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DOS DE AVELLANEDA

En los inicios de la década de los setenta, mi viejo era uno de los pocos  hincha de Independiente en el pueblo, y lejos de ser una desventaja, esto  significaba que tenía el privilegio de cargar a más hinchas, ya que el “Rey de Copas” les ofrecía logros internacionales a sus seguidores muy a menudo,  como sufridos  a  los de la banda roja con sus dieciocho años de sequía, que era el motivo más despiadado de las gastadas de los  “bosteros”.

Casado con una menuda mujer que daba clase de música en la escuela primaria, y enseñaba piano  en su casa a un desorejado amigo mío, Tarsicio, que no sabía para que movía la mano al solfear, y que solo lo perdonaba porque los dos eran confesos hinchas de las gallinas.

Sus dos primeras descendencias fueron mujeres, lo que ya empezaba a preocupar al hincha del diablo, imagínate, el tan futbolero, no solo por hincha, sino por haber jugado mucho, y bien, en   el club del pueblo y en algunos de la zona.

La paz y tranquilidad llegó al hogar cuando un feriado patrio llegó el sucesor del exquisito volante  central, lo que seguramente lo obligó a pagar los asados  por las promesas de “que esta vez no podía fallar”.

Con el tiempo llegué yo, al que nadie esperaba.

No tardaron en sobre llamar a mi hermano con el apodo de “Pancho”, no tengo dudas que mi viejo lo hizo para homenajear al marcador central correntino, jugador  del Rojo, Francisco Pedro Manuel Sá, más conocido como el “Pancho” Sá, que luego también brillara en Boca.

Con el amor hacia el fútbol por decreto familiar, pero en realidad amaba al fútbol, y ahora más que antes, pero desde otro lugar ya que mi rusticidad me hizo recapacitar y  tomar la sabia decisión, de que por más vueltas que diera a la cancha, mis progresos iban a ser muy pocos, por lo que el sacrificio no iba a tener su justa recompensa. Por lo tanto, decidí seguir a mi hermano, que el sí jugaba bastante bien,  por las distintas canchas en las que a él se le  ocurría jugar, en forma federada, o en los bravos campeonatos por plata.

Mi hermano me llevaba diez años, por lo que desde los seis años los comencé a seguir en su derrotero futbolístico. El andar tras los pasos del Pancho, muchas veces con el bolso a cuesta, hizo que sus amigos y compañeros de equipos me aceptaran como la mascota, no solo para los partidos, sino también, en las juntadas que hacían en la esquina del bar  o en el galpón del ferrocarril, y que para pertenecer al grupo, mínimamente tenía que hacer “del chico de los mandados”, cosa que no me disgustaba. Y allá iba yo, a buscar una Coca al boliche de la Tuerta Luisa, en donde estaba el único metegol del pueblo y jugaba siempre por invitación, ya que nunca teníamos una moneda en los bolsillos.

Como a mi hermano, que al principio lo llamaban con el sobrenombre diminutivo de nuestro padre, a mí, me comenzaron a llamar “el Panchito”, por ser el hermano del Pancho, pero eso duró muy poco, duro hasta el mismo momento en que se dieron cuenta que la redonda no era lo mío, entonces sí, me comenzaron a llamar por mi nombre: Ricardo Enrique, ni más ni menos que el mismo que llevaba la leyenda roja, Bochini, “el Bocha”, pavada de nombre había ligado!

Que yo no tuviera muchas  condiciones para ser un jugador de fútbol, no quería decir que no lo jugara, ya que me prendiera en picado que se hiciera, no solo con los pibes de mi edad, sino también, con mi hermano y sus amigos, que aflojaban la pata cuando yo la tenía o iba a algún cruce.

Convivía casi en forma permanente con mi hermano y su barra, lo que a mi mamá no le gustaba mucho, porque aseguraba que algunas palabrotas, varias, que había incorporado a mi léxico surgían de esas juntadas, e insistía que debía seguir juntándome con mis compañeros de la escuela, cosa que hacía, pero que ya me empezaban a aburrir con sus charlas de autitos y figuritas; cuando con el solo hecho de ir a la esquina y estar con “mis amigos más grandes” me ponía en otro escalón, y disfrutaba de las cosas  picaras que hacían y decían ellos, ya con edad, ellos, de salidas de noches, a los bailes de algún cuarteto de moda, o, los robos de gallinas a la salida de los mismos para comer de manera de puchero al alba del otro día, siempre y cuando no hubiese partidos de fútbol.

Esas anécdotas que contaban, y la aparición de nombres de algunas chicas, hacía que yo empezara a preguntar algunas cosas que no debía, por lo que ese era el mejor momento de pedirme que les haga algún mandado, cosa que hacía sin chistar, y que regresaba con tal rapidez, para seguir enganchado en el tema de conversación aunque sea solo como oyente, pero a mi vuelta el tema de las chicas ya no existía, y ya estaban hablando del próximo campeonato del domingo.

El tiempo iba pasando, por lo que había crecido unos cuantos años, sin darme cuenta que el Pancho también, pero como yo ya tenía catorce, ya me sentía uno más de la barra de la esquina, y que no solo servía para hacer los mandados, los cuales los seguía haciendo, pero ahora me tiraban alguna moneda, ya que varios de ellos, con sus veintipico de años, trabajaban, y los menos seguían estudiando en la Universidad.

No solo era oyente de sus charlas en las juntadas en la esquina del bar del Viejo Paredes, sino que participaba de las mismas, y a veces con cierta autoridad, podía decirles sin que nadie me reprochara nada, algún comentario por los goles que se comieron en el partido del domingo o  preguntarles por la hermana de alguno de ellos, a lo que siempre me respondían que sus hermanas eran muy grandes para mí. Eso, pensaba yo, a ellos no les debe importar, entonces cuando nos despedíamos, les recalcaba a alguno en particular, que no se olvidara de mandarle los saludos a su hermana, lo que causaba una risa generalizada.

Una tarde, y cuando la noche quería ganar su diario protagonismo, el Lalo, el más honesto y gordito de todos los de la barra, que trabajaba mañana y tarde en la panadería del Vasco, tiro como si nada fuera un –“…y vos Pancho, como va todo con la Ubalda?”—lo que sin llegar casi a terminar la frase, su rostro enrojeció de tal manera que pensamos que su cabeza iba a reventar. 

Sendos hilos de transpiración comenzaron a recorrer desde sus patillas terminando en la tembleque pera.

El resto de los integrantes de la barra comenzaron a intercambiar miradas nerviosas; algunos levantaban las cejas como haciendo la seña del as de espadas en el truco tratando de decirle al otro qué dirían ahora, como saldrían del paso.

El Lalo sabía que había metido la pata hasta el cuadril, por lo que inmediatamente tiró un –-“se está poniendo fresco, mejor me voy”—en esta previa de día de Reyes, pleno enero, ¿ponerse fresco, en donde el calor se hacía sentir hasta en la panza de los sapos?

Me di cuenta al toque que algo ocultaban todos, ya que inmediatamente buscaron cambiar de tema tratando de distraerme metiéndome en otra conversación, que yo les seguía diciendo a todo que sí, acotando un viste o un, qué bueno!

Hasta que en un momento dado, los temas fingidos se acabaron, y fue ahí cuando metí el cucharón diciendo –“che, que pasa con la Ubalda, a que se refería el Lalo”

En un pueblo como el nuestro no era fácil disimular ese nombre, Ubalda, no sé si en la provincia y en las limítrofes alguien se llamaba de esa manera. Llamarse así era una carga de por vida, más allá que la naturaleza, sabia ella, le había dado los encantos a los que nadie podría resistir. Una rubiecita de ojos celeste, y de marcadas curvas, ya, con sus apenas quince años.  Y si alguien la conocía bien a la Ubalda, ese era yo, ya que era mi compañera de banco en el colegio secundario, lo que, por el diario contacto que teníamos, sin llegar a ser amigos, y con toda esa belleza puesta en manifiesto, no se me movía un pelo, digamos.

También sería por el preconcepto que traía de mi casa, de parte de mi papá, que nos había prohibido, mientras el viviera, tener amigos,  salir, cotejar, estar de novio, y ni se nos debería ocurrirnos casarnos con alguien que sea hincha de Racing. Racing a secas decía él, porque el dueño de Avellaneda era el Rojo, Independiente.

Ubalda Humberta Dionisia Anchorena, más conocida como La Ubalda y reconocida no solo en el pueblo sino en toda la provincia, ya que no había dejado cetros de belleza sin adueñarse de los mismos.

La Ubalda era única hija del Vasco Antonio Trifón  Anchorena, dueño de las dos panaderías del pueblo, y de las cinco sucursales que había puesto en la zona. De mucha guita el Vasco, y que casualmente el Lalo, nuestro amigo, estaba como encargado de la panadería central, por lo que el contacto con Ubalda era frecuente.

Ese contacto seguro que hizo que la fuera conociendo y de haber mantenido algún oportuno dialogó, le habría sacado algo a la Ubalda, que por bocón, el Lalo, se le escapo en ronda de amigos de barra.

El nombre con que habían castigado a la bella, y pobre Ubalda, no tenía otros orígenes que los relacionados con Ubaldo Fillol, arquero que le ganó la Supercopa en el ’88;  y Humberta Dionisia, por aquel memorable y excelso delantero el “Bocha” Humberto Dionisio Maschio, Campeón de América y del Mundo en el ´67. Ambos ídolos consagrados y triunfadores en Racing (a secas, por lo que decía mi viejo)

Sí, la Ubalda Humberta Dionisia Anchorena, era la única hija, del único hincha de Racing que había en el pueblo, el vasco panadero. Y que agradezca que la nena  naciera antes que Mostaza Merlo llevara a la Academia a ganar otro título, luego de muchísimos años, sino también le hubiesen puesto Reynalda,… pobre Ubalda!!!

Pero no solo la rubia hija del vasco debía llevar a cuesta un nombre tan poco común, ya que Pancho, mi hermano, había sido “bendecido” con el nombre Arsenio Pastor, por el crack goleador paraguayo Arsenio Pastor Erico Martínez.

Cosas de esos tiempos que homenajeaban a sus ídolos, a pesar de como llevarían esos nombres sus descendientes.  Al menos yo la saque barato gracias al Bocha.

Solo dos hinchas de Racing en el pueblo, ya que la madre de Ubalda no se sabía de quien era hincha, es más, ni siquiera sabía ella porque a todas las panaderías su esposo las había pintado solo de celeste y blanco, y ni que hablar de su ignorancia sobre el nombre de las mismas. Nombres que se podía ver desde lejos en los luminosos carteles albicelestes donde se leía “Panadería La Academia”, y así en cada sucursal, la uno, la dos, hasta la siete.

La empresa panadera funcionaba muy bien, pero esto  no hacía que el vasco cambiara su sistema de hornos, ya que teniendo la posibilidad de cocinar el pan en hornos eléctricos o a gas, mantenía las tradicionales horneadas a leña, que por otro lado, la leña era suministrada por mi padre que se la vendía puesta y descargada de su camión rojo, como no podía ser de otro color; siendo esta la única relación entre los sabidos hinchas de Independiente y Racing, pero que jamás hablaban sobre el tema, ni siquiera se recordaron alguna vez la tarde que el Rojo le ganó a la Academia, mandando a esta a la “B” Nacional, y el Rojo dado la vuelta olímpica. De haber hecho eso mi padre, hubiese perdido un buen cliente, no tengan dudas de eso.

La estafa estaba clarita, el Lalo con la metida de pata, me había dado demasiados indicios, ya que él trabajaba con el vasco, y sabía, estaba seguro, que algo pasaba entre mi hermano y mi compañera de banco.

Ya bien de noche la reunión en la esquina se terminó, se empezaron a dispersar, y se escuchaba el murmullo que el Luis le decía al “Pollo” José, sobre el “moco” del Lalo mencionando a la Ubalda, lo que aparentemente era un tema secreto, confidencial, de los más  grandes de la barra.

En el trayecto de las cinco cuadras que había desde la equina de las juntadas hasta nuestra casa, mi hermano se dirigió hacia mí en forma amenazadora.

--- Ricardo Enrique, lo que escuchaste esta noche de boca del Lalo, nunca lo escuchaste, entendiste?

..—Cómo que nunca lo escuche -- le respondí, haciéndome el tonto a ver si me contaba algo más--, si escuche clarito cuando te preguntó cómo iba todo con la Ubalda.

A lo que mi hermano, con vehemencia, y agarrándome de un brazo, y de manera enérgica me dijo:

--- Vos si abrís la boca el viejo me deshereda, y a vos no te dejo más estar con nosotros en la barra.

Mi hermano había sido demasiado claro y contundentemente amenazador, como para no entender, e intentar decir algo en el círculo familiar.

A lo que le contesté cancheramente – no te hagas problema hermanito,   para que somos también amigos? de esta boca no sale nada, tranqui, pero mañana quiero todos los detalles de lo que pasa con la rubia, ok? – casi ordenándole. Lo que asistió con un movimiento positivo  de cabeza.

No estaba dispuesto a perder el terreno que venía ganando, a costa de mandados y  de solo escuchar, en la barra de mi hermano, por el solo hecho de buchonearlo delante de la familia. Teníamos códigos. A parte si mis hermanas se enteraban del acontecimiento, de su cuñada de Racing, el calvario de las gastadas por salir con una nenita, iba a ser interminable.

Pancho  sobresalía jugando a La Pelota en el puesto y con el número que todos queremos llevar desde pibe, el diez. Era un lujoso jugador, con gran  panorama, y un físico privilegiado, con el porte de un jugador europeo pero con la técnica de los de acá. La pegada que tenía con su pierna zurda hacía que en cada partido se llenara la boca de gol luego de algún inatajable tiro libre. Era el ídolo de la barra, el que siempre los hacía quedar bien y el que nunca había abandonado el equipo del barrio para mudarse a otro, más allá de las importantes sumas  de dinero que le ofrecían por cambiar de color de camiseta.

Pero no solo en las canchas sobresalía Pancho, había sido un buen estudiante, hasta ser escolta en el secundario y ahora estaba terminando la carrera del profesorado de Geografía y Lenguas, ya que siempre tuvo facilidad para el francés. Si a eso le sumamos la pinta que tenía, podríamos decir que el camino para seducir estaba allanado, y no tendría problemas de conquistar a la más codiciada del pueblo, como parecía que estaba resultando la cosa por restos días.

Ubalda también tenía, además de los atributos físicos, mucha aceptación entre sus amigas, porque por sobre todo era muy humilde, por más plata que tuviese su padre, el vasco. Siempre estaba dispuesta a colaborar con los menos pudientes, no solo con plata, sino con trabajos comunitarios. Solía ir a leerles cuentos a los niños internados en el hospital municipal, lecturas que acompañaba con las facturas de la “Panadería La Academia”. Era la mejor alumna de mi curso, y todo hacía indicar que sería una gran pediatra, como siempre soñaba y me comentaba en nuestras charlas de compañeros de banco.

Los días corrían, y los rumores de que el Pancho y la Ubalda estaban saliendo, aunque sea acompañados por grupos de amigos  para disimular los primeros encuentros, en la escuela eran de conocimiento público. Y claro no faltaban los comentarios malintencionados de las chicas de los cursos más grandes.

Como al pasar en esas reuniones de chicas, se podían escuchar frases como:

--- Que me decís de la Ubalda, la  de cuarto, se la tenía bien guardado, saliendo con el Pancho. Que le habrá visto a ese!

..—Al revés querrás decir --le contestaba la otra – que habrán visto esos ojazos verdes de Pancho a esa mococita.

Y así cientos de comentarios que me llegaban, por ser el hermano, y encima compartir banco con la rubia. A los que la mayoría eran bien vistos  como el que me dijo la portera doña Rosa, con suspiro profundo y soñador: “qué lindo va a ser verlo al Pancho con la Ubalda, tan lindos y buenos los dos”, a lo que su compañera, con un malintencionado comentario exclamó –“si pero la diferencia de edad es muy grande, los años son los años”--.

Comentarios al por mayor, que a la vez, se los trasladaba a mi hermano, pero este, con su madurez, hacía caso omiso, y lanzaba en tono gracioso su latiguillo –“con mi pinta y mi pegada, no se resiste ninguna hermanito”

A lo que verdad no le faltaba, ya que era muy lindo al igual que mis otras dos hermanas. Y conociéndolo a Pancho, sabía que lo decía para ponerle un poco de humor a la novela que estaban tejiendo mis compañeras de curso.

El asunto del noviazgo ya era casi imposible de seguir ocultándolo, mi madre algo sospechaba, ya que en su círculo de docentes algo escucho al paso en una reunión. Mis hermanas estaba seguro que no sospechaban nada, porque serían las primeras en alcahuetear al Pancho con mi papá, lo que sería esto una catástrofe familiar, una traición a los colores, y las cargadas que debería soportar de parte de sus amigos en el bar La Ruta, en donde tenía el ambiente controlado por los permanentes triunfos del Rojo, a pesar de las últimas conquistas internacionales de los de la Ribera.

Cada vez que nos juntábamos con la barra, a la que ya era un integrante oficial más, sacaban el tema del Pancho y la Ubalda, y le decían al Lalo de que vaya pensando en algo para cuando los antagónicos padres se enteraran. Lo de las madres iba a ser más sencillo, entenderían rápidamente si hacíamos hincapié en el amor de los chicos, y en la calidad humana, que por otro lado era verdad. Por ahí la diferencia de edad jugaba un poco en contra, pero ya buscaríamos la manera de encontrar parejas con diferencia de edad para demostrarles que no había nada de malo si era por eso; y ahí nomás el Pollo José tiró la pareja de Susana Giménez y Darín, lo que el Chucho le retrucó que en esa pareja la mujer era la más grande, la Su, y en este caso de Pancho, era el hábil volante el que le llevaba diez años a “la nenita del vasco panadero”.

El Lalo se iba preocupado después de cada juntada de la barra, como haciéndose cargo de que todo el pueblo sabía de este romance,  que él era el culpable de lo que podía suceder cuando se enteraran los fanáticos de Avellaneda. Y la verdad que el pobre Lalo comenzó a adelantar lo que nadie en unas semanas podría disimular, que era el amor entre la Ubalda y el Pancho.

Todo el pueblo menos cuatro, los padres, ya que las hermanas del Pancho ya se habían enterado pero por súplicas del mismo ojitos verdes, y prometiéndoles el oro y el moro para cuando consiga su primer trabajo, fue que las convenció hasta que él buscara la manera de blanquear la situación con su padre. Como si “blanquear esa relación” iba ser solo un trámite, ¡que ingenuidad!

Las coartadas se iban acabando y los caminos para evitar las preguntas de mi madre a Pancho de cuando le iba hacer conocer alguna novia, se iban cerrando. 

Hasta que una tarde cerca de fin de año, en donde abundan los actos de fin de curso en las escuelas, y las mujeres dejan  hasta última hora para ir a la peluquería, fue este el lugar en que coincidieron las madres de los novios en cuestión. Las madres se conocían ya que mi mamá solía ir a comprar a la panadería del vasco y a veces se cruzaba con la madre de Ubalda. Pero por sobre todo se conocían porque ambas mujeres compartían una misma actividad, que no era otro que el Coro Municipal.

Los temas de la peluquería ya sabemos lo recurrentes que son, comienzan con las revistas de modas, que a donde te vas de vacaciones; que con quien pasas las fiestas; que te enteraste con quien lo engaña la Pocha al pobre Juan, hasta que, si hasta que como peludo caído del techo, la peluquera, con secador en mano, y estando mi madre sentada al lado de la señora del vasco, y dirigiéndose a mi mamá se despachó con un –“las felicito a las dos, que linda pareja que hacen”—

A lo que mi madre, con total cara de asombro mira primero a la peluquera y luego a su compañera, repreguntándole –“que linda pareja que hacen quien, Zulema?”—

--- Hay querida no hace falta que disimulen más, me refiero al Pancho y la Ubalda, tienen unos años de diferencia, pero que importa, la mujer es más madura, y aparte son tan lindos, serios y educados los dos”.

Silencio atroz.

 No volaba una  mosca. Mi mamá aflojó el semblante a punto de desmayarse.

--- Tráele un vaso de agua a la señora, -- le ordenó Zulema, la peluquera, a una de sus ayudantes--.

Mi madre, después de beber agua, y recomponiéndose, miro a la mamá de Ubalda, preguntándole si ella sabía algo de “los chicos”, a lo que le respondió que –me estoy desayunando con esta novedad-- Pero al parecer, por la poca sorpresa y la cara que tenía, estaba aprobando de buena manera la relación, y cerró con un –…y si se quieren, está todo bien--.

Mi mamá llegó a casa, blanca, sin sangre, no por la relación que podrían estar teniendo Pancho y Ubalda,… la compañera de Ricardo Enrique!, sino, por lo que diría su marido al enterarse de que es la hija del vasco, el único hincha de Racing, y justo a él le iba a tocar como consuegro.

Por el lado de la novia, el tema del problema solo era del padre ya que la madre  lo del fútbol la tenía sin cuidado, y de última, que se la arreglara el vasco con la Ubalda, quien sí sabía que la tarea no iba a ser fácil, no tanto por la diferencia de la edad, sino, por el mismo problema de la vereda de enfrente, y ya estaba imaginando las expresiones de su padre: “habiendo tantos en el pueblo la fuiste a embocar justo con uno de la contra?, me quieres matar de un infarto Ubalda querida?. Nunca te faltó nada, no te prohibimos nada, viajaste cuando querías, pero esto, justo esto me lo haces a mí?”.

El círculo se estaba cerrando y solo quedaban dos personas en desconocimiento del nuevo amor del pueblo, ni más ni menos que los “consuegros de Avellaneda”.

---Lalo, piensa algo en cómo decirle a mi viejo esto del noviazgo con Ubalda, ya sé que no es culpa tuya, pero fuiste vos quien largaste la primer bola frente a mi hermano, entonces necesito de tu ayuda, le dijo Pancho, casi con vos de suplicio.

..—Dale Lalo arregla esto, comentó el Pollo José.

 A lo que a los demás integrantes de la barra les daba un poco de pena, por Lalo, pero había que buscar una solución.

--- Escuchen, dijo Pancho, mañana nos juntamos en el galpón del ferrocarril a jugar un picado con los del barrio de La Antena, cuando terminemos de jugar nos quedamos un rato, tomamos unas Cocas y cada uno expone las supuestas propuestas de soluciones para el caso. Recuerden que ni Ubalda ni yo, tenemos la idea de separarnos, entonces piensen algo prudente para que la relación continúe, y nuestros padres la digieran con la menor amargura posible.

Veinticuatro horas tenía la barra para  encontrar una solución a la continuidad del amor entre Pancho y Ubalda. En esos tiempos era más fácil que Maradona sea el DT de River, o Ramón Díaz se ponga la azul y oro, antes que encontraran la solución adecuada.

El picado había terminado con una nueva exhibición de Pancho y su delicada zurda, y yo, sin que nadie me mandara ya, había ido hasta el boliche de La Tuerta a buscar un par de gaseosas, mientras los muchachos se preparaban para exponer las soluciones que habían maquinado durante toda la noche.

El Chucho se mandó con que Pancho le pidiera la mano de la Ubalda al vasco una tarde de domingo cuando Racing haya ganado su partido por el campeonato.

--- Ni en pedo, salto Pancho. Estás loco vos Chucho, aparecerme de una por el solo hecho de que la Academia haya logrado tres puntos. Va a entregar su hija al hijo de uno de Independiente por el solo hecho de encontrarlo calmo por el triunfo dominguero?, estas de la cabeza vos. 

La de Chucho descartada.

El Pollo José se prendió y largó esta idea:

..—Hagamos  una peña de Racing, traemos un par de jugadores para la inauguración, elegíamos  la reina de la Academia, que por lógico será la Ubalda y vos entras haciendo jueguitos con una pelota celeste y blanca, y al ver al vasco con el medidor de la felicidad por el cielo, ahí nomás vos le das la noticia del noviazgo. Acordate, no se va a negar, aseguró el Pollo.

--- A ver muchachos, llamó a la cordura Pancho a su grupo de amigos. Ustedes me están diciendo estas cosas en serio, o  le están dando al porro a escondidas, repensaron un par de veces las propuestas antes de tirarlas acá como posibles soluciones?, expresó el decepcionado ya profesor de geografía y francés.

A todo esto el Lalo no había abierto la boca, solamente lo hizo para llevarse el pico de la botella de gaseosa.

..- Hermano, le dije, a mí no se me cae ninguna idea, pero estoy dispuesto a trabajar todo el verano gratis para el vasco, en cualquiera de sus sucursales, con tal que apruebe este amor.

--- Está bien, Ricardo Enrique, me contestó, sos chico y la solución la tenemos que buscar nosotros.

Después de esas palabras un silencio se apoderó de la reunión y las miradas comenzaron a dirigirse hacia el Lalo, teóricamente el que debía tener la solución al problema.

..—Y vos Lalo, que lo conoces más al vasco, no trajiste ninguna propuesta de solución?, preguntó Luis que estaba sentado arriba de la Tango.

.-.-No traje propuestas amigos, yo tengo la solución del problema, solo que los quería escuchar primero a Ustedes por respeto.

---Y cuál es! exclamamos todos a coro, desembucha de una, lo apuró el Pollo José.

.-.- Tranquilo,  deberán seguir mis instrucciones para lograr que esto llegue a buen puerto, solo pido que confíen en mí, y en mis “contactos”.

Eso de contactos sonó medio mafioso. Pero no tenían muchas alternativas, y siempre creyeron el uno con el otro, entonces le dieron el crédito necesario al Lalo para que solucione la situación.

Estaba con mi hermano Pancho en la esquina de costumbre esperando las reuniones que manteníamos casi a diario, cuando de repente aparece una banda de motoqueros. No era otro que el Lalo en la moto de delivery de la panadería, acompañado por la cros del Pollo José que llevaba atrás al Luis, el Chucho estaba con la Gilera de su papa con el Tano, y la tercer moto era la del Polo, que siempre la manejaba con los guantes de arquero, los mismos que usaba para jugar al fútbol, y que estaba acompañado por el Tuta.

..—Hola como están los hermanitos, nos preguntó el Lalo, con aire de superado.

--- Bien acá, esperándolos, le respondió el Pancho. 

.-.- Tienen alguna novedad para “el asunto”, participé de la conversación

..—Tranquilo Ricardo Enrique, tenemos todo cocinado, mañana sin falta, mañana viernes a las veinte horas, los esperamos en la Casa de Deportes y Cultura de la Municipalidad, sean puntuales, y vayan bien peinados, ja ja, concluyó el Lalo, lo que provocó risas generalizadas del resto de los motoqueros, que a la orden de un gesto con la mano, Lalo inicio  la retirada.

La verdad, no entendíamos nada, pero si algo había en el grupo, históricamente, fue confianza, por lo que, más allá de la intriga que nos embargaba, mantuvimos la calma, y solo atiné a decir un –“y si Lalo lo dice, pues confiemos en él”.

La espera hasta el otro día se hizo interminable, las horas no transcurrían más y la esperanzadora solución que Lalo había prometido se hacía rogar minuto a minuto, se estaba transformando en angustia.

Puntualmente estuvimos a la hora fijada, estábamos todos los de la barra más Emeterio, el Secretario de Deportes y Cultura quien abrió el establecimiento y nos hizo ingresar en donde explicaron el plan, que primero sonó descabellado, pero  la llegada de Ubalda dio tranquilidad ya que ella estaba confiada en lo que Lalo y sus amigos había organizado para darle fin, o  mejor dicho, comienzo a esta historia de amor.

Cuando salimos al salón principal, al más grande en donde funcionaba las actividades deportivas bajo techo, más precisamente la cancha de baloncesto del Club Fútbol y Patín, había no menos, de quinientas personas, convocadas por los amigos de la banda por un tema de causa común que el Secretario Municipal explicó de la siguiente manera:

..—Amigos, buenas tardes, se despachó, dando la bienvenida y agradeciendo la  presencia de los vecinos.

Junto al Secretario, en un improvisado palco, del  lado derecho había varios conocidos hinchas de Independiente a los que reconocí rápidamente a mi padre y a mamá, y a  sus amigos que concurrían al Bar La Ruta; y a la izquierda podíamos ver al director de la escuela secundaria, a los dueños del taller donde trabajaba el Pollo José,  a la madre de Ubalda, y a su esposo el  vasco,  el único hincha de Racing del pueblo. 

A los únicos que no lograba ubicar, en este gentío, era a mi hermano y su novia, pero me despreocupé pensando que estarían mezclados con la muchedumbre.

La última vez que había visto tan cerca de mi papá al vasco, fue el mes pasado cuando le llevamos un chasis de leña para los hornos de su panadería, que yo mismo me encargue de bajar con un peón que tenía mi papá, un tal Pedro Nachi.

El Secretario comenzó remarcando la labor que estaba haciendo la Municipalidad apoyando al deporte y la cultura, pero que a la vez se había tomado una decisión, a pedido de un gran número de vecinos, como era el reconocimiento a distintas personalidades deportivas, del arte y la cultura, y que  esta ocasión, por ser la primera, habían convocado dos personalidades del deporte nacional para honrar esta iniciativa.

La expectativa estaba creciendo minuto a minuto para saber de quién estaba hablando la autoridad municipal.

Y en un momento dado aparecieron dos promotoras, contratadas para la ocasión, con sendas plaquetas para ser entregadas a los homenajeados, para lo cual el Secretario, con un ademán hizo acercar a mi papá y al vasco para que fueran ellos los encargados de entregar el recordatorio a estos deportistas, que no aparecían en escena, aumentando la expectativa de manera insostenible.

A esa altura ya no aguantaba más, no me imaginaba de qué se trataba todo esto que había pergeñado la barra de amigos, con el Lalo a la cabeza.

De pronto un ¡¡¡ohhhoooooooooooo!!! de todos los presentes, y un interminable aplauso, dio  la bienvenida a estas personalidades del balompié que no eran ni más ni menos que Ricardo Enrique Bochini y Rubén Walter Paz Márquez.

El Bocha entró de la mano de Ubalda, que tenía puesta la camiseta de Independiente, con la diez en la espalda.

Rubén Paz lo hizo acompañado por mi hermano Pancho, que se había puesto,… la camiseta de Racing! con el número que el siempre usaba, también  la diez.

Los aplausos no cesaban de parte de la multitud, yo, estaba pálido, nublado, me había bloqueado, no tanto por las geniales personalidades, sino de ver a mi hermano con la camiseta  albiceleste de la contra  puesta.

Mi cabeza comenzó a funcionar y maquinar las mil y una posibilidades que podían desatarse en breve, y a la vez intercambié una mirada con mi padre que se había comenzado a brotar por  lo que estaba viendo, al Pancho, su hijo pródigo, con la rayada puesta.

En un momento veo que Rubén Paz se acerca a recibir la plaqueta que el vasco tenía en sus manos, como petrificado, que recién reaccionó cuando su esposa le dio una palmada en la espalda, y procedió a entregarle el reconocimiento, y a la vez el uruguayo le hacía entrega de una camiseta oficial de Racing firmada con todos los jugadores del Campeón de la Supercopa del ´88.

Tras esa emocionante acción, Bochini se adelanta con una réplica de la Copa Intercontinental ganada por Independiente en Japón, frente al Liverpool, en el año 1984. Al realizar el intercambio, mi viejo se quebró en llantos quedando abrazado por mi mama, el Bocha, Paz, Ubalda y Pancho, yo, y…siiiii, el Vasco Antonio Trifón Anchorena!!!

Cuando el resto se retiró dejando a mi papá y al vasco  enfrentados, fue el acto más emocionante que me había tocado vivir, con una mezcla de amor y perdones, que se ponía en manifiesto en ese interminable abrazo entre los hinchas antagonistas  que duró largos  minutos coreados por un cerrado aplauso de los presentes, y que solo puso fin el beso que Pancho le dio a Ubalda ante toda la multitud y la aceptación definitiva, emocionante y racional de sus padres.

El amor dio otra muestra de grandeza, y el fútbol no estuvo ajeno a este acontecimiento, que, al aceptar al “enemigo eterno”, prolonga este folclore, sano folclore, que por siempre rodeará al fútbol.

Notable historia de amor, que las lágrimas que mojaban las caras de los amigos de la barra, en especial en los regordetes cachetes del Lalo, daban sobradas muestras de esperanzas para  el triunfo del amor entre  Pancho y Ubalda, más allá de la diferencia de edad,… y los colores de las camisetas.

 

 

En este me inspiró una foto aérea de los dos estadios que hay en Avellaneda. La increíble cercanía de las moles de cemento hicieron relacionarlos con dos hinchas de esos equipos en mi pueblo, uno, el del Rojo, mi padre, y Antonio Trifón (Gallardo, el real) el de Racing

EL ANTI HÉROE

Hoy me tomo un recreo, dejo a La Pelota descansar, ya que por lo general mis escritos se han  basados, inspirados y direccionados, en la mayoría de los casos, en el fútbol. Esta vez no voy a ser recurrente y voy a escribir algo sobre  los Súper Héroes, aquellos personajes creados desde la ficción, que nos supieron atrapar desde muy niños,  y cada uno de ellos  nos cautivaba con  sus distintos poderes sobrehumanos.

Estos personajes aparecieron en la industria de los cómics  estadounidenses  a fines de los años ‘30, del siglo pasado, cuando por estas pampas  La Pelota  hacía rato que rodaba por los potreros siendo convertida  en un deporte profesional. 

Los cómics, la mayoría, por no decir todos, fueron llevados años tras años, con gran suceso a otros medios, como la televisión, y principalmente, a la pantalla grande, y quien más quien menos, rápidamente se sintió  identificado por alguno de ellos, ya sea por su uniforme, por su fortaleza física con sus marcadas musculaturas, o también, por aquellos que sin apelar tanto a la fuerza, tenían su legión de  seguidores por sus destrezas e inteligencia.

Cada uno de estos personajes  habían aparecidos, en la ficción, por distintas circunstancias, ya sean naturales, de auto creación o por algún experimento de la ciencia buscando algo y terminando en otra cosa a la que imaginó originariamente su creador.

Es así como estos Superhéroes uno a uno fueron apareciendo, para hacer frente a la injusticia o  al caos que provocaban   los villanos, los cuales  también fueron  creados para darle sentidos a la figura de los todopoderosos.

Estaban dotados de capacidades superiores al hombre común. Ellos eran  los que podían volar, los que tenían poderes magnéticos. Habilidades atléticas y circenses, poderes místicos,  como también, técnicas ocultas. Pero por sobre todas las cosas, eran sumamente inteligentes respaldados por su perfección anatómica.

Más de uno de estos Superhéroes tenían una doble vida. La corriente, como un ser humano más, y la otra, cuando el enemigo aparecía y el llamado a combatir el mal  lo transformaba en el héroe del universo. Era una doble identidad que llevaban en forma paralela, una por la vida civil y la otra, repito, aparecía cuando los villanos se apoderaban de la ciudad sembrando el pánico, que solo los Superhéroes podían combatirlo.

A esas vidas paralelas pertenecía  Superman, que se escondía   en                                      un periodista, débil y tímido, llamado Clark Kent. También tenemos al simpático   Peter Parker transformándose en el Hombre Araña. El primero, venido del planeta  Kriptón, con todo el bagaje de poderes que sus padres le dieron al enviarlo a nuestro planeta. El otro, picado por una araña, que le transmitió  toda tipo de habilidades acrobáticas y protegido, siempre, por su inviolable telaraña.

Estaban los otros, los autocreados como los llamo. Que por problemas personales, traumas familiares, trastornos en su personalidad, desde niños, adoptan una manera distinta de vivir su vida, escondida atrás de una máscara y un traje que los identifique y los mantenga ocultos en la soledad, en las sombras de la noche. Estos sin poderes súper humanos, pero   con la posibilidad de disponer de armas y herramientas sofisticadas, y con habilidades que le permitían hacer justicia amparados por su sorprendente inteligencia.  Es acá que aparece Batman, Daredevil y otros.             

Los uniformes eran muy ajustados, de colores llamativos, y seguramente, muy livianos, ya que en muchos casos los llevaban puestos bajo su ropa de hombre común. Estos trajes remarcaban la silueta trabajada que se dejaban ver en las noches bajo el brillo de la luna.

Mencioné que algunos se transformaron por obra de la naturaleza y otros por propia decisión; pero también aparecieron aquellos que fueron obra de algún científico sin escrúpulos capaz de transformar un pedazo de lava en el Hombre Roca, o el traje indestructible de Iron Man que seguramente habrá salido de alguna armadura medieval.

Para mi Batman, fue lo máximo, lo sigue siendo, con el paso de los años y las nuevas películas que el enmascarado ha protagonizado, y que me  siguen  atrapando. Por momentos, muchas veces, me he sentido identificado, no por su pasado, sino por el gusto a la soledad, de la manera que la llevaba. Solo confiaba en Alfred, quien lo crió desde la perdida de sus padres. Solo en Alfred, ni siquiera en las Gatubelas o los Robin de turno. Y ahí comenzó un oscuro camino de soledad y justicia  por mano propia por el bien de Ciudad Gótica. En su honor, tengo todas sus películas guardadas en mi “baticueva” como admiración y fidelidad a mi Superhéroe.

Podría escribir hojas y hojas sobre Batman, mi Superhéroe favorito, pero no voy a explayarme más, ni tampoco lo haré con los otros integrantes de las famosas comic, solo diré que me han hecho pasar momentos inolvidables en mi niñez y adolescencia (pues bien, ahora también) y que cada uno de ellos tiene su traducción dándole el origen a su nombre. 

Como mi admirado Batman es el Hombre Murciélago, Iron Man es el Hombre de Acero. Superman es el Súper Hombre y Aquaman el Hombre del Atlántida; el tierno Spiderman es el Hombre Araña, Rockman se transforma en el Hombre Roca, como el Hombre Fuego es Fireman. 

También estaba Lineman, el Hombre Línea, noooo…, para, para, para, me equivoqué, discúlpenme por favor. 

Este individuo lleva nombre de Superhéroe pero no tiene nada que ver con aquellos. Es más, podríamos catalogarlo como un villano, de los peores, comparado con el Guasón, el Pingüino o Dos Caras. El Lineman es abucheado esté donde esté, con su triste uniforme que lejos está de parecerse a un justiciero, todo lo contrario. Su aspecto físico nada tiene que ver con nuestros queridos Superhéroes. El Lineman, hacen filas sus detractores para insultarlo y tirarle desde pilas, hasta sobras de comidas. El Lineman, convocante de multitudes cada fin de semana que se agolpan  para desacreditar sus actuaciones y acordarse de su familia. Hasta pagan una entrada para hacerlo!!!

El Lineman es un caso particular, un Superhéroe, de nombre,  pero actúa como el peor de los anti héroes. Nada tiene en común con el resto de los personajes que nos deleitaban en las revistas y películas que se han pasado la vida protegiéndonos de los forajidos y  bandidos malvivientes.

El Lineman, que solo se dispone a impartir injusticia contra la masa local con su arma, su única arma, el banderín solferino, al que le agregó últimamente un sistema de comunicación con el hombre de negro, transformándose, además, en un verdadero alcahuete, cada día más hostilizado y odiado por los habitantes de la Ciudad del Tablón.

La pucha, pensar que comencé con esta nota diciendo que no me iba a meter con el fútbol, pero vieron, desde siempre La Pelota estuvo presente, y en este caso, mucho antes de la aparición de nuestros queridos Superhéroes.

Si Batman fuese árbitro, estos Lineman siempre estarían fuero de juego, y ni siquiera el Comisionado de Gótica  se pondría de su lado. Y como les contaba al comienzo, que Batman era mí preferido en este mundo de superhéroes de ficción, en la realidad también existen los héroes, aunque muchas veces cueste identificarlos y disfrutarlos. Pero este, al que  hago referencia, nadie lo pueda negar y para no dar más vuelta, no es otro que el Hombre Casa, aquel incomparable, que siempre hacía justicia por derecha, rápido en  sus decisiones, astuto como ninguno, pícaro como pocos; brillante y  hábil , tanto, que con una gambeta se sacaba de arriba a los villanos defensores, dejándolos en ridículo. Genio, loco, humilde  y leyenda a la vez. Sí, ese era el Hombre  Casa, el héroe de todos en definitiva, y que no era otro que Houseman.

CASI SE CASA

El fachero de la barra, langa y  conquistador por naturaleza, siempre rodeado con las mejores chicas, y nosotros por detrás de él, como las aves de rapiña  en el surco que deja el arado, tratando de rescatar  lo que dejaba.

Pero esa condición de galán no lo hacía pedante, soberbio o un tipo repugnante. No se reía, como suele pasar, de las feas. Todo lo contrario, era un caballero, que le escapaba al amor por miedo al casamiento. Le gustaban todas, las chicas, las fiestas, las salidas interminables, pero cuando salía con una piba que le gustaba, le era fiel, en eso nadie tenía dudas. Seguía con la chica hasta que la relación no daba para más. No era de andar jugando a dos puntas ni nada de eso.

El único miedo que podría tener la novia de turno, me refiero a la infidelidad, de que se fijara en otra, era solo uno, su otro amor, el incondicional, único y eterno. El más pasional de todos, al que nunca le falló a pesar de los malos momentos  que le hizo pasar. Más fiel que con ninguna chica que estuvo a su lado, ese amor se llamaba San Lorenzo de Almagro.

Exacto, El Ciclón del barrio  de Boedo.

Su amor comenzó con aquel equipo campeón invicto  del ‘68, Los Matadores, orientado desde afuera por  un mañoso Toto Lorenzo, que sacó lo mejor de la Oveja Telch, Irusta, Heredia, Coco, Veglio  y el Lobo Fischer como goleador  (vaya paradoja, un lobo y una oveja en la misma causa) 

Este idilio se reforzó con el doblete logrado en el’72 y el Metro del ’74, con figuras como el Ratón Ayala, Rezza, el endiablado Ortiz, Olguín o el Gringo Scotta, quien convertiría 60 goles al año siguiente, siendo hasta hoy el  único jugador en todo el mundo en lograr esa marca.

De ahí en más comienza la gran debacle azulgrana que terminaría con lo peor. Pero igual, fue su primer y gran amor. 

Todo este amor hacia los de Boedo, fue obra de su abuelo, un empleado ferroviario que nunca había jugado a la pelota pero supo querer a Los Cuervos y contagiar a su nieto. A  pesar que vivía en Caballito, viajaban cada domingo que jugaban de local hasta la Av.  La Plata, donde estaba el Gasómetro, el viejo Gasómetro, el de tribunas de madera.

Yo vivía en Floresta, y todo hacía suponer que sería hincha de All Boys, pero no, el Gallo de Morón se llevaba mi amor  incondicional, y mi aliento de cada sábado. Ni siquiera Vélez o Ferro, que los tenía a un paso, y que jugaban en primera, pudieron torcer mi elección para con los de Morón.

Todos los fines de semanas íbamos a ver los partidos de local. Al Gallo los sábados por la B Metropolitana, o los domingos al Gasómetro a ver a Los Matadores. Nos hacíamos el aguante por esa amistad que nos unía. Su abuelo no lo podía entender mucho, pero lo aceptaba, y nos llevaba los domingos a la cancha. Los sábados íbamos a Morón con un tío que vivía ahí, y nos esperaba en la estación del Sarmiento.

A esa edad lo más importante era la secundaria y juntarnos para ir a la cancha. Comenzaban los bailes de quince años a los que concurríamos siempre por la invitación del otro, ya que por no vivir cerca, y no concurrir a la misma escuela, todos los sábados teníamos salida asegurada. Claro, mi amigo se llevaba la mejor parte con las chicas pero siempre poniendo un “hasta acá llegué” a la hora de que alguna señorita tuviera intenciones serias, ponerse de novios digamos, lo que le impediría dedicarle sábados y domingo para ir a la cancha, cosa que no estaba dispuesto a cambiar, ni siquiera a negociarlo. Nada era más importante que su San Lorenzo, y la compañía de su amigo, o sea yo.

Con veinte años ya y una soltería firmemente encaminada, al igual que mi amigo, seguíamos  con el  interminable recorrido por las canchas del ascenso con mi Gallo de Morón, festejando algún salto esporádico y  transitorio al Nacional B, pero siempre con más pena que gloria. Siempre junto a mi amigo, y sus momentos más tristes, desde aquel campeonato del ’74, que terminó con lo peor que le puede pasar a un equipo, y toda su hinchada, el descenso.

Ni las salidas a los boliches con largas caravanas, donde la noche se hacía día,  podían evitar que nos encontráramos el domingo yendo a alguna cancha prestada, ya que el Gasómetro había desaparecido, había sido rematado y transformado en un supermercado.

Ferro, Vélez, Atlanta, y el mismísimo Tomás A. Ducó, nos acogía para ver a su San Lorenzo con las cargadas, crueles y lógicas, de las restantes hinchadas de los equipos grandes, y hasta los  ni  siquiera chicos, como los Bichos de La Paternal.

1981, el Boca de Maradona y Brindisi se llevaban el Metropolitano.

Pero en el fondo de la tabla pasaban cosas. Y fue nomás un 15 de Agosto del ’81, en los tablones de Caballito, que sucedió lo peor de lo peor para los sanlorencistas.  El rival era Argentinos Junior,  con el empate los azulgranas permanecían en Primera. Pero el loco Salinas, desde los doce pasos, sentenció el descenso tan temible, pero inevitable y hasta esperado en este tormento que vivía San Lorenzo, dentro y fuera de la cancha. Ni siquiera la chance que tuvo Delgado, también de penal,  pudo ilusionarlos, ya que las manos de Allés, sentenciaron la catástrofe santa.

Lo tenía abrazado, no sabía cómo contenerlo. La hinchada seguía alentando como festejando un campeonato, no los entendía.

El seguía ahí, rodeado por mis brazos y envuelto en la bandera que su abuelo le había regalado en el ’68, y que llevaba a la cancha en momentos cruciales. Sus lágrimas eran pesadas, como de aceite, apenas se movían por sus mejillas.

En un momento se paró, y exclamó: “se acabó, te di toda mi juventud San Lorenzo querido, pero ya no, haré mi propia vida. Hasta que no ganes la Copa Liberadores de América, no te vuelvo a ver más”

Escalones abajo, me acompaño a tomar el tren y él se fue a  su casa que estaba ahí en Caballito, sobre la calle Avellaneda, a tres cuadras del estadio de Ferro.

