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  • Foto del escritorPato Ramón

El Inmortal

¿Quién alguna vez no se imaginó estar en su propio velorio, caminando hacia su propio entierro?


Tal vez resulte medio morboso, pero al menos alguna vez lo pensé. Estar ahí, en el comienzo de mi desaparición física. Ver quién me va a dar el último adiós, escuchar qué dicen de mí, sin necesidad, a esa altura de aferrarme a algunos de esos comentarios, ya que cada uno sabe lo que hizo y dijo mientras estaba de manera vertical. Pero solo por curiosidad, escuchar las palabras de tristezas de amigos, conocidos y por qué no, de algún enemigo que se arrima al cajón y te dice las últimas palabras, despidiéndose sarcásticamente, dándote el último saludo con una marcada pena fingida, simulada, pero con una enorme alegría interior al saber que te vas de este mundo y no te volverá a ver más.


También están esos otros pensamientos envueltos de terror macabro, que no es otro que te entierren vivo. Esa situación se me ha presentado en esos sueños interminables que me ha provocado desesperación, al punto tal que cuando me he despertado no sabía si estaba vivo o muerto. Dignos episodios de algún cuento de terror y horror de Edgard Allan Poe, como en el de su conocida obra “El entierro prematuro”. Ese estado en que muchas veces se encuentra un cuerpo que parece estar muerto, pero que no lo está, y ante esta apariencia y luego de controlarle el pulso, el ritmo respiratorio, la temperatura corporal y la presión, algún médico presurosamente, y sin tomar los recaudos correspondientes, lo declara finado y lo entierran a causas de esos trastornos. A simple vista es un muerto con todas las letras, la apariencia y con los signos vitales que así lo confirman.


Aunque muchas veces todo se ve envuelto por un manto de misterio, dolor y angustia cuando por relatos de los serenos de los cementerios nos enteramos que escuchan ruidos y alaridos en alguna tumba y que cuando van y abren el cajón el difunto se encuentra con el rostro rasguñado o de espalda, al revés de cómo lo depositaron. ¿Se deberá a la desesperación de encontrarse enterrado vivo porque el pobre ser nunca estuvo muerto, pero la mala praxis de parte del galeno de turno se hace presente y el finado se transforma en tal, sin serlo?


El nacimiento, al igual que la muerte, es un hecho único, singular e irrepetible, porque lógicamente como nadie puede nacer dos veces, tampoco puede fallecer más de una vez.


Aunque, a decir verdad y a pesar de la incredulidad con la que seguramente me tratarán después de leer lo que le voy a contar, hay personas que mueren más de una vez. Situaciones que provocan el deceso más de una vez. A lo que voy a referirme es al problema de mi distinguido amigo Don Jacobo Pereyra.


Pereyra era un francés nacido en la campiña de Carcasona, a orillas del río Aude. Don Jacobo Pereyra, con nombre israelí y apellido español. Pero francés en definitiva. Pero bueno, es a su problema a lo que me quiero referir.


Era un tipo al que comencé a tratarlo cuando tenía doce años y él no más de sesenta según su impecable aspecto. Aunque algunos que aseguraban haberle visto el documento decían que su fecha de nacimiento era el 14 de Julio de 1899. Había nacido en el aniversario de la Toma de La Bastilla, por lo tanto Jacobo tenía 74 años y era del mismo signo del zodiaco que yo, de cáncer.


Había llegado al pueblo solo, sin familia, de profesión orfebre, relojero, comerciante en general, pero por sobre todas las cosas, especulador. Tenía el hobby de coleccionar antigüedades, reliquias y monedas, y fue esto lo que me acercó a este francés que con el tiempo se transformaría en un personaje, no solo en el pueblo sino en gran parte de la región, que sería imposible de olvidar e igualar.


Se había instalado en una vieja casona del siglo XVIII con un gran sótano, que muchos conocían, con innumerables pasadizos secretos de los que nadie quería hablar en el pueblo. Acondicionó la propiedad para atender a la gente que recurría a él para los arreglos de sus relojes y joyas. De a poco le fue anexando ventas de artículos que iban desde telas, marcos para cuadros, cigarrillos, habanos y objetos de regalería, de metal y porcelana. Todo lo que vendía era importado ya que se hacía traer la mercadería desde Europa por lo que las piezas que vendían eran únicas.


