volaban. Pero claro, después me di cuenta que para la categoría octava fui el único en anotarme como número cuatro. Igual, nunca supe de bajones por eso y recuerdo haber ido a cada pelota como si fuera la última, recibiendo algunas puteadas de algunos padres de dos pibes que lesioné y tuvieron que dejar la prueba.

Keta, en cambio, con todas sus limitaciones físicas puso tres asistencias al centro delantero que no convirtió ninguna por mala puntería. Pero después, mi zurdo amigo, clavó dos goles de tiro libre que le bastó para sacarle una exclamación al DT.

El DT de la prueba fue claro conmigo y Keta después de la prueba, “tienen edad de octava, no les va a ser fácil. Vos marcando sos aguerrido y cabeceas bien, pero necesitamos que los marcadores de puntas se suelten que se sumen a los volantes. Y vos Zeta…”, Keta, soy Keta no Zeta profe, lo corrigió. “Bueno vos Zeta (volvió a equivocarse) tienes muchas condiciones con la pegada y el panorama de juego, pero vas a tener que cuidarte en las comidas y un poco más de sacrificio. Los espero para la pretemporada que iniciamos el 15 de enero. Suerte y felices vacaciones”.

¿Felices vacaciones? Repetí preguntándome. Era la noticia más esperada en los últimos tres años luego de andar de prueba en prueba y que en todas me dijeran lo mismo, “después te llamo” o ni siquiera eso. Era una despedida de año soñada, después de tanto trajinar por canchas prestadas, desde la pretemporada me iba a sentir como el dueño del predio del Club Alianza. Al fin me encaminaba en un club para dar inicio al sueño que no me dejaba dormir por las noches: ser jugador de una primera división.

A las nueve de la mañana de aquel 15 de enero mi papá nos había llevado al predio del Alianza que estaba como a cinco kilómetros de la ciudad y era el lugar donde fuimos citados para hacer la pretemporada. Al fin una pretemporada con sentido me decía. Al fin voy a entrenar para conformar un equipo. Siempre “mis pretemporadas” eran salir a correr en los veranos para estar bien en forma por si aparecía alguna posibilidad, que nunca existía en esos meses del año, pero estando siempre bien entrenado, afilado, para cuando la oportunidad apareciera o para hacer la diferencia en los partidos con los compañeros de la escuela comercial.

Así fue que puede iniciar mi carrera como jugador de fútbol. En un club impensado luego de tanto andar de prueba en prueba. Con Keta, un nuevo amigo, con el que día a día participábamos de los entrenamientos de la octava división del club en la que él sobresalía de sobremanera por su calidad y yo que a duras penas me mantenía como titular gracias a mi entusiasmo y el afán de llegar a primera división sin dar ninguna ventaja en los partidos y menos en los entrenamientos.

Pasamos por la octava, séptima y sexta división con mi amigo Keta. Nos íbamos perfilando para ir cumpliendo nuestros sueños, ser jugadores en serio, de primera. Mientras tanto, los domingos, cuando jugaba el primer equipo de local muchas veces algunos compañeros eran citados como  alcanza pelotas. Era un premio que nos daban y que a mí nunca me había tocado todavía, estar ahí, palpitando lo que nos podría suceder el día que debutáramos en primera. 

Las tribunas colmadas, las serpentinas surcando el cielo en el ingreso del equipo, las bengalas de colores que identificaban al Alianza y todas esas emociones que tantas veces había soñado. Aún despierto, cerraba los ojos e imaginaba todo ese marco. El canto de la hinchada y la emoción de sentir como marcador de punta, pegado a la línea lateral, las puteadas en las canchas visitantes que para mí eran como un  combustible, que  me daba más fuerza al escuchar aquellos, “sos un caballo 4”, “deja de pegar animal”, “movete 4 que te va a mear un perro”  o el “pasa una vez al ataque muerto”, bueno también  esto último me lo decía mi DT aunque de otra manera y con otro fin. Pero para mí esos momentos de ojos cerrados eran volar hacia un mundo al que había soñado desde siempre. No me imaginaba siendo otra cosa que no fuera jugador, ni siquiera contador público como insistía mi mamá que estudiara  por si el fútbol no me daba de comer, viste. Pero yo estaba convencido de que llegaría. Nunca se me cruzó por la cabeza otra cosa que no fuera jugar y vivir del fútbol. Ya estaba preparándome para debutar en la primera, al menos ya iba percibiendo las sensaciones los domingos sentado en la tribuna y escuchando el ambiente que bajaba desde la popular sur.

Un silbatazo del DT, el talan talan de la campana en la escuela, o anda a hacerme los mandados, de parte de mi madre, me devolvían a la realidad. Pero esto no doblegaría mi entusiasmo y no truncaría mis sueños de jugar en primera. Estaba preparado, me sentía listo para una convocatoria. Era cuestión de tiempo me decía y me seguía ilusionando.

Otro enero se aproximaba, otra pretemporada nos esperaba con todo lo que eso significaba. Era la parte más dura del año, la base fuerte de los entrenamientos en donde la resistencia, potencia y la velocidad  acumulada en ese período nos servirían para  tener una buena temporada. Pero a la vez lo importante de hacer la pretemporada era que un año más me habían tenido en cuenta. Un año más de competencia asegurada tendría. El miedo de que me dejaran libre comenzaba a rondar allá por diciembre cuando nos despedíamos de los profes y del grupo en general esperando el llamado para enero, mes en que comenzaba una nueva ilusión futbolera.

Y ahí estábamos de nuevo. Los dos. Keta y yo, listos para iniciar lo que este año sería la 5° división. Esta era la divisional de quiebre, como dicen los que saben de fútbol. La quinta es la categoría en donde se perfilan los jugadores que seguramente llegarían a la primera división. Entonces nos dijimos, este año, quinta a fondo. Se rumoreaba que cinco jugadores pasarían directamente a hacer la pretemporada con los profesionales, los del primer equipo.

Sabiendo de mis limitaciones técnicas, no debería tener demasiadas chances, me decía. Pero nadie me podía quitar la ilusión de pasar a primera. Nadie más que yo sabía  lo que había luchado para mantenerme cada año en mi división, muchas veces porque no abundaban los marcadores de punta, lo sé, pero la esperanza internamente la tenía. Lo que menos me costaba era soñar. Y este, era uno de lo más lindos sueños que quería que se transformara en realidad.

Lo que estaba descontado, no solo por mí, sino por todos los DT de las inferiores, es que mi amigo, la Keta, estaría en el primer equipo del Alianza. Iba a ser su primera pretemporada con el equipo superior y, por consiguiente, su primer contrato ya que al pasar a entrenar con los profesionales debería serlo también. Entonces sería un gran paso para la Keta, deportiva y económicamente.

Los otros cuatros que fueron convocados eran buenos jugadores, entre los cuales  no estaba yo. Pero no me amargué para nada. Sabía que mi camino había sido así, de lucha y entrega. De sacrificio y pequeñas alegrías. Nunca bajé los brazos y mi premio era seguir en el club, este año en quinta división.

Los cinco pibes promovidos sabían lo que se les venía y no hablo de las mayores responsabilidades que tendrían ahora, para nada. Me refiero al bautismo que siempre le dan los mayores a los juveniles recién llegados a primera, entonces las máquinas de cortar el cabello estaban listas y afiladas el primer día para desfigurar esas cabezas que deberían soportar los más exóticos cortes de cabellos sin ni siquiera murmurar en desacuerdo, para nada, lo recibían con alegría por el gran salto deportivo que estaban esperando.

La Keta se había transformado en la joya del club de tal manera que se rumoreaba que no llegaría a debutar en el inicio del campeonato ya que varios clubes, no solo del país, también de Europa,  habían puesto los ojos en él.

Que no entrenáramos más juntos no quería decir que no siguiéramos siendo amigos. Aún con horarios de entrenamientos y partidos amistosos en días distintos, siempre nos hacíamos tiempo para juntarnos y tomarnos unos mates en la utilería del club o en mi casa. Ahí nos poníamos al día y él me asombraba al contarme cosas de los jugadores de primera. Los beneficios  que tenían en  lo económico, como también con  las chicas que se les acercaban y ni hablar del aprendizaje deportivo que estaban adquiriendo.

Pero si hay algo que confirmé de nuestra amistad, fue la siguiente declaración y promesa que me hizo: “vos tenés que estar preparado para el  momento en que te suban con nosotros al equipo de primera, no bajes los brazos, como nunca lo has hecho, seguí así, la citación te puede llegar cuando menos la esperes. Fíjate que me pasó a mí, estaba listo para seguir con ustedes en la quinta división y cuando llegué me pasaron con el primer equipo. Y te digo más, el día que debute en la primera división, hace de cuenta que vos también lo estabas haciendo, porque gracias a vos es que estoy en este club. Y una cosa más, mi primera camiseta profesional, será para vos”.

Las palabras de la Keta fueron desde el alma. Muy sinceras y me conmovieron hasta las lágrimas,  se las agradecí sin decir nada, solo atiné a abrazarlo y decirle que le tomaba la palabra, tu primera camiseta será mía Keta, no se la prometas a nadie más, ni siquiera a tu mamá Dora.

Habían pasado tres fechas del campeonato y la Keta había sido citado para todos los partidos pero ni un minuto había tenido en el primer equipo. Era la cuarta fecha y se seguía hablando maravillas de la Keta, de las cosas que hacía en los entrenamientos, de la manera que le pegaba en los tiros libres, que no había arquero que le pudiera tapar uno y ni que hablar de los penales, imposibles, no de atajárselos, ni siquiera de adivinar a dónde los tiraría.

Tres fechas habían pasado y nada de jugar. Y yo, como cada partido de la primera, en la popular y más en estos partidos donde mi amigo tenía grandes chances de debutar, y  quedarme con la camiseta como él me lo había prometido. La Keta era un crack en crecimiento, sin techo. Un desfachatado para jugar y vestirse; un canchero  por la manera en que no se ataba los botines ya que  los usaba desatados porque decía que los cordones  eran cortos; y  a la vez muy humilde pero con mucha personalidad, muy buen compañero dentro y fuera de la cancha, no hacia una de más para lucirse él,  prefería asistir un compañero que hiciera el gol, porque para él hacer jugar al equipo era lo más importante.

Para  la cuarta fecha el enganche titular estaba en duda y casi ni había entrenado junto al equipo, entonces las posibilidades de  Keta crecían de jugar desde el inicio. Pero no. Otra vez al banco esperando su oportunidad, con sus botines amarillos, esos botines de las tres tiras a los que siempre se los criticaba porque decían que eran muy llamativos, que eran de jugadores que no le sabían pegar a la pelota. Muchas veces le insistí que él debería usar los que usaba yo y que no eran otros que aquel modelo Borusia que un tal Diego Armando lo supo usar en el campeonato que ganaron en México 1986.

Para esa cuarta fecha que jugábamos de local,  los chicos que integrábamos la quinta división fuimos designados como alcanza pelotas. Sortearon entre todos los chicos y eligieron los ocho que se necesitan para un partido de primera división, entre los que  me habían  incluido. Qué alegría que me dio, era mi primera vez como alcanza pelota. Qué alegría que me dio al  saber que esa tarde de domingo estaría de alcanza pelotas pudiendo ver el partido desde adentro de la cancha, al alcance de los jugadores de primera. Nos podríamos sacar fotos y sobre todos las dos cosas más importantes, no ir a la tribuna popular porque a veces insultaban a los jugadores de nuestro propio equipo y no me gustaba porque pensaba que alguna vez lo harían conmigo, no tenía dudas de esto. Y el otro motivo,  por sobre todas las cosas, mi mayor alegría era porque la Keta podría debutar justo ese día que estaría de alcanza pelotas.

Y así fue nomás. A los quince minutos del primer tiempo el enganche se quejó de la molestia en el recto y tuvo que salir. El murmullo comenzó a recorrer todo el estadio cuando la Keta saltó del banco para precalentar. Los que no lo conocían preguntaban quién era el juvenil que se alistaba, a lo que otros le contestaban, “es la joya del club, la Keta le dicen, viene de la quinta, dicen que la rompe el pibe”. Y así, uno tras otro, eran los elogios de los que lo habían visto jugar en inferiores. “Es un crack el pibe, era hora que lo pusieran en la primera, le pega mejor que el Diego”, se atrevió a decir alguno sin saber si alguna vez lo había visto patear un tiro libre.

Era el momento. Era la tarde que todos alguna vez habíamos soñado. Debutar en la primera división. Era el momento, era su momento, el momento de la Keta y ahí estaba  él con esos horribles botines amarillos que usaba desatados.

El partido era de ida y vuelta y la Keta no la podía agarrar. Noté que algo le pasaba, no lo veía correr bien,  tenía alguna dolencia, parecía que rengueaba. Yo estaba detrás de uno de los arcos. Terminando el primer tiempo y en el momento que se acercó a buscar una pelota para tirar un córner, me vio y se sonrió, pero a la vez hizo una mueca de dolor, por eso me  acerqué y le pregunté qué le pasaba, “los botines me molestan, me dice, el de mi zurda parece que le apareció un clavo y se me está clavando en el talón y no me deja correr bien”. Tiró el córner y el árbitro dio por finalizado el primer tiempo. Mientras la Keta y el resto del equipo se perdían  por la boca del túnel me acerqué a la Keta y le digo que no se haga problema, que le iba a buscar unos botines para que pudiera correr sin dolor.

