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  • Foto del escritorPato Ramón

El ídolo a sus pies

Actualizado: 7 dic 2020

Los problemas que tuvo que sortear por ser mujer, fueron innumerables. Mejor me corrijo para que no se mal interprete. Los problemas los tuvo, no por ser femenina, sino por la actividad que desarrollaba. Más todavía por la pasión, el amor y la entrega que le ponía cada vez que la llevaba a cabo.


En aquellos años era marginada, devastada y discriminada, por la sola acción de correr detrás de una pelota. A todo eso, ahora le llaman bullyng.


Si hubiese nacido hombre, no tengo dudas que sería el volante central del club de mi ciudad, hasta me animo a decir, con proyección en alguna otra institución de la B Nacional, o de la Primera de AFA.


Artura Umberta, se llama así, y solo así, porque su madre, tan radical como el inspirador de ese nombre, el cordobés Illia, no acepto que su marido le pusiera María Eva, por el lógico antagonismo político que habitaba en aquel hogar.


Entonces, María Eva, como la llamaba su padre, o Artura Umberta, como lo hacía su madre, era la hermana del medio entre cuatro varones de aquel matrimonio.

Todos sus hermanos jugaban al fútbol en el club. Por distintas edades, dos ya estaban en la Primera, uno en la Cuarta, y el más chico en la Quinta. De haber sido varón, Artura, por su edad, ya estaría jugando en reserva con sus 19 años.


Artura Umberta, castigada como Artura, juega a la pelota desde que tengo uso de razón. Con lo complicado que le resultaba jugar en su niñez por la escasez de chicas que había para prenderse en algún picadito; en su adolescencia, con todo el bullyng que le hacían ¡las de su propio género!, pero sin que a ella le hiciera meya.


Artura amaba el fútbol, en todas sus expresiones. Jugándolo, escuchando los partidos con su padre. Mirándolo por la tele. Leyendo las revistas deportivas o jugándolo en el metegol.


Artura podía jugar a la pelota, de hecho lo hacía, mejor que uno de sus hermanos, el que estaba en la Cuarta. De la misma manera que pudo jugar con mi corazón, al punto de enamorarnos y mantener un corto noviazgo hasta que me propuso sin más rodeos, llevarme al altar.


Me gustaba el fútbol, pero nunca tuve las condiciones para jugarlo. Siempre supe de mis dos problemas que habitaban debajo de mi cintura. Acompañaba a Artura en esta actividad, la que ella amaba, más que a mí, y tanto como al capital de la Selección del ’86.


Artura estaba poseída por este tipo, y no solo por su manera de jugar, también por las cosas que decía cuando enfrentaba a los micrófonos.


Fanática, fanática pasional. Fanática mal, dicen los pibes ahora. Hasta llegar a las manos por defenderlo si era necesario, y eso que muchas veces al tipo se le salía la cadena, haciendo que fuese imposible de justificar algunas de sus acciones fuera de la cancha. Pero igual, Artura le hacía el aguante, sin importar la camiseta que llevara, si hablaba en castellano, o puteara en italiano.


Comenzó con este fanatismo ni bien debuto con la camiseta del Bicho. Después fue alentando a las distintas divisas que el caudillo defendía. Boca, el Barca, para estacionar en el Napoli, donde exploto con todo su potencial, al servicio de la pelota, con todos sus atributos, dentro de la cancha, y fuera de ella, también. Con la pelota en los pies, con las pelotas bien puestas, siempre.


El dormitorio de Artura era prácticamente un santuario. Camisetas, posters, pelotas firmadas por su ídolo se podían ver en distintas repisas, o cuadros desplegados en las cuatro paredes de su habitación. La imagen del rostro del crack en el cubrecama, hasta un tatuaje de la firma que le supo estampar en su gemelo izquierdo.

No me preocupaba demasiado porque estábamos de novio, entonces la apoyaba con su pasión, como ella lo hacía conmigo aguantándome en mis clases de ukelele, y las interpretaciones que hacía en la plaza, a la gorra.


¿Qué pasaría cuando nos casemos? Le pregunte cierta vez, seguirás con toda esta pasión, mira que vendrán hijos, y las responsabilidades, y los tiempos no serán los mismo.

-No te preocupes querido, me contesto Artura Umberta, después que dé el sí, mi tiempo solo será para vos. Eso sí, tengo pensado estar junto a mi ídolo hasta el mismo momento que pise la alfombra roja de la iglesia. Después, solo tendré todos mis sentidos para vos, mi vida.


Esta frase me preocupo de alguna manera, “hasta el mismo momento que pise la alfombra roja”.


Comencé a maquinar cosas que podría hacer Artura en la noche de nuestro casamiento.

Solo rezaba que no llegara del brazo de mi suegro vistiendo la diez del Napoli. Al resto, lo dejaba a su criterio.


No era de hacer manifestaciones de grandeza, de tener caprichos por tal o cual prenda de vestir, zapatos, o con su estética.

Siempre me dijo que no usaría esos largos vestidos, con colas interminables. Un vestidito a mitad de pierna, un buen tocado, es suficiente, -¿para qué tanto gasto? para caminar esos veinte metros, si al vestido nunca más lo usas. Distinto sería si esos veinte metros, fueran del pasillo que te depositaría en la boca del túnel, y pisar el verde césped-.


Veintiuna y diez estábamos frente al altar con mi madre. Ella deslumbraba, como se merecía despedir a su único hijo; yo, con un traje negro, con rayitas, casi imperceptibles, al tono. Sencillo.


Estábamos frente al altar, con la presencia del cura y sus monaguillos. Siempre mirando al frente, dando la espalda a la puerta de ingreso.


En un momento dado comenzó a sonar la marcha nupcial, y un coro popular, formado por todos los presentes, invitados y los otros, curiosos y curiosas del barrio, y hasta los fotógrafos descolgaron sus máquinas, para sumarse al casi interminable ¡ohooooooo!!! Exclamación que fue seguida de innumerables murmullos, hasta algunas carcajadas cortadas por el codazo de algún vecino prudente, con alma de marcador central.


Ahí estaba la Artura Umberta, del brazo de su padre. Ahí estaba mí Artura, hermosa e inmaculada como nunca.


Artura, sin sorpresa en su peinado, tampoco en su tocado de jazmines o sus pendientes de perlas.


Sin que Artura llamase la atención por su vestido, y ya pisando la alfombra, ahí estaba ella. Mi amada Artura.


Ahí estaba Artura, despidiéndose de su ídolo, ofreciendo esa última entrega por tanta felicidad recibida de aquel guerrillero del balón.


Ahí venía Artura, como saliendo del túnel, con la cabeza levantada, oteando el panorama, como sabiendo que los colados eran sus rivales. Como si tuviera la pelota en los pies, como el volante central que era. Artura se deslizaba por la alfombra ¡increíblemente verde! olvidándose de los desprecios, del bullyng, y de las indisimulables críticas de las chusmas del barrio.


Ahí venía Artura, deslizándose con aquellos impecables, brillosos y nostálgicos botines Puma Borussia de seis tapones que tantas alegrías nos habían dado, y que Artura Umberta tan bien los llevaba.


Aquellos Puma Borussia, desatados, como los usaba el ídolo de su vida.


El amor perdona todo. Por suerte me había puesto las canilleras.

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