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  • Foto del escritorPato Ramón

Jugar como ellos (quería)

Jugar como ellos

(quería)

Podría haber nacido zurdo, ¿no?


Zurdo y en Fiorito, ya que estamos. O bueno, Banfield, Nueva Gales, Bell Ville, Hurlingham, o en nuestras Falkland Islands, para poder pisar su suelo, y disfrutar su mismo cielo.


De ser así, además, podría haber jugado, no digo como volante por ese lateral izquierdo porque hubiese sido irrespetuosamente imposible haber competido, pero sí, al menos, llegar a ser su suplente, ya que Él nunca faltaba, ni por lesión ni expulsión.


Digo zurdo (y no digo querer llamarme también Diegou) para ser tal vez el tres de aquel equipo, o por qué no, un wing izquierdo que por esos tiempos existían. O un cuarto volante ventilador de los que estaban apareciendo, para correr por Él, para recuperar la pelota y dársela justo, y solamente, a Él.


Pero no. Nací derecho, en Berwick-upon-Tweed, England. Con poca técnica y sin proyección. Bien en el juego aéreo, eso sí, pero con poca lectura del juego, con mucho entusiasmo y valentía para desafiar, con mi Everton F C, a los mejores, sin saber que existían “otros mejores” de los que habitualmente enfrentaba y que creía que eran los únicos que habitaban nuestro “Planeta Europa”.

Nací lejos de su origen. Acá, precisamente acá, en esta tierra con poco sol, pero con mucha niebla. Con muchos míster y ningún che. Demasiado té de las five o’clock, pero sin los yerbeau con chipá de sus meriendas; mucho scotch escocés, pero nada de fernet. Plagado de pub y ningún boliche. Con muchas reverencias para una Reyna Madre, pero sin manifestaciones laborales de los barrios de pie. Y lo esencial, muchos campos de deportes y centros de entrenamientos de alto rendimiento, pero que en nada se parecen a esos lugares que ellos llaman potreros o baldíos, lugares estos en que se instalan esas fábricas de malabaristas mágicos e ingeniosos, y que por acá no tenemos.


¡Shit, shit, shit!!! Merda.


Pudiéndome apellidarme, no sé, como Moyano, Navarro o Peralta. O teniendo nombres como Pedro, Carlos y Miguel. Pero tampoco. Nosotros somos Shilton, Hodge o Lineker, y aquellos nombres de pila los cambiamos por los de Peter, Charles y Michael.


Tampoco tenemos esos apelativos que les escuchaba decirse entre ellos en… ¡las mismas conferencias de prensa! Se comunicaban con un, Burru, Chechou o Tata. O aludiendo al color de su piel, para tratarse de Gringou o Negrou.

Ni siquiera nominalmente nos parecíamos, tanto que me llamo Trevor McGregor Steven. Bien pude ser Terry Butcher, o por qué no Terry Fenwick, y lo mismo daría, ya que Él nos “maltrato” de la misma manera, con el mismo y respetuoso desprecio deportivo, con toda la ironía y lo que la burla puede permitir. A todos por igual, eso sí, sin discriminar a ninguno de los nuestros, a los de adentro como a los de afuera de la cancha.


¡What a great son of a bitch this guty!!! (¡Qué grandísimo hijo de puta este tipo!)


Así es que mi destino se forjo de una manera distinta, y desde otro lugar. Con muchas Premier y ningún Metropolitano; sin sus torneos Evita, ni campeonatos Nacionales con esos equipos del interior desbastados por tantos goles. No pudiendo experimentar las batallas de sus Copas Libertadores por tener que jugar nuestras ordenadas FA Cup, Copa de Europa, la Copa UEFA, y la…, ¡copa que nos pario! Demasiada, mmm…, a ver, sí, competencia pulcra y estructurada la mía como para querer estar curtido de ese fútbol callejero como lo estaban ellos.