Cuando regresé, el segundo tiempo hacía instante que había comenzado y la Keta seguía con los dolores y sin poder correr bien, a tal punto que estaban por cambiarlo. Yo ahí con los botines que le había prometido y que no era otros que los Borusia que usaba yo, y los tenía en la utilería de mi quinta división. En un momento  me vio, se acercó a la línea de cal y ahí se los di para que se los cambie. En el mismo instante que se los estaba cambiando sin salir del campo de juego, el árbitro cobró un tiro libre a nuestro favor, y la Keta, a toda carrera, llegó al lugar de la infracción para agarrar la pelota y no darle la posibilidad a nadie para que hiciera el tiro libre. 

Yo ya estaba detrás de ese mismo arco. Solo rezaba para que  los botines le calzaran bien,  porque eran del mismo número que usaba la Keta, pero nunca había usado de esa marca, no estaba acostumbrado. Sabía que si mis botines le calzaban bien, la Keta la clavaría en el ángulo. El arquero no sabía quién era la Keta, de eso estaba seguro; solo  que era un juvenil que debutaba, que nadie, casi, lo tenía registrado. Pero yo sí. Yo sabía lo que la Keta podía hacer con una pelota y mucho más con una pelota parada, sea penal o un tiro libre como el que estaba por ejecutar. El perfil era para él, para un zurdo como él. Solo atiné a contener la respiración cuando el árbitro dio la orden. 

Suave, mansita, la acarició de tal manera como siempre lo había hecho en los entrenamientos de nuestra división, pero esta vez tuvo algo más, no sé qué era, no lo podría explicar Lo que sí puedo contar que la pelota viajó  y  entró por el ángulo superior izquierdo del arquero que no tuvo ninguna chance ni siquiera de tocarla, y menos sacarla. Mansita se alojó la pelota en el fondo del arco mientras la Keta salió en una carrera desenfrenada ya sin la camiseta puesta, revoleándola al viento y a punto de tirarla a la tribuna,  en ese mismo instante le grité, “Keta, la camiseta es mía”. La Keta me escuchó y cambió el rumbo de la carrera y nos abrazamos detrás del arco de su primer gol. Al oído me dijo las palabras que nunca olvidaré, “Ya sé mi amigo, te prometí la camiseta y será tuya, nunca la tiraría a la tribuna, ni aún en esta tarde única en la que los dos debutamos en primera, si vos y yo”, al momento que se señalaba mis botines que le había prestado y con los que había marcado su primer gol en primera, ¡en su primer partido en primera!

Qué grandeza había demostrado en ese gesto y con esas palabras,  diciéndome que también yo había debutado, de alguna manera, en primera.

Y la verdad que mi amigo Keta tenía razón. Los dos habíamos debutado la misma tarde en primera. Él, como jugador en el primer equipo del Alianza y nada menos que con un fantástico gol. Y yo, haciendo mi debut como alcanza pelotas.

Al final del partido todavía estaba detrás del arco sentado sobre la pelota de aquel gol mientras escuchaba el rugido de la hinchada que se desgargantaba con el “olé, olé, oleeee, Ketaaa, Ketaaaa”

Había nacido un ídolo, ese gol que dio el triunfo había hecho lo suficiente para que ese romance naciera.

Allá a lo lejos iba el juvenil Keta, rodeado de periodistas, flashes y micrófonos en su tarde soñada.

Allá a lo lejos iba mi amigo, la Keta, y mirando  los botines que llevaba puesto, mis botines, sentía un cosquilleo dentro de mí. Eran esos mismos botines desatados de aquel genial barrilete cósmico de 1986, el mismo año en que nacimos con la Keta.

Todavía siento esas mariposas en mi panza cuando me acuerdo de esos botines que guardo en mi pieza junto a la camiseta que la Keta me regaló. Vuelvo a cerrar mis ojos y siento  que los tengo puestos haciendo el gol de mi vida, aun sabiendo, al volver a abrirlos, que nunca pude debutar en la primera división debiendo conformarme con los partidos de los sábados en el campito.

LA MALDITA REGLA XIV

El futbol en el interior del interior es distinto, se maneja de manera singular. No me refiero al juego en sí, lo digo  haciendo referencia al entorno, a lo que rodea, a los  dirigentes  que pueden y quieren  lograr éxitos de acuerdo al poder que desde sus clubes pueden ejercer sobre los presidentes y las decisiones que deben tomar, sobre las autoridades de las ligas de fútbol, asociaciones de árbitros y sobre los mismos políticos o fuerzas policíacas.

Decir Salvatierra por estos lados, era decir futbol. Salvatierra era un apellido muy conocido, no solo en la ciudad sino en todos los departamentos en donde se desarrollaban los partidos de  la Liga más grande del interior del país, la LRFSF (Liga Rural de Fútbol Sin Futuro). 

La vida de Marciano Salvatierra  siempre había transcurrido muy cerca de una cancha de futbol. Siendo jugador en sus inicios, a veces como hincha cuando no era citado y más tarde como DT en divisiones inferiores. También estuvo ligado como  utilero y canchero, acomodando las indumentarias, marcando las canchas. Y ahora, en el mundo de la redonda, como  árbitro. Sí, como referee, con todo lo que eso significa.

En el Club Deportivo Intelectual Marítimo fue en donde se inició como jugador, siendo un mediocre arquero. Su debut coincidió con uno de los mejores, sino el mejor arquero que atajó en su mismo club, entonces no pudo trascender porque siempre fue  tapado por aquel, pero más todavía por  sus limitaciones para el puesto.

Lo que nunca nadie me supo explicar es el nombre del club, en plena región pampeana ¡ponerle Marítimo a un club mediterráneo!...pero bueno es otro tema.

En sus momentos como hincha, Marciano había sido casi un barrabrava cuando en más de una vez incitó a la barra a suspender algún partido porque su equipo estaba complicado para sostener el resultado o para que no sea goleado de manera catastrófica.

Durante su rol de DT de divisiones inferiores fue uno de sus peores momentos ligados al club ya que su paciencia y su carencia pedagógica  nunca lo posicionaron de la mejor manera en el  campo de la docencia.

Cuando su tarea fue la de utilero, masajista y canchero luego de abandonar los tres palos, también fue bastante nefasta. Como ordenador de la indumentaria siempre le faltaban medias o los pantalones o se olvidaba de encender el calefón para las duchas. Tenía el botiquín casi vacío, solo un par de genioles, curitas y un poco de aceite esmeralda.

Y ni que hablar de su rol como canchero. Las hormigas invadían a menudo la cancha, habían hecho un gigantesco hormiguero en el círculo central que solo se podía esquivar rodeándolo, ya que si lo atravesabas podías caer en el fondo del mismo por la flojedad del piso en esa tierra colorada. Algunos juran haber visto, en ese mismo pozo, un par de quirquinchos  los domingos en que  el equipo  jugaba en condición de visitante.

En todos las etapas de su extensa carrera deportiva y sin precisar en qué momentos o labores,  se hablaba que Marciano Salvatierra no había sido del todo honesto en sus actuaciones. Era, se comentaba sin pruebas contundentes como siempre pasa en estos casos, muy fácil de sobornar por parte de dirigentes y hasta por los propios jugadores quienes más de una vez intercambiaban la camiseta de su club con la de este señor árbitro en el medio de la cancha ni bien terminado el partido, sin el mínimo decoro de hacerlo, al menos, en su vestuario. 

Todo esto no hacía más que alimentar las sospechas sobre el hombre de negro, que no tenía problemas de cambiar de color de acuerdo a cómo se lo ordenaba o convenía  la ocasión. Podríamos catalogarlo como un verdadero camaleón del deporte.

Así fue que, aunque incomprobable esto de los sobornos, se habló mucho de un partido cuando fue arquero del Club D. I. Marítimo, en el que tuvo demasiada participación, sobre todo influencia,  en el resultado definitivo del encuentro de ida en una final. Fue aquel recordado 0-4 en que dos goles entre sus piernas, un penal cometido y una barrera armada al revés en un cercano tiro libre, hicieron poner en duda su carrera como portero en el club. Esto último comenzó a confirmarse cuando no jugó la segunda final en la que su equipo logró remontar el resultado adverso con un contundente 5-0, consiguiendo  así  el campeonato. Lo quisieron proteger diciendo que estaba lesionado, pero todo salió a la luz cuando se lo vio en una moto nueva  no pudiendo demostrar de dónde había sacado los fondos para adquirirla.  Fue entonces que dejó los guantes para seguir con otras actividades futboleras dentro del mismo club.

Lo mismo se decía mientras se encontraba dirigiendo a los pibes en las inferiores. Mucho se dudaba  de la manera en que armaba los equipos para los partidos de los días sábados, ya que no siempre jugaban los mejores. El hijo del carnicero tenía el puesto asegurado,  según se decía  más de una vez el padre del chico le hacía llegar los matambres más tiernos de su carnicería, aun cuando el hijo era un verdadero mondongo en el arco, solo se sabía si estaba de frente o de espalda por el uno en su buzo gris. Como también jugaba sin ser nunca sustituido el hijo del dueño de la casa de deportes más importante de la ciudad. Por supuesto, en ella se vestía con los equipos deportivos de última moda sin desembolsar una sola moneda. La cinta de capitán siempre la llevó  inmerecidamente el  número cinco, mal compañero y peor jugador, pero claro, su mamá era la peluquera que atendía a la esposa de Marciano Salvatierra,  a la que no le abonaba  ninguna tintura ni planchita para su cabello. Pero el sumun de lo incomprensible  era el pibe que jugaba de centro delantero, el “goleador” del equipo (3 goles en 28 partidos en el año, dos de penal), el hijo del dueño de la concesionaria en el que Marciano había “comprado” su último automóvil.

Entonces aquello de las dudas por su honestidad, de lo sobornable que parecía que había sido como jugador, se habían instalado también en los distintos puestos que siguió ocupando, en este caso como DT en las divisiones inferiores.

Durante su paso por  la barra brava era el encargado de la contratación de los micros para viajar. No solo  le cobraba sus partes a cada hincha, sino que “solicitaba” aportes a los jugadores y dirigentes para alentar “con el corazón y sin ningún otro interés  por los colores (de los billetes) de su querida camiseta aurinegra”, quedándole una gran ganga en los partidos de visitantes.

Como canchero entre diversas  tareas que llevaba a cabo, la de marcar la cancha era una de las más importantes. Por lo tanto ponía mucho énfasis en la cuestión. Se encargaba de comprar la cal para hacer correctamente la tarea, pero claro, como no podía ser de otra manera, la cantidad de bolsas que compraba le terminó alcanzando para terminar su fastuoso quincho en el fondo de su quinta. Luego de esto, cambió el sistema de marcado, dejando la cal de lado para hacerla con pintura sintética, pudiendo de esta manera pintar, más de una vez, su casa.

A pesar de tantos “sin sabores” cerca de la redonda (por supuesto, cuando jugaba, ya que fuera de la cancha solo recibió beneficios), decidió  terminar su relación con la pelota en los roles mencionados e inició inmediatamente su carrera  como árbitro. Sí,  uno de los más denigrantes trabajos que alguien puede desempeñar relacionado al futbol. El otro es el de policía.  

Ser árbitro es ponerse en tela de juicio cada domingo, cada partido en el que tenga que impartir justicia. Nunca los protagonistas quedarán conforme con la actuación de un árbitro. Menos las parcialidades. Ganen o pierdan. Y dentro de ese inconformismo la salida más fácil es decir que el árbitro es un vendido, un corrupto, que arregla partidos por dos mangos e infinidades de cosas, que pueden ser ciertas, pero jamás comprobables.

Aparte de árbitro, y de todas sus actividades en el fútbol,  Marciano Salvatierra  tenía una numerosa familia conformada por su señora, Julia Esperanza, tres hijas mujeres, Julia Gloria, Julia Paz y la más chica,  Julia Dora Salvatierra, la más simpática, al menos es lo que se decía en el vestuario del club. Tal vez por la onomatopeya de su nombre.

Cuatro varones completaban la numerosa familia Salvatierra, entre los cuales estaban los trillizos. Los famosos trillizos Salvatierra. Cristiano, Ciriaco y Crisanto Salvatierra. El cuarto varón era Santos Julio Salvatierra, más conocido como el Tupamaru (¿?)

Todos sus hijos fueron deportistas o relacionados directamente con actividades deportivas. Las dos Julias más grandes eran muy hábiles en lo de las telas, una nueva actividad que se estaba desarrollando en el club. En cambio Julia Dora, sin tanta destreza para las telas, estaba en el grupo de las porristas y en poco tiempo se transformó en  una de las más ovacionadas por la hinchada.

Sus cuatro hijos fueron jugadores de fútbol con un poco más de suerte que su padre y cierta honorabilidad también. El muy devoto Santos Julio, repartía sus fines de semanas entre el fútbol y la religión, ya que estaba transitando el camino hacia  los hábitos como sacerdote para transformarse en el Padre Santos Julio Salvatierra.

Los trillizos estuvieron siempre a full con el deporte y poco hicieron por terminar sus estudios o conseguir un trabajo digno, total, como siempre decía su padre Marciano, al final del camino los encontrarán a la derecha del señor gracias a la colaboración de su hermano mayor, el presbítero Santos Julio Salvatierra.

Así se encontraba conformada la familia del corrupto señor árbitro, Marciano Salvatierra, que gracias a “sus indiscutibles actuaciones”, fue trepando, como no podía ser de otra manera, hasta posicionarse como uno de los árbitros “más potables” si se quería lograr un triunfo determinante. Su vertiginosa carrera como mediador de la justicia deportiva fue muy difícil de comprender o mejor dicho, muy complicado en poder comprobar tal escalada en el ranking arbitral.