Me sentía muy  amargado, por él, no por el Cuervo, que mucho no simpatizaba a pesar que lo veíamos todos los fines de semana. Sabía que la idea de no verlo más, a San Lorenzo, por parte de mi amigo, se le iba a pasar apenas comenzara el torneo  de la B Nacional, que eso de volver a verlo recién cuando ganara la Libertadores, fue una frase del momento, una frase de amargura, odio y lamento.

¡Como me equivoqué!

Jamás volvió a una cancha, ni siquiera para acompañarme a mí. Nunca más hablo de fútbol, ni de San Lorenzo. Nada le interesaba ya de lo que sucediera en el mundo del fútbol. Ni lo que el Diego de la gente había logrado para nuestro país. Nada lo inmutaba cuando alguien decía la palabra fútbol. Ni los logros internacionales de San Lorenzo con la Mercosur o la Sudamericana, nada. Ni siquiera se había enterado de esas alegrías, como tampoco de los campeonatos locales ganados en el ’95, 2001, 2007 y 2013. Para mi amigo, San Lorenzo seguía en el descenso.

Nada, el fútbol había desaparecido de su vida. 

Como me dijo una vez que le saque el tema: “me quedo con aquellos nombre que nos dieron la gloria. Me quedo con la interminable oooooooooo del gordo Muñoz por Radio Rivadavia gritando los goles de  Scotta, Veglio y Fischer. Ya no más”

Y así fue nomas.

Su vida dio un cambio total, consiguió el trabajo de profesor de inglés en colegios de la zona oeste y academias privadas. Siguió estudiando idiomas para terminar de recibirse de traductor de francés, portugués y latín.

Cuando cumplió sus treinta años me pago el viaje para que lo acompañara  al Machu Pichu. Se había transformado en una persona muy culta, recorredor de todos los museos del país, y su gigantesca biblioteca, no le dejaba tiempo que no sea para la lectura.

Su estampa seguía intacta, pero no hacía uso de sus bondades físicas. Se había transformado en un solterón que disfrutaba de sus sobrinos, y de su ahijada, mi primera hija, que malcriaba dándole todos los gustos.

La enseñanza en los colegios y sus permanentes   viajes culturales habían transformado a este hombre, a mi amigo de la vida. Siempre viviendo en la misma casa, en la soledad a la que se acostumbró por no abrirle  la puerta al amor.

A sus cincuenta años los festejamos en mi casa, invitamos al  reducido grupo de siempre,  los amigos de la juventud y algunas nuevas amistades que había hecho a través de mi esposa. Todos sabíamos que de fútbol no se podía hablar, para respetar y no traer viejos recuerdos que el mismo se había encargado de enterrar.

Y el destino quiso que esa noche una linda amiga de mi señora le clavara la vista que lo cautivo como nunca nadie lo había podido hacer. Y mira que este las tuvo a todas, eh! Mi amigo se enamoró como nunca de esta señorita, diez años menor que él. Tal fue el enamoramiento que todo siguió su curso con un feliz noviazgo que luego de cuatro años él, si él, le propuso matrimonio.

¡Quien lo hubiese dicho amigo!

Vos atrapado por Cupido a esta altura, con una vida tranquila, y una mejor posición económica, se te dio por involucrarte en esto del amor. Bueno, tenías todo el derecho, por buena persona y mejor amigo de conducta intachable.

Por dentro siempre me preguntaba, que había sido de aquel amor, tú primer y único amor como siempre decías cuando hacías  referencia a tu San Lorenzo. Que sería si no hubiese descendido. Estarías en esta situación, enamorado y a punto de casarte? Quien podría saberlo.

El año 2014 estaba transcurriendo, y la boda estaba prevista para el 13 de Agosto, sin importarle el número de la mala suerte, para muchos.

En el mundo del fútbol sudamericano no era un día más, no, y menos para una barriada de Buenos Aires. Mi amigo no tenía idea de nada de lo que sucedía en el mundo de la pelota, él estaba en otra cosa.

En los preparativos de la ceremonia religiosa, en la que era padrino con una hermana de mi amigo que hacía de madrina, y estando en la sacristía,  veo el cura sentado en un rincón, fumando un puro, que apestaba,  y escuchando la radio. Toda una sorpresa para los presentes y  el acontecimiento que nos convocaba, justamente el cura que casaba a mi amigo, estaba haciendo “la previa” y tratando de calmar sus nervios.

Me  acerque y le pregunté, quien estaba jugando, porque al toque me di  cuenta que era un partido lo que estaba sintonizando la radio, y podía distinguir, claramente, la voz de Víctor Hugo Morales, por Continental.

El cura se paró, y le dio la radio a un pibe que hacía de monaguillo, y le dijo; “cualquier novedad a favor, me avisas, no importa que estemos en la mitad de la ceremonia”. El cura, saliendo de la sacristía, acomodándose la sotana, y mirándome muy ilusionado, terminó diciendo: “hoy juega San Lorenzo la final, y no podemos perder”

No podía creer lo que escuchaba. Parece que el Papa Francisco había bajado su pasión por Los Cuervos de tal manera  que  tenía que creer o reventar, pero el destino estaba marcando algo, ya  que hasta el cura que casaba a mi amigo, era un fanático confeso hincha de San Lorenzo. Me dio un poco de miedo debo confesarles.

Novios y padrinos estaban frente al altar en plena ceremonia. Amigos de la juventud, compañeros de sus colegios, todos, casados y con hijos, a la espera de que este último galán de la barra, y tan codiciado en su épocas de joven, estaba a punto de cambiar de equipo. Se pasaba para los casados.

Cuando el cura estaba a punto de hacer la pregunta de rigor, con la frase “acepta por esposa a…”, se escuchó un alarido de júbilo, emocionante y eufórico desde el fondo, a la altura de la sacristía. Se pudo ver al monaguillo con la radio en alto, y con todo su volumen, gritando: “Padre, gol de San Lorenzo, el Gordo Ortigoza de penal. San Lorenzo es Campeón de América, Padre!!!”

Aún se escuchaban las ooooooo del grito del uruguayo relator  cuando mi amigo levantaba en andas a ese monaguillo que no soltaba la radio.

La ceremonia se transformó en un caos, pocos entendían lo que pasaba, mientras algunos le echaban  agua bendita al cura para que volviera en sí de su desmayo, la novia se desvanecía en los brazos de su hermana.

A esta altura mi amigo se encontraba arrodillado sobre la alfombra roja con su cara llena de lágrimas. Estas lágrimas eran de felicidad, de alegría, no como aquellas que tuve que consolar en los tablones de la cancha de Ferro, en otro Agosto, por aquel descenso de San Lorenzo.

La pobre novia estaba petrificada y consolada por la madrina. No entendía nada. Nunca sabía que a su novio, casi marido, le gustaba el fútbol. Nunca le  había hablado de eso, jamás le dijo que le gustara el fútbol, y menos que era hincha del equipo del Papa.

Cuando la calma parecía que volvía al recinto, mi amigo se paró, ya sin la corbata puesta, y me grito: “vamos amigo, llévame al Nuevo Gasómetro, te dije alguna vez que volvería a ver a San Lorenzo cuando saliera campeón de América, bueno, el día llegó. Si ella me ama, el casamiento puede esperar, como pude esperar yo más de treinta años para volver a ver a mi primer amor. Vamos”

Con el estupor de todos, partimos con mi amigo rumbo al Bajo Flores para llegar, al menos, a los festejos de la vuelta olímpica.

El arroz y las perdices quedaron para otra ocasión. La felicidad de mi amigo no podía esperar.

AMANCIO CUELLO

La disimilitud de opiniones que siempre ha generado el tema de que si los de antes fueron mejores que los de ahora, nunca va a tener fin, ya que con el paso de los años los más veteranos defenderán a sus contemporáneos, y los jóvenes elevarán a sus ídolos actuales hasta el altar de los intocables.

Por suerte, en el inicio de mi segunda década, pude comprender, y aceptar, lo que mi padre me decía remarcando el latiguillo de “los jugadores de antes eran mejores  que los de ahora”. Y en cierta medida le daba la razón, acentuando este razonamiento, por sobre todas las cosas, en el carácter del jugador, en la presencia y su valentía. Incluyo en esto del carácter, a  las simulaciones permanentes de lesiones que no sufren los de ahora, el reclamo de pedir amonestaciones para los rivales. En otros tiempos dirían que son “cosas de maricas, el fútbol es para los hombres” (hombres = machos)

Y si de buenos jugadores y con carácter de otras épocas  hablamos, y hacemos referencia a esos caudillos que nunca arrugaban  de visitantes, y jamás de local, bueno, si  es  esa la clase de jugadores que queremos recordar, no  puedo dejar de mencionar a uno de los más bravos que vi, dentro y fuera de la cancha, al Amancio Cuello, el Bebu Cuello.

El Bebu era un sobrenombre que le habían puesto de chico, en la primaria, sin saber que le hubiese caído mejor un apodo como El  Malevo o El Matón, teniendo en cuenta la cicatriz en su pómulo derecho, que según él, se lo hizo con un alambre del gallinero de su abuela, pero todos sabían que fue un “puntazo” que le dieron en el bar del “Negro Coca”, en el barrio de La Villa.

No solo que lo vi jugar, sino que tuve la suerte de que un amigo pudo jugar un par de años con él, en el ocaso de la carrera de Cuello; entonces aprovechaba para que me contara de esa personalidad tan dura que tenía este marcador central. Aunque algunos rivales hicieron correr la bolilla que usaba unas ligas de encaje rosas para que no se le cayeran las medias. Algo que nunca se pudo comprobar.

Desde mi perspectiva como comentarista en la cabina de radio, solo podía hablar de la parte deportiva y su accionar dentro de un campo de juego defendiendo los colores del equipo de La Cúpula; pero  con las cosas que mi amigo me contaba del Bebu Cuello, me fui haciendo una imagen de aquel rudo defensor quien no tenía la más mínima intención de disimular su forma de ser, lo que pude confirmar en un reportaje que tuve la posibilidad de hacerle tras un partido. 

Me acuerdo ahora, y era valiente  el Amancio, pero en serio, eh. No era de los que te juraban que en la próxima vas a ver, que te voy a partir al medio, naaa, para nada, no era de prometer, no era político, él iba a los bifes, callado pero efectivo. Si te había hecho la cruz, por más que te cuidaras, a la vuelta de la próxima jugada, o después que terminara el partido, te la daba. Muy bravo el Bebu Cuello.

Mira, te digo más, hubo una vendetta  con un wing izquierdo que lo quiso sobrar en un partido de semifinal, de ida, en donde el delantero hacía de local,  era en otro pueblo, pero  como  Cuello no pudo en el partido hacer justicia, al otro día, el lunes, se le fue a la casa y lo esperó  para que, paliza mediante,  las cosas se arreglaran. Tarde o temprano cumplía sus promesas. El pobre atacante, de la vergüenza por mostrar sus ojos morados, no jugó el partido revancha de la semifinal.

Era muy ácido, pero de buen corazón, no se reía nunca pero tenía humor, sobre todo cuando se ponía a contar cuentos de gallegos en los viajes que hacían en colectivo cuando jugaban de visitantes; los más pibes sabían decir que si no se reían el Amancio los empezaba a mirar  feo, hasta del cuello agarró a uno por levantarse antes que terminara de contar un cuento. 

Debutó a los diecisiete años, para vestir por veintiún años la misma camiseta verde, la número dos del equipo de La Cúpula. 

A  pesar de su dilatada trayectoria nunca lució la cinta de capitán; me contaba mi amigo que supo jugar al lado del Bebu como marcador central, que el Amancio siempre decía que para ser capitán no hacía falta llevar un trapo atado al brazo. Un poco de razón le doy, y me imaginó en el tono que lo diría. 

Cierta vez fuimos invitados, por seguir cada domingo la campaña de Los Cruzados, el mote del equipo verde, a la presentación de un nuevo cuerpo técnico al inicio de la pretemporada, que era la  número catorce de Amancio Cuello. La subcomisión de fútbol estaba en pleno en esa primera práctica, y a modo de  estimular al plantel, le hizo entrega a cada jugador un par de botines a estrenar a cada uno. Comenzaron con los pibes de reserva y luego con los de primera, dejando la entrega al legendario Cuello, para el último. A medida que el resto de los compañeros fueron abriendo las cajas para ver el modelo de los botines, el Amancio se iba transformando, de tal manera, que al recibir los suyos y ver ese par de botines color verde flúor, Cuello exploto tirando los botines al centro de la reunión, diciendo que para mañana los quería ver pintados de negro. Pegó media vuelta y se marchó. Recordemos que este duro marcador había arrancado con los botines Sporlandia, el de las dos tiras, hasta llegar a jugar, como modelo más nuevo, los Borussia, y justo a él le iban a dar esos botines de color flúo!

Dicen que era muy hábil para hacer buenos grupos dentro del plantel, siempre se encargaba de organizar los asados de los viernes que terminaban con los clásicos campeonatos de trucos, y alguna que otra bebida efervescente. Pero el Amancio siempre decía que las burbujas de las gaseosas eran para los chicos, y las burbujas del champan para las locas de los bulos. El solo tomaba vino tinto sin soda. La pucha que era rudo el Bebu Cuello!

Era así, osco, serio, hasta antipático si se quiere, pero siempre se comentaba que él decía que estaba para ganar campeonatos y romper algunas piernas, no estaba para andar haciendo amigos, y menos con los rivales, que no los saludaba ni antes ni después de los partidos.

Y si de ganar campeonatos  hablamos, el equipo de La Cúpula  desde que Amancio Cuello vistió la camiseta de la banda blanca,  durante esa veintena de años, dieron dieciséis vueltas olímpicas, los cinco campeonatos que no pudieron ganar, en tres partidos finales el Bebu estuvo lesionado, en uno estuvo preso, y el restante el DT lo dejó en el banco, lo que le costó, al entrenador, que la hinchada, por pedido del Amancio,  le prendiera fuego al Regata gris que tenía. Así se manejaba el Bebu.

Con sus años a cuesta, mantenía una figura impecable, nunca faltó a un entrenamiento, según comentaban los dirigentes y los DT  de turno; en veintiún años,… nunca había sido expulsado!!! La ciudad había cambiado tres Curas, ocho Intendentes, doce Comisarios, y el equipo de La Cúpula mantuvo su número dos por más de dos décadas, increíble!

Vio pasar decenas de segundos marcadores centrales, y el Amancio seguía firme en su puesto. Algunos compañeros eran más chicos que sus hijos, imagínate a esos pobres jóvenes compañeros, el respeto que le guardaban, hasta miedo le tenían algunos.

Algunas malas lenguas comentaron una vez, que luego de un entrenamiento nocturno, y después de ducharse, Cuello se quedó en el vestuario con cuatro pibes que jugaban en la primera de Los Cruzados, y fue tal la amenaza para que dejaran de usar binchas y colitas en el pelo, como que para el próximo domingo no los quería ver con pulseritas ni aros, y si no lo hacían, les iba a cortar las orejas. Tres de los amenazados, pidieron el pase para no jugar  más en el club, el cuarto, el más melenudo, llegó rapado y sin rastros de los aros. Era demasiado  bravo el Bebu Cuello.

Me acuerdo cuando se retiró, la cena de despedida que le hicieron, la cantidad de gente que fue, estaba toda la ciudad en la cancha donde supo jugar el Amancio, claro, donde sino, si era parte de ella. Habían llegado  compañeros de todos lados. A los treinta y ocho años dejaba el fútbol, algunos ex compañeros ya pisaban los sesenta.

El Bebu no tenía estudios y vivía de changas, y algunos pesos que le tiraban en el club. Por eso, esa noche, más allá de las plaquetas que le dieron los dirigentes, el reconocimiento de la hinchada, lo mejor que pudo recibir, a parte del afecto de la gente, fue el anuncio del presidente del club diciendo  que el Bebu, el señor  Amancio Cuello, dejaba la camiseta  número dos, pero seguiría trabajando en el club como jefe de mantenimiento.

Todos sabíamos de la dureza del carácter del Amancio, reírse nunca, y lo poco simpático que era, pero tras las palabras del mandamás, su rostro rompió en lágrimas, que a duras penas pudo decir algunas palabras de agradecimiento por el gesto que habían tenido con él. Pero antes de bajarse del acoplado que hacía las veces de escenario, no se olvidó en recordarle al ex DT que lo dejo en el banco aquella final perdida, que con él la hubiesen ganado. Era rencoroso y  duro el Amancio.

Pero ¿tan duro, ácido, raspador y justiciero  era Cuello?, siempre, siempre aparece algún pero.

Una tarde que fui a buscar a mis cuatro hijas a la pileta en el  predio de La Cúpula, veo venir por la calle lateral al Fiat Duna del Bebu, y fue en ese mismísimo instante en que pensé que no hay duro que no se ablande, al verlo al Amancio Cuello manejando con una mano, y con la otra sosteniendo a un caniche toy que asomaba por la ventanilla con dos moñitos en sus orejas.

Entonces, lo de las ligas rosas, habrá sido cierto?

Era duro el Bebu Cuello,…pero ya no.

AMISTADES QUE SANAN

No había sido  fácil tomar la decisión, pero con las lesiones que van trayendo los años luego de una dilatada y exitosa carrera, tomo a duras pena, y casi obligado por su esposa, la determinación de dejar de jugar, ponerle punto final a su trajinar por las cachas de fútbol.

Julián había sido un fino volante central, con  quite y entrega segura, pasando casi siempre desapercibido para el periodismo, pero que nunca jugaba para menos de siete puntos. Luego de triunfar en el club de sus amores,  que incluía  un puñado de vueltas olímpicas, fue transferido a un club de la liga francesa para conseguir varios campeonatos más, incluida una supercopa europea. Luego de diez años en la ciudad luz,    y obligado, como dije, por los años, lesiones y su señora, regreso al país con la decisión tomada, abandonaba el fútbol.

Julián, se había casado con Érika, una chica de  familia acomodada que estaba más cerca del tenis y el polo que de asistir a los estadios de fútbol. Prácticamente nunca vio a su esposo jugar, salvo en el  partido de despedida del club francés, donde ella ingreso de su mano y de sus tres hijos, tan rubios como ella.  Érika detestaba el fútbol, y solo por el amor a Julián a quién había conocido en un evento en donde la empresa de su padre era el sponsor más importante del club donde jugaba el eximio volante, era que había seguido sus pasos para conocer el mundo, instalarse en la bella París, por haberle hecho desistir de la millonaria  oferta de la Vecchia  Signora y  entonces así  cambiar   la noche de Francia por   las pizzas de Italia.

Al regreso del viejo continente, y con la  convicción de no jugar más al fútbol, que hizo saber a través de una multitudinaria conferencia de prensa, Julián recibió innumerables ofertas para seguir ligado al fútbol como manager, representante de jugadores y hasta le propusieron  la vicepresidencia  del club que lo vio nacer, pero su esposa había soportado demasiado fútbol como para que su marido siga detrás de una pelota, aunque sea, ahora,  con el traje puesto.

El fútbol para Érika, y su familia, era un juego de grasas, aun sabiendo que por más de quince años había transitado por una vida de glamour en la que nada le había  faltado, con la mejor educación para sus hijos y las excentricidades que nadie podría imaginar en un ser común. Entonces con el retiro consumado, Julián se alejó del futbol, de su entorno y sus amistades de siempre.  En sus reuniones familiares de fútbol ni se hablaba y en  los televisores solo se sintonizaban los programas de música y moda. Ni un resumen deportivo veía Julián, cansado por los constantes reproches de su mujer  con eso de “ya tuvimos demasiados años atrás de una pelota”. Entonces, para verla feliz, no le llevaba la contra y se dedicó de lleno a la crianza de sus hijos, pero había dejado de ser aquel Julián alegre, contador de cuentos y anécdotas que en cada vestuario o concentración era el principal animador. 

Se lo veía triste a Julián, estaba triste Julián. 

Ni siquiera los reconocimientos que le hacían llegar las peñas a lo largo del país que se habían fundado con su nombre, le hacían cambiar de humor.  Ni que hablar de asistir a alguna cena  sin  la venia de Érika, quien le tenía todo programado a los eventos que podía ir Julián, que en rigor de verdad, eran muy pocos.

La tristeza de Julián no tenía fin, y se acentuaba día a día. Había perdido peso y la preocupación ya había llegado a su esposa que le sugirió y acompañó a realizarse estudios para ver el motivo verdadero de su pérdida de peso y la caída de su cabello que ya no mostraba su larga melena que solía fijar con una vincha, en la que, obviamente,  se podía leer  la publicidad de la empresa de su suegro.

Con los estudios efectuados la cita con el médico de la familia no se hizo esperar, pero el profesional  no les dio ningún diagnóstico y lo hizo regresar la semana siguiente. Una  semana de espera que para Julián fue eterna, los nervios y su estado cada vez más caótico lo llevaron a la cama ya casi sin fuerzas, lo que la visita a su médico tuvo que ser domiciliaria, mientras su esposa lo consolaba con “no es nada Juli, seguro que es algo que habrás comido y te cayó mal, ya te pondrás bien querido”.

El galeno  con cara de preocupación visitó a Julián quien lo esperaba postrado en su dormitorio. Quiso sacarle temas de su ex profesión pero Julián no le dio demasiado tiempo y amenazo, prácticamente al médico, que se dejara de rodeos, que le dijera lo que tenía por malo que fuera el diagnostico que debería escuchar. El facultativo  le dijo que luego de revisar los estudios había visitado a algunos colegas deportólogos   y científicos  en otras especialidades, y que todos habían llegado a la misma conclusión: no había virus, no se había encontrado nada en sus análisis de  sangre, en su tomografía, nada se podía observar en su corazón, riñones y pulmones.  Julián, según el médico, no había sido atacado por nada extraño como para  estar en el estado en que se encontraba. ¿Entonces? preguntó Julián. Entonces vas a seguir una dieta alimentaria normal hasta que recuperes las  fuerzas para que te puedas levantar y reiniciar tu vida normal, respondió el doctor. Vida normal, que no era otra que pasear a los perros, llevar sus hijos a la escuela o ir de shopping con Érika, esa era su triste rutina. El doctor le sugirió que recibiera visitas de sus amigos que eso lo llevarían a cambiar de ánimo y provocarle otro estado espiritual, que no se aislara que nada de eso le haría bien.

Con esto último Erika no estaba para nada de acuerdo, que ingresaran a su casa “ex amigos”,  jugadores de fútbol,  y volver a escuchar las conversaciones de otras épocas que para ellas las tenía en el pasado y muy olvidadas. Pero en el estado en que se encontraba Julián la disyuntiva estaba presente y le prometió, primero al doctor, y luego a su esposo, que llamaría a alguno de sus ex compañeros para que lo vinieran a visitar, pero que le dieran unos quince días para organizarle la agenda de visitas. En ese tiempo ella  decidiría  quien sí y quien no podría  ingresar a su casa que se encontraba en un selecto country  y que sabía que no debía dejar entrar  a cualquiera, no vaya a ser que se viniera con algún barra brava.

En estos quince días que se tomó  Érika para seleccionar los visitantes, Julián se encontraba en un estado muy crítico y que estaba manifestando con manchas  de color marrón, no solo en su cara, sino en casi todo el cuerpo. A sus hijos casi no los veía ya que se le hacía muy dificultoso recordar sus nombres lo que le provocaba una gran tristeza que terminaba en un interminable llanto.

Decididamente Julián estaba en agonía, su médico de confianza sugirió llevarlo de manera urgente a los EUA para que se le hicieran estudios más exhaustivos y así se podría determinar lo que realmente lo había  atacado para dejarlo en el estado en que Julián se encontraba. Prácticamente no reconocía a nadie y ya se lo estaba alimentando por una sonda, permaneciendo la mayor parte del día conectado a un respirador artificial. Era muy delicada la situación y ya todos los medios periodísticos habían podido explayarse sobre el estado del otrora volante central, preocupando a la gran parcialidad rojiblanca. Todos los canales  deportivos cubrían el tema y hasta algunos tenían corresponsales permanentemente apostados en el ingreso del country, a la espera de alguien que les pueda dejar alguna noticia, o al menos un comentario sobre lo que motivó  el actual estado de salud de Julián.

Érika ya había terminado de confeccionar  la  lista con las visitas que podría recibir Julián, según su punto de vista, y conveniencias,  a las que su esposo seguramente no podría reconocer a ninguno de sus visitantes ya que hasta había dejado de abrir los ojos. 

Amigos de ella iban pasando por la sala y apenas observaban en el estado que se encontraba Julián, daban media vuelta y se retiraban espantados del domicilio del crack. En el quinto día de visitas, y a duras penas, pudo ingresar alguien del palo de Julián. Juan era un ex compañero con el que había efectuado  todas las divisiones inferiores juntos hasta llegar a debutar un  mismo domingo. Juan no había corrido con  la misma suerte que Julián ya que su andar por el fútbol lo había tenido en un derrotero por clubes del ascenso, pero aun así la amistad entre ellos se había mantenido pese  al tiempo y la distancia, y más allá del recorrido de Julián por tierras europeas. 

Juan fue citado para el quinto día de visitas, y puntualmente se presentó en la guardia del country en donde le pidieron todos sus datos ya que no era una persona habitué en ese lugar, y más por  el auto que conducía, un Gol Gacel que estacionó en el parque de la casa de Érika. Se encamino  hacia la puerta de ingreso en la que fue interceptado  por un uniformado de seguridad que permanecía apostado en las inmediaciones de la casa de Julián, y que antes de ingresar fue nuevamente  chequeado y palpado por las medias de seguridad dispuesta por Érika, las que hizo acentuar en este caso. 

Juan ingresó al domicilio y tuvo que esperar una larga hora antes de que Érika se dignara a atenderlo, hora que ni siquiera un vaso de agua la servidumbre ofreció a Juan que a esa altura ya se sentía demasiado incómodo en ese lugar, aun sabiendo que su amigo  se encontraba postrado, sin la posibilidad de reconocer a nadie ya que ni los ojos podía abrir.

Érika fue cortante en  la breve conversación que mantuvo con Juan diciéndole que solo disponía de quince minutos y que fuera  breve ya que su marido no veía ni oía a nadie como para creer que lo podría reconocer.  Juan,   sin contradecirla, ingresó a la habitación donde vio a su amigo Julián postrado con sondas en sus brazos y la máscara de oxígeno conectada. Sorprendido, atemorizado y triste, Juan no podía concebir lo que estaba viendo. Julián, aquel volante alegre, dentro y fuera de la cancha, con toda su  juventud, estaba en el estado que lo podía ver. Juan estaba paralizado y solo atinó a sentarse en la silla que estaba a un costado de la cama, momento en que no pudo contener el llanto ante tan triste  situación.

Los dos estaban solos en la habitación, ya que Érika se había retirado, sabiendo que a los quince minutos regresaría para invitarlo a retirarse de la casa debido a  que la visita había concluido. Juan, mientras,   tomo de la mano a Julián sin que este lo registrara, abriese los ojos o realizara algún otro tipo de movimiento corporal, ni hablar que emita alguna palabra. Juan comenzó a hacerle preguntas que lógicamente no tenían respuestas. Es más, Juan se preguntaba y se respondía solo, con pregunta de cómo se encontraba, a lo que el mismo  se contestaba, mal amigo, estoy muy mal. 

Juan seguía con sus preguntas y respuestas y cada tanto miraba para la puerta del dormitorio pensando que Érika, a esta altura, la bruja de Julián, ingresaría en cualquier momento. Entre tantas preguntas sin respuesta Juan recordó el día que debutaron juntos aquel domingo, cuando todavía tenían edad de cuarta división. Seguía con el relato de lo bien que se entendieron a lo largo de todas divisiones que pudieron compartir en inferiores, y ese domingo no había sido la excepción ya que con una medida asistencia Julián  lo había dejado mano a mano con el arquero y que él, Juan,  con un toque suave convirtió el único gol del partido que le terminó dando el triunfo en sus debuts. 

¡Qué golazo que me hiciste hacer Julián, nunca lo podré olvidar amigo querido! Con la cara ya empapada de lágrimas y tapándose el rostro por miedo a que alguien  lo pudiera ver,  sin darse cuenta que estaban solos y que Julián no se había enterado de su presencia, y menos de sus relatos.

Cuando Juan se sacó las manos de su cara secándose  sus lágrimas, quedo paralizado por segunda vez desde que ingresó  al dormitorio. No podía creer lo que estaba viendo. Julián había abierto los ojos y con un movimiento que Juan interpretó como que llamara a Érika, salió despedido al pasillo gritando el nombre de la bruja, digo de Érika, quien ante estos gritos acudió de inmediato al llamado de Juan.

Cuando Érika ingreso al dormitorio también se paralizo al ver a su esposo con los ojos abierto luego que los mantuviera cerrados por más de quince días.

¡Un milagro! Se atrevió a gritar Juan. Ningún milagro lo contradijo Érika, es un proceso de recuperación del nuevo tratamiento que le está haciendo el especialista, y ya están dando sus resultados. Luego que Érika le sacara la máscara de oxígeno, acompañaba a  Juan hacia la puerta de ingreso de la casa hablando por teléfono con el doctor. Ni siquiera dejó a Juan despedirse de su amigo.

En minutos el facultativo se hizo presente en la casa de Julián, y mientras lo revisaba y preguntaba qué motivó esta mejoría, Érika solo dijo que había venido un “ex amigo” a visitarlo, pero nada de otro mundo, ya que pronto se había retirado, mientras Julián volvía a decir algunas palabras luego de mucho tiempo, y a duras penas se pudo escuchar a manera de pregunta “¿quién vino, quién era el que me hablaba doctor?” a lo que rápidamente Érika le contesto que había sido una visita sin importancia. Luego de eso Julián volvió a cerrar los ojos.

El doctor  no pudo averiguar más de lo que Érika le había comentado, solo le dijo que al revisarlo a Julián había notado que muchas manchas de su cuerpo habían desaparecido. Luego de eso se retiró del country.

Pasaron las semanas y Julián volvió a permanecer convaleciente, recibiendo las visitas que su esposa permitía, que no eran otros que  jugadores de tenis, actores solo conocidos de ella, polistas,  y algún que otro periodista deportivo muy famoso con la condición de que no mostrara fotos ni dijera nada sobre el estado de Julián.

Las periódicas revisaciones que el doctor le realizaba no  daban ninguna esperanza de mejoría en la salud de Julián, es más, las manchas habían aparecido y esta vez en una tonalidad más oscura, prácticamente negras. El doctor con pocas esperanzas reunió a la familia y dijo que el caso de Julián era terminal, y concluyó con una pregunta a la que obligó  a Érika a contestarla  ante todos los presente. La consulta fue de quién era el “ex amigo”, como se refirió la esposa, que había visitado a Julián cuando supo abrir los ojos por última vez. Érika no tuvo alternativas en decir que había sido Juan, un ex compañero de equipo, y ante la insistencia del doctor para que le diera su teléfono, Érika se comprometió a llamarlo y pedirle  que viniera a visitar a Julián una vez más.

Al día siguiente, y puntualmente, Juan se presentó en la casa de Julián, luego del consabido requerimiento de sus datos y cacheo por parte de la seguridad. Juan se dirigió presurosamente hacia el dormitorio donde convalecía su amigo, pero esta vez acompañado por el doctor. Cuando hicieron el ingreso al dormitorio, Érika les recordó que la visita solo debía durar quince minutos, como la vez pasada. Ante esto, el doctor, refiriéndose a Érika, le contestó que la visita no tendría límites de tiempo y que el permanecería durante toda la presencia  de Juan junto a Julián, cosa que no le cayó para nada bien, entonces Érika  se marchó al living a seguir  la sesión con la  manicura.

Juan se sentó en la misma silla y en el mismo lugar de su anterior  y única visita. Repitió el acto de tomarlo de la mano, y el doctor le pidió que le hablara. Juan sin saber de qué  hablar, comenzó nuevamente con su monologo sabiendo que su amigo Julián seguía con sus ojos cerrados y conectado al respirador artificial. 

Mientras se sentía observado por el facultativo, Juan recordaba cómo había iniciado la amistad con Julián, primero en la escuela de fútbol del club,  luego en las inferiores hasta llegar a primera división y compartir también la escuela secundaria. Juan sentía que la mano de Julián comenzaba a cambiar de temperatura, y la mano fría del inicio estaba ahora  acalorada y transpirada,  mientras  continuaba  con el relato. Juan en un momento recordó  la lesión que había tenido Julián, y sin que este abriera sus ojos, el doctor, petrificado junto al relator, señalaba como por las mejillas de Julián se deslizaban unas pesadas lágrimas. 

Seguía Juan con sus recuerdos de la época de jugador y Julián ante cada oración parecía que se movía.  Mientras esto sucedía el médico lo revisaba y hacía ver a Juan que las negras manchas estaban desapareciendo nuevamente. De repente, los ojos de Julián comenzaron a entreabrirse hasta que se dejaron ver completamente abiertos moviéndolos de un lado para el otro, como queriendo decir algo. Juan le sugirió al doctor que llamara Érika, lo que el médico cruzando su dedo índice sobre sus labios le pedía silencio. Le sacó la mascarilla de oxígeno y ahí Julián pudo decir unas palabras solicitando agua.

La mirada de Julián se clavó en el rostro de Juan quien había comenzado a lagrimear hasta que la mano de Julián intento tocarle el rostro, pero no tenía la fuerza para mantenerla levantada. Juan siguió a duras penas tratando de restablecer sus recuerdos con el comentario  sobre el final del último partido que habían jugado juntos antes de la partida de Julián hacia París. Llegando al final de la narración,  Juan decía que faltando tres minutos Julián había sido reemplazado por un tal Astrada, para que de esa manera todo el estadio lo aplaudiera, en ese que era su último partido con la camiseta de la banda, la  de toda su vida. Cuando Juan nombro a Astrada, Julián comenzó a mover su dedo índice de un lado a otro como queriendo decir “no”, contradiciendo a su amigo Juan. Julián balbuceaba algo muy despacio de tal manera que Juan y el doctor debieron acercarse poniendo sus oídos muy cerca de la boca de Julián que les decía que “Astrada  no había sido el que me había remplazado, sino que fue  Almeyda  quien lo había hecho”. Tenes razón Juliancito, que memoria que tenes! Exclamo Juan. Para que después de ese comentario  Julián volviera a cerrar los ojos.

El doctor hizo levantar a Juan para explicarle que su presencia le hacía muy bien a Julián, que al escuchar su vos comentando viejos episodios de su juventud futbolística, se notaba  que lo excitaba, lo motivaba de alguna manera hasta el punto que le hacía abrir los ojos a Julián, desaparecer las manchas,  y esta vez fue mucho más que eso, pudo decir algunas palabras.

Más de dos horas paso Juan al lado de Julián contando viejas travesuras, recordando entrenamientos, partidos y noches de concentraciones, hasta que nuevamente el doctor reunió a todos los familiares y le explicó lo que sucedía con la presencia de Juan al lado de Julián. Un tanto incrédulos todos aceptaban lo que sucedía y agradecían a Juan su presencia. Menos, claro como no podía ser de otra manera, la esposa, Érika, quién los trataba casi de ignorantes diciendo que con todos los tratamientos que le estaban llevando a cabo a su marido, como podrían creer que         un “ex amigo” contando viejas anécdotas, podría estar mejorando la salud de Julián.

Creer o reventar. Juan se instaló en un cuarto para huéspedes en la casa de su amigo por recomendación del doctor y con el consentimiento del resto de la familia, y de Érika,  que a duras penas acepto la presencia en su casa de “un ex amigo  jugador de fútbol”.

La mejoría  se podía ver día a día, y en veinte  días  a  Juan  y Julián  se los podía ver caminar juntos en el parque de la casa. Después de tantos años sin verse se pudieron poner al día con todo su pasado, y Juan le prometió una  gran sorpresa para el cumpleaños de Julián para el que faltaban poco más de un mes.

El doctor seguía muy de cerca la evolución de Julián y cada día agradecía la permanencia de Juan en la mansión, tan era así que ayudo en organizar la sorpresa que Juan había prometido y confiado al matasanos.

Mucha gente ingresaba y salía del country el día anterior a la festividad del natalicio de Julián. Se veía que una decena de obreros contratados para tal fin estaban orquestando algo que a Érika no le caía demasiado en gracia, pero por la salud de su marido, aceptaba lo que podía tener Juan en mente.

El amanecer encontró a Juan instalado en el parque de la casa verificando que todo esté perfectamente acomodado para que Julián verdaderamente se sorprendiera. Con la excusa de que el doctor había ordenado que Julián no saliera de su cuarto hasta que lo indicara, debido a que le realizaría los últimos análisis para así poder darle el alta, el ex volante central  se veía atado en su cuarto ya que pensaba que estaba en perfectas condiciones  ya como para afrontar una nueva vida.

Luego de los controles de rutina, Juan ingreso al dormitorio de Julián para invitarlo a realizar las caminatas que los tenían acostumbrado desde hace un tiempo a esta parte, sin darle indicio a su amigo de algún evento, sorpresa o algo similar, para que no sospechara de nada. Es más, ni siquiera lo saludo deseándole feliz cumple años, como haciéndole saber que no tenía idea de cuando era.

Cuando salieron por la puerta  principal, Julián quedo inmovilizado y solo atinó a fundirse en un abrazo con su amigo Juan, donde casi sin palabras entendibles, le hacía saber a Juan el inmenso agradecimiento con entrecortada y emocionada voz.

Juan había tenido la maravillosa idea de instalar  una cancha de fútbol cinco en el medio  del parque, con todos sus ex compañeros de aquella tarde de domingo en el partido de despedida de Julián,  que también fueron invitados tanto Astrada como Almeyda para despejar dudas de quien lo  había sustituido en aquel último partido de Julián en el equipo de sus amores.

Luego de esto, Érika tomo unas largas vacaciones en París, mientras que  Julián se volvía a insertar en el mundo del fútbol como coordinador de las divisiones inferiores de su querido club.

CAMISETA MÁGICA

No es fácil que se den algunas conjunciones en la vida, o en algunas de sus aristas que la componen. Y es así como dice alguna canción folclórica en que relata que “el que toca nunca baila”. Y comprobado está, que muchas veces tampoco el que canta compone o toca algún instrumento musical. Como también están  los escritores que no tienen una correcta gramática, o a veces no tienen una buena declamación para leer lo que escriben.  Los que no saben dibujar por más pintores que sean a menudo se los encuentra renegando tratando de hacerles un dibujo escolar a sus hijos, pero ni la cara de un payaso pueden terminar de hacer sin que el dibujo se vea muy borroneado.

Así también pasa en el ámbito deportivo en que pueden desempeñarse en un puesto y no pueden hacerlo en otro, aunque su tarea dentro del campo de juego sea en un mismo lugar y casi con las mismas responsabilidades. Como a un base le cuesta muchas veces  jugar de ayuda base, o de escolta, en el básquet, o un corredor velocista de 200 metros no se sienta cómodo corriendo  todo el largo de la pista de atletismo cubriendo los 400 mts. Así podríamos mencionar  atletas participando en un deporte de equipo que no pueden desempeñar dos acciones ni siquiera en el mismo puesto en el que se desempeñan. A ver, cómo explicarles, un marcador de punta puede ser un gran defensor, un perro de presa si se quiere, clausura su lateral por el que nadie pasa, pero a la hora de pasar al ataque no tiene las condiciones técnicas para hacerlo ya que no sabe llevar la pelota en sus pies ni siquiera por tres metros. Volviendo al baloncesto, están los bases, los que juegan en la posición 1, que son el cerebro del equipo, que organizan todos los ataques, pero no tienen gol, no embocan una desde la línea de los tres puntos. También están los volantes centrales que tienen un gran despliegue y quite, pero cuando se hacen de la pelota la deben entregar de manera inmediata a un compañero ya que no tienen panorama para armar juego o distribuir la pelota.

Están aquellos jugadores que tienen la capacidad de desempeñarse con más de una virtud dentro de un campo de juego como un arquero atajador y volador que juega muy bien también con los pies, como el “fútbol moderno” en estos tiempos lo exige. Los jugadores que lo hacen en la posición de enganche que a la vez le suman una buena cuota de gol por la gran pegada de media distancia que poseen. Y volviendo a los marcadores de punta, están los que tienen marca y proyección como para terminar la jugada pasando al ataque por su callejón y tirar un buen centro para habilitar al delantero centro.

Ese era el caso de un conocido  delantero con el que tuve la suerte de jugar y que tenía la gran condición goleadora que un centro delantero  debe tener como para llevar ese número nueve que  en su espalda siempre llevó, y que nunca tuvo problemas a la hora de definir, ya sea de cabeza o con cualquiera de sus piernas ya que era ambidiestro. A esa condición de goleador le sabía añadir la de tirarse unos metros atrás para asociarse con el volante ofensivo del equipo y también así ser un creador de juego y abastecer con finas asistencias a sus otros dos compañeros de ataque. Igualmente se sabía mover como delantero por afuera, o extremo como lo llaman ahora, que en aquella época no eran otra cosa que los wings, que de a poco las tácticas los han hecho desaparecer. Era tan bueno este delantero que sin inconvenientes dejaba la zona central para ir  a jugar   por afuera, muy pegado a la línea de cal, para transformarse en un endiablado wing con una indescifrable gambeta que terminaba desairando a sus marcadores y pudiendo así servir con gran precisión los  centros que muy sencillamente tenían que conectar los delanteros que se encontraban en el área.

Jorge Alberto se llamaba, pero siempre, y todos, lo conocimos como “Yiyí”. Con pinta de mulato, que bien podría haber sido confundido con un hábil delantero brasilero, de esos que abundaban en los años 70/80, y que ahora se encuentran en estado de extinción en el país carioca. Gran delantero Yiyí, y buen maestro en esto del fútbol. Exquisito centro forward como antes se los conocía a estos jugadores que habitaban las áreas rivales, y que también  le caía muy bien  la camiseta número diez. 

La vida de Yiyí fue totalmente futbolera, vivía para el fútbol. Se entrenaba cada día, se cuidaba en las comidas, ni hablar de fumar o tomar. Un verdadero deportista que brillo en la primera del club de mi pueblo. Para mí, sin saber mucho de esto, Yiyí fue un crack. Me da vergüenza verme en la misma foto de alguna formación compartiendo equipo.

Yiyí se casó y tuvo cuatro hijas, cuatro mujeres, más su esposa, cinco. Un quinteto femenino en su familia. Sin tener con quien hablar un rato de fútbol, y ni imaginar de dejar un descendiente que intente seguir su tradición futbolera, ya que en el último parto de su señora, le recomendaron no tener más hijos ya que habían sido demasiadas las complicaciones que habían surgido para dar a luz a su cuarta hija. Entonces  desde ese momento Yiyí comenzó a sentirse muy triste por el solo hecho de que nunca tendría un hijo varón que siguiera con   su tradición futbolera. Tan fue su pesar que muy joven  decidió abandonar el fútbol por el karma de no  poder llevar y seguir con esa idea de no dejar un heredero deportista. Con los botines colgados y su camiseta muy bien doblada en algún cajón, pocas eran las presencias de Yiyí como espectador en los partidos que su ex equipo jugaba los domingos por la Liga Regional.

Al poco tiempo que dejó la actividad, su señora lo convenció de que, si bien no habían podido tener un hijo varón, lo que  sí podían hacer era adoptar un nene como para al menos volver a ilusionarse en tener otro hombre en la familia. Sabiendo que no llevaría lógicamente su sangre, sus genes de crack y su amor por la pelota. Igualmente Yiyí acepto la idea de su señora, y fue así que adoptaron un varoncito de apenas meses de vida.

Pípi, el hijo de Yiyí, para el resto de sus días. Como a su papá solo lo conocían por Yiyí, a “su hijo” rápidamente lo apodaron como  Pípi, desde el mismo momento que ingresó al jardín de infantes.

Y ahí mismo comenzó Yiyí a entusiasmarlo con la pelota, de las que tenía de todos los tamaños y de todos los colores. Siempre andaba el Pípi con la camiseta de Boca para todos lados, era un verdadero fanático del equipo de la rivera, inculcado este amor por su papá Yiyí. Lo que no pudo inculcar el mulato delantero, fue su amor por el juego mismo, no había forma de que a Pípi le gustara jugar a la pelota. Dos o tres puntazos en el arco del fondo de su casa, y ya decía que se aburría con la pelota y se iba a jugar los  camioncitos y los soldaditos. Cosa que a su padre Yiyí esto no le disgustaba, pero sí aquello de no jugar a la pelota, eso sí lo mortificaba, de tal manera, que muchas veces su amargura lo llevaba hasta las lágrimas al ver que Pípi no le daba bola a la pelota.   Su señora lo consolaba, y convencía, que el amor que le daban era lo más importante y que Pípi nunca podría llegar a ser un jugador como él ya que no era hijo de sangre, sino de corazón.

Yiyí se había acostumbrado de saber y ver que Pípi no  le gustaba jugar al fútbol, y menos que jugaría de manera oficial en el equipo del club del pueblo. Entonces disfrutaba a su hijo de otra manera y se sentía orgulloso al verlo en cada acto como abanderado llevando la insignia patria a la que él nunca había podido acceder.

Una cruel  enfermedad hizo que Pípi perdiera a su papá Yiyí cuando sólo tenía trece años. No fue le fácil, por lógica, aun siendo tan querido por sus cuatro hermanas que ya se habían alejado de su hogar, todas casadas, y que solo había quedado viviendo con su madre con la que muchas veces se ponían a hablar de fútbol recordando a su padre, mirando viejas fotos de cuando Yiyí jugaba, y en las que, como les había dicho, aparecía en algunas formaciones.

Más allá de que no era un apasionado por el fútbol, en esto de jugarlo digo, Pípi siempre iba los domingos a los partidos con sus amigos, y escuchaba lo mismo sobre los elogios sobre las condiciones de gran jugador de su padre. Y siempre terminaban con la misma pegunta, “y vos Pípi, cuando vas a jugar en la primera?” sin siquiera saber el preguntón, que Pípi no era hijo de sangre de Yiyí, cosa que a esta altura, sabiéndolo desde siempre, lo tenía sin cuidado, y que le devolvía la repuesta con un “en cualquier momento me pongo la nueve de mi papá”, cosa que él sabía que era imposible ya que no tenía las mínimas condiciones   como jugador de fútbol. Solo lo decía para salir del paso.