De a poco comencé a entablar una amistad con este francés debido a mi interés por las monedas, que a esa edad había comenzado a juntar, ni siquiera podía decir coleccionar, ya que no contaba con demasiadas piezas y tampoco con un vasto conocimiento sobre el tema. Pero él fue quien me encaminó en esto y fue precisamente, de Don Jacobo, de quien escuché por primera vez la palabra numismática y es hasta el día de hoy que sigo coleccionando esos metales sin ningún valor, salvo el sentimental.


En el almacén del “Turco Jacobo”, como muchos lo llamaban, pasaba muchas horas por las tardes, ya que por la mañana asistía a la escuela. Le hacía mandados, le barría el salón, y hasta le daba de comer a los faisanes que tenía en el fondo del patio, aves que jamás hubiese conocido sino fuera por Don Jacobo. No me pagaba por las tareas que hacía, pero siempre me regalaba alguna moneda como para ir engrosando mí pequeña colección. Otras veces, me quedaba a tomar el té, sobre todo en invierno cuando al negocio lo cerraba temprano, no más allá de las dieciocho horas. Eran en esos momentos que Don Jacobo me contaba cosas de Europa y de tantas partes por las que había andado haciendo negocios, pero principalmente, escapándole a la guerra, porque fue perseguido por haber desertado cuando fue convocado para alistarse al ejército francés.


Don Jacobo era muy obsesivo con el orden y la limpieza en sus cosas. Estaba permanentemente diciéndome la manera que tenía que acomodar los rollos de las telas, los elefantes de mármol debían estar todos alineados y mirando hacia el mismo lugar, con la trompa apuntando a la puerta, porque daba suerte, según decía el francés. Ni qué hablar de las monedas. Era un obsesivo, por momentos histérico y psicótico por mantener todo muy fregado y cuidadosamente alineado.


En una de esas charlas que solíamos mantener, Don Jacobo Pereyra me supo contar que sufría de una rara enfermedad, que no sabía bien cómo explicármela, para no atemorizarme, pero que si algo le sucedía mientras yo estaba con él que no me asustara porque era algo pasajero. Pero el francés, en definitiva, nunca me dijo qué tipo de enfermedad era, de qué se trataba, ni siquiera, al menos, los síntomas de esa dolencia.


Con el tiempo suficiente para conocernos y debido a mi visita diaria al negocio de Don Jacobo, me fui ganando su total confianza, tanto que a veces se dirigía a mí en francés. Fue él quien me enseñó algunas palabras galas como piéces (monedas), montre (reloj), chevalier y madame (caballero y señora), beauté (belleza), merci beaucoup (muchas gracias) o bonjour (buenos días). Lo que no sabía Don Jacobo que lo único que yo conocía de Francia en esos tiempos era que otro compatriota suyo, el actor Alain Delon, era muy amigo de nuestro gran campeón Carlos Monzón. Tal era la confianza que me tenía Don Jacobo que me había dado una llave del negocio, entonces, muchas veces cuando Jacobo no estaba por la tarde, era yo el encargado de abrir y cerrar las inmensas puertas del salón.


Cierta tarde de verano, mientras Jacobo aprovechaba para dormir la siesta, abrí el almacén como ya era costumbre, y comencé a ordenar las telas y barrer aquel piso que era de adoquín. Desde que Don Jacobo se había instalado ahí, ese piso de madera se había transformado casi en un brilloso parquet debido a que me la pasaba lustrándolo con el lampazo con querosene, de acá para allá, para mantenerlo como el obsesivo relojero quería que estuviera. Al terminar esa rutina y al ver que Don Jacobo no aparecía en el salón, me dirigí hacia el dormitorio para despertarlo de su siesta. Jacobo estaba profundamente dormido, y no me animaba a despertarlo. Lo comencé a zamarrear para que se despertara pero esto no surtió efecto. Lo tiraba de los pantalones y nada, seguía dormido. Hasta un vaso con agua le arrojé a la cara para que reaccionara y tampoco lo hizo despertar. Entonces fue ahí que me asusté y le tomé el pulso en su cuello, nada, no sentía sus latidos. Salí disparado de la habitación, pasando por el salón sin siquiera cerrar la puerta y llegar a mi casa sin aliento, con las palabras atragantadas tratando de decirle a mi mamá que Don Jacobo estaba muerto.


