Desde 1986 nada es igual (y ahora peor)
Más de treinta años han pasado ya, y cómo ignorar aquel invierno en junio, cómo olvidar aquel mediado de septiembre en que la primavera casi que no tenía las fuerzas, ni las ganas, de enfrentar a los últimos fríos.
El primer hecho, de inmensa alegría, hizo justicia, y casi todo el mundo se alegró de que se produjera, aún los vencidos, los derrotados por aquel barrilete cósmico, que prácticamente el solo pudo, desde adentro, dejando una huella de gambeta y goles por el resto de los días; y afuera, siempre peleándola, ganando y perdiendo, pero a la vista de los resultados sobre las actuaciones de los mandamás del fútbol mundial, en estos días, le siguen dando la razón.
El otro suceso ni por asomo tuvo aquella repercusión, no tendría porqué tenerla; pero dentro de mi familia y algún que otro amigo querido, con sinceros sentimientos de ellos hacia él, y de mí hacia ellos, fue de una insuperable tristeza que no tiene fin, del que no tengo consuelo ni lo voy a tener, provocándome un dolor en el pecho que sigue ahí estrujándome, que cada mañana que salto de la cama es mi primer recuerdo.
Fue algarabía, fiesta y endiosamiento. Fuimos a cada plaza y vimos al pueblo complacido, todos identificados con los mismos colores, valentonados por un triunfo histórico, memorable, hasta casi de revancha bélica, porque solo habían pasado cuatro años y la rabia seguía, porque no solo era un partido de fútbol, y todo seguirá en la retina y memoria de nosotros, por la manera, por los rivales, porque ni siquiera fue en nuestra tierra. Alegría de todo un país, porque él era, seguirá siéndolo, pueblo, era nuestro Robin Hood, defensor de los débiles, siempre enfrentando a los poderosos, en el sur de la península con la celeste puesta, o con esta, la más importante, la nacional, con la cinta en su brazo izquierdo identificándolo como el verdadero capitán que era, aún sin necesidad de llevar esa cinta.
El padecimiento de una enfermedad que tarde o temprano iba a aparecer. Esa enfermedad maldita que vino atado tras atado con el amigo del mal, el de todos los momentos, a cada rato, el que estaba en sus alegrías rojas, o en sus tristezas hípicas; maldito amigo que te seguía aún en el hospital, el que lo marco por siempre con el amarillo en sus dedos, y de negro en sus pulmones. Maldito cigarrillo que no tuviste piedad con él, con mi madre, y con todos nosotros. Como sigue pasando en muchas casas, como no debería pasar.
Y de aquella alegría solo quedan recuerdos, frescos recuerdos cuando lo vuelvo a ver en los programas especiales, eliminando rivales como simples soldaditos de plomo. Escuchando aquellos relatos del uruguayo poniéndole el apodo que mejor le cabe, barrilete cósmico. Recuerdos que no se irán porque fuiste nuestra bandera y nos representante como lo que verdaderamente eres, un rebelde, habilidoso, verborragico, desobediente y, por sobre todo, genio. Tan genio eres que hasta una nueva mano a Dios le creaste. Y de tanto en tanto busco aquella diez azul, sí, la del gallito, y me la pongo para dormir y soñar. Y los años pasan, y extraordinarios jugadores aparecen y pareciera que esta vez sí, que va a ser posible, y me convenzo solo, que una alegría como aquella emergerá, o tal vez mayor, por qué no, pero no, algo hace que no se produzca y nos volvemos a aferrar de las viejas proezas, de aquellos recuerdos, y que los más jóvenes se vuelvan a desilusionar, y hasta terminan por darme la razón de que aquel tipo fue muy groso, y que estos de ahora, muy buenos también, no pueden, entonces terminan por claudicar hasta que el periodismo comienza seducir a la gente con expectativa en alguna nueva competencia, y que en esta sí, en esta no se puede fallar. Pero seguimos fallando.