Como dije, Pípi no era un apasionado por el fútbol,  del juego mismo me refiero, ya que consumía mucho fútbol por la tele, mirando partido que pasaban, aún sin que sea de su Boquita.  Por más que no era un hábil con la pelota, Pípi y sus amigos se juntaban a jugar todos los sábados un picado en la misma cancha que al otro día sería utilizada por los equipos de reserva y primera del club disputando una nueva fecha del campeonato zonal.

Cada sábado un picado con sus amigos y rivales de turno que se jugaba como debe ser, por la madre. Partido que concluía con la aparición del canchero que llegaba con todos sus bártulos para marcar la cancha y dejarla acondicionada para los partidos del día domingo.

Pípi iba ataviado con su camiseta de Boca, que no se la sacaba ni para dormir. Hasta para ir a la escuela se la ponía, debajo del guardapolvo, cuando iba a la primaria, y debajo de la camisa y la corbata ahora que cursaba el último año en el secundario comercial.

El canchero lo quería mucho al Pípi, y siempre lo charlaba cuando Boca perdía algún partido. Cuando  terminaban de jugar, se quedaban mirando como el canchero pintaba la cancha, mientras a la sombra del tapial se refrescaban tomando una Coca, de la que muchas veces convidaban al canchero en un alto de su trabajo, momento  que aprovechaba para contar alguna anécdota de ex jugadores del club, y siempre terminaba con alguna elogiando al padre del Pípi, al goleador Yiyí.

Una vez, y cuando ya se iba Pípi con sus amigos, el canchero lo llamó, y a solas le dijo muy emocionado, “como me gustaría verte jugar con la camiseta que supo usar tu papá, y no digo en la primera, aunque sea un sábado cualquiera en los que ustedes vienen a despuntar el vicio entre amigos”.

El Pipi recibió este pedido con un gran sentimiento por parte del canchero, y se fue junto a sus amigos dejando al empleado  para que siguiera marcando la cancha.

Al sábado siguiente mientras se aprestaba para cambiarse de futbolista y encaminarse hacia la cancha, Pípi llamó a su madre para preguntarle si no le prestaba la camiseta de su padre para usarla en el picado con sus amigos. La madre le dijo que sí, que no había ningún problema, es más le dijo, la camiseta te la dejó para que vos la usaras. Entonces Pípi no se puso su habitual camiseta azul y oro y se puso la vieja camiseta que supo usar Yiyí en sus años de crack. 

Al verlo llegar al Pípi, sus compañeros se sorprendieron, y hasta  una sonrisa de cargada le ofrecieron al ver la reliquia que tenía puesta.  Era de mi padre, les dijo el Pípi, hace más de 20 años que nadie más que mi padre la usó, y hoy se me ocurrió ponérmela.

Cuando el canchero llegó para hacer las tareas habituales de los días sábados, o sea, el marcado de la cancha, y vio al Pípi con la camiseta que supo usar Yiyí, se le hizo un nudo en la garganta, pero no dijo nada, solo se sentó a la orilla de la cancha y se puso ver a Pípi y sus amigos, como nunca antes los había visto jugar, y eso que todos los sábados era la infaltable cita en esa cancha.

El canchero estaba sorprendido de ver jugar al Pípi de la manera que lo hacía. A él le habían comentado que era un tronco, que no tenía nada de su padre, y lógico era, ya que no era hijo de sangre de Yiyí. Pero no solo él estaba sorprendido, ya que los compañeros de Pípi también lanzaban exclamaciones  en cada intervención del supuesto tronco, como lo tenían catalogado. Y una rabona por acá, una bicicleta por allá, tiraba un caño y todas las fantasías esa tarde al Pipi le salían. Hasta clavo un gol de tiro libre recordando la excelencia de la pegada que tenía su padre. El canchero, sus amigos, y algunos otros curiosos que merodeaban por ahí, no podían creer lo que el Pípi estaba haciendo, demostrando como un verdadero crack de cómo se debía jugar al fútbol.

Cuando el picado terminó, y la Coca acabaron bebiendo bajo la sombra de la tapia, el Pípi se levantó y se acercó al canchero que no le podía sacar la vista de encima mientras seguía colando la cal para marcar la cancha.

Hola Pípi, se anticipó el canchero saludándolo, te vi hacer unas lindas gambetas, hasta clavaste un golazo de tiro libre. Me hizo acordar al gol que supo hacer tu papá Yiyí en ese mismo arco cuando el club gano su último campeonato, y ya han pasado más de veinticinco años. Como si el destino hubiese querido que al volver a estar esa camiseta dentro de esta cancha, el recuerdo de aquel gol se me viniera a la mente.

Me siento raro, le dijo el Pípi al canchero. Usted no me va a creer, pero siento como que no soy yo, hice cosas esta tarde que jamás las había intentado. Tiraba una rabona y me salía, metí un par de caños como nunca, usted  vio el gol que hice, hacía como dos meses que no la embocaba, y mis goles siempre fueron de rebote, no como el de recién, clavándola en el  ángulo desde afuera del área. Pero no es nada eso, hay otras cosas raras que note que sucedían, pero no sabría a qué se deben ni cómo explicarle. Pero mejor acompáñeme y le muestro.

Pípi y el canchero caminaron hacia el área donde había hecho el gol de tiro libre. Lo hizo para en el punto del penal, mientras el Pípi caminaba de palo a palo sobre la línea de gol con la pelota en los pies, y mientras esto hacía la red se iba meneando, con un movimiento como cuando se inflaba cuando la pelota entraba marcando  un gol. Esa acción la repitió una docena de veces hasta que la tarde ya estaba cayendo y el poco sol dejaba margen para que el canchero terminara con su trabajo. Quien  no estaba ni asustado ni asombrado por lo que veía, en tanto el Pípi se atrevió a decir que ese arco estaba embrujado.

El canchero, como canchero que era, y no solo de tanto marcar la cancha, sino de haber visto  a grandes jugadores que pasaron por esa cancha, primero tranquilizó al Pípi diciéndole que no había brujerías en ese arco, pero sí que la influencia del más allá se estaba haciendo presente. Que el alma de Yiyí, su padre,  se había hecho presente esa tarde al saber que, vos Pipi, te habías puesto su gloriosa camiseta. Sin saberlo y para que no te asustes, te digo que tu padre estuvo merodeando toda la tarde por acá mientras ustedes jugaban el picado. Esas cosas suceden, es para creer o reventar, pero suceden, continuó diciendo el canchero.

Y que tengo que hacer,  pregunto el Pípi, entre extrañado, asombrado y un tanto atónito.

Nada, le contesto el canchero, solo asegúrate que la próxima vez que te dispongas a jugar un partido de fútbol, ponete nuevamente la camiseta de tu padre para hacerlo, y si estas cosas nuevamente suceden, de la habilidad que te invade, y la pegada magistral para convertir nuevamente un gol, avísame.

Después de un mes Pípi y el canchero volvieron a encontrarse y manteniendo otra charla confidente, el Pípi le comentó que había vuelto a jugar, pero no en esta cancha, sino en la que estaba atrás de las vías, el sábado pasado, y se había vuelto a poner la camiseta de su padre y la magia se había apoderado nuevamente de él. Jugué un gran partido marcando tres goles y haciendo las fantasías que jamás supe imaginar que podría hacer. Hace dos semanas participé en el torneo interno del colegio, usando nuevamente la camiseta de mí padre, en el  salón, usted sabe, ahí donde juegan al baloncesto, y mi divisional salió campeona por arte  y magia de mis actuaciones, que la verdad no sé cómo controlarlas. Ayúdeme señor, estoy un poco asustado, le conté a mi mamá y ella solo se ríe y me felicita, y  dice que siga disfrutando de la pelota. Pero usted, usted don canchero que me dice de todo esto, me puede ayudar?

Primero  quédate tranquilo que nada raro te ha pasado de acuerdo a lo que me cuentas, o no?  El Pípi asistió afirmativamente con un gesto de cabeza. Entonces, prosiguió el veterano, aprovecha lo que tu padre te está transmitiendo a través de esa camiseta, que fue suya, y que ahora la luces de manera espectacular con tu juego, justificando el por qué la llevas puesta.

El Pípi desde ese momento se transformó en uno de los valores más importantes del club en el que debuto en la primera de ese mismo año con tan solo diecisiete años, siendo el enganche y goleador  del equipo emulando como nadie a su padre Yiyí. Jugando siempre con la camiseta, a esta altura, mágica,  debajo de la que usaba habitualmente cada domingo. El equipo al final de temporada volvió a dar una nueva vuelta olímpica, y en ocasión que el  Pípi pasaba abrazado a sus compañeros frente a aquel recordado arco, se detuvo sobre la línea de gol, y pudo volver a ver como la red se volvía a inflar, como aquella tarde que le supo mostrar al canchero.

Pípi llegó a su casa, abrazo a su madre y se sacó la camiseta de su padre para volver a guardarla donde por muchos años supo estar.

Madre, dijo el Pípi, no vuelvo a jugar nunca más al fútbol, ya está, hice lo que debía hacer y lo que papá hubiese deseado que hiciera. El club volvió a salir campeón conmigo dentro de la cancha, pero no tengo ninguna duda que bajo la influencia de su magia de crack, goleador y campeón.

DIEGO ARMANDO LUYO

Desde 1986 nada es  igual

Treinta años han pasado ya,  y cómo ignorar  aquel invierno en junio, cómo olvidar aquel mediado de septiembre en que la primavera casi que no tenía las fuerzas, ni las ganas, de enfrentar a los últimos fríos.

El primer hecho, de inmensa alegría,  hizo justicia, y casi todo el mundo se alegró de que se produjera, aún los vencidos, los derrotados  por aquel barrilete cósmico, que prácticamente el solo  pudo  desde adentro dejando una huella de gambeta y goles por el resto de los días;  y afuera, siempre peleándola, ganando y perdiendo, pero a la vista de los resultados sobre  las actuaciones de los mandamás del fútbol mundial,  en estos días, le siguen dando  la razón. 

El otro suceso ni por asomo tuvo aquella repercusión, no tendría porqué  tenerla;  pero dentro de mi familia  y algún que otro amigo querido, con sinceros sentimientos de ellos hacia él, y de mí  hacia ellos,  fue de una insuperable  tristeza que no tiene fin,  del que no tengo   consuelo ni lo voy a tener,   provocándome  un dolor en el pecho  que sigue ahí estrujándome, que cada mañana que salto de la cama es mi primer recuerdo, y a veces, te juro, no me dan ganas de seguir.

Fue algarabía, fiesta y endiosamiento.  Fuimos  a cada  plaza y  vimos  al pueblo complacido, todos identificados con los mismos colores, valentonados por  un triunfo  histórico, memorable, hasta casi de revancha bélica,  porque solo habían pasado cuatro años y la rabia seguía, porque no solo era un partido de fútbol, y todo  seguirá en la retina y memoria  de nosotros, por la manera, por los rivales, porque ni siquiera fue en nuestra tierra. Alegría de todo un país, porque él era, sigue siéndolo, pueblo,  era nuestro Robin Hood, defensor de los débiles, siempre enfrentando a los poderosos, en el sur de la península con la celeste puesta, o con esta, la más importante, la nacional, con la cinta en su brazo izquierdo identificándolo como el verdadero capitán que era, aún sin necesidad de llevar esa cinta. 

El padecimiento de una enfermedad que tarde o temprano iba a aparecer. Esa enfermedad maldita que vino atado tras atado con el amigo del mal, el de todos los momentos, a cada rato, el que estaba en sus alegrías rojas, o en sus tristezas hípicas; maldito amigo que te seguía aún en el hospital, el que lo marco por siempre con el  amarillo en sus dedos, y de negro en sus pulmones. Maldito cigarrillo que no tuviste piedad con él, con mi madre, y con  todos nosotros. Como sigue pasando en muchas casas, como no debería pasar.

Y de aquella alegría solo quedan recuerdos, frescos recuerdos cuando rememoro algún video, eliminando rivales  como simples soldaditos de plomo. Escuchando aquellos relatos del uruguayo poniéndole el apodo que mejor le cabe, barrilete cósmico. Recuerdos que no se irán porque fuiste nuestra bandera  y nos representante  como lo que verdaderamente eres, un rebelde, habilidoso, verborragico, desobediente y, por sobre todo, genio. Tan genio eres  que hasta una nueva mano a Dios le creaste. Y de tanto en tanto busco aquella diez azul, si, la del gallito, y me la pongo para dormir y soñar. Y los años pasan, y extraordinarios jugadores aparecen y pareciera  que esta vez sí, que va a ser posible, y me convenzo solo, que una alegría como aquella emergerá, o tal vez mayor, por qué no, pero no, algo hace que no se produzca y nos volvemos a aferrar de las viejas  proezas, de aquellos recuerdos,  y que los más jóvenes se vuelvan a desilusionar, y hasta terminan por darme la razón de que  aquel tipo fue muy groso,  y  que estos de ahora, casi tan buenos como él, no pueden y entonces terminan por claudicar hasta que el periodismo comienza seducir  a la gente con expectativa en alguna nueva competencia, y que en esta sí, en esta no se puede fallar.

No estabas bien, pero supiste de todo esto. Tus dolores  y tu imposibilidad de hablar no te dejaron decir lo que sentías, y que yo sabía. Que el petiso era un agrandado, pero era bueno; que era un fanfarrón pero se aguantaba las patadas como nadie. Que era un genio a pesar de haber pasado por Boca. Que no era como Vicente de la Mata, ni Sastre, Lazzatti,  Rojitas, Bochini o Pedernera, pero era un talentoso fantástico, temperamental,  un vivo,  que nos había dado una de las mayores alegrías legítimas con la selección.  Yo sabía que él pensaba eso, ya me lo había dicho, como tantas otras cosas, como que “vos tenes que jugar de 2,  no eres ni delantero ni  5”, o, “a vos te ponen de 5 porque yo era centrojas, pero vos sos defensor”, o aquel “le vamos a ganar a Talleres, no lo olvides”. Él era de Independiente y no se equivocó al decir esto último en aquella memorable final en   la que Pastoriza (del que algo llevo)  no dejó abandonar a sus jugadores pese al robo arbitral.

No basto con aquella alegría de junio, no, siguió jugando y dando que hablar, sobre todo en Italia. Y llegó la hora de otro mundial justo en la tierra en que jugaba, entonces dividió a los tanos, y sin lograr otra estrella, lo que hizo  lo catapulto definitivamente  como héroe, como el paladín   más  justiciero.  Pero la felicidad era aquella otra, la de aquel otro invierno acá y él con el calor del  Azteca, la  que no  olvidaré jamás, no hay motivo para hacerlo. Esa fiesta que perdurará por siempre, hasta que algo similar se produzca, y sin ser pesimista, la veo muy lejana, y capaz sin años para  volver a ver algo así. Alguien tan generoso, tan significativo, tan identificado con una causa y su patria futbolera. La pucha que paso el tiempo, y no quiero vivir de recuerdos, pero no aparece un motivo grande para volver a festejar algo como aquello.

Y cada día que pasa es uno más de tristeza, y se van acumulando los años   que van  sumando   tanta  congoja como tanto nostálgico alborozo. Que contradicción, que injusta controversia, que irrazonable  disputa de sentimientos, comer dulce y tragar amargo. Que injusticia, si hasta podrías estar todavía conmigo, sí, viejito,  pero  acá, cerca nuestro. No tan lejos como ahora.

30 años de aquella alegría irrepetible, imposible de equiparar. 

30 años de dolor y amargura imposibles de explicar.

Tres décadas desde aquella alegría que nos dio aquel  barrilete cósmico, aquel genio del fútbol mundial.

Tres décadas de ausencia, sin poder seguir aprendiendo  de fútbol con alguien, siendo esto lo de menos. Sin verte peinado impecablemente hacia  atrás  resaltando más tus ojos verdes. La pucha, hasta el olor apestoso  de cigarrillos en tu ropa  extraño. Ni siquiera mi hijo te pude hacer conocer, y casi ningún sobrino tampoco. Mi hijo que se hizo del Cuervo, y que bien podría haber sido del Rojo como vos. 

Tanto tiempo, el mismo tiempo. Como si la historia se hubiera confabulado para darme y quitarme. Para hacerme recordar la felicidad, y para seguir metiéndome el dedo en esa llaga que nunca cerrará. 

 “Te quiero Diego” (Diego Armando), proclamaba el cuartetero cantante  en su famosa canción que le dedicó.

 “Te quiero papi” (Luyo), es solo  lo que me sale ahora.

Una cosa no se compara con la otra, ni mucho menos. La tristeza  le gana por goleada a la felicidad  Es solo una complicidad del destino, que el tiempo sea el mismo, y que se me haya ocurrido hacer este recordatorio, como muchas veces pasa en aniversarios redondos.

La pucha digo, por no decir otra cosa. Y las agujas que se clavan en mi garganta, estrangulándome de tristeza, amargura y llanto. 

Diego Armando Luyo, los dos crack por igual.

¡VIVA LA PATRIA! o ¿FELÍZ CUMPLEAÑOS?

La plaza de armas estaba totalmente congelada. Cubierta por una capa de nieve de unos diez centímetros a causa de la nevada de la noche anterior. Las continuas  heladas  de  cada noche la mantendrían,  no solo durante la noche, sino también  en las pocas horas de claridad que marcaban el día. 

El gran playón que cada mañana nos convocaba para saludar a la bandera, al que casi nunca iba, aprovechando quedarme acobachado en el detall  tratando de soportar el frío de la mejor manera. El playón estaba blanco como nunca. La llovizna permanente en esta época del año prácticamente llegaba hecha hielo al tocar el suelo patagónico  y no era un día más para la Patria. Todos lo sabíamos.  No era un día más para mí, a eso casi nadie, acá,  lo sabía.

Era la madrugada, hacía un frío insoportable, se clavaba en el cuerpo  como aguijones,  como cada día en este equinoccio, con temperaturas siempre bajo cero. Porque digo frío y si uno no lo padece no se lo puede imaginar, no es como decir fusil, porque en este caso al menos te imaginas una escopeta o una ametralladora de esas que usaban Los Intocables en la época de la ley seca. Pero el frío no, no te lo puedes imaginar si no lo sufrís, porque lo veíamos en las  manos duras y moradas, en las orejas con sabayones de los conscriptos, en la cara de chino que poníamos  los soldados cuando el viento nos daba de frente, y que nunca dejaba de soplar.  No se puede intentar describir el frío tirado en la arena de la playa o mirando tele con el aire acondicionado prendido. No, imposible, hay que sentirlo, soportarlo como lo estábamos haciendo en ese día que estaba comenzando, y que no era un día más.

La ropa que usábamos, la misma en todas las estaciones, ballenera, camisa, tricota y chaquetilla verde que identificaba a los infantes soldados, más los borceguíes  siempre mojados, que aumentaban  la sensación de frío. Y ahí   se  aprende, con los tamangos mojados,  lo que es  la “otra” temperatura. Porque te pueden decir que hace dos grados, y la sensación térmica, decía Eschoyez en la tele, tres grados bajo cero, y esta última era la que realmente valía.

El casco, el FAL (fusil automático liviano) y la bolsa de rancho, completaban el equipo con  el que deberíamos transitar algunas cuadras desfilando. Estábamos todos en columnas  sobre la calle de la entrada principal del regimiento  aprestos a subir a los Unimog para emprender un largo viaje a Alto Río Mayo. Se podía escuchar el viento en el ruido de las pocas hojas que le quedaban a los álamos que bordeaban  de punta a punta  la calle que nos separaba de  los barrios de los oficiales y suboficiales.

El viento, que enloquece la razón,  venía del norte y traía el olor de la lluvia, de esa que  sienten ustedes  por allá  cuando está por llover, pero acá se sentía cada vez que nos azotaba desde ese punto cardinal, porque traía la brisa congelada de los lagos Musters y Colhué Huapi que estaban a escasos metros del regimiento y a los que teníamos prohibido acercarnos sin saber por qué. Habrán temido que desertáramos  atravesando los lagos nadando, tal vez.

Las tripas calentadas con el casi intomable mate cocido hirviendo, y el bollito de pan, ya habían dejado de hacer efecto y habría que esperar las casi cuatro horas para recorrer  los 174 kilómetros desde Sarmiento hasta Alto Río Mayo. La mitad del recorrido por las rutas nacionales 26 y 40, y el resto por caminos provinciales de tierra, por  ruta 74. En realidad de pedregullo, ripios,  como casi todos los caminos de Chubut. Largas horas en esos camiones de combates aguantando el traqueteo y los chifletes del  viento que te acuchillaban a través de la lona que cubría el camión y que hacía imposible intentar dormitar un rato.

El sol del amanecer no hacía más que despertar a  la helada, y los únicos seres vivos que se veían eran los rebaños de ovejas y algunos guanacos entre ellas. Los picos nevados de la  cordillera que observábamos  a lo lejos, hacían que la belleza de la naturaleza  que nos recibía hiciera dejar atrás el largo viaje. Habíamos llegado a Alto Río Mayo.  Pequeño pueblo de Río Mayo. Pequeño Río Mayo, como tal, que mantenía sus aguas congeladas esperando los rayos un poco más intensos de la primavera para poder comenzar a correr por la planicie patagónica.

El pueblo estaba vestido para la ocasión, árboles pintados de blancos en sus troncos,  con banderas celeste y blanca en el frente de cada casa y los niños correteado por ahí, husmeando a estos desconocidos vestidos de soldados como a lo mejor los veían en la televisión, si es que tendrían en este pequeño poblado con no más de un millar de chubutenses.

Estábamos ultimando detalle para el comienzo del desfile.  La columna era  encabezada por los dos policías del pueblo, seguidos por el puñado de  blancos guardapolvos que llevaban los chicos de la escuela; atrás de ellos, gauchos de a caballos con un estandarte que los identificaba como agrupación criolla, y cerrando la columna los casi doscientos  soldados que componíamos la tropa, más los suboficiales  y algún que otro oficial.

Con mis casi ciento noventa centímetro, era guía derecho, por lo que iba del lado de afuera de la formación, en la primera fila, muy cerquita del público lo que hacía más emocionante ya que podías sentir la admiración, sobre todo de los más pequeños, que cuando estábamos en posición de descanso se acercaban a tocarte, como para verificar que éramos soldados de verdad, y no como los de la serie televisiva de Combate   interpretados por el sargento Vic Morrow y Conlan Carter.

Los acordes de la banda  comenzaron a sonar. Por lejos, la banda militar y sus melodías, lo más lindo, casi lo único lindo podría decir, en esta vida castrense. A la orden de un ¡fiiiirrrrrmess! Y seguido de un ¡maaaaarch! Fue la orden que iniciaba el desfile.  Un ida y vuelta por la calle principal del pueblo, calle de ripio que hacía complicado clavar el taco del borceguí en el paso redoblado. Calle de ripio y  barrosa en algunos tramos, con charcos formados  por el agua que había descongelado los tibios rayos de sol.

¡Vista dereeeeechaa! Se escuchó, y las cabezas giraron cuando pasábamos por el embanderado palco donde se encontraba el intendente (supongo), el policía a cargo del destacamento, un párroco, un par de  oficiales de nuestro  regimiento  a cargo de la tropa, entre los que pude identificar al Teniente Coronel Mohamed Alí Seineldín, Jefe del RI 25; la directora de la escuela, capaz que el médico, y algún colado que nunca falta para la foto.

A la orden de descanso y rompan filas, fuimos  liberados de la solemnidad del desfile, echamos mano a la bolsa de rancho y sacando el jarro de acero inoxidable, nos enfilamos hacia las cocinas de campaña donde el humo y el olor que salía de ellas marcaban nuestra segunda comida del frío día, chocolate con medías lunas para todos, no solo para los soldados, sino para todo los parroquianos de Alto Río Mayo, que se nos acercaban para saludarnos y preguntarnos por nuestros orígenes, si la estábamos pasando bien, si extrañábamos a nuestras familias, y esas preguntas de ocasión.

Era día de fiesta en Alto Río Mayo, era el día de la Patria, no era un día más para ellos, no era un día más para mí, pero  esto, nadie por acá  lo sabía.

El fotógrafo del regimiento sacaba fotos, y los chicos del pueblo aprovechaban para acercarse y quedar en la inmortalidad del momento con alguna foto junto a los Soldados de la Patria. Me imagino ahora, con la tecnología actual, las selfies que nos podríamos haber tomados, las caras de desconocidos que podríamos haber guardado. Pero en esos días, ni una Kodak con rollo teníamos.

Día de fiesta cívica, día de júbilo en este pequeño pueblo patagónico con la cordillera como testigo. En un par de horas, y luego de almorzar el pollo descongelado y calentado con papas, emprendimos el regreso, ahora sí, con la panza llena y agotados por el largo día, pudimos dormir algo en los confortables asientos en la caja del Unimog.

Era la hora de la siesta, pero el frío ya se comenzaba a padecer. Otras cuatro horas de regreso para llegar al regimiento. Otras cuatro horas pensando que no era un día más para mí. Pensando en mi querida familia que estaba a más de dos mil kilómetros, y que seguro, habían tenido un almuerzo hablando de lo mismo que estuve pensando todo el día. 

Era el día de la patria, frío día de la patria para todos los de por acá.

Era 9 de Julio, era el día de mi cumpleaños, era el  cumpleaños más frío de mi vida, y no por la nieve que quedaba  a nuestras espaldas en los picos blancos de la cordillera. 

Era el día de mi cumpleaños más frío en mi corazón.

Por ellos allá y por mí acá.

UNO NUNCA SABE

Y es así, porque si las supiéramos a todas, o a la mayoría, todo sería, no digo más fácil, pero si pudiéramos anticiparnos,   muchas cosas se podrían evitar. Y no me refiero a las catástrofes, ni climáticas ni, a ver, ni siquiera a accidentes de tránsito,  o los meros accidentes caseros, como pegarle a la pata del ropero con el dedo chiquito del pie; no para nada, no me estoy refiriendo a nada de eso.

Por eso, aún sin querer saberlas a todas, la previsión eso, no me salía, la previsión decía, hace que tomando algunos recaudos muchas cosas sean más llevaderas para que  te solucionen algún problema o te hagan salir del paso de la manera más airosa posible como me sucedió junto a un grupo de amigos.

En unas vacaciones, muy austeras por cierto, con algunos amigos partimos hacia Embalse de Río Tercero,  y con el mínimo de equipaje nos hospedamos en los viejos hoteles del General.  En la mochila algunos elementos de aseo, dos pares de zapatilla, una para salir, las otras de diario, los zapatos no existen y menos en vacaciones, las ojotas,  un par de short,  y lo básico de ropa, ese era todo mi equipaje, más un juego de naipes y unos walkman con la música de Los Redondos.

Casi todos llevábamos lo mismo, chomba más, remera menos, alguna gorra, pero mi mochila se podía confundir con la de cualquiera ya que llevábamos lo elemental de ropa para una semana en donde el  no hacer nada sería lo primordial.

Y dije “casi todos llevábamos lo mismo”, porque estaba aquel, si el mismo de siempre, que a los elementos mencionados en la mochila, él siempre agregaba dos pares de medias largas, un par de vendas, el fútbol que lo llevaba en la mano, “porque anda a saber si  conseguimos allá, que hacemos si nadie lleva, eh?. Uno nunca sabe”,  decía él como atajándose a las consabidas preguntas del para que lo llevas.

Uff, casi me olvido, también llevaba dos pares de botines, para contrarrestar ese “uno nunca sabe”.

Y dije dos  pares,  uno con tapones fijos y otro de seis tapones cambiables, “por si el piso estaba muy blando”, como él decía ante algún posible reproche  tildándolo de exagerado a la hora de llevar elementos superfluos.

Y sí, la misma respuesta que le di a un amigo de viaje es la que les doy a Ustedes, los botines eran un elementos indispensable en su vida, eran como el cepillo de dientes que se usa cada día; los botines sino los usaba todos los días, al menos los veía, los lustraba, porque antes se lustraban con Cobra, para que siempre estén   en condiciones de ser usados.

Y nunca faltaba   aquel que expresaba el “para que llevas los botines, estamos de vacaciones, desenchúfate del fútbol, si cuando vuelvas arrancas la pretemporada en el club”. 

O el otro que  con su comentario de “si con zapatillas podemos jugar igual, para que llevar botines”, un comentario totalmente light, el mismo tono  que usaban a la hora de disputar una pelota dividida  en algún picado.

También  aquel que murmuraba por lo bajo preguntando “¿botines, para qué? Si a lo sumo vamos a patear con algunos gorditos como nosotros, relájate, alguna vez juga de manera amistosa”.

¿Desenchufarse del fútbol, jugar con zapatillas, relajarse para jugar amistosamente?

Este amigo, el previsor, el que no dejaba detalle librado al azar, no entendía esas preguntas, ni siquiera algunos de esos términos estaban en su léxico. Él siempre decía que al fútbol se juega en serio y con la indumentaria que corresponde, sino ándate a jugar al metegol, te solía decir con cara de pocos amigos.

No aceptaba que jugar al fútbol era un pasatiempo, que las derrotas no te importaran, que errar un penal fuera algo normal, nooooooooo, para nada, él siempre jugaba a muerte aunque sea por la Coca, no se daba nunca por derrotado, así lo estuviera; nunca daba ventajas, ni existía el fair play a la hora de devolver la pelota, naaa, no le vengan con esas cosas, que el árbitro pare el partido, yo no tiro la pelota afuera, se justificaba.

Y a la hora de no dar ventajas, el jugar con botines era una manera de demostrarlo, porque solía  decir, “y si te patinas, si le pegas flojo a la Tango, ah, decime, decime vos las consecuencias que podemos tener con una pifia  por usar zapatillas o una resbalada por la suela lisa de las Flechas, decime vos que excusa pones en esa”.

Algo de razón tenía, pero nosotros, lo veíamos muy fanático al tratar de cuidar cada detalle para evitar un error que te podía llevar a la derrota, que así solo fuera una derrota de picado de sábado a la tarde, a él le quedaba el trago amargo por toda la semana.

Pero teniéndolo a él de nuestro lado, con toda su calidad como jugador,  con todas sus precauciones y recomendaciones que nos solía hacer, alguna vez le tuvimos que dar la razón, como sucedió en este verano del `85.

Es que gracias a que él jugaba con  los botines cambiables, pudimos ganar un partido memorable con su soberbio tiro libre en una cancha barrosa en que nadie, y menos el arquero de ellos, podía hacer pie; ese gol no solo nos dio el triunfo, también ganamos la apuesta de  la entrada gratis a la pileta con los choripán y gaseosas incluidas, que pagaron  nuestros vencidos;  y para   él, además, y más precisamente  por la actuación en aquel “partidito de verano”, como cualquiera de nosotros podríamos haber catalogado, pero para él era el partido del año, como cada uno que se disponía a disputar, tuvo un premio extra.

Y el premio extra al que me refiero que se llevó nuestro goleador, no fue otro que la invitación a entrenar con el plantel de Gimnasia y Esgrima La Plata que estaba haciendo la pretemporada en Embalse, ya que su DT, el memorable Timoteo, ocasionalmente estaba mirando ese “picadito de verano” en donde nuestro amigo lo jugaba, y definía como en  una verdadera final.

Por eso, cuando alguien te diga de llevar tal o cual cosa, y a ti te parezca que no tiene sentido, no digas nada, porque si no fueran por los botines de nuestro amigo, no sé, viste, que se yo que podría haber pasado, hasta la Coca y los choris tendríamos que haber pagado.

Y sí…uno Nunca Sabe.

EL BOLSO DE PALITO

En las Ligas del Interior,  en el reinicio de la democracia, a los clubes los integrábamos jugadores totalmente amateur, a la hora de jugar, pero entrenábamos como verdaderos profesionales, con cuerpos técnicos capacitados, en donde los PF siempre se mostraron competentes, de los que personalmente aprendí mucho y agradezco la dureza de aquellos entrenamientos.

Como les decía, no cobrábamos un mango, salvo en ocasiones que se arrimaba algún dirigente, entusiasmado por el equipo para una nueva temporada, y nos tiraba lo mínimo para una salida de domingo a la noche. Algunos que viajábamos nos daban para los boletos, eso sí, jamás tuve que comprarme un par de botines como veo ahora que si lo hacen.

Rara vez algún jugador cobraba, los que lo hacían, eran  esos que buscaban específicamente, cosa que en nuestro equipo no pasaba por la gran calidad y cantidad de jugadores de inferiores,  pero en pueblos más chicos estaban obligados a traer jugadores, sobre todo de la capital, para completar sus planteles, y estos si cobraban, y muchas veces en exageración, si tenemos en cuenta sus rendimientos y los comparábamos con los que integraban nuestro equipo.

No hay duda que jugábamos por la camiseta, pertenecer al club que uno quería, más allá de que si nos íbamos  a otra institución, seguramente cobraríamos  unos pesos porque nuestro plantel siempre estaba integrado por buenos jugadores, capaces  de ser titulares indiscutibles en cualquier equipo de los cuarenta y cinco que conformaban la Liga Regional, la más nutrida del país por su gran extensión geográfica.

El amor a la camiseta, el sentido de pertenencia, como le dicen ahora, hacía que no faltáramos a práctica, frio, calor o lluvia, decíamos presente. Para ir hasta el predio a entrenar, la mayoría lo hacían en bicicleta, otros en motos, y los menos, en autos. Hoy es muy común llegar a un entrenamiento y que la mayoría llegue en moto, el vehículo más común en la juventud.

La  diferencia de las clases socio-económico las había, las hay y las veremos en el tiempo como una lógica de vida. Esa diferencia se podía ver reflejada en la ropa que usábamos para los entrenamientos o en las zapatillas para correr, pero no tanto en los botines ya que, como les comenté, nos los regalaba el club, por ahí alguno se compraba algún par con tapones cambiables, que eran un lujo necesario, pero que debías  saber cuando  usarlos, digo, por la dureza de nuestras canchas.

La pobreza se reflejaba más al cierre de los entrenamientos, cuando nos encontrábamos en las duchas a la que algunos no llevaban ni jabón, ni hablar del champú (algunos se hacían los vivos), y en “casos terminales” ni toallón llevaban, secándose con uno prestado o con  la ropa de entrenar. También estabas los que podían y llevaban el set de higiene  completo en bolsos sofisticados con varios cierres, muchos  bolsillos para guarda de todo, y dentro de ellos  la toalla,  toallones, peines, desodorantes, y hasta crema de enjuague; claro, era el mismo que llegaba en unos de los pocos autos que se veían durante la práctica, y que no era de algún dirigente.

El caso de pobreza más notoria era la de Palito, un buen win izquierdo que atajaba penales con la misma efectividad que lo hacía a la hora de definir con su zurda. Era albañil, y peón de si mismo, que llegaba con su ropa marrón Ombú, sus pantalones revocados y su camisa color  cemento. Tenía lo justo, y a veces menos.  Colaborábamos con él dándole ropa para entrenar, unas medias, con huecos en el talón, obviamente, algún pantalón corto, que siempre era del club del que él no era hincha, pero no había otro, los botines se los daba el club, que los usaba para correr, pretemporada inclusive, ya que su calzado de diario eran las alpargatas, y no era lo más cómodo para hacer la rutina física.

Palito traía todas sus pertenencias en “el bolso”, que si le prestabas atención, jamás era de la misma forma, del mismo color, y ni siquiera, nunca, tenía cierre. Por eso, al terminar de ducharnos permanentemente  surgía el mismo problema, Palito no encontraba su bolso,  decía que se lo habían escondido,  roto, o, hasta, en forma recurrente, aseguraba que se lo habían usado para prender el calefón, que era a leña.

Pero todos le respondíamos siempre lo mismo; como te lo vamos a esconder, como lo vamos a quemar!, sabiendo de la pobreza que acarreaba el flaco y desdentado  puntero izquierdo.

Todos conocíamos “los bolsos que usaba” Palito, que, como te decía, nunca era el mismo; pero siempre está el despistado, el que nunca presta atención de nada, y no registró jamás  “el bolso de Palito”; por tal razón, y ya cansado de que Palito le echara la culpa de la desaparición del bolso a algún compañero, fue que enérgicamente, y sin paciencia, le grito:

“Pero decime un poco, Palito, como es el bolso, de qué color es, tenía alguna inscripción?”

A lo que Palito le contesto: “estaba todo escrito en blanco y negro y en letras grande decía La Voz del Interior, Sección Clasificados”

Los bolsos de Palitos, que desaparecían cada práctica, eran descartables,

y no eran más que hojas de diario, en las que envolvían sus pocas pertenencias.

La pobreza de palito rozaba  con la indigencia, pero, eso sí, para la jarra siempre aparecían sus monedas.

EL CIRUELO DEL AZTECA

Cuando nos cambiamos de casa lo primero que hice fue ir fui a ver el patio, porque en definitiva lo más importante de una casa es eso, el patio. Los dormitorios en inviernos si son fríos te pones otra frazada y   listo, y en verano levantabas la persiana asegurándote que la tela metálica estuviese sana para que los mosquitos no te hagan mella, y todo está bien. El baño tiene que tener lo indispensable, y no mucho más;   en la cocina nunca estaba, salvo cuando hacían postres, que era bastante seguido, y me quedaba a raspar las ollas  con la cuchara el dulce y las cremas que quedaban pegadas en ellas.   Entonces, el patio, es sin duda lo más importante, porque  ahí pasan las cosas más desopilantes que un chico puede imaginar. Las guerras de los soldados más valientes se producen ahí;  las carreras con los autos más lindos y veloces solo corren en tu patio. Los gritos de Tarzán se escuchaban más fuertes en tu patio, y las chozas de los indios  siempre se las podían encontrar en el rincón más lejano, para que las fogatas que hacían no llenaran de humo la ropa del tendedero.

El patio de mi  casa nueva era gigante si lo comparaba con el que tenía la vieja casa que  habíamos dejado. Encima ese patio era mío, porque la casa era nuestra, habíamos dejado de alquilar la  casa con  zaguán  que estaba sobre la calle  E.F. Olmos al  635 para irnos a la esquina que formaban la Mitre y Colón. Con la mudanza hecha pero con  todo a medio acomodar, ya me había instalado en el casi desolado patio y  que mentalmente   estaba imaginando el espacio que tendrían mis nuevas aventuras.

Contra el tejido que colindaba con  la vecina, que según los otros residentes era una bruja,  era un hecho que ahí se jugaría a las bolitas con la redondela y la línea de salida que marcaría  en ese pedazo de tierra negra. A continuación,  contra la tapia del fondo, armaría la choza con los postes que habían dejado los albañiles  y que solo faltarían las bolsas arpilleras para cubrirla. Al lado del pozo de la cal que había quedado de la construcción, y el montón de arena, la pista de autos en donde Ayrton Senna y Alan Prost correrían los mejores grandes premios de F1 en el callejero de Mónaco. El paraíso gigante que estaba en el patio de la vecina hacía que sus largas ramas se metieran en mi patio, por tal motivo, me sentía con derecho a utilizarlo para convertirme en el hombre mono. Y en el lado derecho con la tapia de punta a punta que daba contra la vereda de la calle Colón, iba a estar “él”,  que me haría trasformar  en Burruchaga,  el socio directo del Diego, para volver a toda carrera y   ser  el cabezón Ruggeri. 

Si, ahí estaría el Azteca, el colosal estadio mexicano donde logramos nuestra última alegría, y que gracias a la prensa y a través de todas sus maneras de dejar registradas cada secuencia, igual que  los videos que me pudieron comprar, lo tengo muy presente dentro de mí, ya que cuando se jugó aquel México `86, era muy pequeño, y mi memoria, a decir verdad, no es muy buena. Por eso tengo todos los Gráficos de esa epopeya y que de tanto en tanto los vuelvo a leer, como en estos días, que se cumplen  tres décadas de aquel suceso.

Entonces el Azteca ya tenía su espacio, había que poner  manos a la obra para hacer los arcos que serían, por ahora, de caña, que las sacarías del cañaveral del fondo del baldío de la vecina, que tenía de todo ahí, y que ni cuenta se daría si una de estas noches le cortaba  algunas cañas con un fin de tremenda trascendencia  que no sería otro que hacer los arcos para el gigante Azteca, los  mismos que custodio el gran Nery Pumpido, el belga  Pfaff o el alemán Schumacher, esos mismos arcos estarían en mi patio.

¡Un meeeeees!!! Sólo un mes había pasado y todo lo que había imaginado prácticamente era imposible de llevar a cabo, de construir todo lo que había pergeñado con tanta minuciosidad. Esto acá, aquello allá, delimitando para que no se superpongan el espacio de las bolitas  con los flechazos de los Comanches; que si un bólido de las carreras se despistaba  no hubiera inconvenientes con las rabonas que tiraba el Bichi Borghi en las tierras mexicanas. Todo estaba imaginariamente delimitado para evitar invasiones y controversias en los distintos escenarios de juegos. Pero no, no pudo ser tan fácil y perfecto como lo tenía diagramado. En solo un mes,  de apenas treinta días estoy hablando, y todo se había desconfigurado, todo modificado de acuerdo a mis lúdicos intereses.

El pozo de la cal había sido tapado, y por consiguiente el montón de arena donde había imaginado el circuito de Mónaco había quedado dispersado por todo el patio. El comienzo del otoño    estaba siendo marcado con la caída de las hojas de  los árboles  y por la poda del gigante paraíso de la vecina, por lo tanto Tarzán y su mona Chita deberían buscar otros árboles para sus acrobacias.  En la negra y fértil tierra  mi mamá había comenzado con la quinta donde  ya asomaban los primeros brotes del perejil y la lechuga en dos largos canteros, entonces, con las bolitas a jugar a la calle. En el rincón de los Comanches ya estaban trabajando dos muchachos  enterrando cuatro postes, que bien podrían haber sido utilizados para los arcos del Azteca, pero no, los mismos serían para realizar el tejido que formaría el perímetro donde pondrían unas gallinas, si, de la choza para los carapintadas  a este piojoso  gallinero rinconero.

Y lo peor de lo peor, el estadio Azteca, el mismo que soñé desde el mismo primer día que pise la gramilla de mi patio, estaba a punto, no digo desaparecer, porque no había comenzado con la construcción, pero sí de  la invasión que había hecho mi abuela con la presencia de un Ciruelo en las cercanías del arco del lado este. Sí, un Ciruelo, en el medio del  área donde el Diego le hizo los dos goles a Bélgica en la semifinal. A vos te parece, como explico ahora todo esto, que en un mes me aparece un Ciruelo en la medialuna del Azteca. Si lo cuento no me lo creen, me tratarían de loco, pero el Ciruelo estaba ahí y algo tendría que hacer con él, así sería imposible jugar los partidos.

Según mi abuela, el Ciruelo pertenecía a la variedad Corazón de Buey, por lo que le había dicho el dueño del vivero en donde lo había comprado, pero bien podría ser un Ciruelo Japonés, igual daba, la molestia sería la misma sin importar la variedad.  Pero mi abuela ni siquiera  no sabía si su pulpa iba a ser de color  amarilla, como la camiseta de los brasileros  o roja como los pantalones de los españoles. Mi abuela, ¡tan futbolera que era!, nunca se pudo imaginar que donde hizo plantar al ciruelo quedaría enclavado  en el mismísimo estadio mexicano, y  a mí desde ese momento me comenzó a joder la vida, y no me vengan de lo rica que es su fruta, la ciruela,   que es una drupa, que pertenece al género de los Prunus, con   una pulpa carnosa con una sola semilla y rodeada de un endocarpio leñoso. No, no vengan con esa clase de botánica porque ni siquiera sus variadas cualidades, desde la fibra, las vitaminas C y K, el Potasio que nos aporta o hasta el Sorbitol que posee, nada haría su injustificada aparición en el más inoportuno lugar que podrían haber buscado para su desarrollo. Bien estaba en el vivero junto a sus pares.

El Ciruelo me comenzó a complicar el único espacio que me había quedado para realizar mis actividades, y que de un día para el otro, apareció incrustado este árbol en un incongruente  lugar que bien lo podría haber colocado  cerca del gallinero o a continuación de los almácigos de la quinta. Pero no, ahí tuvieron que colocarlo.

Comencé a acostumbrarme a su existencia a medida que iba creciendo; los arcos del Azteca ya estaban colocados, eran como siempre había pensado, hechos con las cañas de la vecina, atados en sus ángulos con hilo sisal de color rojo. Un lateral del estadio lo demarcaba la tapia que marcaba el fin del terreno de mi patio y que la pelota de ese lado nunca salía salvo que sobrepasara la altura del paredón  y cayera del otro lado, sí, a la vereda.  Del otro lado había puesto una hilera de masetas que cumplían la función de limitar el  otro lateral. Las masetas tenían plantas de todas las variedades, desde helechos serruchos, pasando por los geranios y las colas de tigre. Pobres masetas, pobres plantas, y en consecuencia pobre de mí luego de aquellos partidos en donde los pelotazos prácticamente destrozaban aquellas hermosas plantas que canto esmero ponía mi madre en cuidarlas, y que yo las había destinado a ser  el lateral izquierdo para las proyecciones del Vasco Olarticoechea.

Pero el Ciruelo era una piedra en mi zapato, era una cosa que jodía a propios y a extraños, era, como se darán cuenta si  imaginan un poco la situación, una incomodidad jugar con el Ciruelo en ese lugar, y lo triste y lamentable era que nada podía hacer. No sé cómo decirles lo que sentía cada vez que ingresaba a la cancha, algo similar a lo que le supo pasar al Diego en el estadio de River por las eliminatorias con Perú ¿se acuerdan aquella tarde? Bueno esto era algo parecido, las mismas sensaciones sentía de lo que aquella tarde sufrió el Diego con  la marca pegajosa y hasta desleal en muchas oportunidades que le hizo Reyna. Igual me sentía yo con la presencia del Ciruelo. Siempre ahí,  cortándome la mayoría de los avances. Siempre ahí con una rama baja que le había crecido y  que me metía una zancadilla cuando no me acordaba que estaba. Ni siquiera el aliento que imaginaba bajando  de las tribunas que formaban  las altas ramas de los olmos que estaban en la vereda. Ni eso, ni tampoco la caída de sus hojas que yo interpretaba como si fueran los papelitos que tiraba la hinchada.