Entonces nadie dudaba que en los partidos difíciles  sería nombrado él para impartir justicia (o injusticia, depende  en qué lugar  uno se podría encontrar) Por supuesto que esto se debía a la permanente e inescrupulosa colaboración del presidente de su asociación de árbitros, la AAACF (Asociación Argentina de Árbitros Confiables de Fútbol), a lo que mucho interpretaban por esas siglas como Agrupación de Árbitros Altamente Corruptos y Financiados.

Marciano Salvatierra comenzó dirigiendo divisiones menores hasta que a la vuelta de su primera temporada y gracias a los beneficios que le otorgaban y amparaban los dirigentes de los clubes más importantes, lo situaron en árbitro de Primera División Nacional.  Estaba muy bien posicionado dirigiendo Nacional B, la segunda categoría del fútbol argentino. En apenas dos años llegó a ser internacional gracias a sus relaciones en la CONMEBOL, y por ende, en la FIFA. Mucho se dijo de su amistad,  nunca negada, con Don Julio que fue visto en varias oportunidades junto a  Marciano Salvatierra  pescando carpas  en el arroyo de Álvarez o “cazando” lechones encerrados por la zona rural del paraje de La Quemada.

La desventaja que tuvo en su carrera fue que comenzó de grande en el arbitraje, por lo que solo pudo dirigir dos años como internacional, pero con la suficiente suerte de poder hacerlo en el Mundial 2014, en nuestro querido país  hermano, Brasil.

En ese mundial tuvo la “fortuna” de arbitrar aquel famoso Brasil 1 Alemania 7. Luego del catastrófico resultado la mayoría de la torcida local acusó a Marciano Salvatierra, más siendo argentino,  por tremenda derrota histórica. Luego se supo que fue todo lo contrario, ya que gracias a Salvatierra, euros y reales de por medio facilitados en el entretiempo por el presidente de la CBF,  el resultado no fue más denigrante para los brazucas. Luego del partido y ya en el vestuario, todos saludaron y agradecieron a Marciano porque gracias a él los alemanes no le habían propinado una docena de goles. 

Luego, en off, en una radio carioca, mientras disfrutaba en la playa de Copacabana con una pequeña zunga verdeamarella,  se supo que Salvatierra había declarado: “si no los dirigía, los brasileros se comían quince con los europeos”.

Luego de su actuación mundialista, Marciano Salvatierra volvió a dirigir en sus pagos, en la Liga que lo vio nacer, la LRFSF. Antes fue galardonado por las máximas autoridades del arbitraje argentino con la condecoración intransigente a la  Honestidad, Justicia y Ética Deportiva (sic).

Sus años le habían dado experiencia y autoridad pero debido a una várice debajo de su ojo derecho no podía… ¡correr muy bien! (¿?) y mucho, según él. Por este motivo prácticamente no salía del círculo central y pitazo va pitazo viene, los equipos casi no llegaban a las áreas para que el partido “no se le fuera del alcance de las manos”. Solo salía del círculo central cuando jugaba en la cancha de su club, el Marítimo, debido a aquellas hormigas que se mantenían firmes en su gigante hormiguero como extrañando a aquel canchero que las solía alimentar con kilos de azúcar. Se decía que esas hormigas habían llegado a pesar hasta  setecientos gramos por lo que cuando salían del fondo del hormiguero se hacía muy complicado gambetearlas.

Justo en esa cancha que lo viera iniciar con sus andanzas, una recordada e inolvidable  tarde dirigiría su último partido como juez principal del encuentro.

El destino quiso que se jugara el partido final del Torneo Campeonato entre el equipo local, el club de toda su vida los aurinegros del Barrio Norte, el Club Deportivo Intelectual Marítimo, contra el Club Atlético Fútbol y Patín de la vecina localidad de El Embudo.

En el equipo local jugaban sus tres hijos, los trillizos Cristiano, Ciriaco y Crisanto. Su cuarto hijo, Santos Julio, que ejercía como cura en la parroquia de la ciudad,  también se encontraba en el estadio ya que había sido convocado por el presidente del club local para que bendijera las nuevas camisetas que utilizaría el  equipo local, aquellas negras y amarillas a bastones.

Su hija Julia Dora también estaba involucrada, ya que se había afianzado como botinera, y no precisamente por lustrar los botines sino por conceder diversos favores a los jugadores del equipo de la reserva local. Julia Dora tenía muy  claro que   no se podía enredar  con los de primera ya que sus hermanos trillizos jugaban en el equipo. De la Julia Dora se podían decir diversas cosas, algunas por envidia, lo que no se podía decir era que no tenía códigos.

Entonces el panorama era el siguiente, en la final de la Liga en el equipo local estaban embrollados varios Salvatierra a saber: jugadores, cura y botinera. El partido,  “casualmente”, sería dirigido por su padre, Marciano Salvatierra, de una casi intachable carrera como árbitro, solo algunas infundadas dudas alrededor de él por sus polémicos fallos y actuaciones, lo ponían  en tela de juicio.

Según comentó Salvatierra muchos años después, había sido tentado por el presidente del equipo de El Embudo para lograr fallos que le posibilitaran quedarse con el campeonato. Pero nada de eso ocurrió en definitiva, ya que el club de sus amores logró “me-re-ci-da-men-te” el campeonato.

De este logro fue testigo la mitad de la ciudad que acudió a aquella definición, la otra mitad pertenecía al clásico rival y  hacía fuerza en contra para que perdiera, ya que un triunfo de los aurinegros los depositaria en la tan temida categoría de la “B”. Todos los espectadores eran locales porque la parcialidad visitante, como se  acostumbra hasta estos días, no podía concurrir.

El partido fue de trámite intenso, así declararon los jugadores. Las acciones se repartieron, es lo que escuché del cura Salvatierra, dispuesto en todo momento a salvar al club de sus hermanos con sus ruegos y plegarias.

“Se pararon de contragolpe, se metieron en su área”, manifestó a los medios el DT de la visita, pero nunca se quejó del penal que cobró Marciano Salvatierra. “Estuvo bien cobrado”, continuó frente a  los micrófonos en la conferencia de prensa. “Es más, nos salvamos que nos echara el arquero por la infracción que cometió como último hombre, o mejor dicho, interrumpió una acción manifiesta de gol” (toma para vos, eso es saber declarar). Para terminar diciendo y sembrando un manto de dudas con sus siguientes palabras,  “la ejecución, me pareció que fue un tanto desprolija y posiblemente  fuimos un poco perjudicados, pero bueno, tendremos revancha el próximo año”. Un caballero el tipo, más aún luego de averiguar cómo había sido ejecutado aquel penal.

La ejecución de aquel famoso penal  quedó en la historia del futbol, no solo regional sino mundial por la participación del árbitro  Marciano Salvatierra, más que por el penal en sí mismo.

Un reportero que estaba apostado detrás del arco en que se ejecutó la pena máxima, me transfirió su mirada sobre el hecho. El relato de mi colega fue el siguiente:

“El penal estuvo muy bien cobrado, te digo más, debió expulsar al arquero de la visita, pero creo que no lo hizo porque estaban jugando el quinto minuto que había adicionado al tiempo reglamentario. Solo por eso. Se patearía el penal y terminaba el partido. El asignado a patearlo era el arquero del equipo local, uno de los trillizos Salvatierra, Crisanto si mal no recuerdo. Y lo pateó. Su disparo dio en el travesaño, pero  el árbitro lo hizo ejecutar nuevamente esgrimiendo invasión de los jugadores visitantes, que a decir verdad, desde atrás del arco no lo puedo aseverar. Se quejaron un poco, pero aceptaron la medida. El arquero visitante era muy penalero y se comentaba que  había atajado diecisiete penales a lo largo de la temporada (muchos en los entrenamientos, por supuesto), entonces era una buena oportunidad para demostrar su capacidad goicochereana. 

El trillizo  arquero arrugó y no quiso patearlo nuevamente, entonces se lo cedió a su otro trillizo, a Cristiano, que lo ejecutó de una manera tan pronunciada que el arquero, demostrando ahora sí su capacidad penalera, no tuvo inconvenientes para quedarse con la pelota entre sus manos. Pero nuevamente el árbitro anuló la ejecución diciendo esta vez que el arquero se había adelantado ¡15 centímetros! según se pudo constatar en el video rec y por tal motivo nadie del equipo visitante reclamó. Salvo algún tibio altercado del utilero del Club Fútbol y Patín  que le arrojó agua al cuarto árbitro”.  

Pero esto no fue nada comparando con lo que siguió relatando el fotógrafo con respecto al recordado penal. 

“La tercera ejecución fue depositada en los pies del tercer mellizo, Ciriaco Salvatierra. Era técnicamente el más rústico de los tres, y de todo su equipo, pero confianza noté que le sobraba. Puso la pelota en el manchón blanco de los doce pasos y hacía ella fue con una fiereza inusitada, su cara se había transformado de una manera que daba miedo mirándolo desde atrás de la red. Todos imaginábamos que le iba a pegar fuerte al medio ya que el arquero era de jugársela hacia uno de sus costados. Y fue así nomás que Ciriaco le pegó con tanta  fuerza que las venas de su cuello se hincharon de una manera nunca vista antes en un ser humano, pero inconcebiblemente la pelota no recorrió más de cinco metros, ¡no llegó a ingresar al área menor!”. 

El fotógrafo continuaba ensimismado en el relato de aquel fatídico penal que parecía que nunca tendría final.

“El público no sabía qué había pasado ya que estaban demasiado lejos debido a la pista de atletismo que los separaba del campo de juego. Luego se enteraron que al pegarle al balón, Ciriaco no se dio cuenta que se le cruzaba un quirquincho de esos que solo aparecían los días domingos por la tarde y que pocos habían podido ver alguna vez. Por tal razón lo que llegó a las manos del arquero no fue  la pelota sino el pobre bicho del duro caparazón”. 

“Todos pensaban que terminaría ahí, pero no. Marciano Salvatierra árbitro del encuentro pero más padre de sus trillizos, anuló la ejecución diciendo que él no había dado la orden, que había sido un silbato de la tribuna. ¡La que se armó ahí! Empujones, punta pies, todos contra  la humanidad del hombre de negro que esa tarde lucía de verde para no confundirse con la camiseta aurinegra de los locales”.

Pero decime, se suspendió el partido, le pregunté al comentarista circunstancial.

“Para nada, dijo el veraz narrador, el mismo Marciano colocó la pelota en el punto penal para que sea ejecutado por cuarta vez. Era algo inconcebible, pero hasta ese momento todo legal, nunca se había apartado del reglamento. Primero por la invasión, luego por el adelantamiento del arquero, y por tercera y penúltima vez, por la orden que él no había dado. Ya nadie tenía dudas que se trataba de un penal maldito”.

A esa altura del relato el gordo fotógrafo se había tomado su tercera cerveza para tratar de  finalizar con el relato que me tenía sentado en el borde de la silla.

“Al cuarto penal  no lo quería patear nadie, estaban todos en estado de pánico por miedo a errarlo y perder el campeonato, ya que el empate le daba el triunfo al equipo visitante y por consiguiente, darían la vuelta olímpica en la cancha del local. Los jugadores del Marítimo tenían sus piernas entumecidas, habían entrado en estado de pavor aterrorizados por lo que podría suceder.  En un momento dado se vio el ingreso de  Santos Julio Salvatierra, sí ¡el cura de la ciudad! Con paso firme y revoleando la negra sotana se plantó frente a la pelota, dijo unas oraciones y  bendijo la numero cinco, como exorcizándola, tomó carrera y le pegó a la pelota, de tal manera,  que entró ajustadamente, como pidiendo permiso,  en el ángulo superior derecho. Golazo, inalcanzable, ni tres arqueros lo hubiesen atajado”.

Me imagino el quilombo que se habrá armado luego de aquella situación imposible de comprender, insostenible de argumentar, fuera de toda legalidad, le acoté.

“Es cierto  el lío que se armó, ya que invadieron la cancha los hinchas visitantes, que no habían ingresado como tales, sino como neutrales. El Comité Ejecutivo convalidó el penal y por consiguiente el campeonato para los marineros, tal el mote del equipo local. Ellos argumentaron  que el pateador se mantenía fichado en el club del que debía ejecutar la pena máxima, por lo tanto estaba habilitado, y más, por la envestidura que llevaba y que representaba ni más ni menos que a nuestro Papa Francisco, tan futbolero, o más, que cada jugador de nuestra selección nacional.”…

Con el tiempo crucé a los trillizos en la plaza del pueblo que iban acompañando a su padre Marciano Salvatierra, que con una mano se agarraba de uno de sus hijos y con la otra llevaba un bastón blanco, sinónimo de la ceguera con la que había quedado luego de la paliza que le dieron aquella tarde, en la que por primera vez nada tuvo que ver ya que se había ajustado a la fría letra del reglamento pero sus antecedentes de árbitro sobornable,  lo condenaron. 

Él desmentía que la ceguera había sido por la golpiza en aquella tarde del penal maldito, como se lo sigue recordando a aquella sanción técnica contemplada en la Regla 14°.  Marciano sigue  sosteniendo  que se le había reventado aquella conocida várice debajo de uno de sus ojos.

Muy poco era lo que podía ver, y a veces solo lo que le convenía, de igual manera que cuando arbitraba. Se comenta que ahora estaría incursionando en el equipo de los Murciélagos, nuestra Selección Nacional de Fútbol para ciegos, en la que sacaría cierta ventaja, como siempre, ya que fue declarado ciego para poder cobrar la pensión pero algo siempre podía espiar.

“Había que entenderlo, pero Marciano Salvatierra, es el segundo mejor árbitro que vi dirigir en el mundo”. (Textuales palabras del presidente de la LRFSF registradas por el periodista Fernando Jesús, en un periódico local)

Coincidí plenamente con estas palabras, es más, podría agregar y asegurar, que Marciano Salvatierra, y toda su familia,  eran almas  de otro planeta.

