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Foto del escritorPato Ramón

Las Piernas de Mascherano, los botines del Kun

Me embromaba que mi hermana, un años mayor, me llevara a la escuelita de fútbol. Ya tenía ocho, casi nueve, en aquel inicio del invierno, jugaba en la primera categoría de la Liga, y ella siempre pencada a mi lado.


A mi hermana le encantaba jugar a la pelota. Pero no la dejaban. Le apasionaba el juego, pero no había espacio para las chicas en el fútbol.


Era cosa de nuestra mamá, de no dejarla jugar a la pelota, ni siquiera en los recreos en el colegio. Quería que fuera modelo, o actriz, pero si se metía en el fútbol, sus piernas se parecerían más a las de Mascherano que a las de Pampita.


Creo que mi papá no tenía contradicciones de que mi hermana jugara, es más, de alguna manera la alentaba enseñándole el reglamento, comentando algunas jugadas cuando miraban los partidos, o regalándole cada camiseta nueva de la Selección, y la de su cuadro favorito, el City, el de su ídolo.


Era muy fanática de la pelota, y las paredes de su pieza daban fe que el fútbol era más importante que la muñeca que le traía el Niño Dios en lugar de la número cinco que había pedido, y que sí me traía a mí. El fútbol era más preponderante que el libro de Mafalda que le trajeron los Reyes Magos, en lugar de los botines disímiles del Kun Agûero, aquellos Puma, uno rojo y el otro celeste que usaba en la Premier; botines que sí me trajeron a mí.


Yo era arquero, bueno, pretendía serlo, favorecido por las dos cabezas que les sacaba a mis compañeros de categoría, y, sobretodo, porque con los pies no podía llevar la pelota ni siquiera hasta el primer cono. Con los casi nueve años, ya tocaba el travesaño, sin saltar, de aquellos arcos en la cancha reducida.


Era arquero, y mi hermana mi guardiana. Todas las prácticas se situaba al lado del poste izquierdo, con más ganas de entrar a jugar el partidito, que yo de sacarme el buzo largo en aquel frío invierno.


Parada, agarrada de la red lateral, daba más indicaciones que nuestro DT, y a mí, por momentos me cansaba, hasta que él la hacía callar, o yo la corría.

Más de una vez, pegada al poste, me armaba las barreras en algún tiro libre en contra.

-Decile al #6 que se le pegue al grandote, al #9 de ellos.


- Salí de abajo del travesaño, adelantate unos pasos, gana el área.

- ¡Habla!, los arqueos se tienen que hacer escuchar.

- Achicale, salí, acordate de la bisectriz.

* ¿Qué es la bisectriz?, le pregunte. Y se puso a explicar.


Ella tenía diez años, no sé de dónde sabía todas esas cosas, que algunas, ni nuestro DT nos las había enseñado. Como eso de la bisectriz. Cuando le pregunte al técnico, me dijo que no tenía edad para aprenderla, que eso se veía cuando atajara en los arcos grandes.


-Tu DT no sabe nada, me dijo mi hermana.


Más de una vez no iba a entrenar, pero ella iba igual al entrenamiento. Le gustaba estar, se conformaba con mirar, repartir las pecheras, alcanzar las pelotas que se iban detrás del arco, o llenar los bidones con agua.


Cierta tarde, el DT no había ido, entonces la clase la tuvimos con el profe de educación física. Hizo los dos equipos. “Once para un lado, y…, pucha –dijo el profe- hay uno menos en el otro equipo. Bueno, juegan con dos delanteros en lugar de tres”.


-¿Puedo completar el equipo?, se escuchó tibiamente, esperando un seguro no como respuesta, en forma de pregunta desde el costado del poste izquierdo que yo tenía que custodiar.


*¿Qué decís piba?, si la ‘má no quiere que juegues a la pelota.


--Sí, veni nena, completa el equipo, juga de delantera, le contesto el profe.


Seis a dos perdimos en aquella práctica, como olvidarla. Cuatro de los seis goles que me comí, los hizo “la nena”, o sea, mi hermana.


Desde ese día, comenzó a ser la #9 titular del equipo, y adiós al sueño de mi madre de verla como modelo.


Desde aquel día, comenzó a tener las piernas de Mascherano, y los botines del Kun.

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