¿Quién no lo pensó alguna vez, quién no se lo imagino inmortal, para toda la vida?
Muchos, yo al menos. Creo que él también se pensaba inmortal. Que no tendría fin físico, porque siempre le respondería. Porque ya sabemos, solo corporalmente podría dejar de estar con nosotros, pensábamos. Pensaba.
Fuiste leyenda en vida. De esas que se contaran por los siglos de los siglos. De abuelos a nietos. De padres a hijos, aunque en ninguno de los casos lo hayan visto jugar.
Esa leyenda dice que hubo un Cebollita con sueños que los hizo realidad. Un Juvenil ecuménico en el lejano oriente; un Bostero campeón argentino, mitad amado, mitad odiado. Otro crack que hablaba en catalán, muy maltratado. Se dirá que hubo un astro que amo a Nápoles, de la misma manera que los tifosis lo hicieron con él. Y habrá muchos más, porque fuiste el jugador de todas las camisetas, de todas las hinchadas, porque fue uno de los pocos que unía a los argentinos. Con él no había grieta a la hora de ponerse la celeste y blanca. Fue indiscutible. Lo será siempre.
Pero su andar no era el mejor, su andar fuera del verde césped a veces patinaba como jugando con zapatillas en cancha muy mojada. Se iba y volvía. Nos dejaba, nos llamaba. Entrabamos en pánico por las noticias, y nos tranquilizaba con otro regreso. Otro regreso de tantos.
Así en la cancha como en la vida. La hepatitis, la lesión del artero vasco, el tobillo del ’90, o la uña que no le daba paz. También los cocteles de efedrinas e las piernas cortadas. Las noches, el alcohol, la vida desenfrenada. Los, “sí Diego”. Pero siempre estaba de regreso. A veces un tanto rengo, lento, otras un tanto gordo. Algunas volvía impecable y bien entrenado (siempre); otras bien peinado o con un mechón dorado. De barba o rasurado. Con traje o musculosa.
Así en la cancha como en la vida, con los cordones desatados. Sin ataduras, libre, con alas en sus botines que eran pinceles. Sin ataduras, con su lengua también libre, muy filosa y buscada, desafiando hasta lo imposible. Sabiéndose el Che.
Con esos cordones desatados, lo miraba, y temía que se los pisara y se cayera. Pero no, para él todo era posible. Esos Borussia mágicos desatados. Jugar con una pelota de fútbol o de ping pong, era lo mismo. No importaba el material, solo que sea redonda como su boca al ritar los goles.
En la vida también andaba con los cordones desatados, y ahí sí, a veces se los pisaba, y últimamente cada vez más seguido. Trastabillaba, caía, se levantaba, y le daba para adelante. Como podía, con lo que le iba quedando. Con lo poco que le iba quedando, resistía. Una y otra vez.
Ya no tendrás más los cordones desatados con miedo a pisarlos. Tampoco canilleras que te protejan. Nunca más esas marcas pegajosas de adversarios arteros. Ni flashes, micrófonos, ni periodistas esperando algunas de tus registradas ocurrencias. No necesitarás más tus Borussia mágicos para gambetear a nadie, como nadie nunca lo hizo. No habrá más riesgos de caídas, ni tropiezos. Nunca más tropezarás. Se acabaron las noches de tormentas.
Ahora podrás caminar seguro, como lo hacías en Fiorito. Descalzoo y en el patio de tierra. De la mano de la Tota y Chitoro.
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