LA CONOZCO SEÑORA

Daniel, Dani para su familia, la Gallina para el resto del mundo futbolístico.

Era un muy buen número ocho. Volante por derecha le dicen en estos días, carrilero, pero sin las características de los que juegan en ese puesto ahora, correr ida y vuelta, recuperar, obediencia debida con el DT, etc. Finalmente no sabes bien si es ocho, cuatro o siete.

La Gallina era uno de su época, de “los de  antes” dicen los que no se animan a decir “de los que jugaban bien”. Cuando digo uno de su época, significa sinónimo de un Negro JJ, un Hacha Ludueña, o  porque no, un Chino Benítez o Pitón Ardiles.

Era un ocho de manejo y pisada, de gran panorama, que nunca cabeceaba una pelota porque siempre la paraba con el pecho para no perder el control de la misma,  y  salía jugando por abajo, con la pelota bajo la suela, siempre bajo los trece tapones, mucho mejor si estaban gastados.

Un inside derecho con la mirada siempre en el arco del frente. Un ocho que la recibía en su callejón, ahora es carril,  y metía un cambio de frente para el diez, o para el viejo wing izquierdo, como si nada, como se da ahora un pase de diez metros.

Un ocho con gran precisión en su pegada, como dije, para hacer un cambio de treinta metros, o clavártela en un ángulo cuando el tiro libre era para su perfil.

Le gustaba, como al resto del equipo, jugar bien, tratar bien a la pelota, que saliéramos jugando, por eso se sabía enojar cuando alguno de los defensores la despejábamos con un disparo largo y destino incierto, ahí nomás   la Gallina nos gritaba, “salgan jugando, parecen Hrabina, che”. Y eso que el ruso era de su equipo, el de Boedo.

Pateaba los penales de nuestro equipo, y en los tres años que compartí camiseta, nunca erró uno, ni siquiera en las prácticas. De los años compartidos, el del ´89 fue un equipo memorable, por lejos uno de los  mejores  que integré. Siempre decía que no se debería cobrar entrada para que la gente viera a ese equipo, al revés, la gente debería haber pagado, voluntariamente lo que considerara,  cuando saliera de la cancha, seguramente  que la recaudación se  duplicaría largamente.

La Gallina era de tomar mucha agua, no solo en el entretiempo, sino, y gracias a su posición de jugar pegado a la raya, durante el partido mismo. El agua que tomaba no era tanto para refrescarse o recuperar el líquido perdido, para nada, ya que no era un derroche de despliegue su atildada manera de jugar. Lo que pasaba era que hablaba tanto que se le secaba la boca. 

Verborrágico como pocos, capitán del equipo,  muy amigo de todos los árbitros, y parientes de varios, digo,  no sé, me imaginé siempre, por el diálogo permanente y la confianza  que tenía con los hombres de negros. Y no me refiero a los de la serie, sino a  los del silbato y tarjetas en sus bolsillos.

Permanentemente estaba hablando con los colegiados, como anticipé, pero también con compañeros, rivales y hasta con los de afuera, sobre todo cuando le recordaban por algún  kilo de más, o le preguntaban cuando colgaría los botines.

Era una cosa que no paraba de hablar, era como los relatores de las radio, la lleva tal, cambiala, toca, frenate, dámela, pateaaaa… Era un manual de indicaciones, solo le faltaba la voz del GPS.

Siempre lo recuerdo, no solo como jugador de fútbol, sino, sobre todo, por lo buen compañero, buen tipo, al menos conmigo. Siempre hablando, siempre con la chispa de un cuento o una  salida ocurrente.

Nunca me voy a olvidar cuando llegué a jugar mi primer partido, me recibió con estas palabras: “hola Flaco, llegaste al club más pobre del mundo”. ¡Qué razón tenía! Nunca se dirigió hacia a mí por mi nombre, apellido o sobrenombre, siempre me dijo Flaco. Y eso que los dos éramos plumíferos.

Un tipazo la Gallina. Muy hincha de San Lorenzo y de profesión albañil.  Nos hicimos muy amigos, y éramos uno de los pocos que siempre nos quedábamos después de los partidos de local, a comer un chori y a tomar unos prittyados, tiempos en que por estos lados no existían las isotónicas. Aunque pensándolo bien, si hubiese existido ese tipo de bebidas, no hubiese sido una buena combinación para con el tinto. 

Muchas veces me abrió las puertas de su casa en donde me bañaba después de los partidos, y siempre pintaba la ocasión  para seguir la charla tomando y comiendo algo. Vivía muy cerca de la cancha, detrás del arco que daba al oeste. Su señora era muy amable y paciente con la Gallina, que siempre le tiraba algunos palos por su silueta. Con humor, y cariñosamente, siempre la llamaba Gorda, la señora lo tenía asumido, y conociendo lo charlatán que era, no le llevaba el apunte después de tantos años de matrimonio.

Jamás olvidare uno de los tantos días que fui a su casa, su familia estaba acostumbrada a que los visitara,  ese día la señora de la Gallina no estaba. ¡Qué frío hacía!, pleno Julio, el sol había caído y  ya estaba prácticamente helando a esa hora. Habíamos organizado un asado económico con motivo de mi cumpleaños, y entre goles errados, vueltas olímpicas  y algunos reiterados brindis, se hizo la medianoche. De pronto escuchamos que alguien golpeaba la puerta de chapa. Una y otra vez  cada vez con más insistencia, pero la Gallina hacía caso omiso. Con el correr de los minutos  los golpes, se podrán imaginar,  eran dados con el puño cerrado, y era notable un grito femenino de “abran la puerta”. Fue entonces que el dueño de casa me dijo que me fijara de quién eran los golpes y el pedido de apertura, ya que yo me encontraba más cerca de la puerta, a esta altura, seguramente abollada.  

Me levanté y llegando a la puerta pregunté quién era, a lo que me contestó, reconociéndome la voz,  “soy yo Pato,  la señora del Dani, abrime, que me olvidé la llave”. Por la mirilla de la puerta de chapa confirmaba que la abundante silueta que me devolvía la penumbra, efectivamente, era la señora de la Gallina.

-Es tu señora, Gallina, trae la llave, apurate que está frío afuera, le dije.

La Gallina se levantó con toda su pachorra y mientras se acercaba cancinamente hacia la puerta,  como cuando iba a acomodar la pelota en el punto del penal, me preguntó si estaba seguro de que era su señora, a lo que le contesté afirmativamente.

Siempre haciendo bromas la Gallina, y esta vez no fue la excepción. Se acercó a la mirilla para constatar que era su señora y viendo que tiritaba por la cruda temperatura invernal, le preguntó quién era y qué andaba buscando.

La señora comenzó a levantar temperatura y le suplicaba que le abriera con el “Dani abrime, dale que hace mucho frío,  soy tu señora”

- “¿Cómo que sos mi señora?  ¡Si yo me casé con una flaquita!”- Le preguntaba y afirmaba  irónicamente la Gallina desde adentro. 

-“Disculpe señora, ¿nos conocemos?” Concluyó  abriéndole la puerta a esa helada y  “desconocida” mujer.

EL VERDADERO DEBUT DE UN TAL...

La confusión y las equivocaciones fueron tan grandes que se ha mentido durante más de cuarenta años sobre la verdad absoluta del acontecimiento que relataré. Suceso como este es muy difícil, podría asegurarlo sin temor a equivocarme, que se vaya a repetir al menos en los próximos cinco siglos.

Todos dicen haber escuchado cuando Montes le dijo, “vaya y haga lo que sabe”.

Cuando ese “todos han escuchado lo que dijo el DT”, me refiero a los que asistieron esa tarde al estadio de Boyacá. A medida que transcurre el tiempo son más las personas que dicen haber estado esa tarde y en ese momento en el citado lugar. Por lo tanto, calculo que ya más de doscientas mil personas dicen haber oído aquellas palabras de la boca del orientador táctico. Pero en realidad me alcanzan los dedos de una mano para enumerar los que pueden atestiguar lo que pasó,  cuándo y dónde pasó realmente.

La verdad de la milanesa no es como todos la conocen, como la cree haber registrado  algún semanario deportivo con bombos y platillos. No, para nada es como está señalado en los distintos medios. Mentiras, no solo en esa revista deportiva, sino en tantos reportajes a jugadores y técnicos que creen saber el momento exacto del trance acaecido  sintiéndose testigos del episodio.

Y mira lo que te digo, hasta muchos jugarían lo que no tienen para decir que escucharon cuando ese tal Montes le dijo, “vaya y haga lo que sabe”, y no lo que otros dicen que le dijeron, “hágala bailar entre  las piernas”. Pero la instrucción fue otra, totalmente distinta, y me atrevo a decir que fue una obra llena de creatividad muy personal, y bien juvenil.

 

 

 

 

Ni por asomo con lo que todos escribieron gastando litros de tinta y toneladas de papel con la intención de dar fe en los titulares de sus periódicos, revistas y folletos partidarios. Energía sin medir se usaron en las marquesinas de los distintos canales de televisión. Voces emocionadas de relatores, comentaristas, algunos obsecuentes de aquellos instalados en el campo de juego, y ¡hasta las mismas voces en los comerciales!, haciendo comentarios de algo que no se ajustaba a la verdad absoluta.

Todos y cada uno de ellos estaban convencidos que eran propietarios de la primicia de un hecho trascendental en la vida de un pibe, y sobre todo, en la historia mundial del fútbol. Nada más lejos, desacertados y embusteros. Todos ellos estaban expresando una gran falacia con lo que realmente había sucedido. 

Era un partido de fútbol y solo eso. Uno más de los miles que se juegan los fines de semana a lo largo y ancho de nuestro país.

Se podían escuchar comentarios emocionados  de Dante Zabatarelli o el Gordo Muñoz, “ahí hace ingreso, y presto a debutar por primera vez (obviamente, ¡si es un debut!), y de manera imperiosa, con su cabellera ensortijada, la mayor promesa del fútbol argentino, la que sin dudas nos dará muchas alegrías”. 

Al final del partido un ocasional rival, como el Chacho, sostenía que  “nunca supo dónde y cómo marcar a ese purrete que en su debut osó tirarme y hacerme un caño”. Y ni que hablar de la prensa escrita al otro día en cada uno de los periódicos, las cosas que ponían, “que el pibe, con solo 15 años había de-bu-ta-do en la cancha de toda su vida y que patatín y patatán. Querían convencer a la gente del debut de aquel numero dieciséis, que luego sería siempre diez.

El único molesto y enojado por aquel acontecimiento  fue Rubén Aníbal Giacobetti, al que ni las gracias   nunca le dieron por haber cedido su lugar.

¿Pero si todo aquello que dicen que sucedió fue mentira, según lo que me contaron, cómo fue entonces el momento épico del que prácticamente nadie conoce, y del que yo estoy tan seguro que sucedió de otra manera,  en otro lugar, y mucho tiempo antes?

 

 

 

 

Bueno, esta es la verdadera historia según lo recibido de boca de uno de los protagonistas del suceso. Esta sería la verdadera historia del “Debut Oficial” del pibe.

El Negro había venido, no con una, sino con las dos manos atrás, desde la ciudad de Eva Duarte. Como contratista rural que era, yendo de pueblo en pueblo se había hecho muy asiduo a esos tipos de lugares de la noche, de mujeres alegres y copas llenas de burbujas. Tan cliente de la noche se hizo que se interesó en el negocio, aparentemente fácil, y que en realidad no era tan así, pero sí mucho más liviano que andar renegando con viejas máquinas cosechadoras, de correas cortadas, plataformas caídas  y puntones de maiceros rotos. Entonces se hizo cargo de la whiskería  en el paraje de La Curva, a escasos kilómetros de donde vivían los hermanos venidos de Los Toldos.

Mi “Pobre Negro”, tal el nombre de la firma dedicada a tareas rurales, como se hacía conocer él, comenzó a regentear  un bar. Tacones altos  y polleras cortas,  luces bajas de multicolores, la música ha pedido del cliente con un simple níquel de un mango. El Negro, hermano de mi amigo el Gordo.

El Gordo Eduardo, un gran descubridor de talentos que corren detrás de la pelota. Un arquero de poco fuste en los años en que había llegado por estos lados y con el que solía colaborar cuando organizaba torneos de fútbol infantil en su pueblo adoptivo. El Gordo Eduardo es el que sabía de la redonda, lo mío era marcar las canchas, tener el bidón siempre listo y  no más que eso. Porque lo mío era otra cosa. Lo mío  era el comercio ambulante con un abanico muy amplio, desde lo material pasando por asesoramientos pocos convincentes y prestaciones de servicios.

Fui  un trotamundos de la compra y venta. Había tenido una imprenta en escritura Braille y fui visitador médico; hice intercambio de animales exóticos, como fue el caso de la masiva exportación de cóndores enanos que hicimos al Zaire y que no eran más que pichones de chimangos;  o la venta muy redituable de los delfines rosados que envié a Finlandia, con garantía de color de una semana ya que al séptimo día comenzaba a chorrearles la pintura sopleteada con la que los cubríamos. Pero de esto podremos conversar en otra oportunidad porque ahora estoy dedicado a la venta de botones. Sí, estoy trabajando desde hace un tiempo para una botonera muy conocida en nuestra provincia como lo es La Botonera Policial.

 

 

Así pude transitar gran parte del país. No sé si sabrán que en la vida del comerciante itinerante el tiempo es lo que suele sobrar, más en esas largas siestas provincianas que para ahorrar el mango se trata de dormir en el mismo auto. Así se acorta la tarde a la espera de que  los comerciantes comiencen a abrir los locales.

