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Foto del escritorPato Ramón

El Ciruelo del Azteca

El Ciruelo del Azteca


Cuando nos mudamos de casa lo primero que hice fue ir fui a ver el patio, porque en definitiva lo más importante de una casa es eso, el patio.


Los dormitorios en inviernos si son fríos te pones otra frazada y listo; en verano levantabas la persiana asegurándote que la tela metálica estuviese sana para que los mosquitos no te hagan mella, y todo está bien. El baño tiene que tener lo indispensable, y no mucho más; en la cocina nunca estaba, salvo cuando mi abuela hacía aquellos deliciosos postres, que era bastante seguido, y me quedaba a raspar las ollas con la cuchara el dulce y las cremas que quedaban pegadas en ellas. Entonces, el patio, es sin duda, lo más importante, porque ahí pasan las cosas más desopilantes que un chico puede imaginar. Las guerras de los soldados más valientes se producen ahí; las carreras con los autos más lindos y veloces solo corren en tu patio. Los gritos de Tarzán se escuchaban más fuertes en tu patio, y las chozas de los indios siempre se las podían encontrar en el rincón más lejano, para que las fogatas que hacían no llenaran de humo la ropa del tendedero.


El patio de mi casa nueva era gigante si lo comparaba con el que tenía la vieja casa que habíamos dejado. Encima ese patio era mío, porque la casa era nuestra, habíamos dejado de alquilar la casa con zaguán que estaba sobre la calle E.F. Olmos al 635 para irnos a la esquina que formaban un desconocido Mitre con el marino Colón. Con la mudanza hecha pero con todo a medio acomodar, ya me había instalado en el casi desolado patio, y mentalmente estaba imaginando y distribuyendo el espacio que tendrían mis nuevas aventuras.


Contra el tejido que colindaba con la vecina, que según los otros residentes era una bruja, era un hecho que ahí se jugaría a las bolitas con la redondela y la línea de salida que marcaría en ese pedazo de tierra negra. A continuación, contra la tapia del fondo, armaría la choza con los postes que habían dejado los albañiles y que solo faltarían las bolsas arpilleras para cubrirla. Al lado del pozo de la cal que había quedado de la construcción, y el montón de arena, la pista de autos en donde Ayrton Senna y Alan Prost correrían los mejores grandes premios de F1 en el callejero de Mónaco. El paraíso gigante que estaba en el patio de la vecina hacía que sus largas ramas se metieran en mi patio, por tal motivo, me sentía con derecho a utilizarlo para convertirme en el hombre mono. Y en el lado derecho con la tapia de punta a punta que daba contra la vereda de la calle Colón, iba a estar “él estadio”, que me haría iñusionar en ser Burruchaga, el socio directo del Diego, para volver a toda carrera y convertirme en el cabezón Ruggeri.


Si, ahí estaría el Azteca, el colosal estadio mexicano donde logramos nuestra última alegría, y que gracias a la prensa y a través de todas sus maneras de dejar registradas cada secuencia, igual que los videos que me pudieron comprar, lo tengo muy presente dentro de mí, ya que cuando se jugó aquel México `86, era muy pequeño, y mi memoria, a decir verdad, no es muy buena. Por eso tengo todos los Gráficos de esa epopeya y que de tanto en tanto los vuelvo a leer, como en estos días, que se cumple otro aniversario de aquel suceso.


Entonces el Azteca ya tenía su espacio, había que poner manos a la obra para hacer los arcos que serían, por ahora, de caña, que las sacarías del cañaveral del fondo del baldío de la vecina, que tenía de todo ahí, y que ni cuenta se daría si una de estas noches le cortaba algunas cañas con un fin de tremenda trascendencia que no sería otro que hacer los arcos para el gigante Azteca, los mismos que custodio el gran Nery Pumpido, el belga Pfaff o el alemán Schumacher, esos mismos arcos estarían en mi patio.