Ese era mi patio, el patio con el mítico Azteca, el de las proezas de nuestra selección del ´86, pero claro este tenía al peor defensor que se me cruzó en toda mi vida deportiva, el Ciruelo, el molesto Ciruelo, que sin moverse, arruinaba mis ataques de habilidad o siempre haciendo de barrera para mi disparo que seguramente llevaba destino de gol, pero con un ramazo él lo evitaba. Lo que si notaba que le molestaba a este desubicado Ciruelo, era cuando hacía una pared, justamente con la tapia, que me devolvía la pelota siempre redonda, y ahí sí, entre los dos, lo dejábamos desorientado y  parado al Ciruelo y ya nada podía hacer para que me fuera camino al gol.

Y el tiempo fue pasando, y el Ciruelo crecía mucho más rápido que yo, y sin darme cuenta me fui acostumbrando a su presencia, ya estaba ahí y nada pude hacer en tanto tiempo, entonces lo acepte como casi uno de la familia, después de todo, nos daba unas ricas ciruelas coloradas, corazón de buey, como bien había acertado el del vivero. Ricas y carnosas ciruelas con las que mi abuela Elvira hacía las mermeladas. Su gran copa me daba la sombra necesaria para que esos partidos en el rigor de la siesta no fueran tan agobiantes. De tantos partidos jugados en el Azteca, y siempre con su presencia, la gramilla del piso había desaparecido debajo de él, entonces cuando no le daba a la pelota, marcaba en uno de sus lados la redondela y la raya para jugar a las bolitas, y del otro, lado la pista de fórmula uno; en su  copa con las  grandes ramas a las que trepaba, me transformaba  en Tarzán que  de lo más profundo de su ser le salía  el grito sagrado de gol después de ver aquella Mano de Dios, o la apilada genial del Barrilete Cósmico que nos terminó  de dar un triunfo memorable e imborrable.

Todo eso tenía el Azteca, a pesar del Ciruelo,  y dodo eso estaba en mi patio, el patio de mi casa nueva que con tanto esfuerzo habían hecho mis padres.

Después de todo, no fue tan mala la idea de mi abuela de plantar un Ciruelo, que primero se transformó en mi peor defensor, y luego en un gran amigo.

EL FUTURO LLEGÓ (HACE RATO)

Creo que tengo más memoria que años y la causa no se la sabría decir, porque está bien que estemos en el año 2059, y con mis noventa y ocho años, recuerdo como si fuera ayer las cosas que vivencié en las décadas del 70/80/90 del siglo pasado. 

Para que ustedes me crean tendría que empezar a comparar cosas, situaciones y experiencias de mis años mozos con los actuales, los de mi tercera vejez.

Me voy a tener que llenar de paciencia , más de la que siempre tuve, porque con algunas cosas que lean, me pueden llegar a tildar de exagerado o mentiroso, pero nada de eso sería justo, lo verdaderamente real es que ustedes, no todos, tal vez algunos que no me conozcan bien, sean unos incrédulos.

Y no me voy a detener a las comparaciones relacionadas con los artefactos  de comunicación, equipos digitales, electrónica o sonido, y para muestra un botón, bueno ya sé, no saben lo que es un botón, se usaba antes en la ropa en lugar de los cierres dactilares  de ahora. Pero la muestra, el ejemplo, es que  en esos tiempo no sabía manejar los avanzados, para esa época, teléfonos G 4 que tenía mi hijo, imagínense si quisiera manipular los de  ahora.

Tampoco haré referencia a lo que antes denominábamos automóviles y que servían para trasladarse de un lado a otro, pero siempre por tierra, caminos pavimentados, autovías o  autopistas, no como las naves que se ven ahora que circulan por los carriles aéreos a base de energía solar, la mayoría, lo que ocasiona infinitos embotellamientos  en los días nublados, y ni que hablar de los temporales con la llovizna interminable, donde estas máquinas permanecen encerradas en sus garajes burbujas por la falta de combustible solar.

Ya a ningún sistema se ingresa mediante claves o tarjetas como se solía hacer en mis tiempos de joven, que usábamos esos elementos para  entrar  a los cajeros y retirar dinero, o ingresar a los paneles de información, ahora se utilizan las huellas digitales, la lectura del iris o el aliento  bucal.

Si nos vamos al campo deportivo me podría explayar de gran manera, ya que tuve una extensa carrera deportiva, no solo como  jugador de fútbol, baloncesto y ajedrecista, sino también, como entrenador, antes que nada, de perros galgos, y luego como DT de fútbol, en divisiones menores. Y esto ustedes pueden corroborarlo actualmente, pese a mis 98 años, ya que sigo como seleccionador de la sub-70, y pertenezco a la FIPFGA (Federación Inter Planetaria Futbol Galáctico Asociado) 

En esta Federación  desarrollo el organigrama de los torneos entre distintos planetas a los que hemos podido llevar nuestro juego, el fútbol, que nació alguna vez a fines del siglo   XIX, en la legendaria y populosa Tráncity (más conocido como El Embudo), y que luego desapareciera ya que sus terrenos fueron destinados a la siembra de uvitas silvestres. Pero sobre esto no quedan registro, y todo lo que se  puede   saber es del boca a boca que se va transmitiendo,  del cual soy su principal vocero, y prácticamente no ha quedado gente para poner en tela de juicio  lo que les pueda narrar. Por lo que todo lo que les diga, es absolutamente verdadero.

Tantas cosas tendría por contarles, tantas comparaciones de aquellos estadios a lo que vemos ahora, que no sé si vale la pena hacerlo. Pero bueno, para que quede registrado y que no digan  que lo que les cuento es chamuyo, voy a comenzar por las canchas que teníamos para jugar, y verán las diferencias con las que tenemos ahora.

Estas superficies que  todas eran de tierra, si de tierra, no se sorprendan, como el nombre del planeta, y que la mayoría de ellas estaban cubiertas de un vegetal que muchos lo llamaban césped, otros le decían gramilla, y en muchos casos solo eran yuyos bien bajitos. Decía sobre  esta vegetación, que la misma crecía naturalmente, o en muchos casos era sembrada y cuidada como un verdadero jardín, lo que hacía que la pelota se deslizara de una manera más correcta y las caídas de los players no provocaban tantas lesiones  como podría suceder en una cancha normal de tierra y pedregullo arenoso.

Muchas canchas, casi todas, como les anticipé,  estaban ya cubiertas por esta vegetación, pero por alguna cuestión de la naturaleza, solo en  una cancha de todo el planeta no nacía esta gramínea, y no era otra que la del club que ganó el último campeonato sub-50 disputado en la lejana ciudad de  Morteros, si esos mismos, los que usaban esa rara indumentaria verde que parecían langostas,  a fines del siglo pasado, más precisamente en 1996. Cuanto tiempo trascurrió y nunca más una alegría como aquella,  que pena, como se añora esa conquista.

Se comentaba, después de muchos análisis de tierra, cambios  de riegos y pruebas con distintas variedades de semillas, que el verdadero motivo de que el césped no crecía, bha, ni siquiera nacía, era porque la camada de jugadores de la década de los 80/90 del siglo pasado, ya no volvieron a pisar aquel verde césped,  según lo que me comentó el utilero de esos años en una charla de ginebras que tuvimos en el bar El Nardo. Me decía que el pasto era como que lloraba, que salía un líquido con gusto a lágrimas, entre agrio y salado,  que el mismo llegó, como me recontra juró, había probado, haciendo que este ácido  quemara de por vida la gramilla de aquella cancha. Si alguien puede comprobar y fundamentar  lo contrario, que lo haga, pero le creo al utilero de todas maneras.

Lo que en realidad le quería contar era las características de aquellas canchas para que puedan comparar con las que ustedes tienen la posibilidad de ver, y hasta los más osados, jugar en ellas en estos eones.

Ya les dije como era el piso de aquellas, tan  diferentes a los de ahora, los cuales están revestidos por un antideslizante que se puede variar, según el rival de turno, la temperatura ambiental, si es que no se mantiene techada; hasta por un sistema de desvanecimiento, el piso se puede ver como derretido lo que hace que una pisada pueda enterrarse hasta diez centímetros, con todos los problemas que te puede ocasionar  si no te pusiste el calzado adecuado.

Antes las líneas que marcaban los laterales, las áreas y demás limitaciones, estaban por lo general hechas con  el óxido de calcio, más conocida como La Cal, los clubes  más poderosos usaban pintura sintética, que duraba más,  y que desaparecía si el día amanecía con mucha humedad, y ni hablar si llovía, ni rastros quedaban de ese polvo demarcatorio blanco.

Ahora no, nada que ver,  acá las canchas están delimitadas por un sistema de laser con colores muy llamativos que por un sistema sonoro indican que la pelota salió del campo de juego, o traspasó la línea de meta, convirtiéndose así en gol.

Tampoco se necesitan árbitros dentro del campo de juego, los mismos están sentados en una consola a la espera de los sonidos que emiten los laser para convalidar un gol, o para que se haga el reingreso del balón al juego por parte del equipo contrario.

Al no haber árbitro que impartan justicia, o injusticia como en aquellos buenos  tiempos, los jugadores usan bajo la lengua un dispositivo que está conectado a una muñequera que prende una luz verde cuando el jugador soporta una infracción y una luz roja cuando la comete; esto es provocado  por  las expresiones, pensamientos y sentimientos que transmiten desde su interior a través del dispositivo. Acá nadie puede fingir una infracción, ni pedir tarjeta amarilla, se amonestan y expulsan, honestamente, en forma individual.

Pero se preguntarán Ustedes ¿cómo hacen para marcar los off side?

Muy sencillo. En los sofisticados trajes de los jugadores, que son como una especie de tela adhesiva que se pega al cuerpo, y que solo puede ser utilizada una sola vez, ya que ni siquiera pueden ser intercambiada con los rivales; bueno en estos trajes, en sus mangas más precisamente, tienen un sensor en cada una de ellas, que indican mediante un sistema magnético-visual-sonoro emitiendo una línea de lateral a lateral paralela a la línea de fondo, y con una estridente sirena marca la posición adelantada, que a su vez le produce una quemadura, al infractor, en su cuero cabelludo, para que no vuelva a incurrir en  tan tonta infracción.

Les anticipé  sobre la ropa de los jugadores, y  para que se den una idea, es como esa ropa de los buzos de Jacques Cousteau  que usaban cuando se tiraban al fondo de los océanos a buscar pichichos marinos desde su embarcación, El Calypso, bueno, mi memoria me llevó hasta el francés investigador náutico sin que ustedes tengan idea de quién era, y de lo que les estoy tratando de contar.

El tema es que esa ropa era autoadhesiva, bien pegada al cuerpo, para  evitar así los agarrones, sobre todo, en los tumultuosos tiros de esquinas en donde  siguen utilizando ese tipo de jugadas, y contactos, precisamente para intercambiar sus números intercomunicadores personales, y direcciones    de correos supersónicos. 

Los calzados de mis tiempos nada tienen que ver con los de ahora. Antes hasta sabíamos padecer  algún clavo mal remachado por mi zapatero Cacho. Quisieran ver los que se usan ahora acá, no te imaginas. Son como de cristal, pero no, son transparentes, algunos con luces que van marcando hasta la potencia, velocidad y coordenadas  del remate. Y lo más llamativos es la suela con sus tapones que se van adecuando al terreno, de manera automática, si está muy blando van desarrollando tapones más altos, más puntudos o directamente sin tapones si el piso está muy duro, porque recuerden,  acá también tienen sus mañas y cambian, como ya les dije, la temperatura y la consistencia de la cancha para provocar los clásicos resbalones del rival.

Con las pelotas pasan cosas singulares, ya que mucho depende del clima cuando se juega al aire libre, o sea, qué temperatura hace, la humedad, sensación térmica  y todos esas giladas que supiera nombrar Eschoyez, y que solo acertara el pronóstico únicamente  los  24 de Diciembre, cuando decía que iba a ser  Noche Buena.

A veces, a las pelotas, las inflan con diferentes gases, lo que hace que sea más rápida, pique más alto, se deslice con zigzagueos y hasta haga nuestros conocidos sapitos, se acuerdan, pero acá lo curioso que los hacen en canchas secas,  eso es un misterio que no descifré aún: sapitos sin agua.

Estas características que muestran las pelotas se deben a las indicaciones que el comandante   (bueno, el DT, como se decían antes por allá,  como me cuesta el viejo lenguaje) le da al utilero las indicaciones de  qué gas debe ponerle para tal o cual encuentro, según el rival de turno.

Estas mañas o vivezas, las traje de mis tiempos de jugador, las que quedaron plasmadas en el libro que edité en el año 2047, titulado “Alfileres y Bidones”,  y que muchos comandantes están haciendo uso para sacar una mínima ventajas sobre sus rivales, sobre todos los de otras galaxias, que parecen medios bobos, demasiados honestos para compararlos con aquellos Carussos, El Patón, el Dr. Narigón, etc. etc.

Lo que les conté es un breve repaso sobre las características de la cancha, indumentaria y pelotas, no la quise hacer muy larga. Otro día les cuento sobre los estadios y la gente que concurre a los partidos, que muchos son vistos por la concurrencia, pero la mayoría realiza otras actividades que ahora no vienen al caso.

Ahora es todo muy sofisticado, pero  qué recuerdos melancólicos me traen  aquellos tiempos de estadios colmados, coloridos y embanderados;  las balaceras de la policía con los barras bravas; o los aperitivos del tinto apenas sodeado  en la previa con los choris chorreados de chimichurris; de pedir los dos pesos para el porrón…la pucha, qué nostálgico todo eso!

Eso con referencia al entorno del espectáculo, y ni hablar de  lo que pasaba adentro, en el verde césped.

Uyyy, se me pianta un lagrimón y me invade una catarata de recuerdos comenzando con las  gambetas del Diego, que quisieron  comparar con algunos burdos imitadores menores. El convencimiento de Menotti y la motivación de la “Cocha” Carreño; las rutinas de los profes Pizzarotti y Santella comparadas con las palizas de los Sforza y Rinaudo.  Las genialidades del Loco Gatti, y del otro loco el de La Villa, el “Calmado” Flores,  en el arco, o las infranqueables atajadas del  Pato Fillol. Ya no se ven por estas épocas goleadores como el Bati, Palermo y  Kempes, parecidos a Cirio “Chirripo” Sánchez o a “Bichino” Almada. No retumba la voz de Passarella desde la cueva, o la del Gringo Trossero, y porque no la de Julio Cuello. Sigo soñando con la estampa de Redondo y Marangoni  transitando  la mitad de la cancha, como también lo hacia el “Gringo” Zimel, “el Flaco” Reta  y el “Chivo” Gudiño. Las indescifrables gambetas de Latorre, o las del “Pelado”  Zagonel. Los desbordes de Caniggia y el mellizo Guillermo, o los  de “Julito” Baigorria y el “Bayo” Cabrera. Las diagonales del Murciélago Graciani  equiparadas  con las de “Cuchillo” Navarrete. Como parangonar  los cabezazos de acá y por acá, con los de Ruggeri o los del “Ratón” Espósito. O la patada intratable  de Scotta tan parecida, pero con la otra pierna, del  “Chento” Fonti. Acordarse de  la memorable y siempre evocada  palomita de Poy. Los ojos en la nuca del Bocha Bochini como lo hacía la “Polla” Manescotto o  “Mendoza” Gonzalez; y la velocidad para los cierres del cieguito Villaverde emulando al “Chivo”  Víctor Romero. Acordarse y extrañar los tiros libres de Lio y Román imitando  a la “Gallina” Prandi.

La pucha, me estoy poniendo viejo, ¿o será que lo de antes fueron mejor?

La pucha, me estoy poniendo viejo, y me río solo, si apenas  tengo 98 años y tanto camino por recorrer y verdades por contar.

FRANKESTEIN, UN CRACK ARGENTINO

Los asados en  las noches de los días viernes entre  amigos, siempre dejan comentarios, chismeríos, y  más de una sorpresa, a partir de algún tema  cotidiano, de los que siempre se suelen  evocar   cuando se reúnen  a degustar un buen pedazo de carne, como buenos anti-vegetarianos que son. La variedad del temario casi siempre comienza con fútbol y minas; siguiendo con  política, fútbol y minas;  para continuar con fútbol, minas y cultura; y al final cerrar  con fútbol, minas y economía.

Justamente, los problemas de la economía del país,   en donde  algunos ponen demasiado  énfasis al resaltar el camino que va marcando el actual gobierno de derecha  al que todos querían, por el “cambio” prometido, y con el  que ahora pocos están conforme, y que hace potenciar el discurso  de  los que están en la otra orilla, los de izquierda, como el locuaz profesor Atilio Gabutti, el licenciado Eduardo Roggero, y en algunas  ocasiones, el joven  Albertito Vaca. La última incorporación, Roberto Ibáñez, aparenta estar del lado que le indican desde arriba, en su empresa, penando (¿o no? vaya uno  a saber) como el resto de la clase media. Walter Malano es un acérrimo  enemigo del gobierno “Ke” pasó, y a duras  penas (y solo gracias a las alegrías deportivas que le supo dar) mantiene simpatía con los actuales gobernantes nacionales, de manera mesurada,  debido  a las drásticas medidas tomadas últimamente con respecto al precio del combustible.  Después está el empresario  Walter Hubaide y el Dr.  José Sarmiento, que claramente la oscilación de la verde moneda del norte los coloca del lado correcto, siempre atentos  como goleadores en el área, para seguir convirtiendo, o mejor dicho, facturando, sin importar el color del  comprobante, ya sea en blanco o en negro. Hirám Quaranta ve todo esto ya con una definida imagen bohemia, que lucha, como casi todos, en el día a día, al acecho de alguna idea que se le caiga para compartirla  en un escrito con sus Amigos.

El tema del fútbol, como podrán presumir, es casi reiterativo, ya que hasta El Diego compartió un asado con estos 8 Amigos, en la que lamentablemente no pudieron asistir varios, bha, casi ninguno, es más, solo Quaranta, y su increíble imaginación,   pudo  estar presente en representación del grupo, pero los saludos y disculpas  El Diego  las aceptó como un sir inglés.

Los nombre de algunas señoritas en los amoríos del   letrado José  dejan comentarios y suspicacias que raramente son develadas, el resto se mantiene al resguardo en  una correcta manera de desenvolverse  en la vida amorosas. Al menos eso es lo que aparentaban  hacer creer estos sabandijas, y es por eso que pondría las manos en el fuego, hasta por  Albertito Vaca. Y cuando digo  manos, me refiero a las  del Gral. Perón, que se entienda bien, por favor.

El fútbol es un tema recurrente, como se anticipó, por lo tanto siempre está presente en este tipo de veladas. Casi pongo este tipo de acontecimientos, que a decir verdad, para el grueso de la sociedad,  comer un asado y de esta calidad, ha pasado a serlo,  un verdadero suceso, que de seguir así,  lograrán  poner  al borde de la extinción  a  un “ser normal”, transformándolo en un vegano ético y dietético. Y si de transformaciones hablamos, también  ha sucedido en  el fútbol con el paso de los años y  de las décadas. El juego ha ido  cambiando, va evolucionando (o in), a la vez que  se reforma y deforma, sobre todo por las características de los DT, y no tanto de los obedientes jugadores propiamente dicho, que a duras penas mantienen la naturaleza, su  esencia y el alma,  de la cual, tanto miedo tengo que se pierda. Hay que agradecer siempre que al menos el hombre no ha atacado, en gran medida,  el reglamento del juego, que aparentemente, es casi perfecto.

Comentando con “Chirripo” Malano sobre la verdadera identidad  a la que hacía referencia  Quaranta, están convencidos de que se mantendrá, al menos en nuestro país, cuna de selectos  futbolistas que se han desperdigados   durante  toda  la historia y por el inmenso territorio futbolístico en donde una pelota este presente.

Los más leídos, como “Keko” Sarmiento, “Ata” Gabutti y “Chancho” Roggero, sobre todo este último, dicen que no deberíamos estar tan confiados en  la manera de jugar, los comportamientos, y sobre todo el talante  de nuestros jugadores, ya que pueden comenzar a mutar a corto plazo. Algo aterrador le sonó esto a “Chupaleta” Ibáñez que también sostiene que el jugador argentino, y sobre todos los nacidos a la vera de la Ruta Nacional 19, mantendrán la identidad que los ha llevado a triunfar en  el resto del universo, más allá de la saturación táctica-estrategia que está incorporando el jugador criollo a través de la play station.

Albertito “Tato” Vaca, mientras  repartía las mollejas, convalidaba  lo de   Ibáñez, basándose en el progreso que él, en propio cuerpo y alma, había notado en sus últimos años como jugador profesional defendiendo los colores del equipo de La Cúpula, que en definitiva, eran los colores de todos los presente, y que luego de largas noches en la concentración familiar (y extra familiar, también) la comenzó a  embocar  hasta de taquito de tanto  darle y darle a la play,… y a las porristas.

Observador como siempre, y como pocos,  “Fonchi” Hubaide, apoltronado en la cabecera de la larga mesa de algarrobo, escuchaba como un viejo patriarca. Bueno, le pongamos solo patriarca, que luego de oír  muy respetuosamente, pidió la palabra para dar su opinión sobre esto de la posible desaparición que muchos de manera sospechosa creían estar viendo y percibiendo cada fin de semana, en vivo,  en los partidos de nuestra Liga Regional, o los que a través de la pantalla de la tele  les transmitían las diferentes señales de los  partidos de las más prestigiosas ligas, como la Premier, el Calcio,  la española, o la tan cotizada  liga del balompié de  Papua Nueva Guinea. 

Si alguien tenía poder de observación, la potestad de  escuchar y evaluar, justipreciar y  valorar lo que se decía con respecto al fútbol, dentro de estos ocho Amigos, ese no era otro que Walter Hubaide. Lejos el erudito en esto de hablar de la pelota, sus complicaciones y beneficios, como también hacerlo sobre la venta de una sembradora. Todo en un mismo plano, y con distintos fines.

Tocándose su raleada cabellera, que no por zorro la había perdido, sino por el excesivo  uso de productos, precisamente, para detener  la caída de sus entrañables   rizos rubios  de su juventud, sino también, por el desmedido tiempo que supo estar bajo esos viejos secadores de cabellos, con forma de huevo de dinosaurio, que solían usar en la década de  los `80, tratando de fijar los más variados colores de tinturas de L’Oréal de Paris, que cuando se le acababan estas, recurría a las anilinas Colibrí, las que dejaron su cabellera en el estado en que lo podemos ver en estos días. Pero solo el cabello le hizo perder, ya que su sabiduría iba en crecimiento, gracias, y  apoyado siempre, en su pragmática intuición.

Es así que el joven, y viejo sabio Hubaide, se mostró muy preocupado con las diferentes actitudes que estaban tomando los jugadores argentinos, y más los nativos en nuestras pampas. El también sostenía que la degeneración futbolística, no solo se había producido por lo que los actuales DT iban proponiendo en sus planteles con la perversa y amarrete manera de jugar, sino que había algo en sus  exuberantes físicos, y hasta algo sobre la genética atribuyó el sabio economista metalero, sobre los cambios que se estaban produciendo en nuestro players.

Tan ensimismado, y abrumado por momentos,  se lo veía a Fonchi, como todos lo llamaban, que hasta justifico viejos experimentos que hicieron estupor en la humanidad, primero a través de la imaginación en la ciencia ficción por la notable Shelley, y luego sí, por reconocidos científicos,  escoceses ellos, justamente en un año histórico para la comunidad del equipo de la ciudad, el de La Cúpula, en que en el mismo  año de ese increíble acontecimiento se conjuraron.

 

Ibáñez  y Gabutti prácticamente estaban fosilizados atendiendo lo que estaba procurando hacerles entender Fonchi. Que se estaba refiriendo  a algo que  nunca en la historia de la humanidad se había llevado a cabo, ni siquiera nadie se había puesto a evaluar si eso, que proponía Hubaide, podría ser posible, y que ni el Dr. Sarmiento podía imaginar lo que el sabio anfitrión  quería explicar.

Hubaide siguió con su exposición basando su preocupación en los cambios de conductas y manera de jugar de los actuales futbolistas, y que de acuerdo a su instrucción en el tema, poco a poco se iban a ir perdiendo  aquellos jugadores que tanto nos supieron deleitar, y que si esto seguía así, los atributos y facultades  de esos jugadores se iban a ir desvaneciendo, perdiendo su verdadera identidad, malgastando la herencia del ADN de sus antepasados, que no era otro que el jugar bien a la pelota.

 

La preocupación que mostraba la casi aterrada cara del licenciado  Roggero,  estaba instalada de manera generalizada, y ya casi todos nos pusimos a imaginar qué pasaría con la desaparición de este tipo de jugadores, mutados en torpes corredores de pelotas, que provocarían una involución en el juego mismo.  Fonchi intentó,  de todas maneras,  citando y amparándose en los  avances de la ciencia,   que aún algo se podría realizar para evitar esto; que no todo estaba perdido, dándonos esperanzas,  y así poder  evitar lo que  no sería otra cosa  que una catástrofe nacional con  la desaparición de este tipo de jugadores, y que de alguna manera influiría muy directamente en la economía del país al verse coartado el ingreso de divisas por ese rubro, o sea, se cerraría la exportación de jugadores de fútbol  de “alta gama”, como los había catalogado en una oportunidad Roberto Ibáñez, quién nada tenía que ver con Flavio Ibáñez el afeminado estilista costarricense, aunque algunos rumores de vestuarios, mmm…, bueno, todo incomprobable.      

 

Lo que  primero puso  sobre la mesa,   Hubaide,  fue su copa vacía, la que fue llenada al instante,  y luego,  la materialización ideológica  de su proyecto que no era otra cosa que la  creación de jugadores de fútbol, para que así se  pudieran mantener   el estilo y las características de aquellos que estaban a punto de extinguirse, y que ni siquiera con la intervención de Greenpeace tratando de evitar que desaparezca esta especie, pudo  hacer disminuir este flagelo nacional, deportivo, económico,  social y cultural.

 

De  manera exaltada se puso de pie el Dr. Sarmiento con una firme  y contradictoria afirmación, manifestando que eso legalmente sería imposible, lo de “hacer jugadores”, que repitió de manera peyorativa,  no solo legalmente, justificó,  sino que su  iglesia lo había reprobado tiempo atrás.   Algo se había escuchado al respecto  de la negativa de la iglesia en tan delicado tema, y más ahora afirmado por el Doctor José quien mantenía una conexión directa, y una mayúscula  simpatía con la cúpula eclesiástica y gubernamental  de la ciudad, a las que no pocas veces sirvió con su asesoramiento para la administración de sus plazos fijos bancarios y papeles panameños,  convenciéndolos  que les rendía más la plata ahí, que en invertir en los comedores infantiles  comunitarios.

 

Fonchi Hubaide continuó con la  exposición de su idea de la “creación de jugadores”, y puso en consideración la invención, aunque, como había señalado, ya había sido efectuado de  manera ficcional  con lo escrito por la novelista Mary Shelley, y que llevó volar  su imaginación a la pantalla del cine,  y que sin temer a equivocarme, fue la primera película de terror que seguramente vieron estos 8 Amigos en su ya lejana niñez, y que no fue otra que Frankestein, sí,  aquella criatura que nunca tuvo nombre y se la llamó de la misma manera que su creador, el Doctor Víctor Frankestein quien lo reanimo a través de   la energía de un relámpago,  luego de la disección de las partes de algunos cadáveres.

 

Al escuchar esto algunos rostros se distendieron y hasta logro sacar alguna mueca de  sonrisa en el rostro del desconcertado Malano, que no podía creer lo que escuchaba de parte Fonchi,  su compañero, o mejor dicho, su correligionario.

Hubaide descartó de plano  esto de recrear un Franquestein futbolista, sería imposible de llevar a cabo, ya que además de haber sido en el campo de la ciencia ficción, sería un experimento grotesco de la unión de partes de ciertos jugadores desaparecidos  para poder crear tan solo uno. Pero a lo que sí puso énfasis  Fonchi, totalmente convencido, y en este momento con una mayor demanda de autoridad en sus conceptos, como no dando lugar a dudas y persuadiendo  definitivamente a sus Amigos de que no tenía vacilaciones,  que esta nueva propuesta  no sería tan desatinada como aquella del Doctor Víctor Frankestein. La firmeza de la voz de Hubaide hizo que todos volvieran a prestarle la debida atención a su nuevo planteamiento.

 

Fonchi preguntó, sin que nadie se sienta directamente interrogado, en qué año se había producido el último hecho glorioso del club de la ciudad, el equipo de La Cúpula, a lo que todos contestaron sin dudar,  al unísono, y añorando esos tiempos, 1996. Prosiguiendo con otra consulta universal, ya en este caso  muy difícil de saber a dónde iba orientada, y  pidiendo que le contestaran cual había sido el suceso más impresionante, luego de ese hecho deportivo, que había paralizado al resto de la humanidad. Como era de saber, nadie contesto, absolutamente nadie podía saber hacia qué campo  se estaba refiriendo  Fonchi, quien poniéndose de pie con los puños cerrados, apoyados sobre la mesa y resoplando su insipiente  flequillo de color canela,  se despachó con lo siguiente:

 

“Ya  que no saben, mis  estimados,  que 1996 fue un año de quiebre en la humanidad, y observando  las caras de asombros que están poniendo, les voy a ir tirando algunos datos y nombres como Finn Dorset, que es la raza de un ovino, o como el Instituto Roslin, de Edimburgo, Escocia, y con esta próxima y  última mención se darán cuenta lo que estoy tratando de explicarles, Dolly. Sí, la oveja Dolly mi querido y respetado licenciado Eduardo  Roggero --quien balbuceo el nombre de la oveja--, usted lo ha dicho, la querida y famosa oveja Dolly que no fue otra que la primera creación del hombre en el campo de la clonación por medio de una célula adulta, de manera artificial, si se acepta que así los figure de alguna manera, ya que las clonaciones naturales existieron en los albores de la vida misma, desde las bacterias asexuales, hasta las aves vírgenes en pulgones”.

“Es por todo lo expuesto --continuó Hubaide--  que creo que alguien debe tomar las riendas del asunto y ponerse de lleno a clonar jugadores para que en un futuro no muy lejano podamos disfrutar  de esos mismos crack que hemos disfrutado en década pasadas, incluyendo a algunos que esporádicamente han aparecido, en cuenta gotas, en esta primera parte del siglo XXI”.

 

La disertación que había terminado de dar Fonchi antes sus Amigos, estaba entre una increíble paranoia esquizofrénica, totalmente irreal de que se produjera, o directamente fue una auténtica demostración de un clásico stand up de su consabido  humor. Nadie sabía cómo  tomar lo que habían acabado de escuchar, ni los más ilustrados  como el  licenciado kinesiólogo Roggero, el Doctor Sarmiento, aunque fuese en letras, o el distinguido Profesor Gabutti, el resto, desde Malano, Ibáñez,  hasta Vaca, no tenían prácticamente una idea sólida como para refutar, o apoyar, la moción de Hubaide; Quaranta por su parte seguía bebiendo  vino tinto y garabateando cosas en un papel, como tomando nota de lo escuchado, vaya uno a saber para que le podrían servir esos apuntes a este encaminado senil bohemio.

 

El silencio se apoderó del quincho en donde se encontraban cenando, y mientras llenaba las copas con vino tinto, excepto la suya a la que colmaba con cerveza,  Atilio  pregunto   qué pretendía Fonchi que se hiciera, y de qué manera podrían colaborar para tan disparatada empresa.

 

--Hacer no podemos hacer nada, sentenció el Doctor Sarmiento, pero si a esta increíble demostración de conocimientos, más la psicosis que se puede desatar cuando el país, ¡qué digo país, el mundo! --exclamo el picapleitos-- se dé cuenta de la perdida que se está produciendo con la desaparición de los futbolistas de “alta gama”, solo nos queda por aportar o sugerir a que deportista  clonaríamos para que la estirpe del jugador argentino siga vigente.

 

Indudablemente que los nombres comenzaron a salir con facilidad, desde el lógicamente primer prócer,  Maradona, pasando por Bertoni, Rojitas, Galván, Ibarra, Burruchaga, Alonso, y tantos otros que Roberto  estaba  anotando en  una  servilleta de papel con los posibles clonados, servilleta que no sería la del ministro del interior  Corach y su listado de jueces.

 

La idea que tiro Albertito Vaca era de lo más original, y hasta simpática,  como ya se había tornado la conversación, con el tema de los clones, y lo que proponía realizar era  una clonación desde los bellos y cabellos  de los jugadores  crack, de una manera muy particular  a saber y de poder llevar a cabo. 

 

A Messi le sacarían los pelos de su pierna izquierda, para mantener la habilidad del “catalán rosarino”; al Pato Fillol y de Chiquito Romero, le sacarían pelos de los nudillos de sus manos, uno de la izquierda, otro de la derecha, por las dudas que al cloncito se le ocurriera ser arquero; a Pasarella, los pelos de los parietales, y de la frente del Titán Palermo completarían los pelos para lograr el mejor cabezazo, tanto defensivo  como en el área rival. De la pelvis del Loco Houseman  y del Burrito Ortega se los sacarían para que los incomparables quiebres de cintura sigan dejando desorientado a los defensores contrarios. Al Matador Kempes le sacarían los pelos de sus muslos para que no deje de correr hacia el arco rival; Mascherano aportaría sus pelos que tiene en la espalda, a la altura de los pulmones para que el futuro clon no deje de darle aire al equipo. Los pelos que conforman el bigote de Batistuta los aportaría para que el olfato goleador siempre esté presente. Los bellos de los gemelos de la pierna derecha del gringo Héctor Scotta estarían para aportar la potencia en los incontrolables remates de larga distancia. Como bellos en la planta del pie no hay, a Caniggia le sacaríamos las uñas de los  dedos gordos de sus pies para que la velocidad que desarrollaba mientras jugaba-volaba, se traslade a esta nueva criatura por venir. De la parte superior de la cabeza de Riquelme, y  con  los pocos   que le quedan a Bochini, se haría una trencita con los pelos que están más cerca de estos  cerebros que tanta sabiduría lírica aportaron a este juego.  Los bellos de la garganta del cabezón Ruggeri serían los que aportarían la voz de mando de este incomparable ser; los bellos de la pera de Redondo son  los que aportarían un poco de belleza, no solo en el juego, sino también en la parte estética del jugador del futuro. Alguien se atrevió a  decir que había que agregar algunos pelos de Roberto Passucci, del Poroto Cubero y Diego Braghieri (¡cómo le van a poner Diego!), porque vieron, alguna patadita de vez en cuando hay que pegar, ¿no?

 

Sin dudas todos expresaron un conformismos por la idea de clonar desde la mezcla de pelos y bellos de la magnitud de  estos crack mencionados. 

Todo muy bien, dijo Ibáñez, pero no hemos tenido en cuenta los pelos del más grande, los pelos de Diego Armando Maradona. A lo que Roggero le contestó que se quedara tranquilo que los pelos que  El Diego aportarían serían los que se encontraban junto a su corazón, porque serían los de él, y únicamente los de él, que serían capaz de aportarle la vida, el fuego sagrado, el alma y el amor que un jugador pueda, y debe tener,  para ser un verdadero crack argentino.

 

Las copas se elevaron en lo más alto en esta trasnochada reunión, brindando para que  la ilusión de que el fútbol argentino siga representado mundialmente por los mejores exponentes, nunca se termine.

 

Pidiendo la palabra, Walter Malano,  llamando la atención por el ataque de hipo que no lo dejaba en paz,  y parado sobre la lustrosa silla   del quincho de Hubaide, dijo que el fútbol es algo incomparable, hic, que la belleza de su juego nunca, hic,  podría ser imitado por ninguna otra disciplina, hic. Que el gol siempre sería el mejor orgasmo para un jugador, hic, pero que sin dudas, todo gran jugador, como estaban pretendiendo crear, hic,  debía tener una dosis de suerte. Por tal motivo propuso sacarles algunos pelitos a esos jugadores que tan poco le han aportado al fútbol argentino.

Sarmiento no entendía para qué quería pelos de estos jugadores, ya que ninguno  había superado  la vara de mediocres jugadores, a lo que el hábil estratega  termino explicando que a estos últimos jugadores, de mucha suerte todos  ellos,  le sacarían  los pelos que les crecen en el culo, porque gracias a la divina fortuna fue  de la única manera es que pudieron  integrar  un plantel de la Selección Argentina para poder haber sido convocado en  los distintos mundiales.

 

La noche se cerró con el clásico 70/30 cordobés,  sin ninguna duda, y con las definitivas conclusiones  que el futuro jugador argentino clonado en  estas tierras cordobesas, no iba a necesitar de la descarga eléctrica que hizo poner de pie a Franketein, y que la artritis que atacó a la pobre Dolly, llevándola hasta su sacrificio luego de  sus casi siete años de su corta vida, no iba a suceder con el clon made in argentina, el que sería bautizado con el nombre de, como no podía ser de otra manera,… “Fernandito”.

HIGOS, FIGURITAS, Y LA TANGO

Nosotros habíamos conseguido media bolsa arpillera con naranjas, un balde lleno de higos negros, más un atado  con unas cien etiquetas de cigarrillos y en una caja de zapatos teníamos  como veinte cajitas de cigarrillos importados, las box,  de las duras, sumado a esto, las tres figuritas difíciles del álbum  “Los Campeones” que tenían las cara de Osvaldo  Potente (Boca), José Van Tuyne  (R. Central)  y  Gerardo Cacho Saccardi (Ferro).

Al álbum lo coleccionábamos entre todos los amigos de la barra, habíamos conseguidos las tres más difícil y solo nos faltaban algunas para completarlo, y de lograrlo, lo cambiaríamos en la despensa de doña Kika por el premio mayor, una pelota Pulpo, roja y blanca a rayas, de goma, en la versión más grande que venía. Era cuestión de días y el álbum lo completaríamos.

En el rigor de la siesta  estábamos jugando a las cabecitas con una “pulpito” a la sombra del galpón del ferrocarril, en donde gol de cabeza valía uno, doble cabeza dos y de pechito tres puntos. Cuatro horas en aquel  tórrido verano jugando a las cabecitas hasta que alguien se cansaba y nos íbamos a mojar la cabeza, bha, nos bañábamos enteros, en la bomba del ferrocarril, la bomba con la que cargaban agua las máquinas de los trenes, un chorrazo de agua helada  que con el calor que teníamos era una bendición.

Pero justo cuando nos enfilábamos hacia  los rieles, saltando de durmiente en durmiente, aparecieron ellos, seis pibes de nuestra misma edad y fisonomía, salvo la vestimenta que los delataba que no eran de por acá. Aparecieron así, de la nada por atrás del galpón, por la alta vereda que tiene, acompañados  por  el  ruido de un tum, tum, tum, sonido que era originado ni más  ni menos que  por una pelota Tango,…sííí, una Tango!!! Nuevita, como la veíamos en la tele, blanca y negra, la misma con la que  el Matador Kempes hizo dos en la final contra los tulipanes, la misma de la volada salvadora  en Rosario.

Quedamos blancos, una Tango, inmaculada, en manos de estos desconocidos que sin escucharlos hablar se los veía medios agrandados. Los seis estaban con botines y medias de fútbol azules, pantalones blancos y con camisetas de clubes. Dos con la de Boca, uno con la de Independiente, otro con la de  Ferro,  uno con la de Central y el sexto con la de la Selección Argentina, pero la de arquero, aquella verde con el número 5 que usó el Pato Fillol en el Mundial 78.

Comenzar, entre ellos, a hacer jueguitos y mostrarnos algunas fantasías con la pelota, que a decir verdad, tenían buen dominio, pero una cosa es hacer jueguitos y otra es jugar un partido  en serio. Pelotearon al rubio que tenía el buzo de arquero y se veía que tenía oficio en el puesto: rodilla abajo, las manos detrás de la pelota, bien, mostraba que sabía.

Solo mirábamos lo que estos foráneos hacían, no intercambiamos ni una palabra, veíamos sus movimientos, y estábamos atónitos por la ropa que tenían, que era evidente que venían de alguna ciudad  y que tenían guita, porque la pilcha era original.

Nosotros estábamos sentados en la alta planchada que rodea al centenario  galpón ferroviario, con las piernas colgando, golpeando con los talones contra la parecita, ansiosos por patear esa hermosa  pelota. Pero nada. Los pibes estos no nos daban ni bolilla, es más, nos miraban por arriba del hombro, de reojos, mirando cómo no le sacábamos la vista de encima a la Tango. Hasta que la pelota en un rebote quedo bien debajo de mis pies, y saltando de la planchada y a punto de hacer contacto con esa belleza de pelota, vino uno de ellos, presuroso, y le puso su pie derecho encima de la bocha, la tomó con las manos y poniéndosela bajo su brazo derecho se despachó con un “¿quieren jugar?”

Desde el mismo momento en que llegaron, y los vimos con esa pelota era lo único que queríamos, poder patear esa Tango era lo único que queríamos; era la pelota  que marcó una época en el fútbol argentino. Antes de la Tango, después de la Tango. Nuestro primer campeonato mundial lo habíamos ganado con esa pelota, y ya nadie la sacaría de la historia.

Recuerdo bien el Mundial 78, mirando los partidos con mi papá en el Bar de Don Bimbo, uff, pero esa es otra historia.

La cosa es que este sexteto desconocido, y muy bien vestidos de futbolistas, nos estaban invitando a jugar un picado en el playón del ferrocarril, en un terreno con poca gramilla y mucha carbonilla. Daba pena  jugar ahí  con tanto pedregullo usando una Tango, que parecía inmaculada, pero igual lo hicimos, jugamos  seis de cada lado, los descamisados, o sea nosotros, con ellos, los pitucos forasteros.

Al principio la pelota era indomable, picaba y salía disparada, no había manera de ponerla debajo de las suelas de  las Flechas, hasta que con el correr del partido le fuimos tomando la mano, pero la tarde se fue con un cero a cero  y la oscuridad de la noche no daba para más, entonces nos fuimos a charlar debajo de la luz de una vía blanca que estaba en la esquina y uno de los nuestros no tuvo mejor idea que sacar la  bolsa de figuritas en donde se encontraba las tres más difíciles. Cuando estos pibes vieron que teníamos a Potente, Van Tuyne y Saccardi, las casi imposibles de conseguir, se comenzaron a codear y hacerse señas levantando las cejas como sorprendidos de lo que estaban viendo. Hasta que uno alzó la voz, y con una indiscutible tonada porteña, rosando con lo soberbio, expresó, “como puede ser que estos pibes tengan las tres más difíciles, las que no se consiguen en casi  todo el país, y nosotros que vivimos en la capital no las podemos conseguir assha”

La tonada los había delatado de dónde venían, lo que no sabíamos era porque habían llegado a nuestro pueblo, y más que eso, que estaban haciendo por estos pagos tan lejos de la capital argentina. No tardaron en entablar conversación, verborragicos ellos y con su tonada muy   pedante, nos contaron que estaban en la casa de un primo de uno de ellos, y que eligieron esta fecha porque les habían comentado que los carnavales acá eran muy copados, cosa que era cierto. Entonces decidieron tomarse una semana de las vacaciones y disfrutar de la tranquilidad pueblerina que los   sorprendía día a día con cosas que acá no se valoran  como dejar la bici afuera, el auto sin llave, o que el panadero te aguante los cinco pesos hasta la tarde.

Algunas de esas cosas han dejado de pasar en estos tiempos, lamentablemente.

Pero los porteños estaban felices de estar por aquí por la tranquilidad,  y sobre todo, por las chicas de las que acaparaban todas las miradas, como pasa siempre cuando llega alguno de afuera, así sea feo como un grillo.

Lo cierto es que no podían creer que tuviéramos las figuritas que todo un país estaba buscando, justo en este recóndito lugar  habían caído los sobres con las difíciles del álbum “Los Campeones”. Y rápido uno de los porteños se quiso apoderar de ellas diciéndonos que si se las dábamos nos dejaban jugar de nuevo con la Tango al día siguiente, lo que nos pareció poco, por más que no sabríamos si alguna vez volveríamos a hacerlo; entonces nuestra contra oferta fue más allá, y le dijimos si querían las difíciles las apostábamos en un partido. Si nosotros ganábamos nos quedábamos con la Tango, y si eran ellos los triunfadores del picado, se llevaban las tres figuritas, que les harían completar el álbum, más  las etiquetas.

La apuesta era muy riesgosa ya que nos podríamos quedar con las manos vacías si perdíamos. Si no apostábamos las figuritas, al menos nos ganaríamos una Pulpo especial por haber completado el álbum ya que nos quedaban unas pocas por conseguir y eran   fáciles de obtenerlas. Pero si perdíamos nos quedábamos sin las figuritas y con el álbum incompleto, y lo más importante, sin la Tango. Pero bueno, había que jugársela.

A la mayoría de ellos les pareció que estaba bien, sobre todo, porque estaban seguros de ganar el partido, entre ellos susurraban que iba a ser un trámite quitarnos las figuritas. Pero a uno de ellos le pareció pocas  tres figuritas y las etiquetas contra la Tango, ya que si ganaban, el premio por completar el álbum era una pelota de goma a rayas, nada al lado de la Tango. Entonces pidió que le agregáramos algo más a las tres figuritas. La verdad no teníamos nada que sumarles a la apuesta, pensábamos y nada teníamos que conformaran a estos porteños, hasta que uno de los nuestros  soltó la propuesta de que a parte de las figuritas de Potente, Van Tuyne y Saccardi, los llevaríamos a robar higos y naranjas a la quinta de Don Sánchez, que se encontraba como a 3 kilómetros del pueblo, pero había que ir bien a la siesta que era cuando el gordo dueño de los frutales dormía a pata tendida y no habría problemas en pelar la higuera.

Esta propuesta era para los capitalinos una verdadera aventura, acostumbrados a lo sumo a jugar en alguna plaza rodeada de cemento por donde quieran que vayan por Buenos Aires. Aprovecharse del profundo sueño del dueño de la quinta para sacar higos y naranjas les pareció algo fabuloso, por lo que aceptaron jugar el partido para poder ganarlo, que según ellos la tenían fácil, y así ir por la aventura de las frutas, ya casi dejando en un segundo plano las figuritas.

El partido estaba pactado para las 18 h, con bastante margen hasta que comenzara  a oscurecer, y el que hacía doce goles ganaba, y por consiguiente se quedaba con el premio en juego: pelota Tango para unos, figuritas y aventura de higos y naranjas para los otros.