Y un botón basta de muestra, ya que estamos en el rubro. Fue así que  en una de esas siestas agobiantes por el rigor del febo de verano, en la localidad correntina de Esquina,  me puse a ver un picado entre guríes. Guríes porque estaba en el litoral, si hubiese estado en Buenos Aires serían purretes o chabones, o por el norte, changos,  chatos en la Patagonia y pibes o mocosos por estos lados.

Como les había comentado, estaba también ligado al fútbol como un simple colaborador de mi amigo el Gordo Eduardo. Con él aprendí a diferenciar al que jugaba bien, al que la rifaba, o al que solo pegaba patadas. Eran estos los que más me gustaban, porque mostraban mucho carácter a la hora de enfrentar a los detestables árbitros.

Fue así que me acerqué al que hacía las veces de DT para interiorizarme de las actividades de los pibes que tenía a su cargo en ese más que pobre club del interior. Entonces me contó que jugaban en una pequeña liga local y ocasionalmente en verano, cuando la competencia oficial se detenía, solían salir a participar en torneos del interior del país.

Y ahí se me prendió la lamparita, pensando que a mi amigo el Gordo era lo que más le gustaba hacer en su escuela de fútbol. Por lo tanto lo puse en contacto a Don Eliseo, tal el nombre de este correntino, con el Gordo Eduardo para que vieran la posibilidad de participar en el tradicional torneo que se hacía en el mes de febrero en El Embudo, el pueblo de mi amigo.

Recuerdo que rápidamente se pusieron de acuerdo. Pronto me di cuenta que el nivel de los guríes correntinos era muy parecido al de los cordobesitos del Gordo.

Recuerdo que Eliseo puso una sola condición y que no fue otra que le dejaran llevar un pibe que no vivía  ahí en Esquina sino en Capital Federal pero como su padre había sido nativo de allí, a las vacaciones siempre las pasaba en el pueblo de su padre.

 

 

Ningún problema, le dijo el Gordo Eduardo y fue entonces que confirmaron la presencia de los correntinos para el próximo Torneo Nacional de Futbol Infantil denominado en esta ocasión, “Los chicos primero”.

Febrero llegó prontamente y el torneo estaba a punto de iniciarse. Las delegaciones de distintos puntos del país habían llegado al pueblo y los pibes habían sido alojados en casas de particulares que gentilmente siempre estaban dispuestos a albergar a los niños que asistían al torneo.

Recuerdo muy bien que el Gordo Eduardo llevó a su casa a tres pibes “correntinos”, al pibe cuyo padre era de Esquina y a dos amiguitos que había traído por expreso pedido del padre para que no se sintiera tan solo. En realidad no eran tan “correntinos” ya que vivían en Capital Federal, pero jugaban para el club de Esquina debido a la relación paternal con aquella localidad mesopotámica.

Eran muy despiertos estos tres porteñitos, rápidos con la lengua y ni que hablar con la pelota. Nunca los llamábamos por sus nombres, nunca supimos cómo se llamaban ya que se manejaban con sus sobrenombres. Goyo, Montañita y Pelusa, inseparables por la pelota y en la vida.

Nunca vi nada igual. Nunca vi cómo jugadores se podían entender de la manera que lo hacían estos tres pibes. Ganaron el torneo de punta a punta y el cariño que la gente les daba hizo que se encariñaran tanto con el pueblo que le pidieron a Don Eliseo, su DT, que los dejara pasar una semana más de vacaciones en el pueblo adoptivo del Gordo Eduardo.

Vía telefónica pidió autorización a Don Chitoro, padre de Pelusa, lo que le fue autorizado de manera inmediata. Teniendo en cuenta que la delegación correntina no hacía escala en Capital Federal para dejarle a los tres purretes,  mi amigo le prometió enviarlos en un remis a Villa Fiorito, lugar donde vivía su hijo.

La confianza que habían agarrado, no solo en la casa del Gordo, sino en el barrio y en todo el pueblo, era increíble. Nunca salían sin la pelota en los pies y  eran capaces de ir de punta a punta del pueblo, está bien que no era muy largo El Embudo, sin que se les cayera de los pies o de la cabeza.

 

 

Por las tardes iban a la plaza a hacer malabares con una, dos y tres pelotas a la vez, ganándose unos buenos pesos a la gorra. Claramente se notaba que el más grande, Pelusa,  era el que menos habilidad tenía. Lejos el Goyo era el mejor de los tres. Hacía cosas que hasta el día de hoy no he podido ver, y que se me caigan las uñas de los pies si miento.

Pero el día no terminaba cuando caía el sol. La noche los tenía de protagonista porque siempre los invitaban a cenar en distintas casas, llenando de historias porteñas a este pequeño pueblo que les ofrecía seguridad, sin ningún peligro de nada, ni nadie. Sin nada que sobresaltara la estadía de estos pequeños crack de la pelota.

Hasta que un día pasaron cosas.  Una tardecita, con el sol caído, el Negro Edgardo, hermano del Gordo Eduardo, le dijo a Pelusa  que si lo podía acompañar hasta el paraje de La Curva ya que tenía que llevar unos cajones de gaseosas a su “boliche”, en aquella chata Peugeot. El pibe no dudó un segundo en aceptar, sin saber qué encerraba la palabra “boliche”.

-¿Y nosotros no podemos ir?- Preguntaron los otros dos amigos.

- No, es un toque, vamos y volvemos, aparte los cajones son muy pesados para ustedes- argumentó el Negro como para convencerlos.

- Vamos y venimos- le dijo el Negro a su hermano. Eduardo sabía que  ese “vamos y venimos” podría tener otras intenciones y consecuencias. Sabiendo que podrían pasar cosas fue que le dijo, ojo Negro que el  Pelusa  es menor.

Para allá salieron los dos. El ex contratista rural, ahora dueño de la noche, y  el futuro súper crack en busca de una nueva aventura sin saber en realidad lo que sucedería para contar a sus amigos a su regreso.

Cuando llegaron, rápido como en la cancha, Pelusa sobró la jugada y supo de qué se trataba la ágil maniobra del Negro, ya que ni bien llegaron al “boliche” comenzaron a aparecer algunas señoritas que lejos estaban de parecerse a lo que serían tiempo después las botineras, que aún no se habían inventados. Pero obvio, este no era un pibe más, era el Pelusa de Fiorito.

 

 

 

 

No le entraba la sonrisa en la cara a Pelusa cuando regresó a la casa de mi amigo el Gordo Eduardo. No alcanzó a entrar que llevó a sus dos amigos a la pieza, a las corridas mientras les decía: “¡¡¡ al fin debute chicos, fue el debut soñado!!!

Por más de una hora permanecieron encerrados los tres porteñitos en la habitación. Poco se podía escuchar detrás de la puerta, salvo expresiones como, “no te puedo creer hermano”, o, “¿eran lindas?”, “¿pagaste algo?”, “¿cuántas veces fueron?”, y no sé cuántas preguntas más que Pelusa le respondía una tras otras con una imaginaria e indisimulable felicidad.

“Cuando quieran las puertas de esta casa están abiertas para los tres. Nunca los olvidaremos”. Palabras que salían de la boca del anfitrión y todo tipo de lindos deseos que se expresan a la hora de las despedidas, ya arriba del remis que los llevaría de regreso a Villa Fiorito.

En la despedida, el pulgar arriba de Pelusa por la ventanilla golpeándose su pecho con el puño derecho, señalando al Negro Edgardo mientras le gritaba: “gracias mi Pobre Negro, nunca te olvidaré”.

Por eso, no tienen idea cuando  hablan del “debut” del más grande jugador de todos los tiempos. Se empecinan en decir que fue el 20 de Octubre de 1976 en García y Boyacá, en el Barrio de La Paternal de la CABA.

Nosotros, los de por acá, sabemos que el “debut oficial” de Pelusa fue en Febrero de 1975 en el paraje de La Curva.

Acá cerquita, donde más de uno de mis lectores gastó monedas en la fonola rockola para escuchar a la Mona bien al palo con un 70/30. Los dos mejores cordobeses.

-Está bien, es buena la historia, pero decime, ¿cómo se llamaba ese tal Pelusa, el porteñito que según vos la rompía?

-La verdad que bien no sé, porque nunca lo llamaban por su nombre, pero una noche durante el campeonato me paré detrás de la mesa en donde los pibes firmaban una planilla y alcancé a leer, alambrado de por medio, no muy bien por la poca luz en la cancha y por la casi ilegible caligrafía de la chica que hacía de planillera, que en el casillero del número 10 decía, Digo Amando, así, tal cual, de esto estoy seguro.

 

 

- ¿No será Diego Armando?

-No, no, no, estoy seguro que era Digo Amando.

-Bueno, sí, ponele, pero su apellido, que es lo que más importa, su apellido, ¿cuál era?

 -Tenía un apellido como Marazola, Maracola, Mara…, no sé bien bien, no se entendía la letra. Pero, ¡Cómo jugaba ese pibe!!! Vaya a saber si habrá podido trascender como todos presagiaban.

LA MUERTE DE TITÍ PERALTA

El cabezón Julio le supo partir la nariz al 9 del Ateneo precisamente con un cabezazo. Le rompió el tabique y le abrió el pómulo. Bien a lo tucumano. Manejaba bien esa arma, el de los cabezazos, y no solo jugando como central, sino, y más, en los quilombos. Capaz que al final de un partido chivo, pero chivo, eh, de esos que son palo y palo, se iba  con bronca porque no lo pudo bajar al punta rival y al terminar el partido se desquitaba. Iba como haciéndose el boludo para darle la mano y una vez que se la daba, no lo soltaba y le metía un frentazo como aquella vez. Pero ahora no se hablaba de un golpe. Decían que era una hemorragia que no pudieron parar hasta que pasó lo que pasó. Por eso, en esta, al cabezón Julio no lo sumo.

Pudo haber sido Tico Juncos. O no. Uno nunca sabía cómo podía reaccionar Tico. En su perra vida había jugado al fútbol, pero era de la barra y nos seguía a todos los campeonatos. Era un poco utilero, repartía las camisetas, tenía agua en un bidón en el banco de los suplentes. Bah, agua. En uno sí, en el otro le ponía vino con coca y era el de mayor demanda. Y tenía un tercer bidón, uno opaco que nunca se sabía qué le ponía y tampoco nadie tomaba de ese. Era muy pesado, para mí estaba rellenado con arena y en los arrebatos, la especialidad de Tico, lo usaba a diestra y siniestra. Bidonazo limpio. Pegaba y retrocedía. Pegaba y tomaba carrera para embocar a otro. Me acuerdo cuando lo embocó de atrás con el bidón pesado al petiso Piturro en un campeonato en Capilla del Carmen. Le sacó todos los dientes. Era una mancha roja la cara del albañil que ni siquiera estaba jugando, solo hacía barra al equipo local. Ese sí fue Tico Juncos el que le pegó. Pero esta vez, mmm, me parece que no. No le daba el cuero a Tico para lo que decían que había ocurrido.

Si alguien viene y me dice “fue el Tanque Ruiz”, te la recontra creo. El Tanque era bravo para casi todo. Jugaba de 8 en el equipo, ponía como casi ninguno la pata y era muy pero muy bravo para las piñas. Imaginate que se hizo boxeador. Entrenaba con un karateka que le hacía romper ladrillos con la frente. Un loco total. Los dos, eh. Hacía king boxing y peleaba por plata en esas jaulas que ahora vemos un poco más organizadas. Pero antes, era a muerte, casi. Las veces que habremos entrado a las jaulas y era palo y palo, veinte monos ahí encerrados, pero como el Tanque Ruiz, ninguno. Tenía sangre fría, era capaz de ahorcar a uno ahí nomás en medio del  partido, era peligroso, las veces que le habremos sacado alguno casi al borde de la asfixia con el cogote entre sus manos. Por eso te digo, no dudaría que hubiese sido el Tanque Ruiz. Pero no, dijeron que no fue él.

Menga también podría a ver sido capaz, ya que estaba afuera, porque había pedido el cambio. A esta te la doy porque tenía una puntería con la gomera  que nunca dejaba en la casa. La gomera  era su permanente compañía, era un accesorio, como ahora el celular. A cincuenta metros no dejaba bombita de luz en las calles. Tenía una precisión de francotirador. Las ópticas de los camiones que habrá roto cuando pasaban por la ruta y él escondido atrás del pino de la Nacional. De dañino nomás. Era letal con la gomera, encima cuando se armaba se retiraba del tumulto y cargaba la gomera con esos nicles metálicos que tienen los rodamientos, esos  rulemanes que usábamos de chico en los kartings. ¡Por Dios! Eran unos balazos sin pólvora esos hondazos. Por eso te digo que si hubiese sido Menga el que lo desmayó, te la creo, sí, de una. Uno de esos hondazos en la sien hubiese sido letal, como en este caso que dicen que pasó. Pero no fue el Negro Menga. Se le había cortado una goma a la gomera. Entonces lo descarto.

Si hubiese sido una patada voladora, un palo por el lomo, o por qué no, una trompada con una manopla de acero, ahí no dudo, fue el Loco Flores. Nuestro arquero. En los escándalos era el primero. Salía del arco eyectado como un misil. Capaz de llegar a la esquina del córner, agarrar el palo del banderín y darle hasta el cansancio al que sea, en este caso el árbitro. Ni lo dudes, Flores era avezado en eso y mucho más. Usaba una cadena gruesa de acero quirúrgico, doble vuelta se daba al cogote, cuando había lío se la sacaba y se la enroscaba al cuello del rival, lo ponía de rodilla y ahí le daba sin asco. Como le pasó al loco Malavena a la salida de un baile en el Unión. Pero esta vez dicen que hubo mucha sangre, como un corte. Por eso mi incertidumbre de que haya sido él. Es más, te lo aseguro que no.

