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Foto del escritorPato Ramón

Canchas de mi pueblo

No recuerdo bien cuando las calles de mi pueblo comenzaron a tener nombres. Nombres de desconocidos, casi todas. Nombres y apellidos de amigos de gente que no conocía.


Lo que sí recuerdo, es que en mi pueblo había un club que tenía salón de bailes y bar, al que iban a jugar a las barajas y a la carambola en mesas de paño verde. Pero ese club no tenía cancha de fútbol.


También había una cancha de fútbol en mi pueblo, pero ya no tenía club.

Siempre andábamos jugando a la pelota por las canchas de las calles de mí pueblo. Calles sin nombres. Jugábamos a la pelota con pelotas prestadas. Con pelotas de otros, nunca teníamos pelotas de marca “nuestras”.


Entonces, en aquellas calles sin nombres, jugábamos a la pelota en la calle del Banco, o en la calle de la tienda de los Trucco.


A veces, las menos, íbamos a jugar a las calles del barrio San Vicente o en el de La Puñalada. También jugábamos a la pelota en la calle de la escuela, y en la calle de la despensa de doña Kika.


Cientos de partidos por todo el pueblo. Cada calle era una cancha. Como cancha que no tenía aquel club. Decenas de partidos en canchas sin clubes, como aquella cancha que ya tampoco tenía club.


No recuerdo cuándo le pusieron nombres a las calles de mi pueblo, pero desde ese momento nos empezamos a cruzar con don Carlos Pellegrini cuando jugábamos en la cancha del Banco. También festejaba nuestros goles un tal Emilio F. Olmos, cuando pateábamos la pelota en la cancha de la tienda de los Trucco.


Un tal Perón de un lado, y Sabattini del otro, miraban los partidos en la cancha de la calle de la despensa de doña Kika.


El profesor Luciani, sin saber qué enseñaba ese profesor, hacía de referee en la cancha de la calle de la escuela.


Recuerdo que cuando las calles de mi pueblo comenzaron a tener nombres, también dejaron de ser de tierra, y muchos otros chicos comenzaron a jugar un juego muy parecido, casi igual, al que jugábamos nosotros en nuestras canchas de las calles de mi pueblo.


Nosotros jugábamos a la pelota, con pelotas prestadas con marcas de medias de mujer; muchas veces descalzos, con arcos de dos ladrillos, y nunca con camisetas.


Los otros chicos jugaban con pelotas propias, de cuero, siempre de botines con cordones, y con camisetas de clubes de otros lados.


Ellos decían que jugaban al fútbol, no a la pelota.


Pero ellos no tenían canchas como las nuestras.

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