Como nunca antes. A las 6 am estaba en la cocina cebándoles mates a los cocineros. No era de los que madrugaban, por lo general era uno de los que más dormía. Pero ese día, no sé, algo en su interior le habría pasado que lo despertó tan temprano.
El partido se jugaba a las 12 h por cuestiones organizativas y por orden de la televisión para que se pudiera ver en Europa en un horario conveniente para ellos, sin importar el calor que hacía a esa hora en este verano de América del Norte.
Su cara mostraba a alguien gestualmente cansado, con marcadas ojeras por haber dormido poco, casi nada. Pero sus ojos le brillaban como a un chico que estaba por hacer una de sus mayores travesuras, brillos que hacían juego con su inmensa sonrisa que le mostraba a cada uno que iba apareciendo en la cocina o en el salón donde desayunábamos cada día.
Esas ojeras eran producto de las escasas horas de descanso que había tenido. Su compañero de pieza confesó que estuvieron jugando a las cartas hasta altas horas de la noche porque no podían pegar un ojo y recuerda que a las tres de la madrugada apagaron la luz del velador. Por lo tanto la ecuación era muy fácil, entre las tres y las seis de la mañana habían transcurrido tres horas y solo esas eran las que había podido dormido. Sin embargo el tipo estaba ahí, sonriente, una lechuguita, con el mejor humor, cebando mates, recordando anécdotas y contando chistes desde el alba.
Estaba feliz, como el soldado que sabe que en horas se va de baja de la colimba. Contento como cuando terminas la secundaria y estás por zarpar a Bariloche para el viaje de egresados. Nerviosamente dichoso como adolescente ante su primer cita. Radiante y confiado, a pesar de la apariencia física, como alumno que sabe de pe a pa la lección. Ansioso para que la mañana pase rápido, como sabiendo que la buena fortuna lo estaba esperando. Se ufanaba de algo que él sí sabía que poseía pero que no conocía de esos límites. Estaba confiado de que algo grande estaba por llegar. Era muy devoto y se sentía protegido por la virgen del Luján, sentía que le iba a dar un baño de gloria hasta, casi, hacerle tocar el cielo con las manos. Se sentía beatificado en vida.
Estaba con las Adilette azules de tiras blancas, que no era nada sorprendente ya que el calor sofocante que se comenzaba a sentir desde muy temprano ameritaba que ese fuera el único calzado hasta ingresar al vestuario. Pero para eso faltaban algunas horas.
“Lo sorprendente era que ya tenía puesto el short para la contienda y no solo eso, ¡había dormido con la camiseta puesta, la misma que usaría en el partido! Sí, continuó contando su compañero de pieza, cuando anoche comenzamos a jugar a las cartas, llamó al utilero y le dijo que le entregara la ropa que iba a usar en el día de mañana, la del partido, y este obedeció como siempre lo hacía antes sus pedidos. Solo le faltaban que le pidiera que lo masajeara. Recuerdo muy bien que se la puso y veo que aun la tiene puesta, porque no lo escuché levantarse. Parecería que la tiene tatuada”.
Habíamos bajado desaforadamente por la rampa que nos llevaba a los camerinos, no había escalones en esa pendiente. El vestuario estaba desbordado. Éramos una tropilla de potros desbocados de felicidad, apurados para llegar a las entrañas del Coloso de Santa Úrsula que por primera vez nos había recibido. El mítico Azteca había sido testigo de algo inigualable hasta el día de hoy, entonces toda la alegría se justificaba de sobremanera. Los cantos y abrazos se cruzaban en cada uno de nosotros.
Siempre permanecí a su lado, él seguía con la camiseta puesta después de doce horas, esa misma que se había puesto para dormir a las tres de la madrugada. Esa camiseta azul brillante, en dos tonalidades verticales, sí, la del gallito, la del escudo incompleto, las que confeccionaron las cocineras en la concentración porque las originales eran muy pesadas y calurosas. La misma camiseta que en la etiqueta del cuello decía, “Hecha en México” como para darle autenticidad.
Pero en un momento veo y escucho, sobre todo, que comienza a sacársela. Particularmente digo escucho, porque pude oír que, mientras se sacaba la camiseta se podía percibir un ruido como cuando te sacas una curita y está tan pegada a un cuerpo con muchos bellos que te estira el cuero hasta que se despega o cuando arrancas esas cintas anchas adhesivas pegadas a un vidrio, así, así la escuchaba, como si se la estuviera arrancando de su piel. Pero no fue sola esa mi sorpresa, ese ruido que provocaba el desgarro de la camiseta de su torso, sino, lo más impresionante y difícil de explicar, fue cuando en un momento dado se cortó la luz.
Sin luz, en ese sofocante vestuario en el que estaban los que debían estar. Sin luz, en ese desordenado vestuario en el que solo estaban los que se merecían estar. Te cuento esto y te figuras una noche subterránea, como que estás en una cueva y no se ve nada y de repente te acostumbras a la oscuridad y comenzás a divisar formas e imaginas las siluetas de tus compañeros. Pero no fue lo más inesperado y sorprendente el corte de luz y su consabida oscuridad, no, lo más impresionante que me pasó es que puede ver un brillo que salía, primero de su espalda y que no era otra cosa que el resplandor que había quedado marcado en su piel. Sí, se había marcado de tal manera ese número diez plateado de su camiseta que hacía emanar una luz que era la única que iluminaba ese oscuro vestidor, lumbre que todos pudieron ver, que no fue solo mi imaginación. Todos quedaron petrificados al ver esa luz en su espalda.