Me decís que el Negro Piquera lo cagó a trompadas, te lo admito porque nunca arrugaba. Jamás lo vi recular, ni para tomar carrera, como dicen algunos. ¡Cómo las ataba! De a uno, de a dos atendía. Me acuerdo cuando lo durmió de un trompadón al Negro Pitanga. Fue en un campeonato que fuimos a jugar a la cancha que estaba al lado de la fábrica Vaira. Qué batahola se armó esa tarde. Pitanga era el diez de ellos y lo quiso sobrar tirándole un caño, que no pudo ser, entonces se calentó el hábil motoso y se le tiró con los dos pies de atrás a Piquera. ¿¡Para qué!? Se levantó y no le dejó ni pedir disculpas. De abajo para arriba en la pera lo enganchó. Lo sacaron con las patas arrastrando entre tres. Muy bravo Piquera. Muy calavera. Buen marcador. Mejor bombista. Pero en esta no estaba metido, eso te lo aseguro porque estaba al lado mío y cuando llegamos al tumulto el árbitro estaba desparramado en el suelo.

El Chino era  un buen postulante, ese sí pudo haber sido. Tenía sangre fría. Ni hubiese dudado en afirmarlo si me decís que fue él. Cuando lo vi al tipo desplomarse, me hizo acordar cuando mandó al hospital a uno que estuvo como un mes en coma. Qué cagazo teníamos todos aquella vez por miedo a que se muriera. El Chino le fue de atrás con una baldosa y se la partió en la nuca, seco lo dejó en el suelo y ahí nomás se terminó el quilombo en la cancha del km 658. Pero no hubo sangre aquella vez como en esta ocasión, por eso dudo que fuese el Chino.

 

El Largo Bazán era más de separar, buscaba el diálogo más que  pegar. Y Pepo y Chirola trataban de resolver las cosas con las palabras y terminaban indefectiblemente con un tinto en el buffet, doblados con el rival. El Tato era un pedazo de pan, demasiadas patadas cobraba para que encima le llenaran la cara de dedos. 

Uno que podría haberlo desmayado, era el Turco. Ya casi no jugaba, pero siempre estaba con nosotros, igual que su viejo. Se había enroscado con los caballos de carrera en esos tiempos, entonces siempre andaba con una fusta o con un trenzado. La fusta era de alambre revestida con cuero y terminaba  en un cuero filoso. Pero esta no, terminaba en una trenza, sí, pero de alambre de púas. Una vuelta, en la cancha de Los Aztecas, lo agarró al Beby, uno que jugaba en el San Ignacio. El Turco jugaba de marcador de punta y no lo podía agarrar al Beby. Te voy a dar vivo, le dijo en una que lo quiso relajar y agarró la fusta de púas y lo desfiguró. Lo dejó lacio a fustazos. Sangraba este cristiano, ¡papá! por todos lados, en medio del partido. Una cosa de loco fue eso. ¿Y cómo terminó?, que te la cuente otro. El Beby parecía Jesucristo con todas las lastimaduras juntas. Por eso, ahora, al ver tanta sangre, pensé que fue el Turco con la fusta de púas. Pero tampoco fue él, no había ido a este campeonato, se había ido al hipódromo de La Francia.

Prácticamente no quedaban guapos para que se hicieran cargo de este  grave hecho. Lamentable hecho, pero merecido, después de todo. Un penal en tiempo de descuento no se puede cobrar en contra de nuestro equipo. Los árbitros lo sabían y la policía también, ya que más de una vez habían cobrado también los botones. Como aquella vez en la cancha de Obrero cuando se metieron Bombita Juárez y Pelosio para defender al árbitro. No les pegamos aquella vez, pero los desnudamos y dimos una vuelta olímpica revoleando los uniformes azules de los dos policías. Dos días en el calabozo nos morfamos. Quince guasos metidos en la comisaría por culpa del oficial Pupa.

Por eso, ahora vos venís con esta boludez y me decís que “el que acostó a Tití Peralta,  el árbitro, fue tal”, ni te la creo. Imposible que el “Cara de Ángel” haya sido el que hizo esto, ni en pedo te la creo.

El Cara de ángel era sobrino de Moco de Plomo, un viejo arquero que metía adentro las pelotas que iban afuera. El Cara de Ángel era un pibito, 15 o 16 años tendría, no más que eso. No tenía maldad para nada. Se había incorporado al equipo solo porque era crack. Pero crack en serio, no de esos cracks que se inventan en los bares en las trasnochadas. La rompía el pibe, jugaba de diez, no se sabía si era zurdo o derecho. Alto, pero muy flaquito. Lo veías por la calle y no dabas dos mangos por este fideo. No hablaba. Lo metimos al equipo por pedido del Negro González para que no lo agarrara otro equipo. Aunque empezó jugando poco, era un indiscutible después de dos campeonatos. Desde el día que le hizo la bicicleta a Neneno, nunca más salió del equipo. Lo cagaban a patadas y nosotros ahí para defenderlo. Era nuestra joya el chaboncito. Muy atrevido con la pelota, no le tenía miedo ni al Diablo y era lógico que así fuera. Pero afuera de la cancha, te repito, no hablaba ni para pedir agua. Nunca un vino o una ginebra y menos un faso, lo cuidábamos porque nos hacía ganar plata. Le dábamos gaseosas, hasta Gatorade le compramos la primera vez. Ni en los asados que hacíamos y que no faltaba por eso de comer salteado, ni ahí hablaba, solo se reía. Inofensivo cien por ciento. Más inofensivo que el Tramontina que llevaba a los asados que no tenía ni filo ni  dientes  ese cuchillo.

Buenazo el pibe para tenerlo de hijo, o de yerno capaz, porque la hija del médico del dispensario le andaba dando vueltas. Nos daba pena porque tarde o temprano iba a terminar siendo un cayo mafioso como nosotros, pendenciero y quilombero. Pero para eso faltaba que se curtiera con muchos campeonatos, recién comenzaba en esto de jugar por plata. Un santo el pibe. Abanderado en la primaria. Estaba casi siempre en la iglesia con el cura Roberto. Era su monaguillo preferido. Pero se comenzó a alejar de los hábitos a partir del tercer campeonato que  jugó con nosotros. Como los campeonatos eran los domingos y comenzaban a mitad de mañana y por ahí nos sorteaban para jugar el primer partido, tenía que elegir entre la misa de las diez del domingo o jugar. Al principio no aflojaba de estar al lado del cura, pero le lavamos la cabeza y unos mangos de por medio, terminó dejando el traje blanco de monaguillo para ponerse la camiseta negra y verde con la 10 en la espalda.

Por eso, que vengas ahora y me digas que el pibe fue quien “acostó” al árbitro, no te la compro por más escaviado que puedas estar vos y yo juntos.

¿Cómo el pibe que había escuchado y perdonado los pecados a casi todo el pueblo, al lado del cura Roberto,  iba a mandarse una de estas? Explicamelo, no me des más vueltas. Era bravo lo que había pasado, mira que estábamos curtidos de tantas batallas, pero como esta nunca antes. Nadie había llegado tan lejos. Ni el baldosazo del Chino con el leisman en coma nos dio tanto cagazo como esta vez.

Nadie le creía al flaco Reposera más sabiendo las historias que siempre inventaba, pero el padre del Turco puso un manto de dudas al decir que podía ser cierto. Y ahí, todos paramos la oreja.

“El pibe es bueno, calladito, con la pelota sabemos que es un crack, pero la gente comenta cosas por las noches en los boliches, se despachó Carlos. En el bar del Negro Coca dicen que es uno de los que trae la hierba para los que fuman atrás del galpón del ferrocarril. Otros me aseguraron que fue el cabecilla del asalto a la finadita Mara. Y de arrebatos, me contaron como diez. Nadie tiene dudas que es uno de los que afana las motos y las desarman en el taller de Los Mellizos para venderlas en otras ciudades. En la Galería Norte es más famoso como el que más por la venta de teléfonos robados. Y de la circulación de los billetes falsos, es él, ya nadie lo duda”.

-La puta que lo parió- dije- ¿el monaguillo Cara de Ángel es capaz de hacer todo eso Carlos?

 - Ni lo dudes, me contestó. Pero esto es grave, lo del árbitro. ¿Alguien vio algo cuando se produjo el tumulto? Porque la verdad que yo no.

-Yo vi que sacó algo de abajo de la media, dijo el Ratón. 

-Habrá sido la canillera - conjeturó Pepo.

- No algo más, como algo de metal- terminó asegurando el Ratón, que sí estuvo cerca del Cara de Ángel en el momento del hecho.

Entonces me recalenté. ¡Cara de ángel!, le grité.  Vení, contá lo que pasó, le dije, mientras se acercaba  la ambulancia y se llevaba a Tití Peralta, el árbitro, desvanecido y  totalmente bañado en sangre.

No necesité que me dijera ni una palabra, ni él, ni nadie. El Cara de Ángel permanecía inmóvil frente mí, con la mano ensangrentada y apretando en su puño derecho aquel cuchillo Tramontina de los asados, sin filo ni dientes, pero lo suficientemente fino y punzante como para incrustarse en la aorta y dejar empapado al pobre árbitro yaciendo en el punto penal.

-¿¡Qué hiciste pibe!? No podes reaccionar así porque nos haya cobrado un penal en contra en el último minuto, ¿estás loco vos? le exclamó el Largo Bazán, como buscando alguna explicación y queriéndolo manotear del pescuezo.

- Que penal ni penal, flaco puchero, balbuceó el Cara de Ángel como confirmando que él había matado al pobre Tití Peralta, el árbitro del campeonato.

- Lo maté por miserable y sinvergüenza. Cuando va a la misa y paso la canasta para que depositen el diezmo, el muy hijo de puta siempre hace lo mismo, pone un billete de cinco pesos y saca uno de veinte o de cincuenta “´pal vino”, me sabía decir el muy turro.

- Ya no lo hará más, quédese tranquilo padre Roberto, se justificó el Cara de Ángel.

¡Santa hostia,…pichón de satanás,… que había sido bravo el Cara de Ángel!!!

MATEANDO CON BATMAN

Fidel era el mayor de los tres hermanos. Lo seguía María del Carmen y luego  Ernesto. 

De chicos tuvieron una linda infancia, pero muy  pronto quedaron huérfanos. María del Carmen supo resolver rápidamente su vida y se casó a los dieciocho años, formando una hermosa familia que les dio siete sobrinos. Sí, siete varones para dos tíos que nunca pudieron casarse, dos solterones que a esta altura de la vida tienen más de setenta años. Setenta y nueve Fidel y setenta y uno Ernesto, para ser más precisos.

Sus padres nunca les dejaron faltar nada, lo justo, pero todo lo  necesario para tener una feliz niñez y adolescencia.  Siempre inculcándoles  por el estudio, por esa razón nunca les faltaban libros de cuentos en la infancia, de novelas en la adolescencia, y de historia, política y economía en cada momento de su tercera edad.

María del Carmen, por razones obvias, nunca estudió, sus hijos uno tras otro  comenzaron a aparecer como conejos,  después de tres años de matrimonio. Debido a las tareas de un ama de casa y con semejante familia numerosa, le resultó casi imposible plantearse en seguir una carrera, aunque sea terciaria. Ni siquiera de maestra de manualidades, mándalas, mosaiquismo, crochet,  o alguna de esas carreras paralelas que podrían haber  ayudado con la economía de la casa.

Ernesto, el más chico, había trabajado hasta su jubilación como empleado de Encotel, hoy Correo Argentino. Por aquellos años solo dos empleados había en la estafeta y sus tareas estaban, básicamente, en el reparto de las correspondencias, atender el telégrafo, luego el teléfono, más tarde el fax, hasta que llegó la computadora, y prácticamente sus quehaceres disminuyeron con los envíos de mail, que sustituyeron, mágicamente, a las cartas y telegramas. Ernesto nunca llegó a entender muchas cosas, justamente esto del mail, cómo se podía enviar una carta “electrónica y sin sentimientos”, y ni qué hablar de las comunicaciones  actuales con los insoportables WhatsApp y sus innumerables grupos.

Fidel, el mayor,  había trabajado en el quiosco que solía atender su padre y que luego de su muerte quedó a su cargo. Con las ventas de golosinas, tarjetas para los teléfonos, diarios y revistas transcurría sus días, hasta que decidió venderlo y jubilarse.

Toda la vida Fidel y Ernesto vivieron juntos. De niños en la casa paterna, la que vendieron cuando sus padres, muy jóvenes aún, desaparecieron en un accidente aéreo, ocasión en que se reventó el globo aerostático en el que viajaban tras chocar con una bandada de cigüeñas blancas que estaban migrando desde Ciudad del Cabo, Sudáfrica, hasta estos lados, más precisamente a la aldea de Cañada Profunda donde anidan en los sauces del río Xanaes. 

Desde ese momento decidieron marcharse y se compraron un departamento en el único edificio de diez pisos que tenía la ciudad. Todos los otros edificios tenían trece pisos y esto no les caía bien a los jubilados por eso del número13, el de la yeta. En el quinto piso moraban Fidel y Ernesto que, por desconfianza y el sufrimiento que ambos padecían por la claustrofobia, jamás utilizaron el ascensor. Cada día de sus más de  cincuenta años en ese edificio subieron y bajaron desde su quinto piso a la planta baja. Y viceversa. Según la cuenta que hizo  su hermana María del Carmen, con tantas subidas por las escaleras podrían haber hecho cumbre en el Aconcagua una decena de veces, al menos.