Luego de que el médico lo revisara (que no fue más de lo que yo había hecho) y determinara la defunción de Jacobo Pereyra, salió del dormitorio y dirigiéndose hacia a mí, como la única persona más cercana al francés, me dijo “murió, el turco Jacobo espichó, si tiene algún familiar y podes comunicarte con ellos, avísale que Jacobo ya es finado”.


Los términos que había utilizado el facultativo y el modo de utilizarlos, casi vulgarmente, como si Don Jacobo fuera una cosa, terminó de dejarme helado, más que al pobre Pereyra. A decir verdad, él nunca me había confiado si tenía hijos, hermanos o algún familiar, para que en un caso como este les avisara. No sabía qué hacer, no tenía forma de contactarme con alguien en Europa para dar aviso de lo sucedido.


Recuerdo que lo velamos en el mismo almacén del turco. Acondicioné todo en el gran salón, con los adoquines brillando como nunca. La verdad, casi nadie fue a verlo, unos pocos que le debían a Don Jacobo alguna cuenta, más que todo fueron a gradecer su final, para así no pagarle la deuda sabiendo que Don Jacobo nunca más les iba a cobrar el débito.


Hacía mucho calor esa noche y mi madre al ver que pocos, que digo pocos, nadie mejor dicho, pasaría una noche en vela para acompañar al pobre de Don Jacobo, me dijo que cerrara el almacén y que lo volviera a abrir por la mañana para que cerca del mediodía se produjera el traslado del cuerpo al cementerio. Yo me negué, Don Jacobo había sido muy bueno conmigo, había aprendido cosas, me había regalado decenas de monedas para mi colección, y para él, en definitiva, yo era lo único que tenía, no solo en el pueblo, me atrevería a decir que en su vida, entonces no lo podía abandonar en su última noche entre nosotros.


Recordé entonces lo que me había dicho un día antes de mi cumpleaños: “Michelle – así me llamaba el turco – cuando me muera, el reloj pulsera de oro que llevo siempre conmigo pasará a ser tuyo, quédate con esta preciosa joya, sin darle explicación a nadie”. Nunca me olvidé de esas palabras porque Jacobo era medio amarrete por su profesión de usurero, pero la ilusión de quedarme con ese reloj que era una verdadera alhaja suiza, hicieron que jamás las olvidara. Claro, el pobre debía morir primero.


Me quedé a pasar la noche con Don Jacobo, él ahí, en el centro del salón metido en ese cajón cobrizo y yo dando vueltas para que se consumieran las horas, horas que veía en cada reloj que Pereyra tenía en arreglo y en los muchos otros que estaban colgados por todas las paredes. Esos grandes relojes con péndulos a cada hora hacían sonar las campanadas y como no todos los relojes marcaban la misma hora, sonaban a cada rato sin saber cuál era la hora verdadera. Los sonidos de los campanazos le daban un mayor estado tétrico a todo ese escenario. Y yo ahí, con mi docena de años cuidando a un muerto que ni era familiar, esperando que el sol marcara el amanecer y así terminar con esa pesadilla.


Lo peor llegó cuando las campanadas dieron las cuatro de la madrugada. Fue en ese momento que escuché un ruido, y ahí nomás otro. El ruido venía desde adentro del cajón, cosa que me atemorizó, aunque siempre me habían dicho que los muertos no hacen nada, son a los vivos a los que hay que temerles. Entonces me acerqué y cuando estuve junto al cajón vi como Don Jacobo abría los ojos y se sentaba. Salí disparando a los gritos del salón pidiendo ayuda en esa madrugada de verano en la que nadie andaba por las calles. Por suerte el sereno del ferrocarril me escuchó y acudió a mí para juntos ingresar nuevamente al almacén, luego de contarle lo sucedido.


-¡Cosa 'e mandinga!!!- Dijo el ferroviario – cómo puede ser lo que estoy viendo—concluyó.


¿Qué era lo que veíamos?... a Don Jacobo saliendo del cajón como si nada, como si hubiese terminado de dormir una de sus acostumbradas e interminables siestas, algo normal para él. Y fue ahí que nos contó sobre la enfermedad que padecía.


- Catalepsia- dijo enfático Don Jacobo Pereyra- Sufro de catalepsia desde hace muchos años. Esto que vieron ustedes hoy es muy normal que me suceda al menos un par de veces al año. Esta vez tuve la suerte de que despertara rápido, antes de que cerraran el cajón, no como otras veces que sucedió que estuve un par de días inconscientes y si no fuera que el guardia del cementerio andaba cerca y pudo escuchar los ruidos que daba desde adentro del cajón, no estaría contándoles esto ahora”.