Ellos se presentaron ataviados como los vimos la primera vez, todos con botines y sus camisetas del cual cada uno era hincha. Nosotros con championes, algunos sin medias, con pantalones uno de cada color, y como camisetas no teníamos  disidimos  no ponernos nada, jugar en cuero, pero en la espalda cada uno se marcó un número con un corcho quemado, a mí me tocó “la camiseta 6”.

El partido no daba tregua, y el calor no aflojaba. Cada tres goles pactamos en que nos podíamos ir a refrescar a un pico de agua que estaba en la estación del ferrocarril. A gol de ellos, uno nuestro; otro gol de nosotros y el empate de ellos. El partido estaba 9 a 9, y era la sexta vez que  íbamos a refrescarnos. Nuestras espaldas estaban chorreadas con el color del corcho quemado, que por la transpiración y el agua que nos tirábamos en los descansos, había hecho que los números desaparecieran, solo quedaba una borrosa mancha negra en cada una de nuestras espaldas.

El partido estaba diez a diez y el final era impredecible. Gol de ellos y quedaban a uno de llevarse nuestras figuritas, y el premio de la Pulpo. El arquero de ellos se apura y la pelota le revota a un compañero que  se mete junto al montón de  piedras que hacían de poste. Nos pusimos  11 a 11 y la ilusión de tener la Tango para jugar cada tarde tenía el precio de un gol más.

Y el gol para concretar la docena que automáticamente declaraba un ganador llegó, con fortuna, pero llegó. Quiero rechazar la pelota y antes de hacerlo me pica en una piedra cosa que hace que le pegue con la canilla de mi pierna, con la suerte  que en ese rechazo la pelota pega en la punta de un durmiente, que delimitaban la cancha, y de rebote se le mete entre las piernas del arquero de ellos. Gol, el gol de nuestras vidas, 12 a 11 y era el final del partido. No solo eso, era el triunfo más importante de la barra, no por el rival, para nada, sino por el premio que habíamos  logrado. 

La Tango. La Señora Pelota.  La Tango, tantas noches soñada pasaba a nuestras manos sin siquiera imaginarlo ni remotamente. Al fin íbamos a sentir  cada tarde las mismas sensaciones, al pegarle, que los jugadores de primera, esos que salían en la tapa de El Gráfico, o los que veíamos en la tele. Los golazos de tiro libre que habré hecho en cada sueño imaginando ser Brindisi, la pucha…que jugador!

La Tango, una alegría que no puedo expresar con palabras.

Encima, nos quedamos con las tres figuritas difíciles con las que pudimos completar el álbum y  canjearlos en la despensa de doña Kika para ganarnos la pelota Pulpo especial que terminamos donando a la directora del colegio  para que la usen todos los chicos de la escuela.

¿Los porteños?, se fueron cabizbajos entre reproche y reproche, no lo podían creer,  no por haber perdido la Tango, sino por sentirse humillados por unos pobres provincianos, sin camisetas, que les habían ganado  el partido que ellos tenían seguro.

De nada sirvió el consuelo con la frase nunca antes dicha de “partidos son partidos”. Pero al verlos tan apenados  les dijimos que la Tango era nuestra, que las figuritas no se las dábamos, pero que al menos los íbamos a llevar a robar, en la siesta de mañana,  los higos y naranjas del gordo Sánchez.

Esa noticia les devolvió las sonrisas a estos pibes desconocidos y que para sellar esta amistad, y nada de rencores por la derrota, nos encontrábamos  a la noche en el corso,  en la plaza del ferrocarril, para planear como sacarle el mejor jugo a las naranjas robadas.

MI LUGAR EN EL MUNDO

Mi lugar en el mundo es una expresión que todos la usan para dejar en público conocimiento donde están más cómodos, más felices; en donde pueden disfrutar de la vida sin presiones,  regocijándose  de la mejor manera en sus día a día, siendo uno mismo, sin miedo a darse a conocer como realmente es. Eso es lo que te dan esos lugares, esos pequeños lugares en el mundo, que desinhiben al más tímido a mostrarse complaciente por el sitio en el  que se encuentra.

Generalmente a esos lugares la gente los encuentra cuando sale de vacaciones, en busca de nuevos horizontes, persiguiendo la  paz y la  tranquilidad, donde los tiempos, los  horarios no existen, y la rutina desaparece por el lapso en que se mantienen de vacaciones haciendo el merecido  ocio.

Rara vez  escucho hablar de “mi lugar en el mundo” haciendo referencia a su lugar de trabajo, pero sí suelo oír que algunos llaman a su lugar de nacimiento de esa manera, su lugar en el mundo, el que los vio nacer y crecer, lugares que guardan los mejores recuerdos de la infancia y adolescencia de una persona.

“Mi lugar en el mundo” es similar  a la expresión  de  “como pez en el agua”, para de alguna manera ejemplificarlo con otros términos. Con la diferencia que el pez es en el único lugar, en el agua,  que se puede encontrar como tal, de otra manera pasa a ser pescado.

A orillas del mar tirado en la arena o sobre una reposera, clavando la vista en el infinito donde  el  celeste del cielo y  el del   agua se hacen uno solo, es un paisaje inspirador para decir que ese es un lugar que no cambiaría por nada. Están los otros, amantes de las montañas, que con el silencio de la noche y a la orilla del asador humeante clavan la bandera de “mi lugar en el mundo”

A través  de un cristal y mirando la lluvia caer  en algún cafetín porteño, tomando un rico café o un buen ron  en rueda de amigos, hablando de cosas sin saber bien de qué, es un buen lugar para disparar la frase en cuestión.

Y cada uno tendrá su espacio  en el mundo sin ser un lugar paradisiaco, para los demás, pero el solo hecho de tomar mate en una galería abierta mirando el ocaso, o a orillas de un arroyo tirando piedras tratando de hacer sapitos, son lugares suficientemente  bellos y que te dan la paz como para olvidarte del día a día, de los problemas de la inflación, del uno en la libreta  o la goleada recibida por tu equipo.

Mi lugar en el mundo, hay que encontrarlo.

Con la suerte de conocer algunos lugares de mí país, a lo ancho y a lo largo, como también en algunos países limítrofes, siempre me dije que Mar del Plata era el lugar que elegiría para el día a día, y por qué no, para mis últimos actos.

Mar del Plata, mar, ¿agua fría? sí, arena, no de las más finas y doradas, viento fresco  y molesto, olor a pescado. Pero a estas contras  le ponemos el lado positivo de tener el mar  cerca todo el año, se descansa de noche, en verano como en invierno, sin mosquitos; espectáculos  al por mayor, deportivos y culturales, teatros con las principales estrellas. La posibilidad de pescar sin restringirnos y conseguir el lógico pescado fresco y variado.  Mar del Plata me gusta, me sigue gustando, tanto o más que sus alfajores rellenos con dulce de leche  revestidos con chocolate.

También hay muchos que viven de lo que les gusta, trabajan de lo que les da beneplácito, o sea, cobran para hacer lo que les da placer. En diferentes disciplinas, como los actores, deportistas, artesanos, chef, y una innumerable cantidad de oficios que le dan gozo  a los que los llevan a cabo. Los maestros con su vocación de enseñanza, y mira que no es fácil ser maestro, más en estos tiempos en que los chicos se la saben a todas y el respeto se está perdiendo apañados por sus propios padres. No es fácil ser maestro o profesor, así me lo dicen los que lo son, los que estudiaron para ejercer como tales.  Mantener la atención de manera permanente a sus alumnos requiere de  un gran carisma para mantenerlos ocupados y entusiasmados con las tareas a realizar o los temas a debatir.

Veinte, y hasta treinta chicos en una misma aula con la maestra manteniendo el orden en las escuelas de las ciudades no es una tarea sencilla. Más fácil, no simple, debe ser  dar clases en alguna escuela rural, o esas escondidas  entre los cerros  donde las necesidades abundan como la jarilla  o el tabaquillo. Claro está, el cariño que demuestran  estos chicos a las maestras, que también hacen de madres, de las escuelitas de campo, en las escuelas de las altas cumbres  o las construidas   en el monte chaqueño, es bastante distinto al que reciben los docentes por estos lados, más acostumbrados casi al tuteo entre  los alumnos con “la seño”, diferente al  trato más solemne como es el que transmiten  los estudiantes  de aquellas escuelas en esos  recónditos parajes.

En definitiva, acá o allá, los docentes tienen su aula, más pequeña, mejor calefaccionada, ésta mejor pintada  que alguna otra, pero en definitiva el sentido que da es el mismo, es el lugar de enseñanza y respeto hacia la maestra y sus compañeros.

El aula, también para mucho es considerada “mi lugar en el mundo”. Puede dar risa pero es así. La mayoría estará pensando al leer esto que seguro que para ningún niño lo es, ya que van a la escuela casi por obligación  y no por placer a estudiar para crecer culturalmente. Los docentes difícilmente puedan decir esto, de “mi lugar en el mundo” en un aula, con la miseria de sueldo que cobran, los continuos paros y faltas de elementos que la mayoría padece para poder llevar la clase adelante. Demasiado esfuerzo y sacrificio, por más vocación y amor que se tenga con y para la docencia y los niños, como para elegir al aula como “mi lugar en el mundo”

Pero hay quienes sí consideran a “su aula” como un lugar en el mundo, aunque sea  de manera pasajera y transitoria.

Y soy uno de esos que  considerar  a “mi aula” en  un lugar preferido en mis días, un lugar que me hace olvidar los problemas, aunque sea por un par de horas.

Pero mi aula es muy distinta a esas que ustedes se imagina, que cualquiera puede concebir  en su mente, una clásica aula con el  pizarrón colgado, los bancos, mesas o sillas, dispersas por la sala, la clásica decoración  con mapas, carteles con  partes del cuerpo humano, etc. etc. Con un escritorio con carpetas, una silla para que se siente el docente, tizas y borrador, y no mucho más que eso.

Como decía, mi aula es distinta, muy  distintas a las convencionales, ya que no tiene paredes, pizarrones, sillas, ni siquiera tizas y mucho menos mapas colgados. Es un aula en que cuando hace frío, se siente, y  no hay manera de calefaccionarla; cuando hace calor no basta el agua que tomamos con mis alumnos para menguar la temperatura; cuando llueve no tenemos un techo para resguardarnos, ni un mísero paragua para no mojarnos. Y si esto  sucede, el piso que no tiene piso, comienza a mojarse de tal manera que si no tiene alguna verde alfombra que lo proteja se transforma en un verdadero fangal. Pero a diferencia de las otras aulas cuando el piso se moja, o estamos en plena clase con lluvia, es cuando los alumnos más prestan atención, disfrutan y piden, cuando la hora de retirarse llega, quedarse un rato más para repetir algún problema táctico o alguna repetición   lúdica.

Es muy particular “nuestra aula” en donde hay cosas en que sí se parecen a las otras aulas, como ser a la hora del inicio de la clase, siempre hablamos de a uno, pero cuando se da inicio a las tareas prácticamente todos  los alumnos hablan a la vez sin que esto sea un hecho de mal comportamiento  merecedor  de un reto. Es más, para dirigirme a los niños, en plena clase, debo levantar la voz, y a veces en demasía, para que los chicos puedan escuchar las instrucciones a desarrollar.

Esa es mi aula, y la de muchos. 

Es un aula muy particular, comenzando por las medidas y por los detalles antes  mencionados. Y el tamaño no  es una cuestión menor  como para no sorprenderse, ya que en “mi aula” podrían construirse por lo menos sesenta de “las otras aulas”, las que ustedes ya conocen y han habitado alguna vez. Es que mi aula tiene medidas realmente grandes y lo llamativo que no tiene ni una sola ventana, sino un gran ventanal, algunas con  apenas  una puerta, y otras ni siquiera eso. Es tan grande mi aula que puede  llegar  a medir unos 7.700 m2.

Es tal la magnitud, como la felicidad que me proporciona entrar en ella. Mucho tiempo antes lo hice como alumno, y a decir verdad, siempre tenías materias para rendir, y algunas quedaron previas aún. Ahora ingreso sin pedir permiso, lo hago como docente, con una profunda vocación de enseñanza, que eso si lo supe aprender, que me  enseñaran  a enseñar. Porque saber hay muchos que saben, como alumnos y también sabedores de todos los conceptos que les pueden haber proporcionados. Pero enseñar es otra cosa, que a veces se me  complica a la hora de querer demostrar algún movimiento, pero pedagógicamente se termina persuadiendo  al alumno, que en definitiva es lo más importante, que el niño se vaya de la clase convencido de que algo nuevo  aprendió o mejoró.  Sabrá él como llevarlo a cabo después en las evaluaciones de los días sábados.  

¡Ahaaa, claro! No les dije que  en mi aula se estudia de lunes a viernes, y los sábados se toman los exámenes. No solo por mí, a veces tenemos que viajar y los profes de negro y los alumnos de otras escuelas  no suelen ser muy benévolos con ellos.

Es mi aula, casi un jardín cuando está bien cuidada, tan verde como esas praderas llenas de tranquilidad que dan ganas de matear y transformar ese paraje en “mi lugar en el mundo”.  Con sus líneas demarcatorias blancas como la espuma de aquel mar que daba imaginación a alguna otra persona catalogándolo  como “su lugar en el mundo”. Con días de lluvias que la riegan pero sin la chance de ver en esta aula un multicolor arco iris, pero si un blanco  arco  que ilusiona al más chambón en convertir el gol soñado.

Es mi aula, y la de tantos otros. Es mi aula, tu aula, mi cancha, tu cancha. La de miles que estuvimos en esto, primero como alumnos y ahora como docentes. Es mi aula que me inspira a decir que “es mi lugar en el mundo”, sin mares y playas, montañas o bosques a la vista.

LA CULPA NO ES DE MESSI (...Y MENOS DE LOS REDONDOS)

No mantengo  ninguna duda  desde 1998, cuando Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota  a través de los poemas del Indio Solari y la viola de Skay Beilinson, lanzando su octavo disco titulado “Último Bondi a Finisterre”, no tenían las más pu… idea, que en alguna parte del mundo había  nacido  alguien que en estos días está haciendo ilusionar a una gran parcialidad celeste. A  una  hinchada  que en otras épocas deliró, gozo y endiosó    hasta venerarlo más que a  su santo  patrono, si, más que al propio San Genaro, amo y señor de Nápoles.

Situándonos geográficamente en ese lugar en común, el que se lee en la tapa del  CD  y  el lugar del parto, ningún hecho está relacionado entre sí, solo una mera coincidencia que encontré, y ni siquiera casi puedo emparentar entre sí, solo el hecho de mi profunda devoción por el rock ricotero y mi sublime amor por el fútbol.

Entonces si, como algo personal, es que los puedo enlazar diciendo que los dos  “partos” se produjeron en un mes de diciembre de 1998, el musical, en el estadio de Racing Club (¡justo en una cancha!!!), en la presentación del disco;  y el deportivo, once años antes, 1987,  en la zona de Bretaña, Francia, por  cuestiones de trabajo que el padre de la criatura estaba desarrollando por esas tierras galas.

Finisterre, ese es el lugar en común,   con un lógico significado de Fin de la Tierra, es un departamento en el noroeste  de Francia, donde se encuentra la ciudad de Brest, lugar  donde nació el argentino (vaya paradoja, un argentino que nace en Francia) que no es otro que Gonzalo Gerardo Higuaín, más conocido como el Pipita Higuaín. Pipita por su padre, el Pipa Jorge, que también fue jugador de fútbol, que  luego de pasar por San Lorenzo, Boca y River, recaló en el equipo de la ciudad, el Brest, ciudad que no solo le dio un buen pasar, sino que su señora Nancy dio a luz a uno de los  Pipita, que con el correr de los años, y más en estos días, se ha transformado en un romperedes  de Europa.

Luego de una infancia en Francia, y ya instalado en Capital Federal, Gonzalo hizo las inferiores en River Plate, club en el que debutó a los 17 años  en primera división,  marcando 34 goles en 84 partidos, siendo Banfield su primera víctima, sin llegar a dar una vuelta olímpica con el equipo de la banda roja.  Buena cantidad de goles para un juvenil del semillero que no pudo seguir  desarrollándose en el club de Núñez, ya que los 12 palos verdes  que llegaban en el 2006 desde Madrid, lo hicieron volar hasta la Casa Blanca, y deleitar a los Merengues con sus 121 goles en  264 partidos que vistió la blanca camiseta. Esa buena cantidad de goles contribuyeron para ganar 3 Ligas, 1 Copa del Rey y 2 Supercopa de España. Su primer gol en el Madrid no fue para nada despreciable, ya que se lo convirtió al Atlético, al rival de toda la vida en el clásico madrileño que finalizó empatado en uno.

La llegada de Mourinho al equipo, y alguna que otra lesión “le hizo crack, crack! el hueso al final” (Nadie es perfecto) y  le hizo perder terreno con Benzema y Cristiano, y cuando “todos te daban por muerto” (Salando las heridas)  decidió marcharse a Nápoles, por nada menos que 40 millones de euros, a un fútbol bastante diferente, pero que de igual manera que en España,  se juega con una pelota y once contra once. Era el año 2013.

En estos tres años de Higuaín en Nápoles  fue ganando tal protagonismo que sus goles lo colocaron como el emblema del equipo celeste del sur de Italia. Es el actual “capo cannonieri” del calcio 2016 con 36 goles en los  35 partidos del campeonato, un tremendo porcentaje de goles, que sumado a los que grito en los dos años anteriores, ya lleva convertidos 91 goles en 147 partidos con la casaca napolitana.

Increíble goleador este Pipita, lejos del juego de su padre, aquel rústico, y casi violento defensor de los años ochenta, al que tuvimos la suerte de enfrentar en algún amistoso, cuando se iniciaba en San Lorenzo de Almagro, y pocos lo  conocía.

Me encanta el Pipita Higuaín, por su juego y por su condición de goleador. Tiene el perfil del centro delantero que todo  DT quisiera tener en su equipo, corpulento, con gran juego aéreo y goleador temible, infalible, casi, a la hora de definir un partido.

Y si  a todos esos goles le sumamos los que ya lleva convertidos con nuestra Selección Argentina, que no son pocos, 31 gritos en 63 presentaciones, ubicándose  así,  en la sexta posición histórica como goleador de la albiceleste, detrás de algunos que de hacer goles sabían, y saben, como Messi (55), Batistuta (54)Crespo (35), Maradona (34) y  Agüero (34).

Gonzalo Gerardo Higuaín, el Pipita, un terrible y certero  goleador a la hora de enfrentar a los arqueros, lanzar un confiable disparo desde fuera del área, convertir desde los doce pasos o poner su testa para inflar las redes, hoy, italianas.

Sin exagerar, es  un jugador de mi devoción, jugador  de  Selección Argentina, desde aquella aparición con el combinado  del Checho Batista, jugando el Mundial 2010 en Sudáfrica con Diego,  y el último de Brasil 2014 con Pachorra Sabella, hasta llegar a la actualidad con el equipo  que dirige el Tata Martino, y sus última incursiones  en la Copa América Chile 2015 y la Copa Centenario de los EUA 2016.

Si nos remitimos a los goles que ha hecho en la selección, 31 en 63 partidos, marca un gran porcentaje de efectividad, con un gol cado dos encuentros. Sin duda es un gran protagonista en los partidos de eliminatorias y  en partidos preliminares a las grandes finales.  Pero Higuaín es un jugador, uno más, que lleva la pesada carga de no haber ganado nada con la Selección. Es el karma que esa padeciendo  junto a los otros mosqueteros (Messi, Di María y Agüero)

Y eso de no ganar nada, duele y preocupa, sin llegar a caerle todas las tintas a un jugador en particular, como permanentemente lo hacen con Lionel Messi, pero algo hay, y no sé qué es. Por eso les pregunto a los cuatro,  y a toda la selección, “¿vas a volver a herirme otra vez?” (Tarea fina).

Higuaín está en la cresta de su trayectoria y en la edad justa para “merecerse” algo importante en su carrera, más allá de lo hecho en el Real Madrid, que cualquier jugador que vista esa camiseta algo termina ganando. Está en un equipo chico, si se quiere y se  acepta el calificativo,  de Europa y de Italia, como lo es el Napoli, con una historia emparentada con la Argentina como pocos equipos en el mundo, claro está,  por haber pasado por ahí Diego Armando Maradona. Pero no es para comparar nada, sólo que lo tifosis napolitanos han elevado a un segundo pedestal al Pipita como rogando, implorando y exigiéndole  un nuevo título en el torneo italiano. Hace mucho que no ganan nada importante, más allá de alguna Copa  de Italia, pero el Calcio fue la obsesión en esta temporada 2016. Temporada en la que venían muy bien, salvo que en los partidos cruciales ha defeccionado, Higuaín y su equipo. Primero, cuando aventajaba a la Juventus por dos puntos y se enfrentaban en Turín. El equipo de la Vecchia Signora le gano con un agónico 1-0 y le arrebato la punta al Napoli. En la fecha siguiente la Juventus empató pero el equipo del Pipita no pudo doblegar en condición de local al Milán, empatando 1-1. Lo que sí deberán entonces entender los napolitanos es que Higuaín es un jugador que “a veces gana, a veces pierde, como todo jugador” (Un pacman en el Savoy).

Algo nos sucedió, también a nosotros,  últimamente  con la presencia de Higuaín en la Selección Argentina, primero en el mundial de Brasil 2014, en el que desapareció en los partidos claves, y solo marcó un gol en toda la competencia. En la última Copa América 2015, detrás de Los Andes, en la que solo pudo gritar dos veces en cuatro partidos, y defeccionó en la misma final ante los locales trasandinos, con aquel penal errado y que muchos  te vieron que “ibas corriendo a la deriva” (Ji ji ji) 

Algo similar sucedió con Higuaín en esta última Copa Centenario en donde solo marco 4 goles y su participación en la final quedará en la memoria de todos por la situación más clara del partido y en la que volvió a fallar, lamentablemente.

El Pipita seguramente se dirá “mi racha de novato nunca cambiará” (Yo caníbal) ya que  ni Champions League, ni Copas América y Centenario, ni Campeonatos del Mundo ha podido conquistar,  para un gran jugador-goleador, que no tengo dudas que en un “pan y queso para un picadito”, lo elijo primero.

Estamos en plena eliminatorias, acaba de terminar  la Copa América Centenario en los EUA, y a la vuelta de la esquina asoma el mundial de Rusia 2018. ¿Será este el Último Bondi a Finisterre?, de ser así, “buena suerte y más que suerte” (Vencedores Vencidos) porque estoy seguro, “que vamos a brillar mi amor” (La gran bestia pop) ya que “no me gustó como nos despedimos” (La hija del fletero) la última vez que nos vimos.

Así es amigos ricoteros, y amantes del fútbol,  le seguiré haciendo el aguante a Huguaín, porque “el que abandona, no tiene premio” (Sorpresa de Shanghái), aunque muchas veces me encuentro solo hablando frente al espejo  diciéndome “ya sufriste cosas mejores que estas” (Un ángel para tu soledad), vamos con fe, sí,  “¡maldición! va a ser un día hermoso”.

 

 

Ji Ji Ji !!!

LA CANCHA DE LOS WINGS PERDIDOS

Mi padre siempre me hablaba de fútbol y juntos escuchábamos las trasmisiones de los días domingo, único día de fútbol en esos tiempos. Me había aprendido las formaciones de memoria y las recitaba de corrido con la facilidad que te daban los equipos, ya que sus jugadores se mantenían en un club por muchos años; no como ahora que pueden jugar en dos, y hasta en tres clubes en una misma temporada.

Hasta sabía escribir aquellas formaciones en un cuaderno Gloria, de doce hojas, que solo tenía para eso. Dibujaba una cancha y desparramaba los nombres de los jugadores, con sus números, en las clásicas formaciones del arquero (con el 1), cuatro defensores (4-2-6-3) tres volantes (8-5-10) y los tres delanteros (7-9-11). Cuatro-tres-tres dirían ahora. No había chances de ordenarlos de otra manera, ni hablar que podrían colocarse otros números. Como ahora que puede aparecer el arquero con el número 25 o  el volante central con la camiseta 44, qué horror!

Y ni hablar de las formaciones que disponen algunos entrenadores: 5-3-1-1; 4-4-1-1; 4-2-3-1. No se sabe si quieren formar un equipo o jugar al Quini 6.

Volviendo a mi padre, que algo de fútbol sabía, me había contado una  historia, cuando aún  era muy  chico,  de la Cancha come Wings. Cuando lo hacía  lo escuchaba con un poco de temor, intriga y asombro, pero a la vez cautivado por el relato, que no tenía dudas  que lo que me decía  era cierto, ya que venía de mi padre.

Con el correr de los años, en mi adolescencia,  mi duda comenzó a crecer sobre aquel relato  y hasta un poco descreía,  hasta que me tocó jugar en esa cancha y experimentarlo en cuerpo y alma.

La historia relatada y transmitida por mi querido padre, estaba relacionada con la cancha que se encontraba a las afueras del pueblo. Esta cancha tenía de un lado la  margen del río y detrás del arco que daba al oeste, estaban los hornos de ladrillos en donde trabajaban algunos bolivianos y que nada sabían de la historia de la cancha y de lo que sucedía en la misma.

Antes de continuar con la historia de la Cancha come Wings, les recuerdo  a los más jóvenes, que wing se denominaba a los jugadores que integraban la delantera de un equipo, que jugaban bien adelantados y pegados a la raya, uno por izquierda y otro por derecha. Eran sumamente habilidosos, generalmente retacones, muy veloces y su principal misión era tirar centros al área para que el nueve del equipo, el centro delantero, convirtiera los goles. Artistas de la gambeta y del cambio de ritmo, nadie manejaba como ellos el freno y el arranque repentino en medio metro. Jugadores que hicieron goleadores hasta más de un “tronco” número nueve. Cuando no tiraban el centro sus diagonales marcaban el camino hacia el gol que se producía con un potente remate al segundo palo, o un sutil toque  al costado del arquero. Al wing  le gusta el gol.

La historia continua con que en esta cancha dos por tres desaparecían los wings, solamente  el que jugaba por la banda derecha, el que estaba más cerca de la orilla del río. 

La desaparición de estos jugadores se producía, casi siempre, al final de los partidos, cuando la luz del sol comenzaba a desaparecer y la bruma del río se levantaba invadiendo la cancha  sobre la parte más cercana al lateral derecho de la cancha. La niebla  era tan densa que era muy difícil de distinguir si la pelota la llevaba un compañero o un rival, más en esos partidos entre barrios que nadie tenía camisetas identificando a los jugadores de  uno y otro equipo. 

Todo comenzó cuando  una tarde la bruma empezó  a cubrir el sector derecho y el wing  de ese lateral  se introdujo en la nebulosa con el fin de llegar al fondo y tirar el centro, cosa que hizo, porque se vio la pelota como era cabeceada por el número nueve con destino a la red,  pero el jugador, el wing,  el siempre número siete, nunca volvió a verse durante el resto del partido, desapareció. 

Todos comenzaron a vociferar el nombre del wing esfumado que no era otro que Pepe Rubio, pero  nunca más volvió a verse, ni en la cancha ni en el pueblo. Así como Pepe, muchos wings comenzaron a desaparecer semana tras semana, tomen nota: el Negro González, el Colorado Polano, Juancito Ceballos, el Bayo Cabrera, el Chimango Stampanone, Cuchillo Navarrete, el Gallo Lorenzi, Campitos, el Abollado Flores, Hugo Banegas, Quiquito Barrionuevo  y estos solo son los que jugaban conmigo, porque la lista comenzó a escribirse desde la época de mi padre, con el Pibe Sanmartino, el Tilingo Bianchi, Castulo Mansilla  o la Cueca Ferreyra.

Nadie podía creer, ni entender, lo que sucedía, vinieron estudiosos de muchas partes, nadie comprendía este fenómeno que  provocaba la desaparición de  jugadores como si la tierra se los tragara. No quedaba ningún rastro como para comenzar con algún tipo de investigación.

Expertos topógrafos estudiaron el terreno, hacían excavaciones como buscando algunos túneles subterráneos que se comunicara con el río, y a la vez con la laguna de Ansenuza,  pero nada, la cancha estaba sobre tierra firme, tenía algunos manchones arenoso, por la cercanía al río, pero nada más, y se llegó a especular con que algunas fueran arenas movedizas, se acuerdan, como aquellas en la serie de Tarzán.

Otros, inspirados más en las supersticiones, creyentes de la luz mala y esas yerbas, juraban haber  visto en el río en sus noches de pesca de ranas y moncholos, a una figura con un gran cuello, algo así como el Nahuelito, el del lago  Nahuel Huapi. Hasta algunos aseguraban haberlo visto como se lo comió  al Mudo Bazán sin poder pedir ayuda por su problema que daba origen a su apodo.

Esta última versión quedó totalmente  descartada porque el Mudo nunca fue wing, y se lo veía deambular por los bares nocturnos sin intenciones de volver a su casa.

El hecho es que en el río no había ningún monstruo come- wings, ya que no solo desaparecían los hábiles delanteros cuando la niebla se apoderaba de ese sector de la cancha por la bruma del río, no, también se produjeron desapariciones cuando los hornos de ladrillos se encendían para quemarlos, y el viento comenzaba a soplar del oeste haciendo que el humo invadiera el lateral derecho de la cancha. En estos casos no solo la tiniebla, también el olor vomitivo provocado por la quemazón que salían como bocanadas por el techo de los hornos mantenía a la cancha cubierta  por un velo de oscuridad e incertidumbre a lo que podría suceder, pensando a que algún   hábil amigo de la línea de cal derecha, el trágico destino lo estaba esperando, y tendríamos que lamentar una nueva envestida contra otro integrante de esa raza de jugadores que están en extinción y sin protección de ninguna ONG, ni al menos, de Greenpeace.

Los wings derechos cada vez que salían rumbo a la cancha, la  Cancha come Wings, provocaban toda una ceremonia de despedida con su familia, como quién se va a la guerra y las posibilidades de regresar  eran prácticamente nulas. 

El miedo comenzó a apoderarse de algunos compañeros que jugaban en la posición de wing derecho a tal punto que muchos desistían de jugar de delanteros para ofrecerse a jugar de marcador de punta, como número cuatro, pero sin proyección. Algunos preferían usar la camiseta número trece, de la yeta según algunos, con el solo hecho de no ponerse la siete, la que identificaba a los imprevisibles de la orilla derecha.

A medida que el tiempo pasaba los wings derechos empezaron a escasear y  conseguir uno, aunque sea medio pelo, costaba mucho, y comenzaron a valorarse más que una pelota Tango, cotizaban en bolsa ya a esa altura, como cualquier acción o bono de una multinacional.

Algunos equipos que visitaban la Cancha come Wings, comenzaron a poner como alternativa a los wings  izquierdo, o sea, los hacían jugar como wings con pierna cambiada, pero no podían terminar la jugada tirando centro ya que la cancha les quedaba al revés y siempre tenían que enganchar lo que hacía que la mayoría de las veces perdieran la pelota provocando el lógico contragolpe del equipo rival.

En todos estos casos, de wings izquierdos jugando por la derecha, desaparecían por algunos minutos, pero antes que el partido terminara se los veía aparecer de la nebulosa provocada por las tinieblas de río, totalmente empapados, y a veces en paños memores, si amigos, en calzoncillos.

Otros,  cuando el tufo y el humo de los hornos invadían la cancha, se los veía regresar de las sombras del hollín, totalmente irreconocible, tiznados por la carbonilla  de la quemazón ladrillera. Fue tan así que el Negro Menga, siendo marcador de punta en ese sector,  quedó como todos lo conocen ahora, perdiendo su larga cabellera rubia a manos de las tinieblas producidas por el humo de los hornos.

Recuerdo también la desaparición del Rengo Polo, que como su apodo lo marca, tenía problemas en una de sus piernas, pero le gustaba tanto el fútbol que hacía las veces de utilero (aguatero, digamos) y en una ocasión cuando lo llamaron  a intervenir para la atención de un jugador caído en la zona tenebrosa, se produjo lo que nadie pensó que podría suceder ya que no era jugador, y menos wing, pero el pobre Polo desapareció, dejando la marcas de las uñas de ambas manos surcadas en la tierra, como arrastrado por y hacia  lo desconocido.

Así es la historia de la Cancha come Wings contada por mi padre y de la que tuve la posibilidad de comprobar, sin riesgo alguno, ya que  mi  manera de jugar estaba  muy lejos de ser un habilidoso  con la pelota, y menos hacerlo tan cerca de la línea de cal.

Se especula que la formación 4-4-2, muy usada por algunos temerosos DT en la actualidad al no incluir un enganche, se debe precisamente a esta Cancha come Wings, ya que los comenzó a obligar a jugar con cuatro volantes, un centrodelantero, y un wing, claro está, wing izquierdo que nunca abandonaba su raya.

La cancha actualmente está abandonada y cercada, nadie puede ingresar, tampoco nadie se anima a hacerlo. Las matas y churquis  han crecido de manera considerable y de tanto en tanto aparecen algunas prendas como pantalones, botines y alpargatas, como así también,  las míticas camisetas con el número siete en la espalda que cuando se identificaba que jugador la había transpirado, se colocaba una cruz en su memoria. 

Y es así que podemos confirmar que aquellos talentosos wings no van a volver más.

Actualmente ya casi no existen wings, pero nada tiene que ver la Cancha come Wings, no, para nada. Desde la década de los noventas casi se han extinguido  todos, y solo algunos, los verdaderamente crack y con carácter, han podido dejar su sellos en estas últimas tres décadas.

Recordando y extrañando al Mencho Balbuena o a Pedro Gonzalez; al Ángel Bocanelli, el Pichi Escudero, al Mellizo Barros Schelotto, Daniel Bertoni, al Tano Spallina, el Ratón Zárate, el Heber Mastrángelo, al Murciélago Graciani, al magnífico Pájaro Caniggia, o al genial Loco Housemann, por solo citar algunos amigos de la línea derecha.

El resto, y sin la intervención de nuestra tenebrosa cancha, y tal vez por temor a ser atrapados por ella, comenzaron a deformar su manera de jugar terminando en vaya a saber en  qué estereotipo de jugador, quisieron reinventarlos para sus mezquinas ideas,  hacer con ellos jugadores “de todo el frente de ataque”, estos nuevos y sabios DT de nuestro fútbol ¿“moderno”?

Mataron al Conejito Saviola para transformarlo en vaya a saber qué; el Pocho Lavezzi habiendo abandonado su impronta  para transformarse  en un corredor de volantes en el último mundial; las indescifrables gambetas del Burrito Ortega para ser un jugador de toda la cancha (¿cómo Johan Cuyff?).

Incorporaron el mote de “wing ventilador” o “wing mentiroso”, realmente eso, una mentira total!!! Para qué los rivales ponen a marcadores de punta, al número 3, díganme para qué?!!! Exacto, para marcar al wing derecho, que ya casi tristemente, no existe.

Aunque se encuentre en un total estado de abandono, ojala la Cancha  come Wings se apiade de nuestra realidad y nos devuelva aquellos talentosos wings derecho, al menos para que los pibes disfruten de esas gambetas que sacaban de escuadra a las caderas de los rivales, para que estos nuevos DT vean que el fútbol es maravilloso cuando se juega por las bandas, con jugadores habilidoso y un tanto insolentes por su desparpajo a la hora de pisar la redonda.

Que vuelva el Wing Derecho, que vivan los Wings!!!

SU ÚLTIMO GOL

La lesión que sufrió  en aquel partido jugando para los albiazules, enfrentando, justamente, a los de La Verde, había puesto fin, sin que él lo supiera, a su carrera como futbolista federado. Aquella  planilla que había firmado en ese mes de Octubre, había sido la última. Él,  no solo  esto no sabía, tampoco sabía de qué lesión se trataba cuando lo sacaron alzando entre cuatro justo al frente de la tribuna, de viejos  y peligrosos tablones desvencijados  de la parcialidad local, no sin antes preguntarle   “al nueve rival”, porque le había pegado de atrás, a lo que le respondió que le habían tirado una piedra desde afuera.

El diagnóstico fue letal, rotura del tendón de Aquiles, pero más tremendo fue lo que leyó y averiguó sobre la lesión, lo que  termino de desmoronarlo hasta las lágrimas. En ese instante se estaba retirando, lo estaba retirando, del lugar en el que se sentía más feliz, una cancha de fútbol. 

.-- Te voy a poner una bota de yeso por cuarenta y cinco días, y luego vas a comenzar con  la recuperación, quédate tranquilo vas a volver a jugar,-- lo esperanzó un animado doctor.

Él por dentro sabía que no tenía retorno.

Ya sin el yeso  la recuperación duro cuarenta y ocho horas y el sonido a palo quebrado se volvió a escuchar, una nueva rotura, y el mar de lágrimas que no  pudo contener tirado en el piso en la canchita del ferrocarril.

Operación, tres meses de yeso, rehabilitación, y solo caminar.

Armó una escuelita de fútbol, la que tuvo por diez años; dirigió en inferiores de clubes, en primera división también, pero solo caminaba, al principio, ayudado por un bastón. Su andar no era la del atleta que todos conocíamos, que veíamos correr cada tarde, todo lo contrario,  era una triste imagen la que nos devolvía esta realidad.

El solo pensar en volver a trotar le provocaba  el pánico  al recordar ese sonido en su cabeza, con el miedo lógico de que le vuelva a pasar lo mismo, con todo el horror  por el sufrimiento que había pasado para volver solo a caminar, a intentar recuperar la pierna. 

Siempre en su cabeza le quedó eso, el no aceptar que una lesión lo retirara del fútbol. No lo entendía, no podía comprenderlo. Había sido un central donde su condición física era su bandera y no  aprobaba  verse alejado de las canchas por una lesión, de las más  duras por cierto.

Siempre pensaba que algún día volvería a firmar una planilla para ingresar a jugar un partido, a sentirse útil de alguna manera dentro de una cancha. Era muy obstinado con ese tema, nunca se lo dijo a nadie.

Pero una tarde que estaba mirándolo, rodeado de niños, dándoles  indicaciones en un partido de fútbol informal en la escuela de fútbol que había abierto, y al término de la práctica, ingrese a la cancha, le ayudé a juntar conos y pelotas y le pregunté si esto que hacía, estar ligado al fútbol  haciendo docencia, le ayudaba a cicatrizar la amargura de no haber podido jugar más. Me miró y me invitó a sentarme en el suelo. Estábamos en el círculo central, toda la cancha para nosotros en esa tarde de otro Octubre. Me miro un instante, su cara se puso triste y sus ojos se humedecieron, pero me confesó lo siguiente:

“Lo que  me pasó, no se lo deseo ni a mi peor rival. Es la lesión más triste que pude tener, y eso que tuve muchas roturas y conmociones. Por algo me lo repetía  un DT que tuve, ahí recién pude comprender porque me  decía siempre que le pegara a los delanteros rivales en el tendón, --vos le pegas ahí, en el tendón, se lo rompes y te aseguro que nunca más vuelve a jugar--. Nunca me hubiese imaginado que fuera tan grave y real, igual, jamás intenté lesionar a nadie. Es muy triste dejar de jugar por una lesión, a pesar que ya había pasado los treinta y tres estaba muy bien físicamente y no tenía pensado en dejar de jugar. Cuando me diera cuenta de que no iba a poder con los pibes, ahí nomás dejaría de hacerlo, tampoco se puede andar dando lástima cada domingo, y debería ser humillante que te empiecen a gritar desde afuera que te retires. Pero no era el momento, y menos la forma para dejar de jugar, el equipo estaba bien en el campeonato y eso siempre ayuda, sobre todo en los días martes, el día del primer entrenamiento semanal. Es la primera vez que hablo con alguien sobre esto, te lo digo a vos porque te aprecio y me viste de chico correr detrás de una pelota, fuiste vos el que me protegías para que los grandes no me pegaran; vos jugaste mucho y sabes lo que se siente estar en el vestuario, vendarse, los masajes en la camilla con ese olor a linimento, ponerse la camiseta y entrar en fila india hacia la mitad de la cancha, levantar los brazos y saludar a tu hinchada, que te la voy a contar a vos Zurdo!. Pero viste, vos dejaste porque un día dijiste basta, se te acabaron las ganas de entrenarte, los sábados querías pegarte una salida o quedarte con tus pibes todos los domingos, aunque venías con ellos a ver los partidos de local.”

--- Si, un poco de todo eso se junta para llegar a decidir, que no fue fácil tampoco, colgar los botines,-- acoté, cuando su mirada estaba totalmente humedecida.

“Pero yo Zurdo, yo que me quedé con un montón de cosas adentro, con mucho hilo en el carretel, las ganas de entrenar siguen dentro mío. Hay tardes que me pongo las zapatillas y me miento que voy a salir a correr, pero no me atrevo por el calvario que pase con las recuperaciones, me entiendes, sabes lo que es eso? de tener las ganas, las fuerzas pero los miedos no te dejan? pero sé que algo va a pasar y algún día voy a volver a firmar una planilla para poder jugar. Ya se Zurdo, no me mires así, han pasado muchos años como para intentarlo, pero déjame soñar con un retiro más digno, que sea yo el que diga basta, me siento un inútil de no poder hacer lo que me gusta”

Las lágrimas recorrieron su rostro nos paramos y estuvimos abrazados un par de minutos. Sabía cómo amaba jugar al fútbol, conocía de su entrega sin medir esfuerzos ni mirar los colores de la camiseta que defendía; el destino lo traicionó con la peor gambeta, lo había dejado en off side. No lo podía superar, pero a la vez, me alegró que se haya podido expresar  de la manera que lo hizo. Era muy cerrado, no hablaba de sus cosas con nadie, y como el mismo dijo, yo lo había visto jugar desde niño.

--- Esto te va a ayudar, -- le dije-- estar con los chicos, enseñarle cosas, tus vivencias, vas a ser un buen docente para el fútbol, y cuando menos te des cuenta, te vas a animar a correr de nuevo, acordate. Y nos fuimos a la utilería con los conos y las pelotas.

Y el tiempo me dio la razón, de a poco comenzó a trotar con los pibes, con los más chiquitos que la escuela  tenía. Hasta que una tarde, como las de antes, lo volví a ver correr con el ritmo que su edad le permitía, por el viejo camino que tantas veces lo había visto en su mejor época de jugador.

Diez años después de esa maldita lesión, y ya con cuarenta y tres, lo entusiasmaron para que se fichara en un equipo que jugaba en la Liga Independiente, en el que el más grande no pasaba los veintiocho. Era una manera de insertarlo al mundo del fútbol, era como un agradecimiento y el darle la posibilidad de un digno retiro.  Hasta mitad de campeonato, hasta que encontró “su ritmo”, solo entraba en el segundo tiempo, pero en lo últimos cotejos ocupo su lugar de siempre para llevar al equipo a la final del torneo, que terminaría perdiendo, en alargue y por penales. Volvió a jugar un par de años más en el mismo equipo, con muchos más minutos, casi siempre logrando la titularidad. Se lo veía bien para los cuarenta y cinco que llevaba arriba, y  la lesión por suerte no había dejado secuelas, “he vuelto a tener confianza”, me comentó una tarde en que lo fui a ver jugar.

El solo hecho de volver a jugar ya estaba bien, se había demostrado a el mismo, a nadie más le debía demostrar nada, que estaba listo para decir basta, que era el momento de tomar la decisión, “que él se retiraba”, que había vencido los miedos, primero de correr, y luego de volver a jugar, de cierto modo, de manera oficial.

Pero al inicio de una nueva temporada, en la que ya no tenía pensado volver a jugar,  ex alumnos que supo tener en la escuela de fútbol, que ya no tenía, le dijeron si no quería dirigir a un equipo que ellos mismos habían creado, que llevaba el mismo nombre, el mismo color naranja de la escuelita y que todos sus integrantes habían pasado por “sus manos” cuando se había iniciado como maestro en esto del fútbol. No pudo decirle que no a la invitación, y a la vez lo incluyeron en la lista de buena fe “por si las dudas algún día no completamos el banco” dijo uno de los Mellizos, el capitán del equipo.

Sabía que no iba a volverá jugar, pero el sentirse en la lista le producía un cosquilleo, que  a todos nos ha pasado.

El último partido del campeonato los veía de mitad de tabla para arriba, pero sin chances de pelar para ingresar en las semifinales.

Como si el destino le hubiese querido devolver lo que le quito con aquella maldita lesión, una  tarde  nublada  de sábado hizo que solo fueran siete jugadores, lo que con esa cantidad no podían  jugar el partido con alguna chance de evitar el papelón.

El capitán dijo -- con siete no se puede, no vamos a tener ninguna posibilidad, al menos de empatar, pero con ocho  sí, entonces profe, cámbiese Usted también, ya que está en la lista de buena fe, cualquier cosa - prosiguió- se hacen los lesionado un par  así se suspende el partido por inferioridad numérica--.

El Mellizo se las sabía a todas, había sido bien formado.

1 – 4 – 3 fue la inusual  formación, jugar a aguantar, a que no los golearan; para colmo de males les tocó la última fecha con el equipo local, que llegaban con chaces, si les ganaban,  para clasificaban a las semifinales.

Hasta los quince minutos del primer tiempo el equipo de los Mellizos no pasaba la mitad de cancha, solo rechazos y la pelota siempre en poder del equipo local.

Hasta que el milagro llegó. Lo inesperado sucedió.

Una corrida solitaria de un volante que se desprende obliga a un córner en el primer avance serio del conjunto naranja. 

La pelota enviada al área buscando una cabeza salvadora, un par de rebotes, y por el segundo palo la aparición de mi amigo, el profe, el que entró para completar, para ser uno más, de atropellada con un toque suave, un pase a la red…Gollllllll, si Goooolll!!!

Una carrera desaforada, para una persona de cuarenta y seis años, hasta el casi solitario  banco de suplentes para festejar  con su hijo que hacía las veces de aguatero. Era el 1 – 0, nadie podía creer lo que veían, un equipo con tres jugadores menos, y no solo eso, “un viejo de 46 años” les había marcado el gol.

Era sin dudas la manera que cualquiera puede soñar con un retiro digno de una cancha de fútbol. Él sí, ahora diría basta. El premio a la larga espera había llegado y aquella maldita lesión quedaba en el olvido.

Nadie podría haber escrito un final mejor, ni siquiera él. El final del partido los vio ganadores por 2 – 1, con un gol del Mellizo delantero, tras un penal que le convirtieron a mi amigo.

Cuando el partido terminó el árbitro se le acercó y algo le dijo al regalarle el silbato.