Al costado derecho del edificio se encontraba un lavadero de autos que era atendido por unos jovencitos que se la pasaban haciendo bromas y  organizando peñas hasta altas horas de la madrugada, a las que nunca fueron estos hermanos setentosos, pero de las que sí se quejaban por los ruidos que escuchaban desde la ventana de su departamento. Muchas veces  Ernesto se detenía a tomar y cebarles  unos mates a los empleados, a decir verdad utilizaba esas visitas más  para hacerles las quejas del bochinche de la noche anterior, más que por el hecho de compartir unos buenos verdes.

Más de una vez con los potentes chorros de las mangueras,  le regaban las plantas de las macetas que se encontraban en el balcón que daba justamente hacia el lavadero. No solo eso, muchas veces  el agua ingresaba por la ventana abierta lo que hacía que estos dos hermanos salieran al balcón a cerrar la puerta corrediza con el paraguas abierto y el piloto puesto pensando  que estaba lloviendo, cuando en realidad,  el sol brillaba a rabiar.

Fidel, con tantos años atendiendo el quiosco heredado de su padre, había tomado el buen hábito de leer cada diario y revista que llegaba para la venta. Sin duda, estaba permanentemente informado de lo que pasaba en el mundo.

Pero a decir verdad, lo que más leía, y le gustaban eran los comic, las revistas donde las vidas de los superhéroes y justicieros tomaban vida y le hacían volar la imaginación como ningún otro semanario.

El Tony y D´artagnan eran las revistas  donde  leía las increíbles proezas y aventuras del Cabo Sabino, el Hombre Araña, Nippur de Lagash, y decenas de personajes. Aquellas revistas de colores estridentes eran de papel  muy áspero, un tanto ordinario y solo podía ser utilizado para leer.

Sin ninguna duda, para Fidel el personaje favorito y con el que muchas veces se sentía identificado, según lo que solía contar, era Batman. 

El hombre murciélago era su principal personaje, le sabía cada detalle de su vida, como Bruno Díaz, de día, o Batman de noche. Tenía un cuarto con sus paredes  tapizadas por los posters de todos estos súper héroes y en especial del Guardián de la Noche, como lo llamaba el Comisionado Gordo. Ese cuarto, para Fidel, era La Batipieza a la que rara vez dejaba entrar a su hermano Ernesto y ni que hablar en pensar que un desconocido pudiese ingresar en ella. Ni siquiera su hermana María del Carmen. Al entrar ahí, con toda la ornamentación del murciélago, Fidel se transformaba en un adolescente y su imaginación lo llevaba a librar batallas épicas en las calles de Ciudad Gótica contra el Pingüino, el Guasón, Dos Caras, el Acertijo, Capitán Frío, o la misma, hermosa, seductora y traicionera,  Gatubela.

Ernesto, en cambio, aunque un tanto parco,  era un tipo más sociable y aun así se había quedado soltero. Le jugó en contra su codicia y avaricia ya que cuidaba cada centavo de su pobre jubilación. Por tal motivo, ni siquiera fue padrino de ninguno de sus siete sobrinos, pensando en que tendría que hacerle, al menos para sus cumpleaños, algún regalo.

Ernesto en lo único que gastaba su dinero era en la compra de mates,  se decía que tenía una impresionante colección de porongos, podrían llegar a  más de setecientos. Los tenía prolijamente expuestos en repisas con la correspondiente etiqueta de la fecha y lugar  de procedencia. Muchos de ellos los había conseguido cuando trabajaba en el correo haciendo intercambios con gente del Paraguay y Uruguay, países con innumerables cultores de la infusión, al igual que  el nuestro.

Ernesto parecía un charrúa  más, vivía tomando mate, es más, si salía lo hacía con el termo bajo el brazo. Solía pasara horas de mateadas con los pibes del lavadero y siempre decía que era más entretenido eso que ver a Fidel leyendo todo el día los comics del hombre murciélago. Acostumbraba compartir la mateada cuando María del Carmen los iba a visitar, siempre que no fuera con algunos de sus hijos ya que no eran muy bien recibidos los pibes  por estos dos jubilados un tanto cascarrabias y que no soportaban a los niños.

Por lo general los días jueves por la tarde la hermana se daba una vuelta por el departamento de Fidel y Ernesto, siempre con algunas facturas para tomarse algunos matecitos con su hermano Ernesto y una botella de licor para su hermano mayor Fidel, ya que no tomaba ni de casualidad, ni por obligación, ni siquiera por cortesía para compartir el momento y quedar bien. Nada de amargos en la vida de Fidel.

-- El mate es para los vagos, sabía decir Fidel. Tomar mate es una pérdida de tiempo, se juntan a chupetear la bombilla para hablar mal de los demás, terminaba sentenciando.

- No sabes lo que decís hermano -le contestaba Ernesto- el mate es motivo de amistad, compartir momentos, aún con desconocidos. Es una forma de sociabilizarse. Pero claro, que vas a tomar  mate y querer compartir una charla con algún ser vivo, si te la pasas todo el día con tus revistas de súper héroes, en especial las de Batman y ese compañero, “medio rarito”, Robin. Bien podías haber sido vos el compañero del enmascarado ya que  lo conoces más que el niño maravilla  y que Bob Kane y Bill Finger, los  escritores  de sus aventuras.

- En eso tienes razón, y no te he confesado algo, le contestó Fidel. La semana pasada le envié a los editores  dos historias que imaginé para mi amigo Batman. Sin dudas le gustarán y pronto se podrán leer en todas las revistas, y por qué no, que alguien las pueda llevar al cine.

- Bueno Fidel, tus años te han atacado de una manera increíble, avisame también si te va a venir a visitar una de estas noches el murciélago directo de Ciudad Gótica a este departamento, así lo esperamos con la cena lista. Es demasiado para mí. Ah, y mañana es jueves, jueves de visita, ya sabes que viene María del Carmen, por favor no se te vaya a ocurrir contarle esto de tus escritos de Batman. Por favor te lo pido, no vaya a ser cosa que la quieras convencer para que haga de Gatubela. Y me rectifico, terminó Ernesto, vos ya no estás para Robin, estás más para ser el mayordomo, ¿cómo se llamaba?- le preguntó irónicamente, ah, sí, Alfred, el flaco y viejo Alfred Pennyworth.

No alcanzó a terminar de decir esto último cuando Fidel le revoleó la revista que estaba leyendo la que dio contra una de sus repisas de mates dejando al menos una decena de  calabazas desparramadas por el piso.

- ¿Qué haces Ernesto en la vereda con el frío que está haciendo? - le preguntó María del Carmen.

-- Salí a caminar  un rato, pasé por el lavadero a charlar con los muchachos y después me llegué al club a jugar unos partidos al billar. Recién llego, estaba haciendo tiempo hasta que terminara mi cigarrillo, ya sabes, a Fidel le molesta que fume en el departamento.

- Y es lógico  que le moleste a Fidel, y no solo a él,  tendrías que dejarlo de una buena vez. ¿Por qué no lo invitaste al club para que se distraiga un rato? Está todo el día encerrado en el departamento, y más que eso, en su infranqueable batipieza, concluyó María del Carmen.

- ¿Sacarlo a dar una vuelta? Ja ja,  se rio Ernesto. Ni que fuera mi mascota. Vos bien sabes que Fidel lleva más de dos años sin salir a la calle y aquella vez fue cuando lo llevé al grupo de autoayuda. A esta altura de su vida, Fidel solo podría llegar a bajar del departamento si le decimos que Batman está en la vereda.

Esto último valió para que María del Carmen se sonriera y le diera el paquete de facturas que cada jueves le traía a Ernesto para compartir unos buenos mates. La botella de anís la llevaba ella, mientras los dos comenzaban religiosamente  a subir los cinco pisos por las escaleras, como era la costumbre.

Cuando ingresaron al departamento fue mayúscula la sorpresa cuando vieron a Fidel sentado a la mesa ¡mirando televisión! Algo que nunca hacía. Y nada era eso, el ventanal que daba al balcón estaba abierto de par en par, por allí  ingresaba una fuerte brisa helada en ese crudo atardecer de Julio.

Y si el panorama antes expuesto los había sorprendido, poco era el estupor  comparándolo  con la imagen que les devolvía  Fidel con el termo y la azucarera sobre la mesa, y… ¡un mate en su mano derecha!

- ¿Estás bien hermano? - Fue lo primero que dijo Ernesto para seguir  indagándolo con un sinfín de preguntas, convirtiendo la situación en un verdadero interrogatorio.

- Fidel, ¿te pasa algo, quieres que llame al médico, qué haces con un mate en la mano? Si vos jamás tomaste uno, por todo eso que piensas del mate y los que los tomamos.

- Sí, estoy bien hermanos, no se preocupen, les contestó Fidel. Nunca en mi vida he estado tan bien. Es más, creo que a mis setenta y nueve años he conocido la felicidad, si es que eso existe,  concluyó con su acostumbrado negativismo. 

Sus dos hermanos pusieron cara de póker, sin poder entender lo que quería decir Fidel.

- Qué alegría verte así  Fidel, atinó a decir María del Carmen. ¿Y a qué se debe tanta felicidad, este cambio de hábitos, de ver televisión y tomar mates? 

- Es que vino un amigo que hacía tiempo me había dicho que iba a venir y bueno, nos pusimos al día contándonos nuestras cosas, y mate va mate viene, se nos pasó la tarde.

- Cada vez te entiendo menos, replicó Ernesto. Primero, vos no tenes amigos, nadie viene nunca a visitarte, es más, jamás estás comunicado con alguien que no sea conmigo, y hasta por ahí nomás, ¡¿y ahora me salís que te vino a ver un amigo?! Encima aseguras  que recién se va, cuando hace más de media hora que estoy en la puerta del edificio haciendo tiempo fumando un pucho y en todo ese tiempo no subió ni bajó nadie, nunca se abrió la puerta, salvo que sea invisible, yo no vi a nadie.  Por favor Fidel, ¿tomaste todas las pasillas hoy?

- ¿Y se puede saber de quién se trata, quién te vino a visitar?- preguntó su hermana de manera cautelosa, mientras abría el paquete de facturas y comenzaba con la ronda de mates, tratando de bajar los decibeles de Ernesto.

- Pero nadie María del Carmen, son inventos de este otro, lo tienen mal los años. Está todo el día encerrado en su batipieza imaginando cosas y encima ahora tiene una nueva, se le da por escribir historietas de su súper héroe.

A punto estuvo Fidel de levantarse ofendido por lo que su hermano, entre irónico y sarcástico, le decía.                                                        

- No lo martirices más. A ver Fidel, contame a mí quién es ese amigo que vino, y que Ernesto no lo vio cuando bajó. Dale que yo sí te creo.

- La verdad - comenzó a explicar Fidel - es un viejo amigo al que nunca había visto (¿?), pero sabía todo de él. Y por suerte me pude comunicar y quedó en venir a visitarme cuando estuviera  en la ciudad. Fue así que hoy tenía que venir a hacer lavar su auto, acá, en el lavadero de los vecinos, y se llegó a saludarme y fue que nos tomamos unos mates, por pedido de él, ya que saben que a mí no me gustan, pero bueno, lo tuve que acompañar con unos verdes, con mucha azúcar como le gustan a él.

- ¿Un amigo al que nunca viste, qué clase de amigo puede ser ese? Mira vos che, y ¿cómo fue que no lo vi cuando bajó, ni siquiera cuando estuve en el lavadero vi a nadie desconocido?

- No lo viste cuando bajó porque saltó por la ventana- aseveró Fidel señalándola. Y como su auto estaba en el lavadero de acá al lado, acortó camino. Asomate, a lo mejor todavía está ahí Batman y su batimovil.

- Perdóname hermano, pero estás totalmente loco. ¿Me estás diciendo que Batman estuvo acá, con vos, tomando mate y saltó por la ventana para ir a buscar su batimovil? Es demasiado para mí por hoy, tus delirios no tienen límites.

- Sí, dijo María del Carmen, asintiendo lo que su hermano pensaba de Fidel, a la vez que se paraba y los saludaba-  Mejor me voy, y nos vemos la próxima semana.

- Te acompaño hasta abajo, le dijo Ernesto, cosa que su hermana agradeció.

Fidel apagó la televisión y continúo leyendo.

Mientras bajaban los cinco pisos por las escaleras, Ernesto se agarraba la cabeza y pedía disculpas a su hermana por el momento y la historia de Fidel.

- Me voy muy preocupada   Ernesto, sabía que Fidel no salía, no tenía amigos, que se estaba olvidando de las cosas, pero llegar a decir que Batman lo había visitado, es muy preocupante, está rozando con la esquizofrenia. 

- No apuntaba  a eso cuando me disculpaba, María del Carmen. Me refería a los mates con mucha azúcar que dice Fidel que tomó, sabe muy bien que no la puede probar por su diabetes. Lo de la visita de Batman, puede ser posible, porque la semana pasada lo llamaron, pero estaba durmiendo, entonces atendí y era Gatubela, y nos confirmaba que Batman nos vendría a visitar. De lo que voy a quejarme con  Fidel es por qué no me avisó que había llegado el hombre murciélago para compartir también yo los mates con el encapuchado de Ciudad Gótica.

- Chau Ernesto, tal vez no venga el próximo jueves. No vaya a ser cosa que también me encuentre con el Guasón, o  con el Pingüino. Aaahh…, y vos tampoco te olvides de tomar las pastillas para las alucinaciones.

   Indignada, y confundida se retiraba Maria del Carmen, mientras empinaba sin bajar la botella de anís,  mirando de reojo aquel cielo de esa negra noche que mostraba una única luz como señal, la luz de la batillamada.