No estabas bien, pero supiste de todo esto. Tus dolores y tu imposibilidad de hablar no te dejaron decir lo que sentías, y que yo sabía. Que el petiso era un agrandado, pero era bueno; que era un fanfarrón pero se aguantaba las patadas como nadie. Que era un genio a pesar de haber pasado por Boca. Que no era una mezcla de Vicente de la Mata, Moreno, Sastre, Lazzatti, Rojitas, Bochini y Pedernera, con un talentoso fantástico, temperamental, un vivo, que nos había dado una de las mayores alegrías legítimas con la selección. Yo sabía que él pensaba eso, ya me lo había dicho, como tantas otras cosas, como que, “vos tenes que jugar de 2, no eres ni delantero ni 5”, o, “a vos te ponen de 5 porque yo era centrojas, pero vos sos defensor”, o aquel, “le vamos a ganar a Talleres, no lo olvides”. Luyo, mi papá, era de Independiente y no se equivocó al decir esto último en aquella memorable final en la que Pastoriza (del que algo llevo) no dejó abandonar a sus jugadores pese al robo arbitral.
No basto con aquella alegría de junio, no, Diego Armando siguió jugando y dando que hablar, sobre todo en Italia. Y llegó la hora de otro mundial justo en la tierra en que era amado y odiado a la vez, entonces dividió a los tanos, y sin lograr otra estrella, lo que hizo lo catapulto definitivamente como héroe, como el paladín más justiciero. Pero la felicidad era aquella otra, la de aquel otro invierno acá, y él con el calor del Azteca, la que no olvidaré jamás, no hay motivo para hacerlo. Esa fiesta que perdurará por siempre, hasta que algo parecido se produzca, y sin ser pesimista, la veo muy lejana, capaz sin años para volver a ver algo así. Alguien tan generoso, tan significativo, tan identificado con una causa y su patria futbolera. La pucha que paso el tiempo, y no quiero vivir de recuerdos, pero no aparece un motivo grande para volver a festejar algo como aquello.
Y cada día que pasa es uno más de tristeza, y se van acumulando los años que van sumando tanta congoja como tanto nostálgico alborozo. Que contradicción, que injusta controversia, que irrazonable disputa de sentimientos, comer dulce y tragar amargo. Que injusticia, si hasta podrías estar todavía conmigo, sí, viejito, pero acá, cerca nuestro. No tan lejos como ahora.
Tantos años de aquella alegría irrepetible, imposible de equiparar.
Tantos años de dolor y amargura imposibles de explicar.
Más de tres décadas desde aquella alegría que nos dio aquel barrilete cósmico, aquel genio del fútbol mundial.
Más de tres décadas de ausencia, sin poder seguir aprendiendo de fútbol con alguien, siendo esto lo de menos. Sin verte peinado impecablemente hacia atrás resaltando más tus ojos verdes. La pucha, hasta el olor apestoso de cigarrillos en tu ropa extraño. Ni siquiera mi hijo te pude hacer conocer, y casi ningún sobrino tampoco. Mi hijo que se hizo del Cuervo, y que bien podría haber sido del Rojo como vos.
Tanto tiempo, el mismo tiempo. Como si la historia se hubiera confabulado para darme y quitarme. Para hacerme recordar la felicidad, y para seguir metiéndome el dedo en esa llaga que nunca cerrará.
“Te quiero Diego” (Diego Armando), proclamaba el cuartetero cantante en su famosa canción que le dedicó.
“Te quiero papi” (Luyo), es solo lo que me sale ahora.
Una cosa no se compara con la otra, ni mucho menos. La tristeza le gana por goleada a la felicidad Es solo una complicidad del destino, que el tiempo sea el mismo, y que se me haya ocurrido hacer este recordatorio.
La pucha digo, por no decir otra cosa. Y las agujas que se clavan en mi garganta, estrangulándome de tristeza, amargura y llanto.
Diego Armando Luyo, los dos crack por igual.
Ahora juntos en algún lugar del cielo, tirando alguna pared, haciendo algún cabeza, pero seguro, muy seguro, gritando goles fantásticos
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