Nos bañábamos muy apresurados para irnos rápidamente luego de los puntuales y sistematizados entrenamientos, y así poder retirar nuestros children the school, sin saber que existía el mate, para antes o después de los rutinarios entrenamientos. Nunca supimos de tomar unos verdes en la utilería bien temprano con el canchero, o después de las duchas, en el vestuario, u organizar una barbacoa, al menos, para juntarnos a la noche. Nunca conjugamos el verbo compartir para hacerse de nuevos amigos gracias a la pelota. Solo usábamos los mismos vestuarios entre “empleados del fútbol”, de tal o cual empresa (Liverpool, Chelsea, Arsenal, Newcastle, Tottenham, Aston Vila, et.).

Ellos pertenecían a… ¡¡¡sociedades civiles sin fines de lucro!!! Porque eran de por ahí, del mismo…, neighborhood, bueno, barriou, o porque sus antepasados fueron hooligans, o tal vez habrían jugado en esa misma sociedad de fomento. Vaya uno a saber.


No había música en nuestro camerino del Azteca antes de aquel partido. Apenas si la melodía de los Cuatro de Liverpool, o de los hermanos Gallagher, que alguno se animaba a silbar o tararear, llegaba a nuestros oídos, dándole un ámbito relajado a ese apacible vestuario. Tan distinto nuestro gusto musical con aquellas melodías que retumbaba en el vestuario contiguo, con aquel tunga tunga, en donde estaban ellos. Eufóricos con esas notas musicales casi indescifrables para nuestros oídos y sus modos de bailarla, que es lo que me imaginaba mientras me vendaba mis tobillos. Pero tan ¿motivadora? aquella música, que les erizaba la piel, y me los presumía con el cuchillo entre sus dientes, con la aorta hinchada cantando esas canciones de canchas sudaca. Tan gruesa se les ponía esa vena, como de la misma manera les sobresalía cuando cantaban su himno a minutos de iniciar el partido. Porque aquellos jugadores cantaban su canción patria con una euforia y vehemencia que metían miedo, casi como los neozelandeses con su haka.


Que distinto era y me sentía, a pesar de querer ser como uno de ellos. Y no me bastaba con “ese querer ser como uno de ellos”. Qué cigüeña londinense tramposa me trajo a esta tierra, tal vez espantada y aturdida, engañada o perdida, y sin fuerzas de cruzar el Canal de la Mancha, menos que menos pensar en el Atlántico para, como siempre hubiese querido, nacer por allá y así poder disfrutar, vivir y experimentar a este deporte de otra manera. Cosa que no sucederá con Gary, el hijo que estamos esperando.


Porque la verdad, hay otra manera de jugar al fútbol, porque yo lo vi. Es que ellos jugaban a la pelota, y no tanto como nosotros, más precisamente al fútbol. Había otra manera de disfrutarlo, porque lo supe padecer. Sé que usaban otros códigos, sus códigos, y no justamente los que le quiere imponer el fair play que debe ser de tal o cual manera. Nosotros tenemos una veneración por el espectáculo, los plateítas, o por los que van detrás de los arcos; un respeto mayúsculo por los que están en las filas de los cines, el orden, los semáforos o el privilegio para el peatón. Ellos tienen otra consideración por algunas de esas cosas. Como también tienen otra honra por la pelota, como igualmente, una distinta manera de jugar a este juego, ¡que inventamos nosotros para que los sudamericanos nos digan cómo se debe jugar! Qué paradoja. Nosotros lo creamos, y ellos lo perfeccionan; nosotros lo valoramos, y ellos lo disfrutan, y se regodean por tantos crack que nos han mostrado a lo largo de la historia. Siempre ellos en el podio, y nosotros ahí, mirándolos desde bien abajo, muy abajo.


Como si esto fuese poco, el destino, y mi puesto en particular, hizo que en vez de jugar “hacía” donde Él iba, lo hacía por el mismo carril, sí, pero en sentido contrario, entonces una y otra vez tenía que enfrentarlo, solo eso, enfrentarlo, porque estaban muy lejos mis posibilidades en quitarle una pelota. Solo trataba, ante su sola presencia, de tener las piernas juntas para evitar el papelón de un caño (tal su lenguaje), o quedar una y otra vez desairado por sus amagues, quiebres de cinturas, y esos piques explosivos que lo hacían imposible de alcanzar, ni que hablar en controlarlo. Nunca, y menos en aquel histórico partido del 22 de Junio, en un maravilloso Azteca, el que me terminó viéndome derrotado, pero orgulloso, por dentro claro está, por soñar en ser como ellos.