Ahora sí, es un ex jugador por decisión propia. Ahora sí, es él que dice basta luego de haber firmado su última planilla de juego.

No podría haber sido de otra manera, dentro de una cancha, y de pie.

LA TITA

De común acuerdo habíamos decidido no casarnos, pero esta resolución era únicamente por la condición económica que padecíamos. No estábamos para andar comprando traje y vestido de novia por dos o tres horas. Tampoco teníamos algún ahorro ni para la noche de boda, y ni que hablar de una luna de miel. Los anillos si estaban presentes, pero eran esos de coco, los  que pudimos comprar a un mantero artesano senegales en la peatonal. Entonces con ese panorama, decidimos vivir juntos sin papel ni otro elemento  que no fuera nuestro amor el que no unía.

Habíamos logrado que nos prestaran un departamentito al fondo de la casa de su madre, la que vivía sola y en estado de viudez, pero que esto no le impedía a la suegra recibir dudosas visitas de tanto en tanto.

El departamento era medio chico, bueno, para nosotros estaba bien, pero no era para andar recibiendo más de dos visitas, ya que las tres sillas y una banqueta, era todo lo que podíamos ofrecer para la  comodidad del visitante.  La llegada de algún pibe a futuro complicaría en demasía las cosas, por eso es que siempre era un tema que tratábamos y lo pateábamos para más adelante, más allá de la cerámica que colgaba sobre la puerta de ingreso, al lado de una herradura, en la que se podía leer, “la cas es chica pero el corazón el grande”. Así era nuestra casita, la que mis colegas la llamaban "El Corpiño", porque no entraban más que dos. 

Apenas si estaba amueblado, y muchos de los pocos muebles y/o artefactos eléctricos cumplían una doble función. Por ejemplo, la tabla de planchar, que realmente era una tabla de madera, se utilizaba primariamente para planchar y también en una acción secundaria como barra desayunadora. La cama matrimonial la habíamos hecho con la unión de las camas de una plaza que cada uno  tenía en su soltería, y que hábilmente las pude sujetar juntas  con sendas ataduras con alambre de púas para que el colchón se enganchara y no se corriera de un lado para el otro. El colchón de dos plazas había sido uno de los mejores  regalos  de parte de  un tío de mi novia que vivía en el sur, y que lo había hecho él mismo con un forro de cotín al que rellenó con la lana de sus propias ovejas que esquilaba de manera periódica en su  principal actividad laboral.

La joya de la casa era sin dudas la heladera, con gran esfuerzo para la primera cuota habíamos destinados los pocos ahorros que teníamos, y el resto lo financiamos con una tarjeta  que nos prestó un amigovio de mi suegra, al que estaré eternamente agradecido, y que desde ese momento pase a ser su mejor compinche en esto de alcahuetear los movimientos de la vieja zorra en sus noches de andanzas. 

Como decía, la heladera era por lejos el tesoro  de la casa, cosa que no suele suceder esto en la casa  de unos recién casados. Por lo general el artefacto más importante suele ser un televisor, de esos que vienen ahora de muchas pulgadas, que se ve en 3D, Ultra HD y Oled,  con un sonido con situación presencial, que casi pareciera que están filmando la película en tu propia casa. También esos lavarropas súper automáticos suelen ser la estrella del hogar, con tantos programas de lavado que en realidad no sabes cual seleccionar, y para qué. Lavados con agua fría o caliente, jabón, suavizante y aromatizante, con un centrifugado a más de 1000 RPM,  que te entrega no solo la ropa seca, sino, caliente y casi planchada, lista para usar.

Pero en este caso nada de eso estaba presente en esta humilde morada, entonces la heladera de última generación era la maravilla  de la casa.

¡Qué te puedo decir de esta heladera, hasta hablaba!!! Y sí, es para reírse y no creer, pero era así, tal era  la sofisticación que tenía este aparato que casi parecía humana. Tenía un par de centímetros menos que yo, lo que hacía que rozara casi el metro noventa, era de la línea titanium, esto hacía que no se rayara ni le quedaran marcas, de un gris topo oscuro, opaca. Era No Frost, que al principio no entendía para que servía pero sin lugar a dudas es de un gran beneficio eso de que no se te junte hielo en el congelador, que en realidad  tampoco tenía ya que venía equipada con un freezer de cuatro estrella, lo máximo, según lo que me  indicaba una calcomanía pegada en su lateral, con una capacidad de congelación de hasta -30º, logrando que la conservación de los alimentos sea por un mayor tiempo. Era lo suficientemente ancha como para pegar una infinidad de imanes con notas recordatorias o calcos  de publicidad de una ilimitada  cantidad de rotiserías con delivery  que teníamos en la zona.

La suavidad del cierre era espectacular, los burletes de sus puertas eran magnéticos, lo que ni te enterabas cuando la Gorda, mi pareja, abría y cerraba por más de cinco veces durante las noches buscando algo de comer. Estéticamente era muy linda, y luego de una semana de tenerla decidimos mudarla con nosotros a la habitación, y lograr el sueño de todos, un gran minibar en el dormitorio. Una semana de compartir el dormitorio, no sé a quién quería más, si a la heladera o a mi jermu, que a decir verdad ya estaba tomando el mismo ancho que la Tita, como la llamábamos a la heladera, por el titanium, y algunas noches era más fría, la Gorda, que la joya de la casa.

En la misma puerta tenía una canilla que nos daba agua, que luego leyendo el folleto me di cuenta que se  llamaba dispenser. Otro dispositivo del que gozábamos con la Tita, era  que de él podíamos sacar hielo sin tener que abrir la puerta del freezer, y menos  renegar con las cubiteras como hacía mi suegra cuando me invitaba a tomar un vinito   tinto en las épocas que andaba noviando  con su hija.

Tenía un sin número de anaqueles y estantes que podíamos acomodar de acuerdo al tamaño de los recipientes que teníamos, los cuales nunca estaban ocupados ya que la Gorda no era una esmerada  cocinera, entonces el delivery funcionaba a full, y solo guardábamos las sobras, las que a media noche comenzaban a desaparecer. Los estantes que no se ocupaban con comida los habíamos destinados para guardar una colección de libros de cocina que la Gorda había comprado antes de juntarnos, prometiendo leerlos para amigarse con el arte culinario, de hecho esto nunca sucedió. Ahí estaban los libros, tan fríos como nuevos, ya que  ni siquiera le había sacado el celofán que los cubría.

La Tita, una joya. Cuando alguien nos iba a visitar hacíamos como aquella propaganda de la tele que te invitaban orgullosamente entrar  al baño, bueno, para  nosotros el recorrido de la casa terminaba en el dormitorio presentándola a ella, a  la Tita. Que su estampa por envergadura y color, disimulaba el siempre desordenado aposento del concubinato. 

Otro de los beneficios que nos ofrecía la heladera, por su altura y dimensión, era que en su parte superior habíamos colocado la tele de 12´´, teniendo así un mejor panorama desde la cama. Esta tele  era una materia pendiente, y la próxima inversión estaría centrada en él, y cambiarlo por uno, no solo más grande, sino de color.

Un distintivo  de los beneficios de la Tita era el dispositivo digital que tenía en la parte superior de la puerta del freezer. En el que se podía calcular el tiempo de permanencia de algunos comestibles  frisados, y que utilizando tal  o cual programa sobre un determinado  alimento, te lo recordaba, no solo con una luz destellando  o un sonido tipo alarma, sino que lo hacía con una voz, con tonada  bien gallega, tipo el  GPS de los autos donde te va guiando y marcándote los errores  hasta ubicar el lugar correcto  del destino preestablecido. Lo mismo hacía esta Gallega en la heladera, que a decir verdad, no sabía bien de donde salía la voz, pero me indicó con marcado énfasis cuando una pata de lechón que había sobrado en la cena del ayuntamiento con la Gorda, la metimos en el freezer, y de esto ya habían pasado los 6 meses, por lo tanto la Gallega nos gritaba, ya con poca paciencia, que la sacáramos del freezer.

En el interior de la Tita, y en sus distintos anaqueles y estantes, tenía una temperatura acorde a cada alimento o bebida  que podíamos guardar. Entonces cuando uno ingresa algún recipiente la voz de la Gallega te indicaba en cual o tal estante colocarlo luego de haber apretado en el dispositivo de qué se trataba el contenido del envase que estabas guardando.

Nunca me voy a olvidar cuando se recalentó la Gallega, se enojó de tal manera que sus indicaciones rozaban al límite de los improperios. Esto ocurrió cuando a  la Gorda se le ocurrió guardar una olla con locro caliente que le había alcanzado una vecina y que había comprado para ayudar a un grupo de niños que bailaban  folclore. En esa ocasión la Gallega le recriminó que no debía poner envases con comidas tan calientes, que las dejara sobre la mesada hasta que al menos se entibiaran, y recién ahí podía ingresarlos a la Tita, como también se había acostumbrado en llamarla la Gallega. La Gorda para adelantar el enfriamiento del locro, no tuvo mejor idea que mezclarlo con un guiso de mondongo frío que guardaba de hace un par de días en un tupper  transparente que no tenía tapa, para así, poder enfriarlo más rápido.

Y así de a poco se fue agrandando la familia, pensando que en ese cuarto solo lo íbamos a habitar la Gorda y yo, y de repente teníamos a la Tita y a la Gallega, y a decir verdad estas dos últimas me causaban menos problemas que la Gorda. Entre no saber cocinar, y no lavar, por no tener lavarropas y que su madre nos lavaba la ropa; que  el departamento era de lo más chico, entonces poco había para limpiar, ya que ni los vidrios limpiaba porque los había pintado de celeste para que no entrara tanta luz. La cama era el  lugar en el mundo de mi Gorda, entonces casi nunca estaba tendida, entre que se pintaba las uñas, leía algunas nuevas publicidades de delivery y wasapeando toda la mañana, el día se le pasaba volando. Eso sí, era muy cariñosa la Gorda, entonces por más cansado que regresaba luego de las catorce horas arriba del taxi, me esmeraba en atenderla  como ella  bien se lo merecía. No tenía fiaca cuando me decía que estaba antojaba de un Coofler, algún chocolate en rama, o un bombón con licor, allá salía yo y le traía lo que quería sin importar la hora que fuese.

La Gorda, la Tita y la Gallega, rodeado de femeninas. Pero era la Tita la que me ofrecía mayores soluciones, y no dejaba de sorprenderme con los beneficios que teníamos con ella dentro de la habilitación. Con la escasez de alimentos para conservar en la heladera, gran parte de la noche la puerta de la Tita permanecía abierta para aprovecha su luz, ya que siempre pensaba para qué quedaba iluminada en su interior, si nadie con la puerta cerrada podía ver lo que había adentro. Eso sí, tenía la precaución de mantener el nivel de la temperatura, sobre todo en invierno, en posición neutra. Entonces aprovechábamos así la luz de la Tita, y manteníamos los veladores apagados, dando hasta una ambientación más romántica, y que por momentos disimulaba los ronquidos de la Gorda.

El sumun de beneficios que nos podía ofrecer Tita llegó con lo más tórrido del verano, momento en que increíblemente, y de tanto sufrir calor, a la Gorda se le desprendió una de las más brillantes ideas de toda su vida. Y esto no se debió a su desarrollada inteligencia para ver el modo más práctico  de soportar las necesidades, para nada, sino que ya harta de que el  mini ventilador súper turbo manual que teníamos para los dos, no daba abasto para sobrellevar el calor que hacía en esa  habitación, y viendo que aun poniendo a la Tita en el programa de -30º, y con la puerta abierta en nuestra dirección, ni así, se refrescaba la pieza. Entonces fue ahí cuando a la Gorda se le ocurrió colocar dentro de la Tita, y sobre uno de sus estantes superiores al mini turbo para que nos tirara un poco de aire fresco. Brillante idea de la Gorda que fue agasajada por mi parte, con una caja de chocolate cobertura, en sus dos variedades, blanco y negro.

Qué más, decime vos, qué más le podríamos pedir a la Tita. Era repisa para el televisor, biblioteca, nos daba la tenue luz de noche, cumplía con su servicios para la cual había sido ideada, y ahora le agregaba el servicio de aire acondicionado, cosa que mucho a la Gallega no le gustaba porque permanentemente estuvo, la primer noche, de punta a punta, recordándonos que cerráramos la puerta, diciendo, “puerta abierta, por favor cerrarla”, “puerta abierta, ver si no se atascó con algún recipiente”, y así toda la noche, hasta que al otro día, y sin pegar un ojo, llamamos al programador, para que le pusiera fin a los reclamos de la Gallega.

Ahí estaba la Tita, con todas sus prestaciones, siempre impecable, porque si algo tengo que reconocerle a la Gorda es la mantención que le hacía a la heladera. Siempre impecable, con los imancitos bien alineados y ordenados por abecedario de manera horizontal, y por orden numérico de manera vertical, para una rápido ubicación del teléfono del delivery a llamar, y en el centro de la puerta del freezer, el teléfono de nuestro parripollo favorito.

Hasta obediente me parecía que era la Tita,  mucho más que la Gorda. Era tan fácil y suave abrir su puerta que le habíamos atado un hilo a la manija para poder abrirla desde la cama, sin necesidad de levantarnos cuando necesitábamos un poco de luz, o de aire fresco. Estábamos tan contento con la Tita que estábamos analizando muy seriamente en no tener hijos, ya que esta “adopción” que habíamos hecho con la heladera, era considerada como  una más de la familia.

Nunca podré olvidarme la amargura que me agarré una noche con el proceder de la Gorda contra la Tita. Aunque ella me explicaba que había sido de manera involuntaria, el dramatismo de la situación casi nos llevó a la separación luego de un año de convivencia en esta que había sido nuestra primer pelea conyugal.

La pelea se originó cuando a las cinco de la mañana me desperté con la voz de la Gallega diciéndome, “hora de levantarse querido”, que también ese servicio nos ofrecía la Tita, el del despertador, y que era mucho más agradable  escuchar la voz de la Gallega que el “dale che, el taxi te espera” por parte de la Gorda, frase que terminaba con dos codazos en el medio de  las costillas. Tamaña fue mi sorpresa e indignación aquella madrugada al ver a la Tita toda chorreada con un color rojo amarronado, manchas que iban desde el freezer hasta los pies de la Tita. Porque recuerden que las heladeras no tienen patas, ya que te las venden por pies, esta era de once, y lo que nunca comprendí por qué impar, como que quedaba renga la Tita, pensaba. La cuestión era que la querida heladera estaba toda manchada y con mi alteración, desperté a la Gorda que me explicaba entre dormida y sollozando que la había ensuciado sin querer, justo  cuando a media noche se levantó para busca algo en la heladera para comer por enésima vez, y sin recordarlo, y al bajar de la cama,     metió la pata, porque la Gorda sí tenía patas, y no pies como la Tita, decía, metió la pata en el tupper que tenía la mezcla del locro y el guiso de mondongo del que había estado picando en la madrugada, y en esa acción, el tupper salió disparado por el aire impactando en lo más alto de la Tita quien termino toda embardunada con esa rara mezcla de mondongo enlocrado.             

Pero Gorda, le reclamé, cómo pudiste hacer eso, no tener el mínimo de cuidado y consideración con la Tita, ni siquiera te reclamo por las sobras de mondongo que esparciste sobre el acolchado que me regaló el gremio de taxistas, no, pero a la Tita, como hacerle eso, ponerla en el estado en que la dejaste con todo lo que ella nos brinda. Y en ese mismo momento fue que escuche un sollozo, como una queja de sufrimiento, lamento  y desprecio, por lo que abracé a la Gorda pensando que era una expresión de arrepentimiento que le nacía desde el alma, pero no, en ese mismo instante me di cuenta que por el dispenser   comenzaba a gotear, cual ojo suelta una lágrima, seguido por un snif, snif,  hasta quebrar en un llanto interminable con la voz inconfundible de la Gallega.

LA TINTA DE VICENTE

Vincenzo (1887-1966), mi bisabuelo materno, había llegado desde la península de Italia después de haber nacido en Génova, en la región de Liguria, y permaneciendo ahí en sus primeros años de su  infancia, hasta que a sus padres los obligador a venir a hacerse la América, bendita idea, por el bien de la humanidad. Y fue que recalaron al norte de la provincia de Chubut, más precisamente en Puerto Madryn, muy cerca de la Península de Valdez, lugar de extremada belleza  donde también se encuentra una importante reserva de fauna marítima.

La familia del  padre de Vincenzo, Michele Quaranta (1851-1923), tuvo una intensa amistad con Giuseppe Garibaldi, tan fue así  que fue él, mi tatarabuelo,  siendo aún  un bambino de apenas diez años,  que en 1861, justo un siglo antes de mi nacimiento, fue  quien aconsejo al “Héroe de los Dos Mundos” (como se lo conocía a Garibaldi) para que no aceptara un puesto en el Ejército Federal en la Guerra Civil Estadounidense. Entonces, siguiendo el consejo, del jovencito Michele,  Garibaldi desistió del cargo.

Mi tatarabuelo tuvo una marcada diversidad de oficios que iban desde consejero militar y político, como quedó demostrado con G. Garibaldi., hasta llegar al primer reparto de pizzas que se efectuó en Génova, y en toda Italia, siendo así el precursor de los ahora tan conocidos delivery. Había implementado un horno móvil sobre una carreta, para que las pizzas llegaran a la puerta del cliente, con la temperatura justa, no como ahora que  las entregan frías y abolladas.

También supo, ya a fines del siglo XIX, ser un adelantado con lo relacionado a la compra venta de jugadores de fútbol, que coincidió en esos tiempos, 1893 con la fundación del primer club genovés, el Génoa Cricket Football Club, que tenía como principal actividad al cricket, pero de a poco, mi tatarabuelo, fue convenciendo a los socios de que el fútbol sería el negocio del futuro. Tan fue su perseverancia que hasta sus amigos de la Cosa Nostra comenzaron a interesarse por esto del balompié  mediante las apuestas, el incentivo, y hasta el secuestro de jugadores y árbitros que no querían ponerse de su lado para arreglar el resultado de algún partido. Su principal socio en las casas de apuestas fue Vito Andolini, abuelo del recordado Vito Corleone, más conocido como Il Padrino.

Cuando Vincenzo nació, su padre se alejó un poco de algunos turbios negocios y comenzó a trabajar en tareas portuarias contratando y ofreciendo gente para las descargas de los barcos que mayoritariamente llegaban desde África, y traían gente como polizontes que los comercializaba como esclavos. Estos musculosos morochos  efectuaban   las tareas más pesadas, tanto en el puerto, o como  para llevarlos a la ciudad de Pisa, donde ya se había comenzado a apisonar el terreno donde se construiría una  Nueva Torre, justamente de Pisa, y con los resultados a la vista,  sabiendo de la poca firmeza y la escaza compactación que tenían los terrenos en esa zona, no querían volver a repetir el error que se estableció en su creación en el año 1173, de hacer un campanario en su parte más alta, en su costado derecho, lo que atrajo a las palomas de toda la ciudad a anidar ahí. Esto produjo un excesivo peso de plumas, huevos y excrementos, que en definitiva fue la causante de la inclinación, y la manera en que se encuentra y como se la puede observar, visiblemente ladeada.

Entretanto, mi bisabuelo Vincenzo  había comenzado la escuela primaria y se había alistado en las filas de las divisiones inferiores del Club Génoa, al que su padre había acercado a un viejo amigo, de la época en que solía visitar a su camarada Giuseppe Garibaldi,  para que se encargara de la dirección técnica, y a cambio de ese favor le dieron toda la concesión de la descarga y los embarques en el puerto genovés, sobre las azules aguas del Mar Mediterráneo. Y esa belleza fue lo que inspiró a mi tatarabuelo a ver el lado rentable que le podía dar ese paisaje de la costa en cercanías al puerto, y fue así que instaló la primera oficina de turismo a lo largo del Mediterráneo, oficina que contaba con el servicio de acompañantes en pequeñas góndolas que navegaban muy cerca de la costa. Estos paseos favorecían los  avistajes de aves como las gaviotas, flamencos, chorlitos, gaviotas  y loros que traía de contrabando desde Marruecos a los que les cortaba las alas y los hacía caminar por la dorada arena de la playa, para terminar obsequiando a los turistas como mascotas habladoras, que solo sabían repetir ¡tano puto!, ¡tano puto!.

El negocio del turismo se había constituido en el ingreso más importante de liras para la familia, pero al padre de Vincenzo le gustaban  los negocios con más riesgos, que lo tuviera un tanto al filo de la excitación, de la inquietud. Entonces comenzó a incursionar en el negocio del pescado, y ahí sí, ese era definitivamente su veta, en ese rubro se sentía como pez en el agua, tanto que puso una de las más grandes pescaderías de toda la costa, y cuando digo toda la costa, me estoy refiriendo desde Almería hasta la península itálica, Calabria, pasando por la Costa Azul en Francia, donde se encontraba el puerto más importante del Mediterráneo, el de Marsella. Y no solo se dedicó a la venta de pescados, mariscos, moluscos y cuanto bicho marino sus empleados pescaban en el Mar Tirreno, y más allá también, sino que comenzó a interiorizarse en cada especie que llegaba desde el mar, entonces dio inicio a la diagramación de la creación de un acuario, un oceanográfico, en donde mantendría las especies con vida para que el turismo pudiera disfrutarlas ahí, bien cerca detrás de un cristal, al alcance de la mano, en gigantescas peceras. Le robaron la idea para que mucho tiempo después, sin chances de conocerlo, en 1992, lo llevara a cabo  Renzo Piano, que solo tocaba de oído, ya que de peces no sabía absolutamente nada.

Vincenzo, ya con diez años, seguía dándole a la redonda en el Club Génoa, y aunque era muy evidente que el fútbol no sería su fuerte, y que solo se mantenía por su perfil de caudillo pendenciero, ganador de cuanta pelea se armaba gracias a su estilo arrebatador, comenzó a participar en los quehaceres de la pescadería de Michele, lavando moluscos, separándolos por variedad y tamaño de las bateas que llegaban desde el puerto. Hasta que un buen día descubrió a la especie que más le llamó la atención, El Calamar. Sí, ese feo molusco cefalópodo vulgarmente conocido como calamar, pero que en realidad su nombre es Teuthida, que son carnívoros marinos que no superan los sesenta centímetros, salvo los gigantes que pueden llegar a medir unos trece metros. Bueno, esos bichos son los que cautivaron a mi bisabuelo Vincenzo.

Y lo que supo llamar la atención de Vincenzo, primeramente, fueron sus tentáculos y brazos, y luego sus branquias entre las cuales se encuentra una glándula que produce su característica más notoria, la tinta, la que usan expulsándola para huir de sus depredadores y que a la vez tienen la facilidad de cambiar de color  su piel, como lo hace el camaleón. Esa era la mayor curiosidad de Vincenzo, la tinta que producían los calamares y que sabía extraerla y juntarlas en un frasco que luego la solía usar para pintar dibujos, cosas que a su edad, y en ninguna escuela, los chicos usaban tinta, solo escribían y dibujaban con los conocidos lápices de minas.

Lo de la observación, esmero y curiosidad, Vincenzo lo heredo de mi tatarabuelo, quien siempre estaba inventando negocios, buscando cosas nuevas por hacer, se aburría con la rutina, con lo conocido, por eso siempre estaba emprendiendo nuevos intercambios, permutas lucrativas y actividades que le dejaran alguna renta.

Pero de un día para el otro, mi tatarabuelo, Vincenzo y toda la familia, debieron dejar Génova, sus amigos, el fútbol y los calamares, ya que a su padre se la habían jurado por las estafas que seguía haciendo con las apuestas en los partidos de fútbol, el fraude con el aceite de oliva, y  en las carreras de lagartijas coloradas que se las llevaban desde Iguazú. Entonces, en una madrugada de julio todos se treparon como polizontes a un buque carguero con destino al Puerto de Almería, en la Costa de Andalucía, España, pero por problemas de chicos dormidos, y los controles de la Policía Portuaria, no pudieron bajarse, y por largos treinta días siguieron embarcados sin saber su destino. Hasta que en una fría mañana, supongamos que de agosto, comenzaron a ver la costa de un continente que al igual que su coterráneo Cristobal, sí,  aquel mismo que pensaba llegar a la India y terminó en Centroamérica, bueno, de la misma manera le sucedió a mi tatarabuelo y su familia, mi familia en definitiva, pensando que no había llegado más allá de África, pero las focas, los lobos marinos y las colas de ballenas le estaban dando la bienvenida a la Península de Valdez, entrando por la puerta marítima de la Patagonia Argentina, zona de  galeses  y algún que otro pirata de Gran Bretaña, y estos tanos ahí, metidos entre ellos.

No le fue difícil conseguir trabajo a Michele,  padre de Vincenzo y Luis, ya que en su largo derrotero por los distintos emprendimientos en su Génova, lo habilitaban a trabajar en varios rubros. De plano descarto el avistaje de aves y mamíferos marinos ya que esa veta estaba demasiada explotada, y a los turistas ya no le venden verdura como antes cuando le decían que las ballenas que visitaban la península eran las hijas de la famosa Moby Dick, y la que nadaba en el Golfo Nuevo no era otra que la se comió a Gepetto, el papá de Pinocho. Nada de eso, entonces con la parla que tenía el tano se instaló fácilmente en la compra venta de objetos usados en la explanada situada en la costanera de la  hermosa ciudad de Puerto Madryn. Paralelamente creo la primera empresa de Cocherías Fúnebres de la Patagonia, y que en definitiva fue su último emprendimiento comercial, ya que palmo, si como lo leen, cayó muerto luego de su primer servicio al saber que estaba sepultando al hijo mayor de Cayetano Santos Godino, alias El Petiso Orejudo, famoso asesino de niños a quien le darían muerte en la prisión de Ushuaia  años más tarde.

Con este desenlace, y con una familia a cargo, Vincenzo  decidió abandonar Puerto Madryn a bordo de un Olympian Herse modelo 29, que hacía las veces de coche fúnebre, aún con un ataúd vacío en la caja trasera, el que fue utilizado como cama para que durmiera durante el largo viaje su  hermano Luis, quien cuidaba del primer hijo de Vincenzo, que luego serían once. Largo viaje y sin destino cierto el que emprendió Vincenzo, sin rumbo fijo, ya que poco era lo que habían conocido de esta nueva patria, y con el norte como guía comenzaron a trepar el país desde Puerto Madryn a San Antonio Oeste, Río Colorado y Carlos Casares, llegando a Río Cuarto y anclar de manera definitiva por estos pagos. SÍ, llegaron hasta acá, se radicaron y no se fueron nunca más, con todo lo que eso significó para que ahora les pudiera estar contando esta historia, tan real, como la demanda que le llegó a Vincenzo  por las deudas dejadas por mi tatarabuelo  en Puerto Madryn.

A todo esto Vincenzo no tenía más interés por el fútbol, aún con la firme proposición que le hicieron de llevarlo a jugar al primer equipo de Peñarol de Montevideo por invitación de un representante de jugadores amigo de su padre, y que lo había visto jugar un picadito  en la cubierta del barco. Pero Vincenzo  ya estaba con otras cosas en su cabeza, no podía sacarse los calamares y su tinta, tenía ideas que quería concretar ni bien se instalara en su nuevo destino.

Todavía conservaba el frasco con la tinta que le había extraído a los calamares, que era de una tonalidad oscura, azul petróleo, y que la usaba para sus dibujos, los que eran todos del mismo color, por eso, la idea de Vincenzo, era de qué manera esos mismos calamares podrían producir tinta de otros colores, ya sea rojo, verde o amarilla, y por qué no blanca o incolora.

Entonces un buen día, según lo que le conto mi abuelo, el Ñato Hiran, a mi mamá, es que Vincenzo con los seis calamares que había conservado y trasladados en un fuenton atrás de la carroza fúnebre, y con la firme idea de que esos bichos produjeran tinta, no solo la que normalmente le ofrecían esos moluscos, sino de otros colores. Él, según la leyenda familiar, estaba convencido de que el color de la tinta de los calamares  se lo daba la comida que ingerían en el mar. Una vez fuera de sus hábitat natural, y criados en cautiverio dentro de  tambores que consiguió ni bien llego acá, introduzco un calamar en cada uno de ellos a los que alimentaba de manera diferente y por separados para llevar a cabo la idea de que cada calamar le diera una tinta de cada color, distinta a la que generalmente producían, que era   azul.

Fue entonces que a cada uno le ofrecía un menú distinto, lo que no dejo de ser oneroso, aún con la fortuna que su padre, mi tatarabuelo Michele, les había dejado por los pingües negocios de la compra venta, y sobre todo, con el dinero que le llegaba desde su Génova natal enviado por “La Familia Berlusconi”, como agradecimiento al invento que les supo dejar, el Totocalcio, las famosas apuestas en el fútbol.

El menú que Vincenzo les había organizado a sus calamares, pensando ciertamente que la comida le cambiaría el color de la tinta que producían sus glándulas, a pesar de que los calamares son carnívoros,  estaba conformada a base de verduras y frutas. Por ejemplo, él pensó que si les daba de comer cerezas, la tinta sería roja. Si los alimentaba con mandarinas o naranjas tendría la tinta anaranjada para poder pintar un sol con su verdadero color, y no azul como lo venía haciendo. La tinta verde pensaba lograrla si les daba de comer rúcula o espinaca; y para la tonalidad del blanco estaba convencido que si los amamantaba con leche de cabra, conseguiría la tinta del color buscado, un blanco inmaculado. La más difícil de lograr sería la tinta indeleble, que pensaba lograrla inyectándole al calamar, una medida de ginebra o de grapa.

El experimento comenzó con cada calamar en su tacho, que a decir verdad,  se acostumbraron rápidamente al agua dulce, ya que agua salada no conseguía, salvo cuando alguien le traía de la laguna de Ansenuza. Entonces poco y nada de agua salada, es más, notaba que más cómodos se sentían cuando le agregaba al agua potable  cucharadas de miel azucarada o en su defecto arrope de chañar.

Increíblemente a los cuarenta y cinco días de iniciado esta casi inconcebible manera de pretender conseguir distintas tonalidades en las tintas de los calamares, que casi rozaba con la locura, y a media mañana de aquel 21 de septiembre, pudieron  ver como el agua de los tambores había cambiado de color. Se podía observar  en cada uno de ellos como el agua estaba teñida con el rojo de las cerezas, el naranja de las mandarinas, el verde de la rúcula, el blanco de la leche de cabra, y lógicamente en el quinto tacho el agua era de color azul ya que en ese se encontraba el “calamar virgen”, el que siguió alimentando con su comida habitual, algas, pichones de renacuajos, lombrices y viejas del agua. El sexto tambor, donde estaba el calamar ebrio por tanta ingesta de ginebra, no obtuvo el resultado deseado, por lo que no  tuvo otra opción que sacrificarlo en rodajas para luego freírlo, y sin darse cuenta estaba inventando un rico y costoso plato que todos en estos tiempos consumen, las famosas y deliciosas rabas.

Fue justo en el día de la primavera que el colorido de los tambores lucía como la paleta de un pintor, o por qué no, la inspiración del arco iris reflejando en esos recipientes los colores primarios.

Definitivamente la locura inicial de mi bisabuelo Vincenzo había dado sus frutos, entonces tomó nota de los días y sus repeticiones en que los calamares hacían funcionar su glándula, y así despedir su tinta, entonces la noche anterior a que se produjera el suceso, los sacaba de los tachos y se las extraía con una jeringa, pinchándolos y sacándoles, ahora sí, la tinta de los cinco colores.

Entonces los frascos con tinta se comenzaron a multiplicar, y de manera irrefutable Vicente pudo desmentir lo que año tras año se decía, qué digo años, siglos y siglos, desde antes del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, cuando ya desde esa época decían que la tinta la habían inventado los chinos, sí, la conocida tinta china paso a ser un chasco. La verdadera tinta que comenzó a llenar los tinteros de todos los destacamentos policiales, los escritorios de los letrados, las casa donde se lacraban las cartas, y los plumines de las profesoras de caligrafía, eran, todas esas tintas, de Vincenzo, que la comenzó a comercializar con el nombre de “Calamares en su Tinta”. Es más, la mayoría de los dibujos y óleos de Florencio Molina Campos, fueron hechos utilizando la tinta de mi bisabuelo.

La demanda era impresionante, los pedidos llegaban de los lugares más remotos, y la red de distribuciones ya se la había delegado a una de sus nietas, la Híris, con hache, que entre el estudio de las clases de piano, y las carreras de patín, le dedicaba  su tiempo a la comercialización de la tinta de los calamares de su abuelo Vincenzo.

Vincenzo fue tan visionario como mi tatarabuelo Michele, pero un tanto más laburador. Pero con el paso del tiempo vendió todo su invento ¡¡¡hasta la patente de las tintas!!! a la firma Eureka, a la que tal vez alguno de ustedes la conozca. Esta idea de vender lo que era el negocio de los huevos de oro, le vino a la cabeza después de que comenzara a mezquinarle la comida, a cambiarles la alimentación a sus calamares, y la tinta dejo de ser la misma. Al darle achicoria por rúcula, la intensidad del verde ingles  cambió para pasar a ser un verde jade. Lo mismo sucedió con el color rojo bermellón  que le daban las cerezas cuando se le ocurrió cambiarlas por los granos de granada y tajadas de sandías. Con el color blanco sucedió algo similar a partir que la cabra que ordeñara se le había muerto y tuvo que reemplazarla con la leche Nido, y ustedes saben, no hay como la leche de madre. Con el color naranja  se le complico en la temporada que no había cítricos, y tuvo la mala idea de alimentar al calamar con pétalos de girasol, para lograr un triste y aguado color amarillo.

Entonces los colores no eran los mismos y procedió a vender lo que ya pintaba ser una importante Pyme, y para aprovechar tanto tiempo libre del que ahora Vincenzo disponía, comenzó con lo que sería su último emprendimiento que no fue otro que instalar una peluquería. Lo comenzó como obvie, primero, y luego se dedicó a dar clases de cortes, peinados y teñidos, por supuesto que hacía sus propias tinturas, y que  a partir de ahí fue que comenzaron los ahora llamados y tan promocionados coiffeur.

En fileteadas letras rojas y azules se podía leer a la entrada de la barbería, como se decía por entonces, “Peluquería de Vincenzo”. Los colores elegidos para el cartel no fueron elegidos al azar, ya que no eran otros que supo lucir con la camiseta de su querido club, el Génoa Cricket Fooball Club, en donde supo jugar desde  la pre novena como inside derecho, hoy volante derecho devenido en carrilero.

Vincenzo, mi bisabuelo, y su padre Michele, mi tatarabuelo, increíbles personajes jamás olvidados, por su nuera Elvira, mi abuela, y por la nieta de Vincenzo, la Chichina, mi querida madre, quien me prometió  seguir contando sobre  la leyenda familiar. 

Promesas, claro está,  las mismas que el otro genovés, como Vincenzo, Cristóbal Colón, quien les juramentó  a los Reyes Católicos que les llevaría  las mejores especias desde la India, la que nunca conoció.

SOY ARQUERO

Hacía mucho tiempo que se podía leer el horror ortográfico, pero a nosotros, los del pueblo, ya no nos llamaba la atención, porque al fin y al cabo todos los conocíamos de esa manera.

Al error que hago referencia es el que se podía leer en el cartel multicolor en donde al verlo por primera vez te hacía doler los ojos. En una punta del cartel tenía pintada la imagen del Che Guevara, y en el otro extremo, el mapa de las Islas Malvinas con la leyenda “Por Siempre Argentinas” y entre esos dos dibujos se podía leer “El kiosco del Étor”

Así como sonaba, así, de la misma manera, lo hizo escribir en el cartel del kiosco que se encontraba a una cuadra de la escuela, por la misma vereda. Escuela que a la mañana era secundaria y por la tarde primaria. Escuela de quintos años y séptimos grados, no como ahora, de turnos y contra turnos y que nadie es capaz de decir porque  esa pésima modificación donde los chicos salen  sabiendo  menos que antes. Como dice mi mamá.

El kiosco del Étor era más que un kiosco, ya que en el fondo tenía un gran baldío que terminaba colindando con  el edificio de la iglesia al fondo, y contra el alambrado perimetral de la escuela del otro lado. Era un buen baldío de más de  un cuarto de manzana que hacía esquina, por lo tanto no tenía problema de vecinos. Entonces ese gran espacio le dio lugar al Étor de agrandar el kiosco habilitando un asador, esos hechos con un tambor de doscientos litros el que permanentemente, desde el martes en adelante, se podía ver que a partir de las ocho de la noche comenzaba a humear, religiosa y educadamente, por la iglesia y  la escuela, todos los días vociferaba la venta de los chori con chimichurri.

Entre todas las virtudes del Étor, sobresalía su bondad. Nunca dejaba  un chico que pasara camino a la escuela sin darle algún chicle o un caramelo de “yapa”, o por el simple hecho de no tener las monedas para  comprar, y que por una cosa u otra los estudiantes siempre  paraban a conversar con el Étor. Era muy querido el kiosquero y no solo por los chicos   que iban  a esa escuela, la Nacional, sino por los chicos de todo el pueblo, ya que aprovechando el gran sitio que se encontraba detrás de su kiosco, había hecho una canchita de fútbol para los pibes, y no solo eso, los martes y sábados a la tarde daba clases de fútbol, y por ende, de tanto en tanto, organizaba campeonatos entre los barrios, y a veces hasta con chicos de otros pueblos vecinos.

El Étor en su juventud había sido una promisoria promesa del fútbol regional. Fue un elegante volante por derecha con un gran disparo de media distancia, de gran juego aéreo beneficiado por su más del metro ochenta que tenía.

Muy pronto su carrera quedó truncada ya que la renguera que se podía observar en  su pierna derecha al caminar,  no lo iba a  abandonar por el resto de sus días. El inconveniente en su pierna fue a causa de las esquirlas que se le clavaron mientras estuvo  combatiendo  en la guerra. Si, en aquella triste y lamentable guerra de los años ochenta en que fue a defender muy esperanzado como cada argentino nuestras Islas Malvinas que nos las  terminaron arrancándolas   los ingleses y sus aliados.

Es así como se convirtió en kiosquero el Étor, ya que su imposibilidad de realizar ciertos trabajos, el no haber podido terminar la secundaria, y por  la pequeña  pensión que cobra como ex combatiente, tuvo que poner un kiosco con la colaboración de toda la comunidad para poder seguir adelante.

Entonces de promesa de buen jugador de fútbol, paso a rengo kiosquero. Pobre Étor. Le gustaba tanto el fútbol que a veces hasta lo padecía al ver algunos troncos que jugaban en la primera del club local, el Club Atlético Fútbol y Patín.

Esa pasión de futbolero la volcó en la enseñanza con los más chicos, en aconsejarlos, en primera medida, a que estudien, y después que jueguen a la pelota, para que no lleguen a viejo como él, sin un estudio completo. Tenía muchas condiciones como maestro  en esto del fútbol, tanto era así que no solo del club del pueblo le ofrecieron dirigir algunas categorías, sino de otras ciudades lo vinieron a buscar para que enseñara a jugar al fútbol. Pero él siempre les contestaba lo mismo, “el fútbol no se enseña, yo solo los pongo donde ellos más les gusta jugar”.

Seguía siempre  con “sus clases semanales” en el baldío de su kiosco, baldío que al fin y al cabo no era de nadie ya que no había escrituras y de vez en cuando alguien salía a decir que era de la curia como para que nadie se avive y quiera apoderarse y dejar así a los chicos sin un espacio que bien se lo habían ganado, y que  no era otro el objetivo  que jugar a la pelota. De vez en cuando los chicos se enojaban debido a que  no podían utilizar el baldío  donde estaba su canchita, porque la municipalidad lo alquilaba a algún parque que ocasionalmente llegaba al pueblo y se instalaba en el patio del kiosco, sobre todo en verano. Pero los chicos terminaban comprendiendo, y de paso disfrutaban  de los únicos  juegos de  entretenimientos  que solía tener esa comunidad.

Cuando el parque se iba quedaba la tarea de tapar algunos pozos, colocar de nuevo los arcos y listo, la canchita estaba de nuevo armada  para recibir a los chicos y las enseñanzas del Étor, quien tenía una gran virtud en su manera de trasmitir sus conocimientos. Siempre les preguntaba a los chicos de que querían jugar  entonces se le hacía más fácil para ir organizando los equipos,  porque cuando uno juega de lo que le gusta, el Étor siempre decía, que el jugador, en estos casos los pibes, rendían mucho más, porque jugaban con más alegría, sintiéndose muy cómodo en el lugar que ocupaba en la cancha. Entonces para conocer mejor a cada chico, sobre todo  a los nuevos que se iban incorporando, comenzaba  diciéndoles, “contame, de que te gustaría jugar y por qué en ese puesto, y cómo quién te gustaría ser”.

Los chicos nuevos se despojaban rápidamente de la timidez que llevan cuando van a participar  en  un nuevo grupo, la calidez con la que los trataba el rengo hacía que rápidamente entraran en confianza y no tuvieran diferencias con el resto de los chicos del equipo.

Al primero que interpeló le contestó que le gustaba jugar de cuatro, porque era de Boca y quería ser como el Negro Ibarra. Aquel talentoso formoseño que todos los seleccionadores ignoraron. Un flaquito espigado de ojos azules le contestó con mucha convicción que iba a ser marcador central, que era hincha de  Instituto y que le gustaría jugar como su padre. Muy bien, le contestó el  Étor, te felicito, sos admirador de tu papá.

Un tercero paso al frente con toda la desfachatez de los habilidosos. Por sus medias caídas y su melena desordenada,  el Étor  ya intuía que le gustaría mucho  la gambeta y tener  la pelota siempre en sus pies. Y para nada se equivocó, ya que el chico le contestó que era zurdo y muy habilidoso y quería ser el diez del equipo. Que era hincha de Huracán, de Parque de los Patricios, ante la sorpresa de todos, ya que pocos sabían de la existencia de ese club, y que adoraba a Riquelme, pero en realizad tenía un sueño frustrado y que nunca lo lograría. El Étor le dijo que nada es imposible, que en la vida hay que luchar para conseguir lo que uno desea. Pero el supuesto  habilidoso, con pinta de atorrante, le dijo que su sueño imposible era ser como Messi. A lo que el Étor comprendió, y le dijo que si, que era muy difícil ser como él, pero estar un escalón por debajo del capitán argentino, no estaría mal poder intentar llegar. Entonces al pibito se le iluminaron los ojos y de manera muy expresiva y poniendo mucho énfasis en la pregunta, le preguntó al Étor que  si realmente él  se esforzaba y no faltaba a ninguna práctica,  podría parecerse a Messi, lo que el Étor le contesto con un paternal “casi casi parecido  a la Pulga podrás ser”.

El último chico nuevo que se presentaba al grupo se lo veía muy tímido, atrás de todos, por tal motivo el Étor lo hizo pasar al frente para que se presentara ante sus nuevos compañeros. El Étor ya lo conocía porque era un asiduo cliente en su kiosco y el que más tutucas le compraba. Era un ruludo con cara de bueno y la ropa que llevaba delataba que el origen de su  hogar era  muy humilde. Tenía puesto un buzo  amarillo con la foto de la cara del cuartetero el Potro Rodrigo, al que le había escrito en la espalda  con un fibrón negro el apellido del arquero de Belgrano, Olave.

Al verle el buzo el Étor dedujo rápidamente, pero  equívocamente esta vez, que el pibe era del equipo de Alberdi, del pirata cordobés. Pero el chico le dijo que no, que  él era hincha de River, lo que desconcertó mucho más al Étor, ya que no hacía mucho que Belgrano había mandado al equipo de River a la B Nacional.

El Étor lo siguió indagando ya que veía que  le costaba expresarse, estaba muy cohibido ante el grupo. Le preguntó si Olave era su ídolo, a pesar de no ser de Belgrano, a lo que le contestó que no. En el silencio que quedó luego de la respuesta del candidato al arco, el zurdo con sueños de Messi  se dirigió hacía el Étor diciéndole que al Yeye, el arquero hincha de River, era un muy buen delantero, que cuando jugaba en la plaza, se cansaba de hacer goles, que tenía habilidad con las dos piernas y  tenía un remate como el de Batistuta. Y no solo  eso, continuo el supuesto hábil volante, todo lo que le dije de como juega el Yeye, lo hace sin zapatillas, descalzo juega, porque ni bien llega a la plaza, se las saca. Algo que sorprendió al Étor.

Muy bien, dijo el Étor, mirando directamente a Yeye, así que también sos delantero. Pero acá se respeta lo que ustedes dicen, donde más les gusta jugar, y como vos  me dijiste que te gustaba ir al arco, lo vamos a respetar, y después veremos donde te termino  poniendo.

Durante las dos primeras prácticas a las que el Yeye asistió, Étor lo puso de arquero como le había pedido aquella tarde en que se presentó. Pero la verdad, el Étor le veía pocas condiciones para estar debajo de los palos. Al término de la práctica del día sábado, y como era costumbre del entrenador, sentó a los chicos en el área del arco que estaba más cerca de su kiosco al cual fue y regreso con dos botellas de Pritty para que los chicos las bebieran. Era una forma de agradecerles a los chicos por venir a jugar cada martes y sábado a “la canchita del Étor”, como todos la conocían.

Entonces, todos sentados en el suelo, y pasándose la botella  de la que tomaban del pico nomás, como debe ser, Étor comenzó a marcar las virtudes de cada uno, como también los errores que habían cometido para que los tuvieran en cuenta y trataran  de no cometerlos más. Cuando le llegó el turno al arquero Yeye, le dijo que lo veía con mucho entusiasmo, que lo felicitaba porque se había unido al grupo y se había hecho querer por todos los compañeros. Pero la verdad Yeye, le dijo el Étor, que me gustaría verte jugar de delantero como me dijo el pichón de Messi, que dice que jugas muy bien y haces muchos goles.

Cuando el  Étor terminó de hablar, Yeye se largó a llorar de una manera que el silencio dio lugar a los  sollozos de Yeye que no terminaba de largar lagrimas por esos  ojos que estaban más triste que nunca. Entonces el Étor se le acercó tratándolo de consolarlo y de entender si algo malo le había dicho para que se pusiera a llorar de esa manera. Yeye apenas si balbuceaba, y casi no podía coordinar las palabras hasta que volvió a tomar un trago de Pritty como para pasar el momento amargo,  así fue que recobró el ánimo y diciéndole al Étor que él nunca quiso ser arquero, que sufría estar con ese buzo amarillo,  que él era fanático de River y que algún día le gustaría jugar como el conejito Saviola, que era su único ídolo.