PIENSO, DIGO Y ESCRIBO

No siempre se piensa dos veces lo que se dice o escribe. Pero casi siempre se dice lo que se siente, lo cual puede ser peligroso y hasta comprometedor.

Acá les dejo algunas frases pensadas, y otras, muchas más, sentidas.

 

 

1- Cuando mi papá me dijo que no iba a ser delantero, me di cuenta que hay gente que sabe mucho de fútbol.

Igual, me puse a llorar.

 

Desde ese momento dejé de pensar en ser Brindisi y quise ser como Roberto Mouzo (tampoco   lo logré) 

 

 

2- En las escuelas de fútbol no se enseña a jugar al fútbol. A lo sumo pueden corregir defectos técnicos en el juego de la pelota.

Los que van a ser jugadores, ya lo hacen entre los barrotes de su cuna. (1994-2007, EFRA)

 

3-Ojeda; Trotta, Chaile, Chammah, Montaña; Lucero, Dalla Buona, Pelusa; Duré, Goyo Carrizo y Delgado.

Inolvidable formación.

Nacía el Fútbol del Pueblo.

 

4-¿Qué es el Fayr Play?- me preguntó mi hijo.

Es solo una bandera amarilla con el logo de una multinacional: FIFA.

 

5- “Vio” el segundo gol a los ingleses y dijo: “no hay nada más para ver, cierren el fútbol”

Agarró su bastón blanco y se fue caminando como pudo detrás de sus lentes negros.

La magia de la radio es irremplazable. 

 

6- Fue el N° 4 con menos proyección que conocí. 

 

Cuando quería cruzar la mitad de la cancha, se tropezaba con la línea de cal.

 

7- 29 de agosto, Día de Árbol. 

 

Saludo a ellos, y a todos los que venimos de él, sus más importantes frutos.

Nosotros, los troncos del fútbol.

 

 

8- Necesitábamos un león en la mitad de la cancha (Mundial 2018) Mascherano ya no tenía aquellos dientes filosos.

 

¡Y ni qué hablar de la melena perdida!!!

 

 

9-Solo con verlo caminar, te dabas cuenta que iba para crack. Caminaba la cancha como ninguno,  siempre cerca de la pelota.

Lástima su ropa. Toda negra, señal de que nunca tendría hinchas. 

Lástima el silbato en su boca y las tarjetas en el bolsillo.

 

Es feo ser árbitro.

 

10- La soberbia inglesa no les deja ver con claridad que ellos no inventaron el fútbol. Solo escribieron el reglamento.

 

La manera de jugarlo la creó Menotti y la perfeccionó Guardiola.

 

11- Nunca me gustó ser árbitro. La justicia no existe. 

- ¿Qué es la injusticia? 

Si no la conoces, metete en el fútbol y lo sabrás. Si sabes de qué se trata, aprende a convivir con ella. 

 

Hoy es penal en contra, mañana  será off side a favor. 

 

12- Le escribo a La Pelota para pedirle perdón. Le mentí toda mi vida de futbolista. Le decía, “te voy a acariciar y entrarás por el ángulo”. Le terminaba metiendo un puntazo tirándola tres metros arriba del travesaño.

Discúlpeme Señora Pelota. La ofendí demasiado.

13- No tengo ninguna duda. Si Bilardo me hubiera convocado para el Mundial ´86 en lugar de Passarella, Argentina lo ganaba igual. 

Él no jugó ningún partido, tampoco lo hubiese hecho yo. Pero habría tenido más posibilidades ya que el whisky no me gusta (a Passarella sí) y soy seco de vientre (y Passarella no).

 

      14-  El fútbol jamás fue parte de mi vida.

 

El fútbol es mi vida.

 

15-  Si hubiera sabido que el fútbol era esto, me hacía representante de jugadores a los 20 años. 

 

16- Si hoy jugara al fútbol, sería muy parecido a Zlatan Ibrahimovic. 

 

Flaco, alto y narizudo. 

 

 

      17-  No todos los jugadores son jugadores. Están los que juegan, los que corren, los que marcan. Algunos solo integran equipos.

 

Jugar a la pelota es otra cosa. 

 

 

      18- Como escritor soy como esos depredadores que solo cazan palomas y chimangos.

 

Espero cazar un león alguna vez. 

 

 

      19- En mi pueblo solo puede jugar porque fui “el hijo del Luyo…” 

 

Después algo cambió.

 

 

      20- El último gol. El último beso. Fueron los más lindos.

Todos recuerdan los primeros.

 

Para mí los últimos fueron los mejores.

El que más grité. El que más saboreé.

 

 

 

      21- En el Mundial ’78, en la final contra Holanda, asistí a Kempes con un pase magistral en el primer gol.  

Nadie se dio cuenta que fui yo porque la tele era en blanco y negro.

 

Ni  siquiera él Matador, ni Clemente, ni el  Gordo Muñoz.

 

 

 

     22- El fútbol es un juego como también lo es el amor, cada domingo se quiere jugar con un rival distinto.

 

Amor eterno a La Pelota. 

 

 

     23- Mi último DT fue un visionario. Era muy claro con su mensaje.

 

Fundamental para que abandonara el fútbol. 

 

 

     24- En la década del ´80 salí  goleador tres años consecutivos, y fui Balón de Oro en 1987/88. 

Después me desperté  para ir a trabajar.

 

Nunca me costó tener buenos sueños.

 

 

     25- Messi es casi como Maradona.

 

Con más revoluciones, pero sin voz de mando. 

 

 

     26- Pappo Napolitano, Miguel Abuelo, Adrián Otero, Luca Prodan, Fede Mouras, el Flaco Spinetta.

¡Dios, que bandita te armaste allá arriba!!!

 

¡¿O lo ayudaste vos, Satanás?!!! 

 

 

     27- Es muy difícil que alguien pueda llegar a superar a Maradona.

 

Sobre todo fuera de una cancha. 

 

 

     28- Cuando la pelota salió de mi botín, sabía que no iba a fallar, no tenía dudas, y así fue. 

 

La pelota se incrustó en el corazón de la higuera volteando todos los higos maduros que estaban en lo más alto. 

 

    29- El DT me decía que le rompiera el tendón de Aquiles, que así el rival no volvería a jugar. Tenía razón. Doy fe.

 

La vida me lo rompió a mí (dos veces)

 

 

 

    30-  Cuando nuestro centro delantero la cabeceó, me desperté en el hospital.

 

7 puntos sobre mi ceja izquierda. 

 

 

    31-  Hacía tanto calor en aquel partido, que no bastaba el agua. Solo lo que había en la caramañola de nuestro Nº 5 saciaba la sed.

 

Tenía vino con coca. 

 

 

    32- La calamitosa oferta televisiva, tuvo su lado positivo. Hacer tanto zapping  me ayudó a darme cuenta de mi deplorable estado físico. 

 

Mi pulgar derecho estaba extenuado. 

 

 

    33-   Estuve mucho tiempo haciendo la vida de otro.

Cuando me di cuenta, no era yo, y me trataba de Ud. cuando me miraba al espejo.

 

El amor lo puede  casi todo. Chau barba. 

 

 

   34-  Este año si quiero ver fútbol me voy a un bar. Ahí se escuchan las opiniones más disparatadas. Somos todos DT. Pero lo mejor, le doy la plata al dueño del bar a cambio de una cerveza.

 

NO a las corporaciones televisivas. 

 

 

   35- Cuando jugaba me costaba parar la pelota, bajarla de aire o matarla en el pecho.  Nunca quedaba cerca de mí, me rebotaba. 

Cuando dormía me solía asomar debajo de la cama y allí estaba ella, mansita, quieta y dominada.

 

Se me caía un lagrimón.

 

 

   36- Salimos campeones y nos fuimos a festejar al buffet de la sede. En la efervescencia del  festejo, un reconocido hincha me pegó sin querer con un sifón en la cabeza.

 

Gracias- le dije- al vino lo tomo puro.

 

 

 

  37- La discusión entre nuestro arquero y el marcador de punta era para qué lado dábamos la vuelta olímpica.

Los entendí al instante, vamos para allá- les dije.

 

Era su primera vez. 

 

 

 

  38-  Fue uno de mis mejores sueños. 

Cuando me operaron de mi rodilla, y la anestesia se apoderaba de mí, alcancé a escuchar del doctor, “menisco roto, típica lesión  de los futbolistas, dónde jugará este”, se terminó preguntando el galeno. No escuché nada más.

Qué alegría- pensé- el doctor supone que lo soy  y me trata como un jugador de fútbol.

Nunca quise despertar de ese sueño de rodillas rotas y goles al ángulo. 

 

          39-  Jugaba de central. Perdimos 2 – 8 contra Huracán. 

Alguien no me va a dejar mentir. Fue uno de los mejores partidos de mi vida.

 

Imagínense los otros. 

 

 40- Decir que 22 jugadores son unos bobos corriendo detrás de una pelota es como decir que un mimo es un mudo con su cara pintada. 

 

Nunca entendiste de arte. 

 

 

 41-  Las sensaciones que se perciben al final de jugar un partido, sin importar el resultado, es similar a la que se siente después de hacer el amor.

 

Después analizaremos nuestras actuaciones. 

 

 

 

 

  42-  No hay peor  ciego que aquel que no quiere ver; sordo que no quiera oír; y jugador que no quiera tirar un caño o festejar un gol. 

 

 

  43-  Si Chiqui Tapia es el nuevo presidente de la AFA… (desde su Barraca Central)

 

¿Es muy desmedida mi ambición de ser el DT de la Selección? 

 

 

 

  44-  Hay gente muy capaz, muy inteligentes, genios algunos. 

Dios le dio a ellos los dones que pocos tienen.

Lo digo yo, alguien que no conoce de los suyos (¡ni un don!).

 

Mi único don es el que me dijo el otro día un joven en el micro:   

-¿“Don, quiere el asiento?” 

 

 

  45-  Cuando jugaba en el Cultural, tenía cosas  similares al chileno  Alexis Sánchez que jugó en el Barcelona, Arsenal F. C., Manchester United.

 

Los dos le decimos cabrón al árbitro.

 

 

  46-  Firmé para un club para jugar desde la quinta fecha de local. Empatamos 1-1 y el vestuario era casi una fiesta. Yo estaba amargado por los puntos perdidos en nuestra cancha. 

En las cuatro primeras fechas los resultados fueron: 3-6, 1-5, 2-7 y 0-4.

 

Ahí comprendí la felicidad de mis compañeros. 

 

 

  47-  Para ser jugador de fútbol hay que entrenar. Si entrenar lo consideras un sacrificio, no serás jugador de fútbol. 

Hay que entrenar con ganas y placer, más allá de  los dolores y el agotamiento que te puede producir.

 

Caso contrario, sólo serás un jugador de pelotas en plazas y alfombras sintéticas. 

 

 

  48-  Si realmente la amas, como dices, trátala  bien.

No le pegues de punta y para arriba. Suave, siempre suave,  y por el verde césped. 

 

Siempre. 

 

 

  49-  Alguien dijo, “…buena suerte y más que suerte…” 

 

Con eso no alcanza, hay que jugar bien también. 

 

 

  50-  Si no quieres llevar las cosas a los extremos……hay que poblar el mediocampo con cinco volantes. 

(Pre Juvenil 2000/01 – 2015 – campeón LRFSF)

 

 

 

    51--  #TardeNocheTrasnoche de Fútbol. – Eliminatorias 2018 – 8/2017 

 

Lionel Andrés Messi Cuccittini, si está complicada la mano esta noche, use el traje del súper héroe, el de Diego Armando Messi.

 

Ellos tienen a "Oscar Alfredo" Godín.

 

 

  52-  El reclutador le preguntó al pibe si era derecho o zurdo. Derecho, respondió el jugador.

Después de verlo jugar no tuvo ninguna duda.

“Este pibe es zurdo”, dijo el DT convencido, aun cuando no había tocado ninguna pelota con su pierna izquierda.

 

“No creo que con la zurda  le pegue peor que con su pierna derecha”, concluyó lacerante sobre la actuación de la  pierna “hábil”  del postulante a jugador.

 

  53-  Mi vieja, más de 85 años ya, y solo tres defectos le encontré.

 

La Banda, La T,… y yo.

 

 

  54-  No le encuentro el atractivo, no me seduce la Bundesliga.

 

¿O será que no puedo pronunciar ni un solo jugador en alemán? 

 

  55-  Debe ser fácil saber quién es bueno o no para el fútbol.

Al menos es lo que pienso, ya que conmigo acertaron el 100 %. 

 

Obvio, todos me dieron su voto negativo. 

   56-  Un DT de 18 años me reemplazó en la Pre Juvenil (me quería matar). Solo ganaron 3 partidos en el año, una pena. 

Era lógico.

 

No se puede enseñar lo que no se ha aprendido. 

 

 

  57-  Podrás hacer decenas de dobles en un partido de baloncesto y no definirá nada. Marcar un puñado de try en el rugby y no modificará el resultado final.

 

Pero marcar un gol, un  solo gol, la pucha, por más amarrete que suene, te puede dejar en la historia del fútbol mundial.

 

   58--  Los jugadores que escriben, pintan o cantan, no son escritores, pintores o cantantes.

Son jugadores que escriben, jugadores que pintan o jugadores que cantan.

 

Nunca dejan de ser jugadores. Ni siquiera piensan como ex jugadores.

 

 

   59-   Si el tendón es de Aquiles, ¿por qué cuernos se me rompió a mí?

 

1994 – No fue en el mundial, pero también me cortaron las piernas.

 

 60--  Ni la mejor alimentación ni el más extenuante entrenamiento.

 

Las injusticias y las patadas fueron el mejor combustible de Diego.

bottom of page