¡Un meeeeees!!! Sólo un mes había pasado y todo lo que había imaginado prácticamente era imposible de llevar a cabo, de construir todo lo que había pergeñado con tanta minuciosidad. Esto acá, aquello allá, delimitando para que no se superpongan el espacio de las bolitas con los flechazos de los Comanches; que si un bólido de las carreras se despistaba no hubiera inconvenientes con las rabonas que tiraba el Bichi Borghi en las tierras mexicanas. Todo estaba imaginariamente delimitado para evitar invasiones y controversias en los distintos escenarios de juegos. Pero no, no pudo ser tan fácil y perfecto como lo tenía diagramado. En solo un mes, de apenas treinta días estoy hablando, y todo se había desconfigurado, todo modificado de acuerdo a mis lúdicos intereses.


El pozo de la cal había sido tapado, y por consiguiente el montón de arena donde había imaginado el circuito de Mónaco había quedado dispersado por todo el patio. El comienzo del otoño estaba siendo marcado con la caída de las hojas de los árboles y por la poda del gigante paraíso de la vecina, por lo tanto Tarzán y su mona Chita deberían buscar otros árboles para sus acrobacias. En la negra y fértil tierra mi mamá había comenzado con la hueta donde ya asomaban los primeros brotes del perejil y la lechuga en dos largos canteros, entonces, con las bolitas a jugar a la calle. En el rincón de los Comanches ya estaban trabajando dos muchachos enterrando cuatro postes, que bien podrían haber sido utilizados para los arcos del Azteca, pero no, los mismos serían para realizar el tejido que formaría el perímetro donde pondrían unas gallinas, si, de la choza para los carapintadas a este piojoso gallinero rinconero.


Y lo peor de lo peor, el estadio Azteca, el mismo que soñé desde el primer día que pise la gramilla de mi patio, estaba a punto, no digo desaparecer, porque no había comenzado con la construcción, pero sí de la invasión que había hecho mi abuela con la presencia de un Ciruelo en las cercanías del arco del lado este. Sí, un Ciruelo, en el medio del área donde el Diego le hizo los dos goles a Bélgica en la semifinal. A vos te parece, como explico ahora todo esto, que en un mes me aparece un Ciruelo en la medialuna del Azteca. Si lo cuento no me lo creen, me tratarían de loco, pero el Ciruelo estaba ahí y algo tendría que hacer con él. Así sería imposible jugar los partidos.


Según mi abuela, el Ciruelo pertenecía a la variedad Corazón de Buey, por lo que le había dicho el dueño del vivero en donde lo había comprado, pero bien podría ser un Ciruelo Japonés, igual daba, la molestia sería la misma sin importar la variedad. Pero mi abuela ni siquiera no sabía si su pulpa iba a ser de color amarilla, como la camiseta de los brasileros o roja como los pantalones de los españoles. Mi abuela, ¡tan futbolera que era!, nunca se pudo imaginar que donde hizo plantar al ciruelo quedaría enclavado en el mismísimo estadio mexicano, y a mí desde ese momento me comenzó a joder la vida, y no me vengan de lo rica que es su fruta, la ciruela, que es una drupa, que pertenece al género de los Prunus, con una pulpa carnosa con una sola semilla y rodeada de un endocarpio leñoso. No, no vengan con esa clase de botánica porque ni siquiera sus variadas cualidades, desde la fibra, las vitaminas C y K, el Potasio que nos aporta o hasta el Sorbitol que posee, nada haría su injustificada aparición en el más inoportuno lugar que podrían haber buscado para su desarrollo. Bien estaba en el vivero junto a sus pares.


El Ciruelo me comenzó a complicar el único espacio que me había quedado para realizar mis actividades, y que de un día para el otro, apareció incrustado este árbol en un incongruente lugar que bien lo podría haber colocado cerca del gallinero o a continuación de los almácigos de la quinta. Pero no, ahí tuvieron que colocarlo.