Si escuchan que alguien quiere a la pelota, la respeta, y la mima como a su propia Tota, créanle, y más también.


Recuerdo que primero le “dio la mano”, pero casi nadie se dio cuenta salvo un par de compañeros buchones, Hoddle (4) y Fenwick (14) que quisieron protestar. Luego la saco a pasear ¡mama mía! por lo tanto vi cómo Él le hacía el amor sobre la perfección de esa tupida sábana de terciopelo verde, ante la mirada incrédula de los miles y miles de espectadores ¡Sí, sí, lo vi con mis propios ojos, nadie me lo contó! Es más, estaba a escasos metros míos, pudiendo entonces sentir el jadeo de su respiración, el viento de su velocidad, y el olor a sexo futbolero que puede despedir una pelota antes de entregarse mansamente al mágico, burlón y mejor amante, como lo era su felino botín izquierdo.


Siempre mirándolo, persiguiéndolo sin sentido, a su espalda, sin ninguna chance de nada, solo verle ese número blanco que indicaba el puntaje máximo que se le puede dar a un jugador. Sentía, sí, aunque no lo crean, como ella disfrutaba de sus caricias y del poema que pareciera que le iba narrando con esa lengua afuera como relamiéndose por lo que pudiese hacer, y más que eso, por lo que hizo con aquella estocada final para “poder acabar” de una manera sin igual, como ninguna otra blanca y pulcra pelota Azteca lo pudo haber disfrutado.


Sin llegar a once segundos, Él, no solo que pudo enamorar a aquella pelota (luego averigüe cómo lo hizo, y me dijeron… “chamuyo criollo, gringou”), sino también, a todo el público presente, más todos los millones de televidentes que observaron aquel casi milagro futbolístico. Me corrijo, saco el casi, milagroso orgasmo futbolístico, no tengo dudas.


Tan mágico y milagroso fue, que alguien de la radiofonía, termo bajo el brazo, magistralmente lo bautizó como un ¿cometa astronáutico?, bueno, o algo así, ¿no? Ah, bien, barrilete cósmico me acota el gran míster Ossie Ardiles, quien me ayuda con algunos términos futboleros y muy autóctonos de su ex patria.


En cambio yo, ni en toda mi vida de futbolista profesional pude, no enamorarla, ni siquiera agradarle a esa señorita pelota, poder tener la facultad de hacer un cuarto de aquella jugada. Tampoco en algún entrenamiento cuando puse los conos simulando que éramos nosotros los que defendíamos, y que terminaba llevándomelos por delante con toda mi torpeza a cuestas en el traslado de la redonda. Ni con esos conitos inmóviles (que seguramente se reirían ante mi ingenuidad) pude lograrlo, rindiéndome avergonzado y mirando para todos lados como asegurándome que nadie había visto ese gran papelón en el intento de una burda emulación frustrada de aquella mágica jugada de la centuria, iniciada con aquella “notable asistencia” del negrou Eriquez.


Entonces comencé a comprender de cómo se debía tratar a esa “señorita”. Con cariño, paciencia, cortesía, y sobre todo, con mucho amor y mando. Todo lo contrario de la manera que yo lo venía haciendo. Así y todo, después de ese aprendizaje, jamás pude lograrlo.


Ya estamos en Lanús, en el Policlínico Evita esperando a Gary, ese hijo que está por nacer, y que solo trajimos la cigüeña hasta la Argentina con la ilusión de que algún día “sea como ellos” dentro de una cancha de fútbol, y solamente dentro de una cancha. Tal vez, y sabiendo lo imposible de llegar a ser otro barrilete cósmico, al menos que se asemeje un poquito para “ser como ellos”, para que pueda jugar a la pelota de otra manera. De la manera que no pudimos nosotros, de la manera que Él nos demostró que es posible.


Es posible de jugar así, de otra manera digo, pero solo y únicamente por Él.


Diegou, ¡my God!

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