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  • Foto del escritorPato Ramón

Aquel gol de Brindisi

Actualizado: 2 feb 2021

-Papá, por qué Pancho es de Estudiantes si no conoce la cancha, los jugadores, ni siquiera fue a La Plata alguna vez, es más, no sabe lo que es una diagonal.


*Lo que pasa hijo, es que Pancho creció con las epopeyas de aquel equipo de Zubeldía, con Malbernat, Madero, Verón y compañía. ¿Nunca te preguntaste por qué tu abuelo es de River? Bueno, sin conocer el Monumental, se hizo de la banda roja por aquel sensacional equipo apodado La Máquina, por su fantástica delantera formada por Muñoz-Labruna-Pedernera-Loustau-Moreno. O tu hermana, que es hincha de Independiente y creció con la gloria que le dio Pavoni, Bochini-Bertoni, Balbuena, y tantos crack diablos. Esas cosas pasan, como vos, que te hiciste de Huracán por aquel equipo del Flaco Menotti, en el que brillaban Carrascosa, Babington, Larrosa, y tu ídolo, Miguelito Brindisi, entre otros. Entonces, como puedes ver, no hace falta vivir en Buenos Aires, Avellaneda, La Plata, o conocer sus estadios, para hacerse hincha de aquellos clubes porteños.


Buenos Aires, que lejos que quedaba. Que lejos me lo imaginaba, ya que nunca había ido hasta allá. Solo lo conocía por el mapa político de la Argentina.


Que lejos estaba Buenos Aires, pero como se acercaba cada domingo con aquellas inolvidables trasmisiones.


En mi pequeño pueblo no había mucha gente que conocía Buenos Aires, es más, no si alguien la conocía, pero todos eran hincha de algún cuadro de allá. Sin tener la posibilidad de ir a sus canchas ni conocer sus jugadores, por alguna razón alentaban a Coco-Veglio-Telch, de Los Matadores de Boedo; o a los que jugaban para el River de Labruna. Se fanatizaban por la Academia del Chango Cárdenas, de Perfumo, Squeo o el Ropero Díaz. Los del Rey de Copa, solo pedían más vitrinas para las copas que trían Santoro, Garisto y Raimondo. Los de Brandsen & Dr. del Valle Iberlucea quedaban afónicos por los goles de Curioni, Potente, o el Heber Mastrágelo y Felman en las noches gloriosas, y de batallas, en Copas Libertadores.


Todos eran hinchas de clubes “de allá”, admiradores de jugadores que no conocían, salvo por los relatos del gordo Muñoz, Joaquín Carballo Serantes, Juan Carlos Morales, y de tantos otros que nos hacían vibrar por las emisoras Rivadavia, Splendid, Belgrano, y alguna más, siempre con tonada portuaria.


Pero por acá, por acá nomás, lejos de la capital del país, cierto domingo, también comenzaron a jugar aquellos crack. Al menos alguien los hacía jugar para el deleite de mis paisanos.


Lorenzo Giovanini, era padre de familia, además, el padre de mi maestra de segundo grado. Fue cambista en el ferrocarril Belgrano. Era el que pasaba las dos películas, cada sábado y domingo, en el cine del pueblo. El mismo que no nos dejaba entrar cuando eran protagonizada por Isabel Sarli, y sus generosas mellizas.


Giovanini era todo eso, y mucho más. Los domingos se transformaba en árbitro de ropa negra, y dejaba de ser Lorenzo para dar paso a la Leona Giovanini. Leona, por sus enérgicas decisiones dentro de la cancha. Leona, por su bravura ante los obvios y merecidos insultos que recibía como referee.


Giovanini no solo administraba justicia, o lo quería hacer, en los partidos de Segunda (con el tiempo Reserva) y Primera División que el club de mi pueblo, el Club Obrero, disputaba con el rival de turno, sino que además, era la voz del estadio previo a los partidos, en el entretiempo, y al finalizar los mismos, siempre y cuando le quedaran ganas luego de haber soplado el pito toda la tarde de vigorosa manera.


El tiempo hizo mella en el físico, y una varice dejó a la Leona fuera de las canchas, entonces colgó el silbato y las tarjetas, y se dedicó a transmitir los partidos que jugaba el Club Obrero.