--Pero Yeye, le contestó Étor, te puse al arco porque vos me lo pediste, y acá siempre pongo los chicos en el puesto que más le gusta para que jueguen con más alegría. 

**Sí Profe, ya lo sé, le dije que quería ser arquero, es más pedí ese buzo prestado, ya que no es mío, para parecerme un poco a los arqueros ya que delantero no puedo ser.

--¿Cómo que no podes ser delantero, quién te dijo eso? Si tus compañeros dicen que te cansas de hacer goles en la plaza.

**Eso ya lo sé y es lo que más me gusta, hacer goles, pero no puedo jugar de delantero porque mi mamá no me deja, porque tengo un solo par de zapatillas y no las puedo romper,  las tengo que cuidar para ir a la escuela, y también las uso para ir a visitar a mi abuela los días domingo.

A punto estuvo Étor de soltar una lágrima, pero pudo contenerse y atragantárselas en la garganta. Étor había pasado por la guerra, había visto compañeros muertos en el campo de combate, había pasado hambre y frío, pero la tristeza que le transmitía el Yeye por no poder ser feliz jugando de delantero, que era lo que más le gustaba y sabía hacer, al Étor lo planchó.

Étor despidió a los chicos hasta la próxima práctica a la que llegaron todos puntualmente, y antes de comenzar la rutina del entrenamiento nuevamente los hizo sentar, esta vez   en el círculo central, y le pidió  al que soñaba ser como el defensor de Boca, que le trajera una bolsa roja que estaba sobre una silla adentro del kiosco, encargue que lo hizo con la misma  velocidad que  tenía Ibarra para proyectarse por el lateral derecho. Con la bolsa en sus manos, el  Étor saco de ella una caja que le entregó a Yeye quien la abrió rápidamente  ante la sorpresa propia y de todos sus compañeros.

Yeye tenía en sus manos un par de botines de color rojo con tiras blancas, los colores de su querido River. Yeye quedo mudo y solo le salió un gracias para terminar  colgándose  del cuello del profe Etor.

Étor dirigiéndose a Yeye le dijo que ahora si podía soñar con ser como Saviola, hacer todos los goles que hacía en la plaza descalzo pero esta vez  acá, y con los botines puestos.

Ni bien terminó de hablar el Étor, el pichón de Messi  agitó a todos sus compañeros, y levantándolo  en andas al Yeye, entonaban “...que con los goles, del conejito Yeye, todos la vuelta vamos a dar…”

Esta vez sí, el Étor no pudo contener las lágrimas, se puso en cuclillas como para disimular antes sus chicos. Estas lágrimas que eran provocadas por la felicidad de haber hecho lo que correspondía, por  darle la posibilidad a Yeye de jugar de lo que más le gustaba, de delantero y goleador.

Esta vez sí las lágrimas eran de alegría, por la felicidad que le devolvían los chicos, eran lágrimas de dicha y satisfacción. No como aquellas otras, aquellas derramadas  allá a lo lejos  en el tiempo y en la distancia, en las frías tierras de las siempre nuestras queridas Islas Malvinas.

Gracias Étor, gracias Héroe de la Patria.

Ahora sí, Héctor con todas las letras.

SIN TRAVESAÑO

-- ¡Alto, alto, fue alto!

..- ¡¿Cómo que alto?! Si el arquero ni siquiera salto, no movió los pies del suelo.

--- ¿Cómo qué no?  Si levanto la mano, y ni siquiera la rozo.

..- Está bien, no te cobro ese gol,  pero para el próximo sábado si no ponen travesaño, no venimos a jugar más.

El dialogo, la discusión, era mantenida por uno de mis amigos, Javier,  y el Rulo, la voz  del líder  del equipo rival.

La disputa de la conversación, que era un tema recurrente cada vez que jugábamos, era porque uno de los arcos de nuestra canchita no tenía travesaño, arco al que siempre defendíamos nosotros por los beneficios que nos traía con los disparos medios elevados de nuestro rival de turno.

Nuestra canchita estaba en un baldío de la esquina que  formaban  las radicales calles  Pellegrini  y Sabatini, uno de los lugares más céntricos del pueblo, tan es así, que al frente estaban construyendo un edificio que funcionaría como el Banco. 

Con este panorama de progreso,  la vida útil de nuestra canchita no tenía mucho futuro, pero eso no era problema por ahora, y menos si mirábamos para adelante, en el tiempo, ya que dentro de un par de años cuando  la hicieran desaparecer para edificar alguna casa tal vez, ya tendríamos edad para jugar en cancha de once. Pero la nostalgia quedaría por  ser nuestra canchita.

Uno de los arcos daba a la calle, y el otro, el que no tenía travesaño, el siempre nuestro, estaba contra la pared de la despensa de la madre de nuestro arquero, el Huguito.

Como estaba en una esquina, un lateral también daba a la calle, y el otro colindaba con otro almacén, el del abuelo de Carlitos, otro integrante amigo del equipo.

Con este panorama, era innegable que éramos más locales  que nadie, más locales que Boca en su mismísima Bombonera. Lo que era otra ventaja, era que, en caso de alguna trifulca por un gol mal cobrado, rajábamos para cualquiera de las casas que rodeaban a nuestra canchita, que es donde vivían dos de los integrantes del equipo, y de la barra.

Nuestro arquero siempre era el mismo, el Huguito, el más bajo del equipo, lo que en canchas normales, digo, de arcos con travesaños, quedaría muy expuestos a los tiros por elevación; pero como nosotros siempre jugábamos defendiendo el arco sin travesaño, no había problemas, es más, ya mencioné los beneficios.

Héctor Luis, un año más grande que los otros cuatro que integrábamos el equipo, siempre decía que los días de lluvia, o cuando la cancha estuviese mojada, no nos convenía jugar en el arco sin travesaño, porque los pelotazos quedaban marcados en la pared de la despensa, pared que alguna vez debió ser blanca, y ahora es de color gris tierra después de tanto darle con la pelota.

Los pelotazos  delatores, eran por lo general hechos con   la pelota “Pulpo”, rayada blanca y roja, pelota de goma que picaba mucho, y que te dejaba  marcas de colorado cuando un “fundazo” del rival te pegaba en las piernas. Por eso, en los penales, estaba prohibido “chumbear – fundir”. Rara vez jugábamos con alguna Nº 5, ya que no había muchas en el pueblo.

Esos pelotazos delatores que quedaban marcados en la pared, nos complicaba, porque contra la marca en la pared, Javier, nuestro “abogado”, no tendría fundamentos para refutar algún gol que se transformaba en dudoso por la baja altura del Huguito, nuestro arquero de siempre.

Los partidos de los sábados contra pibes de los otros barrios se iban sucediendo y siempre con las discusiones que provocaba el hecho de tener un arco sin travesaño.

Hasta que un día el equipo del barrio “Camino a La Villa” se plantó. 

Los partidos los organizábamos en los recreos de la escuela a la que concurríamos  los cinco integrantes del equipo-barra. Una vez que teníamos el rival, confirmábamos el horario del partido, que tenía que ser después de ir a catecismo. El día ya se sabía que era el sábado. 

El tema fue cuando Carlitos concreto el partido contra los de “Camino a La Villa”, los que pusieron    la condición de que para el sábado los dos arcos los querían ver con travesaño.

--- Che, el Rulo Jiménez dice que ellos juegan con nosotros el sábado, pero que si o si le pongamos travesaño al arco que da contra la pared. Se despachó Carlitos preocupadamente.

Javier, rápido para salir del paso, le ordenó a Carlitos –“anda y decile al Rulo que no se haga problemas, que el sábado la cancha estará en condiciones “reglamentarias”. Hoy es lunes –continuó—hasta el sábado tenemos tiempo de conseguir un travesaño. Sino lo ponemos ahora, no vamos a tener con quien jugar”, concluyó.

Era la tarea de la semana, conseguir un travesaño. Y las ideas empezaron a surgir en pos de una pronta solución para el arco de los dos postes que terminaban en forma de horqueta, como esperando que algún día alguien complete la obra, y deje de ser dos palos parados para transformarse en un verdadero arco.

--- En mi casa hay mucho hijo  sisal grueso que mi mamá junta cuando desarma las cajas de conservas en la despensa, se despachó el Huguito, el principal perjudicado de esto de ponerle travesaño, por su altura, claro está.

..— ¡No, de hilo no! – exclamó Carlitos, a lo que justificó su  negativa con un –“el hilo no nos va a favorecer, porque si la pelota pega ahí, en el hilo, no va a rebotar, la pelota va a seguir sin importar si es por arriba o por debajo del hilo, lo que terminará siendo gol”. Lo que el resto aceptó su fundada negativa.

Javier propuso ir al cañaveral que estaba en el fondo de la escuela y traer una bien gruesa y larga, como para que llegue de palo a palo,  y la ataríamos con los hilos del Huguito, lo que este asintió. Pero  el resto no, ya que Héctor Luis argumento que un pelotazo fuerte que pegara en la caña nos dejaba sin travesaño.

--.. Tendría que ser un palo largo, o caño,   más o menos grueso, pero no tan pesado, por las dudas se caiga en la cabeza de alguno, terminó de acotar  Héctor Luis.

Esta última idea nos dejó conforme a todos, y cada uno por su cuenta averiguaría, antes del día jueves, qué había podido conseguir para terminar de una vez con esto del arco sin travesaño, y jugar el partido con los pibes que comandaba el Rulo Jiménez, los del “Camino a La Villa”.

El jueves en el recreo largo de las diez nos juntamos en el mástil de la escuela y cada uno tiró lo que había averiguado o conseguido para poner de travesaño.

Lo más concreto era un caño  que había encontrado el Huguito en una obra en construcción cerca del Matadero Municipal. El pequeño arquero dijo que el caño tenía las medidas justas, era un caño galvanizado que se usaba comúnmente para las conexiones para el agua, estaba un poquito torcido, pero no iba a hacer “mucha panza”. El único problema era que había que ir a “buscarlo” a la nochecita cuando se fueran los albañiles, lo que era una traba que empezaba a complicar la cosa.

Tomando la palabra y convencido de la solución que llevaba era muy buena, Héctor Luis expresó:

..—Ayer fui con mi papá al taller del Loro, el que está sobre la ruta, ¿se dan cuenta?, bueno, y le comenté lo que andaba buscando y para que lo queríamos. Me llevó para el fondo y empezó a revolver fierros viejos que estaban en la chatarra, y de repente saco un caño bien lago, grueso como una mandarina,  era un caño de escape del camión de tu papá – refiriéndose a mí--. Está muy oxidado y con algunos agujeritos por la herrumbre que tiene, pero el Loro me dijo que me lo iba a limpiar y pintar de blanco para que quedara mejor. El viernes a la tarde tenemos que estar en nuestra canchita, él lo va a llevar y nos va a ayudar a colocarlo.

La solución que había traído el hijo del zorro fue aceptada  de inmediato y en forma unánime.

Listo, el travesaño se había conseguido y pronto tendríamos la cancha en condiciones para que nadie más se rehusara a no querer jugarnos por la falta del travesaño en un arco.

Puntualmente estábamos esperando al mecánico con el caño blanco, con un poco de alambre y un par de cajones de manzanas para treparse y  para que, si no era muy pesado, atarlo para que no se moviera, y no correr los riesgos de que se cayera.

Para el mecánico, el caño no era pesado, y él solo, sin nuestra ayuda, y sin  la necesidad de subirse a los cajones de fruta, colocó el largo travesaño blanco, que sobraba casi medio metro para los costados de  cada horqueta de los postes.

El Loro, el mecánico, preguntó si lo íbamos a atar para que no se moviera, lo que a dúo el Huguito y Carlitos aprobaron con un largo siiiiiiiii; sí, que no deje que terminaran para decirle que noooooo, que no lo atara, y que después les explicaría mi negativa.

Le agradecimos al mecánico, por el caño, la pintura y el trabajo que se había tomado en colocar el travesaño, por lo que nos ofrecimos para cuando necesitara que le hiciéramos algún mandado, para retribuirle el gran favor que nos había hecho.

Sin la ya presencia del mecánico, mis cuatro amigos me rodearon y me comenzaron a preguntar por qué no había querido que nos atara el travesaño. Lo que se lo expliqué de la siguiente manera:

..—Venimos jugando todos los sábados con pibes de los distintos barrios, ¿no es así?, pregunté no esperando una respuesta y prosiguiendo. – Con los de “La Antena”, los de “La Puñalada”; chicos del barrio “San Vicente”, los del “Matadero”, los quilomberos del barrio de “El Dispensario” y  los del “Camino a La Villa”

--- ¿Y que tiene eso con no querer atar el travesaño?, preguntó el Huguito.

..—Espera, le dije. A los de  San Vicente no le ganamos nunca y los de La Puñalada nos vienen ganando los últimos; entonces a ellos no les importa si tiene o no travesaño el arco. Con los otros discutimos algún que otro gol, pero como casi siempre le ganamos, le regalamos algún gol para dejarlos conforme, por lo que el travesaño tampoco es de vida o muerte.

--.. Seguimos sin entender, manifestó Héctor Luis, ya casi sin ver una explicación lógica.

..—Acá el tema es con el equipo del Rulo, los de Camino a La Villa, que a ellos los tenemos de hijos, les pegamos cada “peludo”,  los goleamos y siempre están buscando alguna escusa, pleiteando por un gol más. A nosotros no nos hace nada, primero darle algún gol dudoso, y segundo,  jugarles con un arco con travesaño, ya que  la diferencia a nuestro favor es abultada en todos los partidos.

--.. Entonces…, dijo Javier.

..—Entonces, ¿para que atar al travesaño?, cuando juguemos contra los del Rulo, ponemos el travesaño, para darle el gusto, dejarlos conformes y que sigan viniendo a jugar cada sábado. Y con el resto de los equipos, sacamos el travesaño para seguir con la ventaja de jugar en nuestro arco de siempre, “el del sin travesaño”, y seguir siendo favorecidos por los tiros que “pasan alto”, gracias a la poca altura del Huguito, y con ello conseguir la ventaja que siempre tuvimos.

Mis amigos, sorprendidos por la explicación que les había dado, y en un total de acuerdo  con lo fundamentado, nos fuimos a la despensa de Doña Kika a tomarnos una Fanta con masitas palmeritas, las partidas, las que quedaban en el fondo de la lata.

QUIERO A OTRA

Debe haber algún término  que desconozco,  que defina la diferencia de expresar las  mismas cosas con palabras, habladas, y con las otras, las palabras escritas.

Algunos tienen mucha facilidad para hablar, decir lo que sienten y piensan a través de la voz. Son muy locuaces, verborragicos, charlatanes, parlanchines. Mucha facilidad para hacerse entender a través del dialogo, monologo o como quieran llamarle.

Están los otros, que se quedan mudos a la hora de decir las cosas. Tienen todo pensado, o estudiado para ejecutarlo de la mejor manera, pero no, nada les sale, o simplemente lo necesario como para que el interlocutor entienda y se dé idea, de lo que el otro, el poco hablador, quiere decir. 

Esto suele pasarles a los jóvenes en la adolescencia, cuando concurren a  la secundaria y  siempre se preguntan entre ellos si prefieren que le tomen un examen en forma oral o escrita. 

Dos personas pueden saber mucho de un tema, del mismo tema, pero siempre tendrán  su manera de expresarlo de la mejor manera, por medio de la voz o dejarlo asentado en el papel.

En mi caso nunca tuve duda al respecto, la escritura.

En la primaria, con las primeras redacciones de tema libre, o, y también, en la secundaria, fundamentalmente en las pruebas.

Será por eso, y en esta nueva etapa de la vida, mi vida,  que se me dio por tirar en el papel recuerdos, anécdotas, y también algunos cuentos, muchos relacionados con mi gran amiga, La Pelota.

Lo hago para que el día de mañana en mi entorno más íntimo, o sea mi hijo, pueda ponerse a leer lo que no fui capaz de expresárselo verbalmente. No tengo más, no va quedar nadie que le pueda llegar a interesar lo que hago, solo a él, mi hijo Martín.

Y esto de la “facilidad de hablar poco”, casi nada,  me pasó una vez en una cita con una chica, cuando cursaba mi segundo año en el Comercial Cané.

Una chica gustaba mucho de mí, y fue por eso que mandó a una corresponsal, su mejor amiga, a decirme que quería hablar conmigo el sábado a las dos en el patio de la escuela,  en la esquina donde estaba la campana.

La campana se encontraba en la parte interna del patio cerrado, por lo que había sido un buen lugar para una cita, ya que nadie tenía acceso visual a ese lugar desde ningún lado, y como era sábado, la escuela estaba deshabitada.

Lo que menos pensaba en  esos momentos   era tener novia, ni por la edad, ni por el compromiso y responsabilidad que requiere ese título, Novios.

El encuentro fue cortés, amigable. Ella hablaba mucho, demasiado, y yo casi nada. Lo mío fue un derroche de monosílabos, “si – no – hermoso – bueno – dale- etc., etc.”

Ella en un momento se acercó y me agarró de las manos, me dio un beso en la mejilla y me preguntó lo que nunca debió haber hecho,  la lacerante interrogación se refería a que si quería ser su novio.

Mis mejillas sentían que se ponían coloradas, sin verlas, pero sentía ese mismo calor interno que debe sentir  un volcán al momento de expulsar la lava desde su interior. Había entrado en erupción.

Estaba incendiado de vergüenza al escuchar que una chica le pidiera a un chico si quería ser su novio. No correspondía, debería ser al revés, pero a mí no se me cruzó por la cabeza tremenda empresa, con esta amiga, ni con ninguna otra.

Se quedó como esperando una respuesta en ese mismísimo momento, y que fuera afirmativa, por supuesto. Pero yo no  tenía respuesta, la lengua estaba dura, no coordinaba  lo que pensaba, y no me salió otra cosa que decirle, “yo ya tengo novia”.

Ella se desfiguro de tal manera que se largó a llorar y salió disparada por la angosta vereda de baldosas amarillas, sin antes pegar su cabeza con la soga que colgaba de la campana y hacerla sonar.

Quedé un rato sentado en el cantero de la galería pensando en  por qué me había salido esa respuesta, decirle que tenía novia, ya que no era cierto. Tal vez por vergüenza, por qué no por miedo, o para evitar las cargadas  de mis amigos a lo mejor. Me dolió decirle eso porque fui el que le ocasionó esas lágrimas a esa linda, sincera, audaz y decidida señorita.

Caminando de regreso de mi cita rumbo  a la canchita del ferrocarril, donde cada sábado nos juntábamos a jugar a la pelota, no hice más que recordarme cada momento de ese encuentro con esa bonita chica. Y pensando y repensando llegué a la conclusión de que no le había mentido, inconscientemente tenía novia, le había dicho la verdad, aunque le haya roto el corazón. 

No alcance a ingresar a esa canchita, llena de piedras de carbonilla, que fue que la volví a ver, linda como siempre. Se me iluminaron los ojos y  su presencia, me arrancó una sonrisa.

Era ella, no había otra, mi única novia, aunque ella no lo sabía, no era otra que La Pelota, la de cuero N°5.

¿Mi pretendiente? En cuarto año se cambió de colegio, estaba embarazada del  profe de educación física.

La otra, mi verdadera y única novia, La Pelota,  aún sigue a mi lado.

PRIMERA COMUNIÓN

--El Piojo dice que lo vayan a buscar, porque con este calor caminando  no viene.

El mensaje lo dejo un vecino, el panadero Juárez,  que vivía a la vuelta, soportando los más de 30 grados que hacía en ese tórrido  mediodía de diciembre. Recién habíamos regresado de la iglesia y justamente estábamos esperando que el Piojo, Arrieta, el fotógrafo contratado para la ocasión, llegara y procediera con el ritual de las fotografías y así liberar a los chicos, sobre todo, para que se fueran a jugar, hasta la hora del almuerzo, y  comenzar con el festejo de la fiesta de la comunión de Miguelito. Miguelito en estas ocasiones, de entorno familiar.

Al pesado fotógrafo lo fueron a buscar, llegó y se instaló en el sofá que estaba en el living mientras la familia reunía a los chicos que se iban acomodando detrás de la mesa principal donde se encontraba la blanca y amarilla torta adornada con un cáliz de plástico dorado. En esa espera el Piojo tuvo tiempo para tomarse un par de Gancias y picar algunas aceitunas mientras acomodaba su ya vieja máquina.

Con cara de felicidad y niño bueno, Miguelito estaba en el centro de la escena rodeado con algunos pocos amigos y primos segundos, o terceros, vaya a saber bien como era el grado de parentesco que tenía con estos cordobesitos que habían venido a la fiesta.

Y eran pocos los amigos que estaban ya que todos tomaban la Primera Comunión como en el caso de él. Pero seguro que después vendría para su casa ya que era un punto de reunión, sobre todo en momentos que había cosas tan rica como se veían dispersas  sobre  las mesas.

Alejandro y Daniel eran dos primos que habían venido de Córdoba, hijos de la Lita, prima hermana de la Chichina, la madre de Miguelito. De cabellos muy colorado y con caras invadidas por las pecas, Alejandro un año menor que su “primo del campo”, y Daniel un año mayor. Terribles, incapaces de quedarse quietos y callados. Desaforadamente traviesos por naturaleza propia y el cemento de la capital;  inquietos y revoltosos, que se  potenciaban   en estas oportunidades en que  dejaban la ciudad para instalarse en un pueblo en donde todos se conocían y las únicas denuncias de robo de las que se conocían eran de las gomas “Dos Banderas” que desaparecían en  las aulas  de las escuelas.

Click, click, click. Ejecutó con maestría su máquina el Piojo Arrieta y la solemnidad de retratar  concluyó con las fotos entre el santito de la casa, o sea Miguelito, al menos por unas horas, con todos los familiares. Mamá Chichina, papá Luyo, y sus dos lindas hermanas, la Aleja y la Gaby, más la abuela Elvira y su mascota Miki, el adorable perro ratonero. Después se sucedieron  fotos con su tío Chachino, la  tía Lita y Armando, su esposo, y los colorados Daniel y Alejandro. La última  foto fue de todos amontonados detrás de la cabecera de la mesa principal con todos los amigos incluidos.

La mamá de Miguelito dijo que su madrina le había mandado saludos (vaya a saber de qué manera, ya que ni teléfono había) y la excusó de que no podía estar presente en la fiesta de su ahijado. Sobre su padrino nadie supo nada, ni el propio Miguelito que lo conoció, prácticamente, el día que se casó y no tuvo más remedio que invitarlo a la boda, para evitar el “¡cómo no lo vas a invitar a tu padrino!!!”. Pobre Miguelito, ni el regalo de su Primera Comunión le envió. Otro rico miserable.

Con un fútbol  #5 de cuero amarillo, recibido por la primera eucaristía,  Miguelito y   todos los chicos se fueron a jugar a la pelota  al frente de la casa, donde la calle era de tierra, los paraísos sombrillas  que servían de arco, eran una bendición por su fresca sombra,  y los pelotazos hacían volar los pétalos de las rosas que estaban en el jardín y que provocaban los gritos de la Lita reprendiendo a los chicos que ni caso, por supuesto, y como correspondía en ese día, le hacían. Miguelito solo les dijo a sus amigos y primos que trataran de que la pelota no se fuera a la casa de la vecina, la vieja Antonia, porque no se las iba a devolver ya que   le había agarrado bronca desde que lo vio con su amigo Huguito pegándoles pedradas con la gomera a los gatos que andaban por el baldío colindante con la casa de él.

Todos jugaban tal cual habían quedado vestidos a la salida de la iglesia. Miguelito seguía con su pantalón corto gris, solo se había sacado el saco, también gris, pero se había dejado el moño blanco que se ponen para las comuniones en el brazo izquierdo. Lucía el moño con sus flecos al viento como si fuera una cinta de capitán, moño que le sirvió para secarse la sangre que le chorreaba de la rodilla izquierda luego de haberse caído en la arenosa calle. Ante este hecho no volvió a lucir el moño que guardo en el bolsillo trasero del pantalón.

El “colo” Alejandro entro a la casa sin respiración, como atragantado. Y claro que lo estaba. --Qué le paso, grito su madre Lita, que le hicieron, terminó de preguntar. A lo que su otro hijo, Daniel, más colorado aún, dijo que se había tragado una bolita, una de esas trasparentes que había sacado de la bolsa que le habían regalado  a Miguelito. Un solo cachetadón en la nuca, propinado por  su padre Armando, más un vaso de Fanta,  le sirvió al Alejandro para volver a la normalidad.

--Con estos dos, no ganamos ni para susto  decía la Lita riéndose como si nada.

--¡A comer!!!  Alguien grito desde adentro, y con esa orden el partido callejero se detuvo para que todos enfilaran hacia el interior de la casa y ubicarse para dar comienzo al almuerzo.

Las caras de los chicos estaban desfiguradas. Todos con los rostros colorados, algunos más por supuesto, les chorreaban gotas desde sus patillas color chocolate formadas por la mezcla de transpiración y tierra. Las manos negras, y ni qué decir de la ropa. La camisa blanca de Miguelito tenía todas las huellas digitales de sus compañeros de equipo, y en la espalda se podía ver los cascos marcados por un pelotazo recibido con la nueva pelota, que ya se había embarrado en  el charco que había en una de las cunetas por la lluvia de  la tarde del día anterior. Así y todo, y con solo lavarse las manos, el almuerzo comenzó.

Los chicos apurados por volver a jugar y seguir con el partido, y ya con la presencia del resto de los amigos de Miguelito, Carlitos, Javier, Huguito y Héctor Luis, desalojaron el comedor,  comiendo sentados en el cordón de la vereda,  la blanca torta con confites plateados,  envuelta en las servilletas de papel.

Adentro continuaban con el acostumbrado y exagerado almuerzo que se había encargado de organizar, como siempre para estos acontecimientos, la abuela Elvira, donde la exuberancia culinaria, hasta el derroche, se hacían presentes en este tipo de comilonas. Nunca mezquinaba nada, desde lo dulce hasta lo salado, “porque si estuviera el Ñato – su finado esposo- hubiese sido de igual o mayor manera”, siempre lo repetía en cada juntada donde la comida estaba presente.

Se estaba pasando la hora de la siesta y Miguelito y sus amigos seguían dándole a la redonda en  un partido que a esa hora de la tarde irían 50 a 50 y solo hacían un alto para recargar energías tomando gaseosas y comiendo otro pedazo de torta. Por otra parte en la casa de Miguelito gaseosa solo se tomaba en estas ocasiones de festejos o acontecimientos conmemorativos.

Y de nuevo a la calle, a seguir con el partido, en el rigor de la siesta, y ya sí, todos descamisados, con aquellos  zapatos que amanecieron brillosos, lustrados con Cobra para llegar impecable a la iglesia, ahora estaban con las puntas peladas y con los cordones desatados.

Mientras adentro los platos se comenzaron a levantar y  el mate comenzaba  la vuelta con la insistencia de la Elvira y su bandeja de pastafrola. El Piojo Arrieta todavía no se había movido de su silla hasta ese momento, y de repente  se le ocurrió levantarse y preguntar por el baño, porque ya se iba, debido a que tenía que ir a prepararse para sacar fotos en una comunión cuyo festejo sería a la noche. O sea, el viejo fotógrafo metió un doblete de comidas impensadas. Almuerzo y cena gracias a las comuniones. En el momento que se encaminaba  por el pasillo de piso de granito dorado metió la mano en su bolsillo derecho y de inmediato pegó media vuelta y volvió a ingresar al comedor y  de manera exaltada se colocó los lentes que guardaba en el bolsillo superior del saco y dirigiéndose al resto de los comensales dijo:

--Pasó algo terrible -- mientras su gran cabeza se ponía absolutamente colorada--  cuando caminaba hacia  al baño metí la mano en el bolsillo del saco y me di cuenta que no le puse rollo a la máquina de fotos, miren --sacándolos del bolsillo, mostraba los dos rollos de marca Kodak--, sacaremos de nuevo las fotos, solo será un ratito más, concluyó el Piojo disculpándose.

Pavorosamente todos se miraban sin casi poder  entender nada. 

--Viste, se escuchó a la Lita desde la cocina trayendo otra bandeja con alfajores de maicena, les dije que no le dieran tanto vermut al fotógrafo. ¿Ahora quien junta a los chicos para sacarle de nuevo las fotos?

Comenzaron a acomodar un poco la mesa, posicionaron a la torta principal como disimulando la gran parte que ya se habían comido, y  acondicionaron  nuevamente el cáliz sobre el pastel, o lo que quedaba de él. 

Hicieron lavar las desfiguradas caras de los chicos después del  interminable partido. Todos desalineados, transpirados y despeinados volvieron a posar.

Miguelito se puso de perfil, para que la mancha de sangre en el  moño del capitán,  no se notara.

NO PUDISTE TUNECINO

Cuando abrí los ojos sentí una de las peores sensaciones que he podido experimentar en mi vida. Todo a mi alrededor estaba borroso, apenas si entraba un rayo de luz a través de la persiana semiabierta, que era tan débil, que ni siquiera me daba la claridad que me permitiera  distinguir las figuras de los posters que tenía pegado al frente de mi cama que no eran otros que el de Arthur Antunes Coimbra, más conocido por Zico, con la camiseta del Flamengo, y el del equipo del Cosmos de La Villa, aquel de la camiseta verde y negra, el de los sesenta y nueve partidos amistosos invictos.

Cuando intenté sentarme en la cama, la pieza parecía que se me daba vuelta, la mesita de luz no dejaba de levitar, la lámpara en el techo se bamboleaba para todos lados golpeando contra el cielo raso a la vez que encendía  y apagaba sus lamparitas. Las pelotas que había en el cuarto, que no eran pocas, giraban en el centro de la habitación como si fuera el sistema solar, y apenas si podía diferencia la pelota de golf, que hacía de  Mercurio, con una de baloncesto, que bien podría ser Júpiter, por ser el más grande del sistema. Una tras otra las imaginaba girar mientras me sentaba al borde de la cama para intentar vestirme.

Casi no llegué a ponerme las zapatillas que una rara sensación como el Mal de la Montaña, Mal de Soroche, más conocido como el apunamiento,  se había apoderado  de mi cabeza. Me faltaba el aire, aún después de levantar hasta arriba la persiana y abrir los postigos de la ventana de par en par,  y sentir  que la  brisa fría de ese invierno  ingresaba y daba en mi cara. Pero nada, esa sensación vomitiva estaba dentro mío, tan así era  que salí corriendo al baño trastabillando, y golpeándome, primero con la pata de la cama, y luego raspándome  los brazos  con las paredes del pasillo hasta poder llegar al baño y meter la cabeza en el inodoro para sacarme esa lacra que nacía en el estómago y me producía esa horrible sensación,  de apunamiento, de mareo o la misma que sentís  cuando subís a una pequeña embarcación y comienza a menearse de un lado para el  otro y crees que te vas a caer al mar. Así, de esa manera, horribles efectos. El mareo y la falta de oxígeno me asfixiaban  hasta hacerme  aflojar  las piernas. No tenía  ánimo de nada, ni siquiera de mascar un chicle. Pensé en la disnea que sufría cuando era muy chico, estaba asustado ya.  Regresando a mi dormitorio, caminando por el pasillo, sentía mucho frío en mi cara, estaba todo transpirado y acalorado al mismo tiempo, era evidente que tenía fiebre. Sentía una profunda tristeza y depresión, seguía con alucinaciones imaginando luces y sombras, un hilo de baba caía por una de mis comisuras, como si la rabia también se había apoderado de mí, hasta  agarre unos alfileres y se los clave con una furia inusitada en la cara de los árbitros Carlos Espósito, Arturo Ithurralde y Juan Carlos  Loustau,  que estaban en un poster flanqueados por el polaco   Grzegorz Lato  y Jean Tigana, aquel  morocho francés. Entonces me metí nuevamente  en la cama y me tape   hasta los ojos que se comenzaban a entrecerrarse  pero ponía una fuerte oposición a volverme a dormir, y cuando los cerraba  momentáneamente, se me venían imágenes de caras que no tenía muy en claro de quienes eran, gente vestida de negro gesticulando de manera exagerada. Por un momento pensé en el demonio, el que siempre iban a llamar para asustarme   cuando era chico  y me había mandado una macana. Presumía  que estaba exorcizado. 

Lo primero que hice fue  manotear,  de la mesita de luz, una hoja de coca, que siempre tenía,  y que dicen que es buena para el mareo,    y como pensaba que estaba apunado, me la puse en la boca,  muchos camioneros siempre andan mascando para que se les pase el sueño. Después descolgué el crucifijo con un rosario, y algunas ramas de olivo de la última Semana Santa,  que estaba clavado en la pared sobre el respaldo de la cama, y lo apretujé sobre mi pecho debajo de las colchas. Para reforzar estos actos contra mi supuesto estado endemoniado, agarré la botellita de agua bendita que siempre tenía al lado del velador,  sobre una pequeña biblia,  y le di un trago casi hasta terminarla. 

Ese fue mi triste despertar de aquel, ya lejano en el tiempo, lunes 23 de junio de hace treinta años. Tan lejano, como imposible de olvidar.

Mientras seguía transpirando bajo las colchas, el mareo había comenzado a pasar y las visiones de luces y objetos sobrevolando dentro de la pieza poco a poco iban desapareciendo, y sin estar dormido, sentí como si otro yo  hubiese ingresado nuevamente a mi cuerpo, si hubiese vuelto a ser el de antes. Estaba nuevamente consciente. Entonces comencé a evaluar lo sucedido, y esas imágenes que se me aparecían las podía identificar de manera mucho más claras. Aunque no eran muy conocidas esas caras, pude recordarlas y comenzar a relacionarlas, ya que no hacía mucho que las había podido ver  en la tele, y no eran otros que  los tres rostros de la terna arbitral del partido que había visto precisamente  el día anterior. 

El tunecino Alí Bennaceur, y sus asistentes, el de Costa Rica, Berny Ulloa y  Bogdan Dotchev, de Bulgaria, habían tenido la tarea de dirigir el partido por los cuartos de final del Mundial México `86 entre la Selección de Inglaterra y la celeste y blanca, nuestra Selección Argentina, justamente el día anterior a lo acontecido en mi cuerpo y mente, en mi pieza.  Ellos tres, y en especial el tunecino Alí, fueron lo que habían ocasionado mis trastornos, mentales y corporales. De qué manera se preguntarán, qué culpa podrían tener estos pobres árbitros? estando ellos tan lejos, en México, y yo por estas tierras, que ni siquiera sabían que mi pueblo existía. Pero fueron ellos, y ya sin dudas, los que produjeron mi estado de apunamiento, mareo, provocando el emesis, en el que devolví toda la pizza de la noche anterior; ellos fueron, poniéndome al límite de mis facultades de cristiano y que solo por el agua bendita es que me pude mantener alejado de Satanás. Fueron ellos, los tres, que durante toda la noche deambularon por mi pieza no dejándome dormir, provocando esas horribles alucinaciones, ese temor y delirio de algo que ellos, en mi oscuro y tenebroso sueño, había pergeñado con toda la mala intención de provocarme, y verme, en el estado en que amanecí a duras penas, luego de ese calvario de congoja y desasosiego que tuve que padecer durante toda la interminable noche.

Pensándolo bien y analizando una y otra vez, y ya más tranquilo, comenzaba a entender el porqué de mi estado a partir de creer saber cuál había sido el disparador de toda esta situación. Ahora me daba cuenta de las reacciones de mi cuerpo, y a la vez, de  mi impulso  con la pobre terna arbitral argentina que estaba en el poster pegado en la pared con sus cabezas llenas de alfileres. Y haber clavado esos alfileres  fue el clic para poder darme cuenta de lo sucedido. El porqué del ataque hacia  Ithurralde y compañía, que en definitiva ellos nada tenían que ver con mi lastimoso estado. Nada, directamente, habían hecho ellos, pero a través de sus presencias, los otros, los que conformaban la terna internacional que estaba en México, pudieron  interactuar  para producirme esos sueños que trastornaron mi conducta. Y fue ahí, en esos  sueños, tristes y tenebrosos, donde se me viene la imagen del tunecino y sus inescrupulosos asistentes, ahora los puedo recordar en sus acciones, en esas gesticulaciones ampulosas agitando sus  brazos como negando, como retractando  algún hecho ocurrido y que según su criterio debía ser rectificada. Una acción que ni siquiera los 114.580 espectadores, más los 22 jugadores y los 2  leisman, pudieron darse cuenta, y  que según el tunecino había ocurrido imaginariamente. 

Me estoy refiriendo a esa maniobra que estuvo en  duda permanente, que mantuvo a la comunidad futbolística en vilo; algo que muchos desconfiaban  que había sucedido, y que  ni las treinta cámaras del canal mexicano  Televisa podían confirmar que algo extra futbolístico había ocurrido. Entonces todos al mismo tiempo se comenzaron a codear en la tribuna preguntándose si había sido o no, si hasta el asistente de ese lateral comenzó a correr hacia el medio del campo convalidando la jugada, pero se tuvo que volver a instancias del árbitro tunecino. Cómo podía ser, que solo una persona lo había visto, ni siquiera el pobre arquero inglés insinuó algún reclamo. Él salió disparado hacia el banderín del córner con los puños apretados, con  sus compañeros siguiéndolo para hacerse un puñado y festejar. Mientras el cabezón, el  central argentino, se encogía de hombros como respuesta a alguna pregunta que le llegaba desde el banco de suplentes pidiendo saber si había sido o no.  El barbado volante central estaba totalmente convencido de la legitimidad de la acción, y se golpeaba la cabeza con la palma de su mano respondiendo a  los gestos de su arquero que hacia  montoncitos con los  dedos preguntando si era válido. 

Para todos había sido legitimo menos para el tunecino Alí, que con un silbatazo anuló la acción haciendo volver todo para atrás, como rebobinando en  aquellos viejos grabadores los casetes T-DK, o de igual manera  con la birome Bic. Nada de festejos ante la irregularidad de la jugada. Tiro libre para Inglaterra y todo seguía cero a cero, según la orden del inepto tunecino.

Eso fue, y solo eso, lo que provocó mi estado deplorable con el que amanecí aquel frío lunes de junio. Esa anulación de algo totalmente legítimo es lo que me había provocado aquel apunamiento. Esa piratería a la mejor manera inglesa, era  lo que había provocado mi sufrimiento, mi terrorífico sueño y mi temeroso despertar. Fue ese árbitro, a través de sus colegas argentinos en el poster lo que me produjo ese endemoniado  estado. Ese hombre vestido de negro fue quien me trastorno con esa fuerza maligna que salía desde el poster pegado en la pared que respondiendo a la energía negativa que le transmitían desde el país azteca se apoderaron de mi mente y cuerpo para provocar la más lastimosa pesadilla sufrida en mi vida, y jamás deseada, ni a mi peor enemigo que no tengo.

Y yo, que me había acostado con toda la ilusión de revivir cada momento de ese partido que sería inolvidable, por los goles, por su autor, por los rivales y antagonista  de toda la vida; que había apoyado la cabeza como buscando ser uno más en aquel partido y participar de alguna pared, en la mitad de la cancha. Y por qué no haber sido yo el que daba aquel pase mágico   en nuestro propio campo para que Él se transformara en el Barrilete Cósmico. Pero no, nada de eso sucedió en esa penosa noche por culpa y gracias al tunecino que en ese maligno  sueño decidió anular aquella Mano de Dios y cambiar la historia. El mismo tunecino que pito toda la tarde en contra y  que hasta nos hizo ir a los penales en que perdimos con los ingleses, y que aquella derrota empaño ese recordado  gol que podría haber pasado a la historia, el de la apilada fantástica, y que solo es un vano recuerdo.

Entonces estaba  justificado mi estado al despertar, mis sensaciones de haberme despertado sabiendo que habíamos quedado afuera  en cuartos de final en un nuevo mundial. Era entonces normal mi tristeza, era justificada  mi demoniaca manera de actuar con solo pensar que habían anulado un gol totalmente legítimo y que la lotería de los penales nos dejó afuera, sin chances de demostrar que teníamos el mejor jugador de toda la historia del fútbol.

Levantarse derrotado, cuando me había acostado eufórico con  tremenda panzada de fútbol y goles contra los ingleses. Levantarse con el peso de la derrota por la negligencia  de un cretino tunecino que sancionó  algo que nunca vio, pero solo la inventó para atormentarme  en ese cruel sueño

Cómo  no sentirme así, suele decir el Indio.

Y mientras la mañana se consumía para llegar a la hora del almuerzo, yo seguía encerrado en mi habitación tratándome de convencer que solo había sido una pesadilla, pero la verdad no quería ni prender la tele por miedo a que la realidad me abofeteara diciéndome que habíamos perdido con los ingleses. Es por eso que me quedé encerrado hasta en un momento escuche que un ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta gooolllll, interminable, ingresaba por la ventana que aún permanecía abierta de par en par pese al frío de la mañana.

El grito venía de la obra en construcción que había al lado de mi casa y que los albañiles habían puesto, como era su costumbre, la radio a todo volumen, y fue por eso que pude seguir escuchando, luego de aquel interminable ta-ta-ta gol, que la voz del uruguayo decía “genio, genio, genio  del fútbol mundial, de que planeta viniste barrilete cósmico…” 

(…ahí la tiene Maradona. Lo marcan dos. Pisa la pelota Maradona. Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial. Puede tocar para…Burruchaga…siempre Maradona…genio, genio, genio…tá, ta, ta, ta, ta, tá, tá…gooooool…quiero llorar…Dios Santo, viva el fútbol…Golaaazooo Diegooo!

Maradona…es para llorar, perdónenme…Maradona en recorrida memorable, en la jugada de todos los tiempos…barrilete cósmico… ¿De qué planeta viniste...para dejar en el camino a tanto inglés? …Para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina…Argentina 2, Inglaterra 0…Diegol, Diegol…Diego Armando Maradona…Gracias Dios por el fútbol…por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2 Inglaterra 0…)

Y fue ahí, y nada más que ahí, dentro de mi cuarto y con la algarabía repetida que imaginaba de los albañiles, y sobre todo,  con la confirmación de ese resultado parcial que el uruguayo me decía, y estaba seguro que no me mentía, que aquella Mano de Dios había sido convalidada, que ese gol que el tunecino había anulado en mi oscuro sueño, no había sido cierto. Aquel histórico y polémico gol, con el correr de los años,  mantendría su autenticidad a pesar de mi noche para el olvido.

Gracias uruguayo por aparecer aquella mañana por mí ventana con tu interminable ta-ta-ta goooollllll, pero gracias a vos, si, a vos Diego por la magia, la alegría, el coraje, y la incalculable  cantidad de adjetivos que no sé ni se me ocurren  y que te corresponden por la  felicidad que me diste, y por el fútbol mismo. Es muy poco lo que te puedo devolver en este 30° aniversario de aquel partido histórico que quedó en el más profundo recuerdo, y que de tanto en tanto lo sueño una y otra vez con los relatos de Víctor Hugo, y que ni siquiera el tunecino pudo volver a revocar aquel histórico resultado.

Como no seguir en deuda con este tipito. Decime vos.

SIEMPRE CON LA MISMA

Nadie más que él se merecía estar en ese lugar, nadie había hecho tantos méritos para estar ahí. Solo él, que la vivió en carne propia y sabe las que pasó, y nosotros, los mellizos que lo seguimos desde siempre, a todos lados, cada día, cada tarde, sin importar el frío, el calor  y la lluvia, o la nieve de aquella tarde en Mendoza, que frío hacía!

Porque vos por la tele vez el, que el tipo está ahí, que los flashes, los micrófonos que lo rodean;  pero… y el camino que tuvo que transitar para llegar a ese momento, los escollos que tuvo que superar? 

Y si, de afuera todo es fácil, porque si eres del equipo de la  contra empiezas con el que “se la hicieron fácil, en inferiores siempre su viejo era amigo de los DT”, o “en los últimos tres años vendieron los cuatro cinco que estaban delante de él,  por eso ahora juega”, y esas cosas infundadas sin saber, realmente, cómo llegó hasta el lugar que está ocupando. 

Porque si me pongo a discutir con esos tipos que no tienen idea de la vida, del esfuerzo por ser alguien y lo que hizo mi amigo para estar ahí, termino a las trompadas, y ya no estoy para eso, es más, si les cuento la paliza que le di una tarde, a este mismo falaciador,  en el pasaje French y Berutti, por defender a mi amigo, solo con eso, este tipo se caya la boca, pero bueno, no vale la pena.

Lo que sí vale la pena que sepan es de los sacrificios que hizo el chabón para estar donde está, los merecimientos que hizo para ganarse ese lugar y la dignidad en cada uno de sus actos. Porque una carrera como la de él no se hace le la noche a la mañana, o porque la frotas y  te aparece Aladino que  te concede un deseo, no, ni ahí. 

Reinaldo Carlos, mi amigo, era del campo, si, vivía a treinta kilómetros de la ciudad, y cada mañana se venía a la escuela secundaria en el camión  de la leche; la primaria la hizo en una escuela  rural a la que asistía a lomo de caballo, a dos leguas de su casa. Y fue en la secundaria cuando lo conocí, en primer año, era muy tímido y respetuoso, pero al Pecoso, mi hermano mellizo, le cayó bien de entrada y se hicieron muy compañeros, tanto que a veces se quedaba a almorzar en nuestra casa, hacíamos los deberes juntos, y a la siesta se iba a la garita que estaba a las afuera, a hacer dedo para que alguien lo llevara.

Era buen alumno, muy aplicado, pero lo que más me sorprendía era la habilidad que tenía con la pelota, para hacer jueguitos, nunca lo había visto jugar, pero a veces después de comer jugábamos “al cuadro” frente de casa, sobre la calle Gral. Paz, y el pibe hacía verdaderos malabares con la redonda.

Un día mi viejo, lo vio, y le tiro como quien no quiere la cosa, una invitación para que alguna tarde se quedará para llevarlo al club y verlo jugar. El club era en el que nosotros jugábamos en las inferiores, ahora estábamos en la categoría novena, pero habíamos arrancado en la escuelita.