Comencé a acostumbrarme a su existencia a medida que iba creciendo; los arcos del Azteca ya estaban colocados, eran como siempre había pensado, hechos con las cañas de la vecina, atados en sus ángulos con hilo sisal de color rojo. Un lateral del estadio lo demarcaba la tapia que marcaba el fin del terreno de mi patio y que la pelota de ese lado nunca salía salvo que sobrepasara la altura del paredón y cayera del otro lado, sí, a la vereda. Del otro lado había puesto una hilera de masetas que cumplían la función de limitar el otro lateral, donde estaban los bancos de suplentes. Las masetas tenían plantas de todas las variedades, desde helechos serruchos, pasando por los geranios y las colas de tigre. Pobres masetas, pobres plantas, y en consecuencia pobre de mí luego de aquellos partidos en donde los pelotazos prácticamente destrozaban aquellas hermosas plantas que canto esmero ponía mi madre en cuidarlas, y que yo las había destinado a ser el lateral izquierdo para las proyecciones del Vasco Olarticoechea.


Pero el Ciruelo era una piedra en mi zapato, era una cosa que jodía a propios y a extraños, era, como se darán cuenta si imaginan un poco la situación, una incomodidad jugar con el Ciruelo en ese lugar, y lo triste y lamentable era que nada podía hacer. No sé cómo decirles lo que sentía cada vez que ingresaba a la cancha, algo similar a lo que le supo pasar al Diego en el estadio de River por las eliminatorias con Perú ¿se acuerdan aquella tarde? Bueno esto era algo parecido, las mismas sensaciones sentía de lo que aquella tarde sufrió el Diego con la marca pegajosa y hasta desleal en muchas oportunidades que le hizo Reyna. Igual me sentía yo con la presencia del Ciruelo. Siempre ahí, cortándome la mayoría de los avances. Siempre ahí con una rama baja que le había crecido y que me metía una zancadilla cuando no me acordaba que estaba. Ni siquiera el aliento que imaginaba bajando de las tribunas que formaban las altas ramas de los olmos que estaban en la vereda. Ni eso, ni tampoco la caída de sus hojas que yo interpretaba como si fueran los papelitos que tiraba la hinchada.


Ese era mi patio, el patio con el mítico Azteca, el de las proezas de nuestra selección del ´86, pero claro este tenía al peor defensor que se me cruzó en toda mi vida deportiva, el Ciruelo, el molesto Ciruelo, que sin moverse, arruinaba mis ataques de habilidad o siempre haciendo de barrera para mi disparo que seguramente llevaba destino de gol, pero con un ramazo él lo evitaba. Lo que si notaba que le molestaba a este desubicado Ciruelo, era cuando hacía una pared, justamente con la tapia, con el Chino, que me devolvía la pelota siempre redonda, y ahí sí, entre los dos, lo dejábamos desorientado y parado al Ciruelo y ya nada podía hacer para que me fuera camino al gol.


El tiempo fue pasando, y el Ciruelo crecía mucho más rápido que yo, y sin darme cuenta me fui habituando a su presencia, ya estaba ahí y nada pude hacer en tanto tiempo, entonces lo acepte como casi a uno de la familia, después de todo, nos daba unas ricas ciruelas coloradas, corazón de buey, como bien había acertado el del vivero. Sabrosas y carnosas ciruelas con las que mi abuela Elvira hacía las mermeladas. Su gran copa me daba la sombra necesaria para que esos partidos en el rigor de la siesta no fueran tan agobiantes. De tantos partidos jugados en el Azteca, y siempre con su presencia, la gramilla del piso había desaparecido debajo de él, entonces cuando no le daba a la pelota, marcaba en uno de sus lados la redondela y la raya para jugar a las bolitas, y del otro, lado la pista de fórmula uno. En su copa con las grandes ramas a las que me trepaba, me transformaba en el Tarzán que siempre soñe, y desde lo más profundo de su ser, le salía el grito sagrado de gol después de ver aquella Mano de Dios, o la apilada genial del Barrilete Cósmico que nos terminó de dar un triunfo memorable, imborrable e irrepetible.


Todo eso tenía el Azteca, a pesar del Ciruelo, y dodo eso estaba en mi patio, el patio de mi casa nueva que con tanto esfuerzo habían hecho mis padres.


Después de todo, no fue tan mala la idea de mi abuela de plantar un Ciruelo, que primero se transformó en mi peor defensor, y luego en un gran amigo.





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