Y luego otro resplandor. Otra luz que aparece, pero ahora una aureola dorada sobre su cabeza, una fosforescencia que destellaba tanta luz que el vestuario ahora se había puesto de día y todos pensábamos que la energía artificial había regresado, pero no era eso lo que había sucedido, porque la música del grabador no se volvió a escuchar, era otra la fuerza luminaria que se había echo presente. Era una aureola, era su nimbo, sí, justamente eso, un nimbo era, y lo era tan fuerte que había puesto el vestuario como de día, como si la luz de ese inaguantable sol hubiese ingresado por esa pequeña y única ventana que tenía aquel vestuario del Azteca.
Era el fulgor de ese nimbo que le había aparecido como confirmando aquella expresión que pude ver en su cara en la cocina por la mañana bien temprano cuando repartía mates y soñaba con la gloria del cielo a sus pies. No tenía dudas que le había llegado la beatificación divina por lo sucedido solo unos instantes antes, allá afuera, allá arriba y previamente al ingreso de este vestuario. Sí, esto se estaba produciendo por lo que había echo allá afuera, en ese verde manto sagrado mexicano, en ese caliente césped en el que lo había recorrido, casi de un extremo al otro con esos 44 pasos para completar los 52 metros en 10,6 segundos en puntillas de pies, como el mejor bailarín del Teatro Colón, burlando la lealtad y la inocencia de sus, a estas horas, enemigos.
Esa luz emocionaba. Me excitaba, me estremecía hasta lo más profundo de mí ser, porque sentía que cada uno de los que incómodamente transitábamos por ese vestuario, seguíamos viendo sobre su cabeza esa corona resplandeciente.
Él estaba seguro y lo había manifestado esta mañana que algo muy groso iba a suceder y así fue, no estaba equivocado. Se había preparado para llenarse de gloria. Para llenarse y compartirla con cada uno de sus compañeros, los de pantalones cortos, como también con los de trajes en el banco y con los de buzos y sus bidones. También con los de camisa y corbata que manejaban el micro en cada salida, o como en esta mágica, distinta e inusual mañana en la cocina, con los que nos atendían día a día con el desayuno, almuerzo o la cena.
Él fue y es tan generoso que no le importa solo la gloria propia, no, el produjo la mayor grandeza de toda la historia del fútbol argentino y no se la guardó para él solamente, la compartió en ese tiempo con todo el plantel y con todos sus compatriotas al llegar al país, por el resto de su vida y la de cada uno de nosotros.
Así fue, necesitaba compartir la gloria para que cada uno pudiera contarla por más años que hayan pasado y seguirán pasando desde aquel 22 de Junio de 1986, que fue y será memorable por los siglos de los siglos. Nadie lo podrá olvidar, nosotros imposible, ni ellos tampoco, los ingleses, al principio sufriéndolo y luego por haber sido partener de los goles más épicos de la historia del fútbol. Nadie podrá ni querrá olvidar lo sucedido. Disfrutándolos nosotros, padeciéndolos ellos.
Ese era el panorama en un vestuario alocado por la felicidad. Donde el sonido de ritmos musicales se entremezclaba en el aire apestado por el olor a aceite esmeralda, alguna bebida burbujeante y el sudor de los jugadores. Descalzos la mayoría. Vendas, botines y medias desparramas por todo el mojado suelo del vestuario. Apenas con los shorts y sus camisetas puestas algunos, otros con la de ellos. Las corbatas desalineadas en esas camisas que al inicio del partido eran blancas inmaculadas y ahora todas mojadas, pegadas al cuerpo por la transpiración y el carnaval de ese recinto. Todavía se escuchaba el rugir de los espectadores por lo que habían visto, imaginando desde el subsuelo del estadio que permanecían en sus asientos, como absortos, sin poder creer de lo sucedido. Sin saber que habían sido testigo de algo irrepetible, imposible de reproducir.
Se escuchaban voces, todas conocidas, que expresaban la felicidad de la gloria obtenida cuando aún faltaba un largo camino por recorrer. Voces con tonadas del interior, apenas algunas. Voces con acento europeo, otras. Voces de oportunistas dirigentes y políticos, casi ninguna. Voces eufóricas que tapaban el rugido de las ciento catorce mil quinientas ochenta almas que habían quedado atónitas allá afuera, allá arriba por lo que nadie nunca más volverá a presenciar. Voces y más voces.
Pero hubo otra voz. Sí, una voz que retumbó en el recinto. Una voz que se hizo eco y que a la vez penetró en el interior de cada uno de los seres que habitábamos ese afortunado vestuario. Una voz firme, pero que trasmitía calma, y que hizo silenciar a cada uno de nosotros y hasta las mismas máquinas de reproducir música como también a las preguntas de los berborrágicos periodistas.
Una voz que venía de la boca del túnel. Esa misma voz que tenía un dueño y que se hizo presente para sorpresa de todos. El dueño de esa voz portaba una larga cabellera y una frondosa barba que no hacían más que resaltar aquellos ojos verdes. Un ser cubierto por una increíble e inmaculada túnica blanca. Esa voz volvió a tronar en esas paredes del mitológico estadio Azteca.
El dueño de esa voz levantó su mano derecha, encandilado por la luz del nimbo, y como alguna vez también se dirigió a sus Apóstoles y señalándolo con su dedo índice, sí, a él, al que había provocado esta gloria, al iluminado, al que acababa de darnos “la mano de Dios”, nos dijo:
“Ese es el D10S, ese es nuestro D10S del fútbol. Seguidlo, él es el dueño de la pelota, la misma pelota que jamás deberá ser manchada”
Y ahí seguía yo, siempre a su lado, iluminado por su gloria.
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