El ir al club con mi amigo, significaría que tendría  que pedir permiso a sus padres para quedarse una noche a dormir con nosotros, lo que iba a ser la primera  vez en pasar la noche fuera de su casa. La idea le gusto, y nosotros con el Pecoso le metimos ficha, así que terminó muy entusiasmado, y ya al otro día tenía todo arreglado para quedarse e ir al club para jugar un picado con nuestra categoría, y comprobar si aquellos malabares que hacía con la pelota en el pavimento, no solo era eso, y asegurarse si tenía algunas condiciones para jugar en equipo.

Cuando llegamos a la práctica un poco se sorprendieron en ver a Reinaldo Carlos con nosotros, ya que nunca se quedaba; le habíamos prestado ropa y un par de botines, cosa que en su vida  había usado, y lo pudimos corroborar en los primeros tropezones que se daba al no estar acostumbrado a los tapones del calzado.

La mayoría lo conocían porque compartían el mismo curso al que íbamos nosotros en la Comercial, entonces le fue fácil integrarse al grupo. El DT no lo conocía pero el Pecoso, que era el capitán del equipo, se lo presento diciéndole que  solo era esta vez que venía a jugar, porque se había quedado en nuestra casa a pasar el día, que era del campo, y para que no se quedara solo lo trajimos al entrenamiento.

El DT le dijo que hoy era una práctica de fútbol, ya que era jueves y el sábado teníamos fecha de campeonato, entonces  lo iba a hacer jugar un rato al final del entrenamiento, como para darle el gusto. Mi amigo asistió sin chistar, él ya estaba contento con el solo hecho de estar dentro de una cancha de fútbol en serio.

Mientras nosotros jugábamos el partido, cada tanto trataba de ubicar visualmente a Reinaldo Carlos que se la pasó haciendo jueguitos con la pelota detrás del banco de suplentes. En un momento cuando ya quedaba poco para terminar, el DT lo llamó y le dijo que entrara a jugar preguntándole antes de qué jugaba,  lo que él contestó “de cualquier cosa, menos de arquero”

Sin querer se paró en la posición de número cinco y al principio corría para todos lados, hasta que en una  jugada, mi hermano, que en ese momento estaba en el equipo de los suplentes,  le da un pase que controló con mucha categoría, y empezó a correr con la pelota hacia el arco rival, paso uno y después otro, hasta que le salió el primer central que lo eliminó con un caño, ya no le quedaban rivales, y llegando al área al ver al arquero adelantado, Reinaldo Carlos se la “picó” y la pelota entró mansamente dando dos piques antes de ingresar al arco.

Él pegó media vuelta y se volvió a posicionar en la mitad de la cancha como si nada, como que siempre hacía ese tipo de cosas. Nosotros, todos los que estábamos jugando, y los que estaban mirando, incluido mi papá que estaba sentado en la tribuna, y nuestro DT en el banco, quedamos helados, no podíamos salir del asombro que se había apoderado de cada uno  por lo que acabábamos de ver, una jugada Maradoniana, digna de un veterano jugador, y no de un principiante, que ni siquiera eso  era mi amigo.

Los dos silbatazos que pegó el DT hicieron  que volviéramos a la realidad, y con un ademán, nos reunió en la media luna del área en donde dio por concluida la práctica. Dio la lista de los que estaban convocados para  jugar el sábado una nueva fecha de local por el campeonato de la Liga  y nos despidió con todas las recomendaciones de la última práctica de la semana.

Cuando todos se estaban retirando el DT llamó al Pecoso y le dijo que lo siguiera trayendo a Reinaldo Carlos, porque le había gustado como había jugado esos pocos minutos y quería comprobar que la jugada que había hecho no era pura casualidad.

Mi papá nos estaba esperando para llevarnos de regreso a casa,  y ninguno dijo una sola palabra de lo dicho por el DT. Después que nos bañamos y estábamos listos para la cena, el Pecoso contó que el DT  le había pedido que lo siguiéramos llevando a Reinaldo Carlos a las prácticas, que lo quisiera seguir viendo porque le había caído bien y le gusto la manera de jugar.

Nuestro papá sabía mucho de fútbol, y al escuchar esto, dijo, que si al DT  le había gustado, algo le había visto, ya que por sus manos habían pasado un montón de grandes jugadores, que ahora estaban en la primera de clubes de Buenos Aires, y hasta algunos estaban jugando en Europa.

Mi amigo al escuchar esto siguió callado como siempre, como era él, y se puso muy colorado, como si el destino le estuviera preparando algo.

Desde ese día, y con el consentimiento de los padres, Reinaldo Carlos  se incorporó al club y lo ficharon para jugar en el torneo de la Liga, ni hablar que se transformó en uno de los mejores de nuestra categoría, que al final del año terminó campeona.

La vida que hacía mi amigo para venir al secundario, quedarse en la prácticas, era digno de valorar, tenía tanta disciplina, constancia y entusiasmo por lo que hacía que era un ejemplo a seguir. Para los que vivíamos en la ciudad, era fácil ir a cada práctica o  los sábados  para jugar los partidos, pero para él, que más de una vez se hizo los treinta kilómetros del campo a lomo de caballo para venir a jugar un partido, ya que no tenía quien lo trajera, y el camión de la leche solo venía por la mañana.

Un día mi mellizo, el Pecoso, cuando estábamos a punto de salir del vestuario para jugar un partido, se sacó la cinta de capitán y dijo que había sido un honor ser el capitán todos estos años, pero que de ahora en más, mi amigo, nuestro amigo, el amigo de todos, Reinado Carlos, llevaría la cinta porque había hecho sobrados méritos  para ello. A mí, te lo juro, se me hizo un nudo en la garganta, me hice el pavo refregándome la cara, porque se me había saltado una lagrima por la acción del melli.

Nunca más dejó de ser el capitán.

A los diecisiete años  terminamos la secundaria, completamos todas las categorías de inferiores en el club y estábamos por comenzar una nueva pretemporada, ahora con el plantel de primera, cuando una tarde antes de comenzar la rutina, llegó un lujoso auto negro del que bajaron una par de tipos trajeados y preguntaron por mi amigo, querían hablar con él. Después que lo localizaron y estuvieron hablando por más de media hora; cuando Reinaldo Carlos se incorporó al grupo, y mientras íbamos trotando me contó que esos hombres eran representantes del Flamengo de Río de Janeiro y que lo habían estado siguiendo y  estaban interesados en llevarlo a jugar al torneo carioca. No podía creer lo que estaba escuchando y él como si nada, como que le hubiesen dicho que el domingo iba a llover.

Después del entrenamiento me enseñó  un precontrato que le habían dejado para que se lo mostrara a los padres y se los devolviera firmado, si es que le interesaba la propuesta, que en diez días volvían, salvo, si se decidía antes, que los llamara por teléfono.

En casa, y a punto de compartir una nueva cena, en la que estaban presentes sus padres, él sacó el tema de la propuesta, mostró los precontratos, y comentó algunas cosas más que había charlado con los representantes, y con su consabida educación, pidió la opinión de todos. Nosotros, los mellizos, lo primero que le dijimos que agarra viaje. Sus padres estaban azorados, se miraban entre ellos, y solo dijeron que él tenía que decidir, pero antes tenía que escuchar a nuestro padre, qué opinaba  al respecto, ya que mi amigo a esta altura, de tantos años compartidos, era un hermano más, era el trillizo, como nos charlaban las chicas en la secundaria.

Mi papá jocosamente dijo que si la invitación hubiese sido por algunos de sus mellizos, ya hubiese firmado para que se lo llevaran. Pero luego tomo la cosa en serio, y con su vasta experiencia lo aconsejó de la siguiente manera:

“Mira, en todo este tiempo, y aquí con tus padres presentes, debo decir que eres un hijo más para nosotros, -- lo que mi madre asentía  desde la otra punta de la mesa--, tienes una conducta intachable, eres un buen estudiante, y tus condiciones futbolísticas, tarde o temprano, te iban a llevar a esta situación, que clubes importantes pusieran la mirada sobre vos. Primero hay que evaluar la seriedad de la propuesta, el Flamengo es uno de los clubes más importantes del mundo, eso está claro. El desarraigo, los amigos, tus padres y todo tu entorno actuará en contra, sentimentalmente digo, a la hora de tu partida, si es que tienes decidido ser jugador profesional. Es Brasil, no es muy lejos, la comunicación en estos tiempos es muy fácil y accesible, por lo que no es una contra. Ahora bien,-- prosiguió nuestro padre--, lo primero que debes escuchar es lo que te dicta tu corazón, lo demás son todos puntos favorable, desde lo económico, la posibilidad de viajes, aprender otros idiomas y un sinnúmero de beneficios que irán apareciendo en el tiempo. Pero primero escucha a tu corazón.”

Nadie dijo más nada sobre el tema, que sabio que es mi viejo, me dije para mis adentros.

Los ravioles con pollo que había preparado mi mamá  fueron un gran cierre para la noche.

De lo que estaba pasando con esta propuesta recibida de los brasileros nadie sabía nada, no abrimos la boca, era un tema de “la familia”. Y mira que los pibes preguntaban que quién eran los del auto negro, que si te habían venido a comprar el pase, y dale con todo ese tipo de preguntas, lo que nosotros decíamos, nuestro amigo sobre todo, que eran de una universidad que le había ofrecido una beca por las buenas notas en la secundaria. Así zafó.

Pero en nuestro ámbito, nosotros, los mellizos, le metíamos ficha que tenía que agarrar viaje, que era la oportunidad de su vida, que el tren pasa una vez, y todas esas cosas tratándolo de convencer para que se mudara a Río de Janeiro. Ya nos veíamos con la sunga puesta  en las playas de Copacabana, mientras Reinaldo Carlos transpiraba en el Maracaná.

Él era muy meticuloso, y no se arrebataría a tomar una decisión así nomás, a prontas y tontas; en mi caso, ya estaría con las valijas hechas, pero él no, él estudiaba todo antes de tomar una decisión, como cuando estaba en la cancha, muy cerebral,  siempre te daba la pelota de la mejor manera, te hacía un gol de afuera del área o ponía una asistencia entre líneas que solo tenías que empujarla para que se transforme en gol.

Era así, y le iba bien.

Se cumplía el plazo de los diez días que le habían dado los  representantes para que les diera una respuesta, y el antes que le preguntáramos algo nos reunió y nos dijo que se quedaba, que no tenía intenciones de dejar el club, ni a nosotros, “sus hermanos”,  cosas del desarraigo y el amor que le tenía al club que le había dado la posibilidad de jugar y que lo conozcan, lo habían llevado a tomar esta resolución.

Nosotros le dijimos que respetábamos lo que el decidía y que del tema no se hablaría mas, que era muy inteligente y él sabía lo que hacía.

Después de esta propuesta no aceptada vino una nueva ¿qué digo una nueva? decenas de representantes se contactaban con él, con mi papá, con la gente del club. De Central, Independiente, San Pablo, Udinese y el City, por nombrar los que me acuerdo ahora, quisieron llevárselo, pero él, nada, se mantuvo en su postura de seguir jugando para el club de la ciudad.

En la cancha era un crack, casi solo, él con sus dieciocho años,  había llevado al club a un nuevo campeonato en la Liga lo que le valió ganar la plaza al Argentino B. Nosotros con el Pecoso, la peleábamos en la reserva, pero seguíamos y alentábamos a nuestro Amigo, bah, hermano a esta altura de la vida.

Solo me quedaban dos materias  para terminar mi carrera de medicina; el Pecoso con sus veinticinco años ya se había casado y estaba esperando su tercer hijo, mientras seguía progresando con su negocio de cotillón. Reinaldo Carlos se había recibido de maestro y daba clase en la escuela rural a la que él había asistido de chico. Nunca quiso seguir una carrera universitaria porque eso lo alejaría de nuestra ciudad, y por ende, del club al que tanto quería,  y ya al final de una nueva temporada estaban a punto de lograr  la máxima proeza en la historia del club.

Por eso hora, en esta tarde que quedara para el recuerdo, junto  al Pecoso,  lo vemos levantar la copa con la cinta de capitán en su brazo, que el mismo mellizo le entrego aquella tarde cuando jugábamos en la novena y que nunca dejó de usar. Y no es una copa más, es un campeonato que le está  dando al club el ascenso al Nacional B, un hecho nunca antes conseguido.

Entonces, que me la van a contar a mí lo que fue capaz de lograr mi amigo comandando como nadie al club a lograr esta hazaña. Que me van a decir ahora que no se merece que sea él quien levante la copa? si se venía a lomo de caballo a jugar, si rechazo la oferta de los brasileros y todas las que vinieron después; si ni siquiera se fue a la capital a estudiar una carrera más redituable para poder seguir jugando en el club de su vida; claro si él estaba para ser maestro, dentro y fuera de la cancha.

Que me van hablar Ustedes de ídolos, por favor, si él, mi gran amigo, mi casi hermano, Reinaldo Carlos, les dio una lección de vida, de esas en que los sentimientos, los amigos y el amor por la camiseta, no tienen precio, ni siquiera una montaña de dólares pudieron doblegarle sus ideales.

Por eso capitán, nadie más que Usted se ganó el derecho de que lo levanten en andas con la copa en alto.

LAS VEDAS

En otros tiempos, y  con situaciones caóticas en nuestro país por  la falta de muchos productos, casi indispensables, como la carne, la harina o el azúcar,  por solo nombrar algunos, hacía que a la hora de la elaboración del almuerzo o la cena, por parte de las amas de casas, se les complicara en más de una ocasión; pero la habilidad culinaria de estas hacían maravillas frente a las ollas y de una manera u otra, siempre salían del paso para complacer a su familia.

Las pastas reemplazaba a los diarios pucheros,  y los guisos de arroz era una buena alterativa también, eso sí, los edulcorantes en las mazamorras y el arroz con leche, no podían suplir nunca   al azúcar. El tema más preocupante era para los empedernidos fumadores que daban lo que no tenía por un miserable atado de cigarrillos. Recuerdo una tarde que acompañe a mi papá, tras cincuenta kilómetros de marcha, para conseguir un cartón de Imparciales, a pesar de que él fumaba Fontanares Extra Fino, sin filtros. Incontrolable  y triste vicio,

Pero aquellas vedas de alimentos  más que mal se las sobrellevaba cambiado el hábito de la alimentación. Las vedas graves, las casi insuperables, son las que padecemos en la actualidad.

Tal vez ustedes se pregunten a que hago referencia, porque alimentos no están faltado, con respecto a la comida hay de todo y para todos. Con respecto a los vicios, cada vez hay más marcas de cigarros. No falta casi nada, es más, están sobrando  algunos dígitos en la inflación, como históricamente sucede en nuestro querido país.

Es que, mis estimados, ustedes bien sabrán que no sólo de pan vive el hombre, por lo tanto, aunque sea en forma temporaria, la falta de algunos  artículos de primera necesidad,  los de uso diario, hacen que la psicosis por momentos sea incontrolable. La ansiedad supera largamente la paciencia del hombre, que es capaz, ante la falta de este  producto básico  en su canasta, de realizar algunos actos que para el común  de la gente serían incompresibles, imposible de encontrarles un motivo razonable a que lo lleve a ponerse en el estado que a menudo se puede ver a gran parte de nuestra comunidad.

Y si, más de una vez entras al cuarto de alguno de estos seres atacados, y los vez ahí, en un rincón, tirados, indispuestos y muy desmejorados, con la mirada perdida y  con la televisión encendida en algún canal, no sé, Paka Paka, Utilísima o tal vez los Simpson, sin que le puedan prestar  el mínimo de atención. No sería nada raro, también,  que los encuentres garabateado algo ilegible e incomprensible en una hoja de papel Canson  con un crayón blanco o intentando escribir con su propio dedo índice untando en un tintero o en un pomo de tempera.

 

 

 

Pero lo más triste es cuando tocan fondo y los ves  en posición fetal, tirados en el césped de su jardín, balbuceando, o intentar hacerlo, sin saber realmente que pretenden  decir; pero que si se les presta una fina atención puedes llegar a relacionar su incomprensible idioma con los relatos de algún Pollo Vignolo, un Mariano Closs o porque no, del  Bambino Pons, cuando al final puedes alcanzar descifrar el… “cantalo, cantalo, cantalo”, o tal vez  un…“es un buen momento”, y porque no el conocido…“para que te traje”.

Todos estos síntomas han sido tratados por especialistas científicos, pero  aún no han sido capaces de darle un diagnóstico, y menos aún, una solución, a partir de la base que no saben el origen que ocasiona este triste y lamentable estado en los individuos. Lo único que tiene claro la ciencia, es que afecta al sexo masculino, sí, solamente, y por suerte hasta el momento,   a los hombres.

A mi entender, la ciencia lo único que ha podido establecer es que es algo temporario, pasajero, por tal motivo no quiere profundizar sobre el tema para que la psicosis no se generalice y no haya un estampido social, que sin dudas,  sería el principio del fin.

Pero uno, sin ser un erudito, con una educación básica, pero conocedor de ciertas manifestaciones corporales de los hombres,   debido a  una cierta capacidad en el  poder de la  observación y el  sentido común, al ir  relacionando  un caso con el otro; de ver al vecino en su accionar, en cómo te saluda,  de verlo con el calzoncillo arriba del pantalón, o simplemente al  verlo tomar agua  del mismo recipiente que lo hace su propio perro. En esos precisos momentos en que comienzan con  sus raras manifestaciones, sus cambios de conductas, he podido  llegar a algunas conclusiones, y creo no estar equivocado, humildemente les digo.

Con la ciencia y todos sus estudiosos en algo coincidimos, que es temporario y pasajeros. Pero ellos solo se quedan con eso, y me parece muy mezquino de su parte, por lo que trataré de ampliar mi opinión  sobre el tema, y tal vez porque no, ofrecerles una solución.

Luego de la aparición de los primeros casos, con los síntomas ya manifestados, comencé a llevar un registro con la fecha en que esto acontecimientos se producían. Luego de un lustro de un minucioso seguimiento de casos testigos, y porque no, de algunos síntomas personales que también he padecido  y sabido sobrellevar, y que  con mi carácter simulador no se han hecho notorios, pude descifrar los motivos que llevan a estos individuos a  las transformaciones que este mal castiga a los hombres, y que trataré de explicarles de la manera más convincente  posible. 

Las apariciones de estos casos, como ya dije, pasajeros y temporarios, se producen entre los meses de junio y julio, y continúan  a partir de la primera semana de diciembre hasta casi fines de febrero. Eso está comprobado y certificado.  Lo que les puedo aseverar que no es por las bajas temperaturas invernales ni la subida de la columna mercurial en la época estival, eso fue  descartado de raíz. 

Una vez que pude confirmar que el ciento por ciento de los casos se producía en esos períodos del año, me enfoqué en los por qué.

Las llegadas de las vacaciones, tanto invernales como de verano, me obligaron a encaminarme para ese lado, lo que hizo que lo  desechara  de plano al ver que los pacientes, en su mayoría, no tenía acceso a tales beneficios vacacionales,  ni siquiera aquellos que tenían hasta cuatro planes sociales dentro de los integrantes de la familia del afectado.

La llegada del exiguo  aguinaldo que se producen en esos meses podría haber sido el motivo de estas reacciones, pero tampoco, ya que el aguinaldo viene de muchas décadas atrás, y esto  que sucede  es algo nuevo, de estos tiempos. Por ahí charlando sobre el tema con amigos, aún no afectados,  en el café, alguien tiro que se hablaba de un posible  virus, hipótesis que aborte  de plano, ya que los análisis efectuados por los facultativos  no arrojaban ninguna aparición de un ser extraño.

El diagnóstico del por qué seguían sucediendo estas cosas lo pude descubrir una noche en que revisado unos CD  de viejos partidos de fútbol, comencé a sentir  los síntomas de los demás pacientes, síntomas que se me pasaron al comenzar a ver el partido del CD que había seleccionado, pero estas manifestaciones volvían a aparecer al momento en que me daba cuenta que a ese partido ya lo había visto, al menos, unas cinco veces.

Volví a hacerme ese tipo de pruebas, como un verdadero  conejillo de la India, una y diez veces más, hasta confirmar y asegurarme para poder dictaminar con evidente seguridad de manera  definitiva y contundente. El caso estaba resuelto y el medicamento para la cura de tan terrible enfermedad estaba al alcance de las manos  del gobierno  con la colaboración y consentimiento  de la AFA.

El problema de estas reacciones en los ciudadanos, sobre todo de la clase media y baja, se debía, se debe, a la falta de partidos de fútbol oficiales,… ¡ni más ni menos! Entonces no harían faltas ni menjunjes, pócimas milagrosas o algún buche de caña con ruda macho. Para nada amigos, la solución era mucho más sencilla como verán.

Porque podrá pasar partidos repetidos, como me pasó con los CD a mí, recordado grades momentos; podrá verse a través de la pantalla partidos épicos como aquel Argentina –Brasil del Mundial ’90 y todos los penales del Goyco, pero nada; o volver a ver aquella  memorable hazaña del Nacional del ’77 de Independiente sobre Talleres, pero no causara efecto sobre las reacciones de delirios que atacaban a los afectados. O querrán  hacernos disfrutar los goles del “Único” a los ingleses en el ’86, o su última obra frente a Grecia en el ´94, tras lo cual “nos cortaron las piernas”, pero nada, el mal seguirá atacando, la epidemia seguirá apoderándose de los hombres. Las copas de verano promocionando en sus marquesinas  las presentaciones de las nuevas estrellas tratarán de  calmar a los dolientes,  pero solo será eso, un paliativo, un calmante para esta psicosis, a esta altura, generalizada.

Porque ustedes se dan cuenta lo que les digo, esta veda de fútbol oficial no se puede sobrellevar de nigua manera, los infectados no parecen tener cura, ya que no se puede superar con estos partidos amistosos, la gente quiere partidos oficiales, partidos por los puntos, jugados con los dientes apretados, en los cuales cada milésima perdida agrande la angustia hacia el camino de la B Nacional, o cada triunfo te acerque a la zona de las copas, o porque no, a la pelea directa por el campeonato.

Por eso amigos, un gran remedio  para un gran mal,  no es otra que un campeonato desde enero a diciembre, y la calma llegará al pueblo futbolero, el que dejará de padecer esos trastornos horribles, andar desplazándose como zombis,  de interminables  pesadillas domingueras que te dejan postrado en algún banco  en el parque alimentado a las palomas y escuchando en la portátil los resultados de la Premier y del Calcio.

MARCADOR DE PUNTA

Del Piero era un tano, viudo, nacido en Nápoles, que había venido con sus cinco hijos a la Argentina a principios de la década del `90 del siglo pasado.

Tenía una pizzería temática con la ornamentación que a todo futbolero le gusta ver, y porque no, tener, acentuando esta comunión que tienen los italianos con el fútbol, al igual que nosotros, y por sobre todo, por su lugar de procedencia y en la época que le tocó vivir. No está de más decir que la devoción que proclamaba por  El Diego, era total, seguía siendo su Dios futbolístico, a pesar del tiempo transcurrido.

Vivió los años dorados de la celeste del sur italiano, en la que el Napoli hizo frente a los poderosos del norte con El Diego  como su máximo gladiador dando batallas, y ganándolas a casi todas, en cualquier coliseo de turno.

El nombre del tano era Nemo, y por una rara coincidencia a sus hijos le había puesto Andreas, Pietro, Omero, Lombardo e Ignazio; lo que hacía  que al unir las seis iniciales le dieran otro significado a su vida.

La pizzería se llamaba “La Napolitana, pizzas y moscatos”, y en ella trabajaban los seis, o sea, toda la familia, y por lo que se veía les iba muy bien, ayudados por la excelente ubicación que tenía el local sobre la única peatonal que había  en la ciudad.

El local estaba embanderado con  los escudos de los equipos más conocidos de todo el mundo desde el Flamengo al Real Madrid, pasando por el Bayer, la Juventus y el Olimpique de Marsella. No faltaban los de  Boca y River, y hasta un escudo verde con la franja blanca que no tenía ninguna inicial se podía ver en una de las paredes.

Nemo  era fanático de su equipo, el Napoli, pero no comía vidrios, era muy comerciante y tenía a la clientela muy conforme y aceptaba banderines, poster, fotos de futbolistas,  o cualquier merchandising que le acercaban los comensales.

En un rincón muy especial para él, que lo había acondicionado casi como un altar, se podían observar tres camisetas enmarcadas, con el mismo número y el mismo color, una del Napoli, la otra de la Selección de Uruguay y la tercera era de Alberdi,   autografiadas por el Diego, el Enzo y el Mudo.

El tano era un enamorado del fútbol y consumía todo tipo de información. Teníamos una sincera amistad que nació por la pasión por la redonda que cada mediodía la fortalecíamos con mi paso por su pizzería para tomar un moscato “al salto”  acompañado de  una porción de fugazzeta. Algunas noches nos juntaban con otros amigos, ya casi al cierre de su negocio, para que nos hiciera algunas pastas que no estaban en la carta para los clientes.

En largas noches de charlas en donde  la pasión se apoderaba de Nemo, más de una vez, hacía que soltara alguna lágrima rememorando los tiempos de gloria de su, siempre nuestro, Napoli.

Sabía contarme de las ilusiones que algunos de sus hijos fuese jugador de fútbol, sin importarle en que club ni en qué nivel de competencia lo hicieran, solo le hubiera gustado verlos dentro de una cancha.

Él sabía que estaba dirigiendo la primera local del club de la ciudad, por eso en una trasnochada me preguntó si no les hacía un lugar en el plantel a sus dos hijos más chicos, Andreas y Pietro, de 18 y 19 años respectivamente.

Accedí al pedido diciéndole que los enviara a la próxima práctica y los vería como se desempeñaban para luego evaluarlos, y tomar una decisión sobre si podrían, o no, sumarse al plantel.

Del Piero me anticipó que Pietro podría jugar como volante central, y Andreas como marcador de punta derecho, y sobre este último acentuó el interés.

Como lo habíamos pactado, los tanitos se presentaron a la práctica del plantel en el que cruzaron saludos con otros pibes que se conocían, me parece, de alguna entrega de delivery de la pizzería de su padre Nemo. Eran dos tanitos de ojos celestes, ambos. Andreas tenía el cabello muy largo por lo que se lo recogía y se lo ataba con una colita de caballo. Pietro, muy rubio también como su hermano, pero con rizos.

La verdad me sorprendieron con su manera de jugar, y por sobre todo, por su carácter, un verdadero italiano; pidiendo la pelota y haciéndose el distribuidor del juego, por parte de Pietro, el volante central, con gran panorama para jugar y leer el juego. Y sobre la actuación de Andreas, puedo decirles que fue sobresaliente, clausurando con una actitud aguerrida cuando tuvo que marcar, y mostrándose para ser salida a la hora de jugar. Pasaba bien al ataque, con y sin pelota, y hasta se animó a patear un tiro libre que clavó en un ángulo.

Luego de la prueba, y con la presencia de un par de dirigentes, les fui muy claro. Les dije que me interesaba que los dos fueran fichados, eran jóvenes proyectos; que Pietro la tenía más complicada porque en su puesto jugaba uno de los mejores del plantel y que además era el capitán. 

Con respecto a Andreas les dije que me había sorprendido por todas las cualidades mencionadas anteriormente, y que ambos eran bienvenidos a integrar el equipo de la local, cosa que sucedió en el transcurso de la semana.

Pietro era muy extrovertido y mantenía su tonada de cuna, y cada tanto se mandaba algunas puteadas en italiano que los criollitos de acá no entendían, un porca miseria,  madona santa, fiyo della gran mignotta, se lo solía escuchar. Se integró muy rápido al grupo y siempre estaba dispuesto para organizar juntadas y comer asados.

No sucedía lo mismo con Andreas, que tenía una doble personalidad muy marcada, totalmente distinta  dentro y fuera de la cancha. Cuando estaban en práctica o jugando algún partido, era una fiera, jugando muy bien, hablando, gesticulando, permanentemente ordenando la línea de cuatro desde su posición de lateral derecho, en su indiscutida titularidad. Pero el tema era cuando salía, no tenía participación con el grupo, no se juntaba con los demás pibes, ni siquiera se duchaba después de los entrenamientos o partidos. Siempre tenía una excusa para no hacerlo. Prácticamente no usaba los vestidores ya que entre la semana llegaba cambiado para comenzar con la rutina, y los domingos de partidos se cambiaba solo, en un rincón, y hasta a veces, se iba directamente a los sanitarios a vestirse. Era muy raro en ese aspecto si lo comparábamos con la comunicación que mantenía dentro de la cancha.

Y no solo en lo que respecta al fútbol Andreas se mantenía alejado del grupo, sino que no se juntaba con los demás pibes en las previas que hacían antes de salir, cuando el fútbol se los permitía; ni siquiera participaba en los campeonatos en la play que se hacían en la sala de videos, y muy rara vez se quedaba en los asados de los viernes en los que siempre, cuando aceptaba quedarse, se iba temprano.

Una vez charlando con Pietro le comenté que observaba de Andreas algunas actitudes medio raras, si se podía decir así,  que se mantenía siempre al margen del grupo, no se integraba en forma definitiva. 

Pietro solo me contestó que era así, siempre, desde bambino. Me aseguraba que al saber que su madre había fallecido cuando nació, le afectó demasiado y ya en la escuela siempre tuvo problemas de convivencia, se peleaba mucho con los chicos y en los recreos, siempre   deambulaba  por las galerías.

El volante central me confió que el fútbol había ayudado mucho a Andreas ya que al menos, dentro de la cancha, era más espontaneo, se expresaba y era su lugar más feliz del mundo.

Nemo Del Piero estaba feliz, muy feliz, porque sus tanitos  estaban jugando al fútbol en el club de la ciudad, me tenía a mí como DT  de sus hijos, y  los domingos se iba a la cancha a despuntar el vicio de tifoso y a descargarse contra el árbitro las broncas de la semana en un indescifrable lenguaje mafioso.

A pesar que tuvo que poner un empleado para que haga el delivery, ya que sus hijos a la tarde-noche no estaban en La Napolitana por el tema de los entrenamientos, la pizzería estaba pasando por su mejor momento, se había hecho muy popular en la ciudad, y la incorporación de Pietro y Andreas al equipo del club favoreció de  sobremanera, ya que dos veces, al menos, por semana, se juntaban todos en La Napolitana, y en ocasiones que me invitaban participaba para que esto de hacer grupo sea real.

Y volviendo a las actitudes de Andreas fuera de la cancha, en La Napolitana, mientras hacia su trabajo de mozo, también era muy reservado en la atención por más confianza que teníamos por lo del fútbol, siempre se mantenía a distancia, de manera muy educada, pero solo un saludo,  levantando el pedido o preguntando si necesitaba algo más. En estas ocasiones se lo veía con un look totalmente distinto al que mostraba cuando estaba en el club, acá se soltaba el cabello que sobrepasa los hombros, pero por higiene usaba una cofia en la que se leía “La Napolitana, pizzas y moscatos”.

No había que darle más vueltas a su forma de ser, Andreas era así, como me había dicho Pietro alguna vez; el grupo lo entendió y aceptaba su forma de ser, después de todo, en la cancha, que era lo que más le importaba al equipo, era un verdadero crack, y luego de su primera temporada como titular nunca más soltó esa camiseta número cuatro hasta que luego de seis años, y varias vueltas olímpicas, decidió, sorpresivamente, dejar de jugar, se retiró del fútbol a los veinticinco años.

Hacía algunos años que no era el DT  de Andreas, ya que permanecía conduciendo la división local, mientras que él se desempeñaba en el equipo de primera que competía en la B Metropolitana y tenía grandes chances de ascender esta temporada a la Primera División, y por una cuestión de suerte y penales, se habían colado en las semifinales de la Copa Argentina.

Por eso la gran sorpresa de la noticia cuando me enteré que abandonaba el fútbol, en su mejor momento, a un paso del fútbol grande y pretendido por varios equipos de la Capital y algunas ofertas que el club estaba manejando de equipos de la Premier League.

No solo yo fui el sorprendido por la novedad, todo el que estaba relacionado con el fútbol de la ciudad se preguntaba el porqué, qué había llevado a tomar esta decisión, ya que no había lesiones que pudiera uno imaginarse que podría ser la causa, la verdad, una sorpresa mayúscula.

Por su parte Pietro no decía nada, le preguntaban los demás jugadores y nada, no largaba prenda, se excusaba de que Andreas se  encontraba saturado, que las ofertas que habían llegado por su pase lo habían puesto muy nervioso ya que no quería irse de la ciudad, y algunos dirigentes lo estaban presionando para que aceptara una transferencia, con todo lo que eso significaría para el club.

Pasaron algunas semana y el tema se enfrió, ya nadie preguntó más nada sobre Andreas, no se lo vio más por el club y casi no trabajaba en La Napolitana. Todo esto a mí me pareció muy raro.

La amistad con Nemo Del Piero había crecido durante todos estos años de tal manera que me ofreció asociarme para abrir tres pizzerías más en la ciudad, lo que acepte gustoso con  solo pensar que el tano sabía del tema y lo mío  era  realizar un aporte de capitales.

En la inauguración de La Napolitana IV se invitó a todos los amigos de la primera hora en donde el moscato y el shop acompañaban a las fugazza, napolitanas y mozzarellas hasta altas horas de la madrugada.

Cuando ya se habían ido los invitados, convide  a Nemo, ahora mi socio,  a sentarnos un rato, y moscato va moscato viene, nos bajamos un par de botellas y entre copa y copa se me vino a la cabeza lo del retiro de Andreas, entonces como buscando algo que nadie sabía le pregunté al tano si él me podía decir algo más de esa decisión, si había algo detrás del prematuro retiro.

Del Piero me clavó la vista, penetrante y firme, parecía que había hecho una pregunta fuera de lugar, me dije para mis adentros, se estaba poniendo colorado como los morrones que le ponía a las pizzas, y en un momento dado se derritió como mozzarella al fuego, se quebró con un llanto interminable y balbuceando palabras incomprensibles en italiano me abrazó por un largo rato, hasta que se pasó el delantal enharinado, que  aún llevaba puesto, por su cara, se puso de pie y apoyando sus enormes manos sobre mis hombros me dijo:

“Andreas dejó de jugar porque está embarazada”

Con esa terrible confesión del tano solo recuerdo las réplicas de las camisetas celestes autografiadas que se encontraban en un rincón, el resto de la confesión la escuché en el hospital por parte de Pietro que me contó la siguiente historia:

“Andreas es mujer, su nombre no tiene género, por eso en Italia se lo ponen a nenes o nenas. Cuando ella nació nuestra madre murió en el parto, entonces nuestro padre nunca quiso que haya una mujer en la familia y crio a Andreas como un varón. En Nápoles solo hizo hasta jardín como una nena, pero al venirnos a esta tierra, y al ver que Andreas estaba todo el día jugando con nosotros que éramos todos varones, comenzó a tomar hábitos de hombres, hasta aprendió a jugar al fútbol y está demás que le diga como lo hace. Pero ella estaba sufriendo mucho en los últimos años ya que se había enamorado de un chico que conoció en el club con quien se veía a escondidas, y bueno, Usted sabe cómo es esto, y paso lo que pasó, quedó embarazada y ya no puede ocultar más su oscura identidad, por lo que decidió dejar de jugar y tomar el rol de mujer como siempre debió ser”

Quedé helado, no me salía palabra para esta incómoda situación, pero bien asumida por Pietro, solo se me ocurrió preguntar por quién era el novio, a lo que el volante central me dijo que yo lo conocía muy bien y que no era otro que Francesco Ferrara, el nueve de la primera del club.

Francesco!!! exclamé sin ningún tipo de reservas, el romperdes, el goleador de las últimas cinco temporadas había embocado, como no podía ser de otra manera, a la hija de mi amigo, y socio, Nemo Del Piero.

No podía salir de mi asombro ahí mismo, recostado en esa cama de la fría sala del hospital, cuando de repente aparece el tano, y sentándose al costado de la cama, me agarra de la mano y me dice:

“Te pido perdón por haberte ocultado toda esta historia de Andreas, y agradezco lo que hiciste por ellos y por mí, algún día todo tenía que salir a la luz y ese día llegó. No me siento  dolido por la situación familiar y del embarazo, para nada, estoy feliz de volver a ser abuelo. Ellos ya están rumbo a Italia. Andreas será una gran madre, pero mi mayor dolor no es todo este ocultamiento, te repito, no, eso no es lo más grave, lo peor está por venir”

--Pero Nemo, que es lo tan grave que puede suceder, ya pasó todo, se esclareció la situación de Andreas, que más, terminé preguntando.

Y el tano, levantando temperatura y con su grave voz, se paró y mirándome a los ojos, como aquella vez, de despachó con el siguiente comentario.

“Ya sé que lo de Andreas ya pasó, pero el muy desgraciado del Francesco Ferrara  tiene todo arreglado para jugar en la Juventus de Turín, los mismos miserables mafiosos del Norte de Italia a los que batallamos en la década de los `80”

“A vos te parece, socio, traicionarme de esa manera?...,  figlio di putana!!!”

공원 아마 야, 요리사와 마구

(PARK AMAYA, CHEF Y TALABARTERO)

El arroz es un cereal, una monocotiledónea,  con importantes propiedades alimenticias que desde chico  comencé a saborear con aquel riquísimo arroz con leche, con canela, azúcar quemada y ralladura de naranja, que sabía preparar mi abuela. Era nuestro postre, tan común, como lo es para los orientales, el arroz, como su comida principal, y muchas veces  única. Es típicamente el alimento más  popular en muchas culturas culinarias  de  países como China, Japón y demás comunidades de  la extensa Asia.

Es el segundo cereal en producción mundial  detrás del maíz, pero el más importante en la alimentación humana por el salvado, entre otras propiedades, que contrarresta al colesterol.  Indispensable para los oriundos de la tierra del Sol Naciente, tan valioso para ellos como para nosotros los es  el pan.

El arroz, alimento básico en la cocina asiática, y sus múltiples recetas que van desde los populares guisos con menudos de aves, pasando por las torrejas de arroz, tortillas, alfajores, hasta llegar a las  paellas gallegas y terminar en la leche y el  vinagre de arroz. El arroz es casi irremplazable  por  su harina para sustituir a la del trigo y poder hacer las pastas  sin gluten que mucho se consume  en estos días por parte de los que padecen la celiaquía, enfermedad que no tolera al gluten del trigo, avena, cebada y centeno (productos sin TACC)

Coreanos, vietnamitas, camboyanos,  y cuanto ser humano con los ojos “achinados”, como puñalada en tarro, se nos cruce, son grandes consumidores de arroz, y  los identificamos sin saber bien su origen, como un “ponja” más, o un chino de estos que ahora tanto pululan por estos pagos, adueñándose de supermercado que a la deriva se encuentre, o hasta de un simple mini mercadito de barrio que ellos se encargan de transformarlo en un importante centro de venta  de artículos alimenticios.

Así es, que el gentilicio  chino o japonés, le caen bien a cualquiera de estos seres con marcados rasgos orientales, parientes del solitario Kung Fu, descendiente del pensador  Confucio, o simplemente algún  sobrino   de la querida, y entrañable,   China Zorilla, o primo segundo del Chino Saja,  de la bella Kim Kardashian, o del nipones Pérez.

El arroz para los orientales, como ya dije, es como nuestro pan, y sin importar las clases socio económico al que pertenezcan, y las actividades que desarrollen, está presente al menos en una comida al día de aquellos pequeños semejantes  de piel amarilla.

Los deportistas incluyen el arroz en sus dietas,  aun cuando no sigan viviendo en sus países de orígenes. Es así como los acróbatas del Circo de Soleil, ciudadanos prácticamente del mundo, lo tienen cada día en su almuerzo o cena; también los que se la pasan corriendo detrás de una pelota, lo hacen en sus ingestas diarias, como puede ser Park Ji-sung  cuando jugaba en  Manchester United,  Yuto Nagatomo del Inter de Milán; o como lo hiciera alguna vez Naohiro Takahara en Boca Junior, Toru Kobayashi  en Central Español o Cheol Yeong Jeong que estuvo en el  plantel de Deportivo Morón. Y ni que hablar del Chino Tapia en aquel  Mundial de México 1986 con la Selección Argentina.

Y es así como los deportistas orientales, y ya hablando de selecciones, equipos de clubes o combinados de gimnasia, atletismo o natación,  es  que salen de sus países no solo con sus importantes cargamentos  de arroz a cuesta, sino también, con sus nutricionistas y chef, que muy cuidadosos ellos,  son los encargados de balancear la comida para estos atletas, en la que el arroz siempre está presente en sus menús.

Fue así que supe conocer  al chef y cocinero encargado en  la delegación de la Selección de Corea del Sur, el joven  Jo-Se Park. En realidad, Jo-Se Park, era hijo de madre soltera, por decisión propia, ya que nunca se quiso casar con Don Petrono Crespín Amaya, quien era más criollo que el mate  y el talero. Talabartero de a caballo Don Petrono,  de la zona de San Antonio de Areco, y que por esas casualidades del destino, y con la llegada de un circo  a la ciudad,   en el cual  la madre de Jo-Se Park  trabajaba de trapecista, fue  que supo llegarse a la talabartería de Don Amaya  por problemas en uno de sus arneses que usaba en sus acrobáticas exhibiciones. Y ahí fue que Don Petrono Crespín Amaya conoció a esa señorita, de nombre Lee, si, aquella famosa señorita Lee, y que entre mate que va y mate que viene, Don Petrono hizo uso de sus habilidades para arreglarle una de las argollas del arnés, y con  “su talero”, muy ponderado en esas pampas, le redondeo  “la otra argolla” a la señorita Lee, y  con el tiempo se enteró del nacimiento de Jo-Se Park… Amaya. Apellido este que nunca pudo  usar, y aunque los rasgos de  Jo-Se eran marcadamente orientales, como su madre, la señorita Lee, algunas costumbres  de su criollo padre, no reconocido, las llevaba en su ADN y lo delataban al solo verlo, como era la de tener  siempre un cigarrillo semi fumado en su oreja derecha, el permanente palillo entre sus dientes, la larga uña en su meñique izquierdo,  o las tradicionales  carreras que supo llevar a su ciudad de crianza, Seúl, esas  de sortijas,  arriba de los chanchos, típicas  costumbres argentinas exportadas por Jo-Se Park hacia el lejano oriente.

Con el tiempo Park, y ya en Corea del Sur,   se transformó en chef y cocinero, y mediante su profesión llego a la fama en toda Asia con sus reconocidas empanadas de arroz, los chinchulines rellenos con arroz, los niños envueltos con arroz  y los budines, por supuesto, de arroz. Claro, siempre  el arroz presente en sus recetas, las que llevo a público conocimiento a través de su reconocido libro-homenaje  de cocina llamado “Las recetas de Don Petrono C. de Areco” que hizo furor por acá también luego que fuese  traducido en ocho idiomas por la políglota Dra. Ye Wa-Son. Libro de tanta utilidad y permanentes consultas por parte de  las cocineras del Paicor, y también por la ignota María José González, más conocida como Maru Botana.

Entonces el conocido y famoso chef internacional Jo-Se Park,  fue contratado por la  Asociación de Fútbol de Corea del Sur para que se hiciera cargo de la alimentación de sus jugadores durante la permanencia del equipo en su país como en sus continuas  giras que comenzaron a hacer previo al Mundial de Alemania 2006. Y en una de esas giras fue que conocí a Jo-Se Park, precisamente, cuando su selección vino  a nuestra provincia a jugar un partido amistoso con un combinado de orientales que se encontraban en nuestro país  y el que  encabezaba  a ese selectivo era su DT  el  Chino Benítez, que contaba con   jugadores como el enganche   coreano Young Wan Sohn, el japonés Jorge Rodríguez Núñez y los chinos Garcé,  el de Midachi, el chino Volpato, y el chinito Zelarrayán, que hacía de mascota;  contando además,  con una  alborotada  traductora, que no era otra que  la madre de la  china Suarez.

La delegación de la Selección de Corea del Sur, según el poster que me supo regalar Jo-Se Park, y autografiado por cada uno de sus integrantes, incluidos el cuerpo técnico,  era la siguiente:

궁수  (arqueros):   Kim ≠∞µ  --  Sushi @#§«  --  Lee   £¢¥¤¦


수비수  (defensores):   Lee ¶ÆÇÐðæ -- Chang ØħĥĦģĩ -- Soon ŒŏƀƃƔ -- Yun ƢƟƛ  --  Kim ǂƻǥ  --  Cha  ǟǣȓ --   Bun ȿɀɆɈɍ  --   Kun ɏɚɮ 

주름 장식  (volantes): Min ɷɵʬʮ  --  Jam ʭʨʥ͌  --  Ji ͼΏΔΨ  --  Ohk ΣΰΞζφ  –  Kaj ψϐϑϕ  --  Choy ⱡⱦⱥffl꜡ꜙ  --  Suk ⱷⱵffl▪●  --  Jeep €₫₥₦ 

 

 앞   (delanteros): Hwy  ῇῗΰῷ  --  Deok ᶃᵺᵷᵲᶔ  --  Sing-So ₲₱₰₯  --  Taek Ộỡἃἆὧ 

 

DT: Ismael Mocoví Park (alias Largo)

Ay. De Campo: Silvio Gallo Park (alias Al Den Te)

PF: Arturo Integral Park  (alias Ka-Lien-Te)

Médico: Fabián Luchetti Park (alias Alhoz)

Masajista: Walter Doblegallo Park (alias Re-K-Lenta Do)

Utilero: Juan Ignacio Rendidor Park (alias Pe Ga-Do)

El Cuerpo Técnico estaba  conformado  por seis  hermanos  hijos de distintos padres , pero de la misma madre, doña, ex señorita, Lee Park, famosa acróbata  asiática de la que ya hice referencia, y que continuó con su costumbre de no reconocer los padres de sus hijos por miedo a equivocarse. Por deducción Jo-Se Park, entonces,  era el  hermanastro mayor  de cada uno de esos integrantes del cuerpo técnico de la selección coreana.

Este entrañable amigo oriental, el afamado chef  Jo-Se Park…Amaya, que de vez  en cuando, se da una vuelta por nuestra patria, pasando primero por los pagos de San Antonio de Areco, para visitar a su viejo Petrono, que  aún con su carne joven y  roja la  sangre, la dentadura buena  y su esperma urgente, Don Petrono Crespín  Amaya,  sigue arreglando argollas y  “chinitiando”, y bien vale el termino, aunque no reconozca si son japonesas, coreanas o chinas. 

Las chinas para él,  por sus ojos,  son todas iguales, y a su edad, no está para andar eligiendo.

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