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Foto del escritorPato Ramón

Las Adora

Era muy difícil salir a las calles, más de noche. De casa a la escuela. De la escuela a casa. Algunos femicidios, otras violaciones, y las desapariciones de personas, sin causas ni retornos, habían hecho que hasta tuviéramos que cambia el lugar para cursar la materia Educación Física. No íbamos más al Club Sportivo, lo hacíamos en el mismo patio de la escuela a la que asistíamos, el Instituto del Inmaculado Corazón de María Adoratrices.


Cursar Educación Física, en nuestro tercer año, solo era saltar bastones de palos de escobas, también jugar a la pelota al cesto, para lo que éramos muy buenas, e invencibles en cada campeonato intercolegial de los que participábamos. Siempre nos llevábamos el primer puesto. Siempre campeonas. Era lógico, ningún otro colegio, no solo de la ciudad, sino de toda la zona, practicaba pelota al cesto. Este deporte solo estaba desarrollado en los institutos religiosos, a los que en nuestros tiempos solo asistían mujeres. Tanto en la primaria como en la secundaria.


Ni siquiera el vóley incluían “en el plan de estudios” de los colegio de monjas. Bueno Hermanas Adoratrices. “Las Adora” como éramos comúnmente conocidas. Y ahora que lo pienso, de manera despectiva.


Jugar a la pelota al cesto, era muy aburrido, no solo para mí, sino para una veintena de chicas de mi curso. Era una bobada tratar de meter la pelota en las alturas de aquella canasta. Hubiese sido baloncesto, bueno, esta actividad tiene otro desarrollo, más matices, con más roces, un poco más de adrenalina, y con ídolxs como referentes.


Díganme la verdad, ¿conocen el nombre de alguna jugadora famosa, o no, de pelota al cesto? Lo imaginé. No. Nadie. Ninguna.


La pelota al cesto, era muy light, muy fría, desabrida para el gusto deportivo de aquel grupete de adolescentes que lejos estaban en el alineamiento de las monjas, a no ser que por obligación concurríamos a esa institución.


A nosotras nos gustaban otras cosas. De haber sido hombres, seguramente hubiésemos sido jugadores de fútbol. Pero en aquellos tiempos, el solo mencionarlo, era un sacrilegio. Una mujer jugando a la pelota, ¡por favor! a quién se le podría ocurrir. Que no se enterara la Madre Superiora de nuestros pensamientos y gustos.


En algún recreo alguna de las chicas abollaba hojas Rivadavia, arrancadas de alguna carpeta con tres ojalillos, seguramente de pruebas reprobadas que no debían llegar a casa. Entonces nos íbamos detrás de los baños externos y hacíamos un picadito que duraba lo que duraba el recreo largo, o hasta que alguna monja llegara horrorizada, por la buchoneada de alguna compañera fifí, y nos mandaba a firmar el libro de disciplina, “por actitudes poco femeninas y decorosas”.


Bien se sabe que lo prohibido aumenta el deseo. Y eso era lo que nos fue sucediendo con la pelota. Más nos prohibían, más las desafiábamos abollando hojas, o llevando alguna pelota pulpito debajo de la gris y tableada pollera del uniforme.


Con los peligros de la calle, y de la noche en la ciudad, nos ingeniábamos para juntarnos a jugar a la pelota.


En la cuadra (1) de la panadería de Sonia, mientras el padre sobaba la masa del pan, y con su complicidad, armábamos un tres contra tres, sin que su madre se enterara, en esos picados a muerte por quiénes se llevaban el premio mayor, una docena de panes de leche.


En el galpón de don Tito, papá de Juanchi, cuando no estaba la máquina de cosechar, era nuestro mejor estadio. Un lugar amplio en el que hacíamos los arcos con dos caballetes que los albañiles usaban para montar los andamios. La pelota no salía nunca, el partido era interminable.


Cada vez se sumaban más chicas en aquella loca, y riesgosa, manera de jugar a la pelota a escondidas. En plena dictadura, hasta podríamos haber sido apresadas por aquellas raras ideas futboleras, y detenidas, nosotros o nuestros pares, por tremendo atropello a la figura de la mujer, como era jugar a la pelota.


El largo y angosto callejón al costado del Antiguo Hotel de la Chechi, casi treinta metros de largo, de sólo cuatro de ancho, hacían una singular canchita que desplegaba a los equipos en una formación de un 2-2-2-2. Muchas “paredes” en los partiditos de aquel callejón, que solo se detenían por la presencia de algún auto que ingresaba con alguna acompañante a escondidas.


Jugar a la pelota era una pasión. Pasión en cada una de nosotras. Pasión muy adentro de cada una que crecía día a día más en aquel julio que se jugaba el mundial en nuestro país.


Sabíamos las formaciones de todas las selecciones. Los nombres de todos los italianos, los más facheros. También de los húngaros, con más consonantes que vocales.


Nos juntábamos muy al fondo del patio del colegio, a pitar algún cigarrillo a escondidas, y a hablar de los partidos mundialistas.


Era un invierno muy frío, a las seis de la tarde ya comenzaba a oscurecer. Muchas noches de llovizna. Otras de niebla, que hacía casi imposible reconocerse por la calle, de vereda a vereda, entre aquellos valientes que se animaban a salir.