-Nunca había escuchado una cosa así- interrumpió el telegrafista, incrédulo con lo que Don Jacobo contaba.


- No tenía idea de esa enfermedad, ni siquiera había escuchado nombrarla- acoté, mientas el casi difunto me pedía que le sirviera una copa de whisky, y nos invitaba a seguirlo por un pasillo que solo él conocía, y que terminaba en una pieza que usaba como depósito. Ahí continuó contando sobre su enfermedad y los problemas que le había acarreado durante tanto tiempo.


- Momentos desesperantes los que esta enfermedad me hace pasar encerrado más de una vez dentro de un cajón - prosiguió con el relato Pereyra- atormentado, a los gritos pidiendo ayuda, agobiado por el terror de morir asfixiado sin que nadie pueda oírte para ayudarte. Es por eso que a todos lados llevo mi propio cajón, para que en casos como el que ustedes están experimentando, me sepulten en él. Todavía no hubo momento para que te comentara lo que me pasaba, por eso Michelle tú no sabías de la existencia de este cajón y por poco me entierran definitivamente en otro.


No podía salir del asombro con lo que Pereyra nos contaba, entonces le pregunté qué tenía de particular ese cajón que lo llevaba a todos lados a donde se mudaba.


Jacobo explicó que le había instalado un timbre al cajón, para que en caso de emergencias, o sea, al regresar de la catalepsia con el cajón ya cerrado, sonaría ese timbre de manera ininterrumpida y estridente. Proba - me dijo el francés- apreta el botón y escucharás la intensidad del timbre.


Al apretar el timbre un sonido chillón y estrepitoso comenzó a escucharse. Sin dudas se oiría a varios kilómetros a la redonda, entonces sí, cualquiera que estuviera en el cementerio lo escucharía y acudiría al nicho de donde salía ese discordante sonido y que no sería otro que aquel donde se encontrara Don Jacobo encerrado en su particular ataúd.


Tan estruendoso y alarmante fue el sonido que salía desde al almacén del relojero, que comenzó a llegar gente El día amanecía y el salón estaba lleno de gente, todos horrorizados al ver que el cajón donde la noche anterior estaban velando a Pereyra ahora se encontraba vacío.


-¿Qué pasó acá? - Dijo el oficial de policía al frente de la turba de gente. Dudé en dar una respuesta, más cuando desde el fondo, con un habano en una mano y su vaso de whisky en la otra, Jacobo Pereyra se hacía presente enfundado en su bata de seda bordó en el adoquinado salón… para la sorpresa y exclamación de algunos, y para la retirada de manera despavorida de la mayoría. Don Jacobo estaba vivo.


El viejo diccionario que teníamos en casa me desburró diciendo que catalepsia era una enfermedad producida por un trastorno nervioso repentino que se caracterizaba por la inmovilidad y rigidez del cuerpo. También provocaba la pérdida de la sensibilidad y la capacidad de contraer los músculos de manera voluntaria y que generalmente atacaba a las personas esquizofrénicas.


Después de leer esto, hice que mi madre me explicara bien lo que yo creía estar interpretando. Fue así nomás como pensaba, una persona atacada por esa enfermedad podía estar un tiempo en estado de “muerto”, podría decir, para volver a la vida como si nada hubiese sucedido. Eso es la catalepsia. Increíble haber sabido de eso a mi edad, y nada era eso, convivir por horas con una persona así, como Don Jacobo Pereyra, que en cualquier momento palmaba y al rato volvía a ser el mismo usurero que vino de Europa.


Me alegró que Don Jacobo Pereyra volviera a estar entre nosotros, a pesar que yo, lamentablemente, le tuve que devolver el hermoso reloj de oro que ya lucía en mi muñeca y del que me había adueñado con el total consentimiento del “difunto temporal”, según su vieja promesa hecha hace tiempo: “cuando muera, mi reloj será tuyo”.


Después de esto, nunca más se refirieron al negocio como el almacén del “Turco Jacobo”. Luego de lo sucedido, alguien colgó sobre la puerta del salón un gran cartel donde se podía leer, “El Muerto que Parla”.

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