Lo hacía desde arriba de la única pieza que contaba el club que era el buffet, servía también de vestuario y sala de reunión de la comisión directiva.

Sobre el techo de este recinto había una bocina similar a una gigante budinera, por la cual salía la felina voz de Giovanini con sus consejos comerciales, y luego, con los vibrantes relatos del cambista ferroviario.


Cierto domingo, y con gran imaginación, el locutor tuvo la brillante idea de cambiarle los nombres a los jugadores que protagonizaban el partido de la Primera División entre el local, Club Obrero, y su adversario, el Rivadavia de la localidad de Río Primero.


Los locales jugaban con una roja camiseta similar a la de Independiente, entonces para Govanini el viejo gringo Boccardi fue el Chivo Pavoni, el Zurzo Bazán era el Bocha Bochini, y la Cueca Ferreyra jugaba como Bernao, bien pegado a la raya, mientras el Pibe San Martino hacía los goles de Erico.


La camiseta del Rivadavia era, lo sigue siendo, como la de Estudiantes de La Plata, entonces los morochos de Río Primero se transformaron en jugadores de las diagonales. Por lo tanto, Medina bajo los tres palos le dio lugar a Poletti, el zurdo Delgado dejo de ser él, para darle paso Sabella, y el Negro Avelino fue el doctor Bilardo.


Después de aquel suceso dominguero, la bocina que estaba sobre el vestuario se multiplico por todo el pueblo a través de un tendido de parlantes que llevaban la voz del ingenioso Giovanini a cada vecino que no iba a la cancha, pero lo escuchaba sentados en las veredas, tomándose unos amargos.


Estos relatos tuvieron tanta repercusión, no solo en el pueblo, sino en todas las localidades vecinas, que los equipos se ofrecían jugar contra el Club Obrero, tan solo para que sus jugadores fueran relatados por el genial Giovanini, poniendo su voz a los nombres de los grandes jugadores que brillaban en Buenos Aires, y que ahora lucían camisetas de clubes chacareros.


En la semana le preguntaban a la Leona quién jugaba en la cancha del mítico Obrero, y él (ella) les contestaba, “el clásico de La Plata”, “los dos de Avellaneda”, y así, cada domingo un vibrante encuentro en los que los clubes se ponían la camiseta que Giovanini digitaba entre semana.


Cada domingo en mi pueblo se jugaba el partido más importante del campeonato Metropolitano. Cada domingo nos deleitábamos, imaginariamente, con aquellos jugadores "de allá", que hacían jugar mejor a los "de por acá", con la sola magia de la voz de Giovanini, el relator del pueblo.


Cerrábamos los ojos, y el relato de Giovanini nos transportaba a las canchas de Buenos Aires cuando escuchábamos los nombres de aquellos jugadores.


Ahora sí podían alentar a sus ídolos, a aquellos que habían conocido por los relatos radiales, o por la Goles y El Gráfico.


Buenos Aires se había acercado, de alguna manera a los pueblerinos, para que puedan justificar su fanatismo por las casacas porteñas.


Tan cerca estaba Buenos Aires que el domingo pasado jugaron el clásico más porteño, Huracán-San Lorenzo, en Parque Patricios.


El local, Club Obrero, salió al campo de juego con su camiseta alternativa, la inmaculada blanca, igual que el Globo cuando ingresa al gigante Palacio Tomás A. Duco. La visita, el Sp. 24 Septiembre de Arroyito, casualmente, vestía su tradicional camiseta que emulaba a los Gauchos de Boedo, roja y azul a bastones. Con Julito Baigorria que jugaba como el Negro Ortíz, desbordando y tirando centros. Pedro González, que no solo se llamaba igual que el correntino de San Lorenzo, sino que además era goleador y puntero derecho.


En el local, que hacía imaginariamente las veces de Huracán, brillaba un distinguido #5, pero el que hizo el golazo de la tarde fue Roberto Tutú Bovo, con el #8 rojo en la espalda.


Con mis ojos cerrados escuchaba a la Leona Giovanini gritar aquel gol de ese #8, que yo festejaba a rabiar, ya que no tenía dudas que lo había hecho Miguelito Brindisi, mi ídolo de toda la vida.

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