Veíamos el mundial por la tele, las que tenían, y metíamos algún bocadillo acertado sobre tal o cual jugada, para sorpresa de los hombres de la casa.


Lo veíamos por la tele. Lo jugábamos a escondida. Lo soñábamos ilusionadas.


Cuando la Selección Argentina se tuvo que mudar a Rosario para jugar contra Polonia, Brasil y Perú, decidimos que podía ser una buena oportunidad, con el pueblo, y nuestras familias distraídas con el mundial, de juntarnos para hacer un picado nocturno.


La noche del miércoles 21 de junio Argentina se jugaba la chance de pasar una vez más a la final en un mundial. Entonces dijimos que esa sería la noche ideal para juntarnos a jugar.


Todos con la misma escusa, la de ir a la casa de una compañera a ver el partido ni bien salíamos de Las Adoratrices, y, sin pensar de volver a casa por lo tarde que se haría la finalización del encuentro, entonces todas nos quedábamos a cenar y dormir en la casa de otra compañera.


La Loli dijo que iba a la casa de Ana Laura, y ésta a lo de Patricia. La Pato dormiría con Cheli, a la vez que decía que pasaría la noche en lo de Isabel.

Y así, todas habíamos mentido que a la salida de la escuela iríamos a la casa de tal o cual compañera, a ver el partido, cenar, y pernoctar, sin salir de la casa que nos albergaría.


Aquella tarde del Argentina-Perú estaba muy nublada, con miedo de decir plomiza. La noche estaba muy negra, con bruma y llovizna. Con aquella noche de esperanza de finalistas, nadie circulaba por las calles, por el partido, por el clima que acompañaba para no salir, y por el temor reinante.


Nosotras ya habíamos organizado todo. A la salida de Las Adoras, todas nos juntábamos en la cancha auxiliar del club, que no estaba en un buen estado, mucha tierra y poca hierba, pero al menos sabíamos de dónde y como encender las luces.


El partido mundialista había comenzado. Nuestro picado mundial, también. Picado a tres goles en cada arco, primero. Y luego otro por seis goles más.

Era nuestro lugar en el mundo, una cancha de fútbol para todas nosotras. Una experiencia única. Por primera vez hacíamos un partido en cancha de once, reglamentaria, cumpliendo sueños coartados.


Apenas si la luz artificial alumbraba en aquella noche con densa llovizna, y con la niebla que cada vez era más espesa.

Por el clima, parecía más el estadio Wembley que la cancha auxiliar del Club Sportivo.


Goles errados que se cobraban. Goles hechos legítimamente que se anulaban por algún off side inventado por la Chola, la que tenía la voz más gruesa que todas juntas, entonces acatábamos.


Ya en el segundo partido, el de los seis goles, y sin importar que equipo marcaba un gol, y al mismo instante que la pelota ingresaba en alguno de los arcos, se escuchaban explosiones y gritos de algarabía a lo lejos, en las casas de la ciudad.

Otro gol nuestro, y otro festejo urbano. Como si la gente supiera que estábamos jugando aquel picado ilegítimo.


Nuestro partido se estaba terminando. Uno, dos…, cinco goles habíamos marcado, y el partido terminaría a los seis goles como se había pactado.

Estábamos felices, habíamos nacido para ser jugadoras de pelotas de fútbol, y no de pelotas de cestos metálicos, fríos e inalcanzables.


No queríamos que terminara, que la noche no tuviera fin. El partido 5 a 0, y el famoso, “el que hace el gol gana”, con todo lo que significaría dar por terminado aquel picado mundialista, sin que ATC se enterara.


Recuero bien que Nancy me devuelve una pared al borde de la medialuna dejándome mano a mano con la Moni, la arquera rival. Gambeta larga para un costado, todo el arco para mí, para dar por finalizado el partido con aquel seguro gol. Cuando voy a golpear la pelota, escucho una nueva ola de gritos, algarabía interminable que venía de la ciudad.

Aquel gol que se festejaban a la distancia hizo detener mi carrera, pise la pelota mientras escuchaba los gritos de mis compañeras, “hacelo, es el sexto, ganamos y se termina el partido”. Con la pelota todavía bajo mi zapatilla derecha, le metí un puntazo bien alto por arriba del travesaño.


No quería que el partido finalizara.


Pero finalizó con un triunfo 5-0 porque vimos que a lo lejos se acercaba un patrullero con la sirena y luces encendidas, lo que hizo que nos dispersáramos, y que nadie terminara durmiendo en las casas “asignadas”.


Al otro día nos enteramos que aquellos seis gritos que escuchábamos desde la auxiliar del Club Sportivo, fueron los seis goles que Argentina le hizo a Perú, los que nos llevaron a la final con Holanda.


Seis gritos, que nosotras pensábamos que festejaban nuestros goles.

Seis gritos para nuestros cinco goles de aquella noche de travesura adolescente. De picado anónimo y prohibido.


Seis goles, seis festejos, muy lejos de los miles de gritos no escuchados en aquellas noches turbulentas, también tapados por los gritos de los goles mundialistas.


(1)Cuadra: Lugar amplio dentro de la panadería donde se elaboran y cocinan las piezas.

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