Tatuada en la piel
Cuando me invitó a ver el partido del domingo, no había tomado dimensión sobre uno de los protagonistas del mismo. Nunca pensé, verdaderamente, que un equipo de la capital viniese a jugar con otro de por acá, de la zona. Después me fui poniendo al tanto del por qué de la presencia del equipo azulgrana en estas pampas.
Lo cierto que ya estaba ahí, con la cara contra el alambrado, con un amigo que estaba muy entusiasmado, ya que su hermano, el mayor, jugaría ese partido. Era nada menos que el arquero del equipo local, del equipo verde, el más importante, no solo de la ciudad, sino de la gran zona en la que competía. Todos hubiésemos querido jugar en ese club, y este partido en particular, pero claro, había que tener ciertas condiciones, como realmente tenía este arquero, y en menor medida, otro pibe que también era de nuestro pueblo, y que estaba en la formación inicial del local.
Había asistido mucha gente de mi pueblo, y también de La Villa, de donde era oriundo el arquero. Él era como un símbolo para nosotros. Nos veíamos representados por él. Era como, de alguna manera, que también nosotros jugábamos ese partido, que minuto a minuto, y a medida que se colmaba todo el perímetro de la cancha, se hacía más importante. Con centenares de autos y chatas al rededor, además, las sillas que habían colocado en la pista de atletismo, simulando plateas, que redondeaban el campo de juego que lucía su gramilla totalmente amarilla a causa de las últimas heladas en este segundo día de septiembre.
Claro, la presencia de jugadores de Buenos Aires era un acontecimiento muy atrayente. Eran jugadores en serio, como le dije a mi amigo, que tenía los ojos húmedos mirando a su hermano que estaba a punto de ingresar con su buzo amarillo, por el portón lateral.
La gente comenzaba a nombrar los jugadores de la visita. Algunos hasta la edad, los goles y toda la trayectoria le sabían. Claro, estábamos al lado de la “Peña de Los Carasucias”, entonces como no iban a saber tantas intimidades de sus ídolos. Para ellos era una fiesta, tal vez algunos jamás habían visto a su equipo en vivo, y ahora los tenían ahí, casi al alcance de la mano para disfrutarlos, y recordarlos por el resto de sus días.
Nosotros, bueno, a lo que a mí particularmente me refiero, no conocía ninguno de esos jugadores que saltaron a la cancha con su clásica camiseta a bastones azules y rojos, pantalones blancos, y medias al tono, como escuche al comentarista de la radio local, que también relacionó a este partido como un clásico de la ciudad, ya que los porteños tenían los mismos colores que el otro equipo de la ciudad.
El equipo del arquero, el hermano de mi amigo, lucía una camiseta verde, pantalones blancos, también, y medias verdes, al tono, agrego, ya que lo aprendí.
A ellos se los veía con una contextura física impresionante. Los músculos de las piernas muy marcados. Muchos de los nuestros, para ya involucrarme como hincha de los verdes, demasiados flacos y desgarbados.
Los porteños hacían piques cortos. Los nuestros, los miraban.
A ellos los llamaban desde “la platea” para sacarse fotos. A los jugadores locales les preguntaban cuántos goles se iban a comer.
Ellos se formaron para la clásica foto que nunca salió en El Gráfico, ante una decena de periodistas y fotógrafos, actuando como tal, solo para la ocasión.
A los nuestros no los fotografiaron.
Ahí andaba el arquero del buzo amarillo, buscando su arco, el que daba a la calle Mariano Moreno, dando saltos flexionados al pecho, sonriente, saludando a cada grito que escuchaba, sin distinguir verdaderamente quién vociferaba. Él levantaba la mano, tenía mucha confianza, una distinta al resto del equipo, parecía que más se agrandaba a cada grito de, “vamos loco”, “fuerza loco”.
Y esos, “fuerza loco”, salían del sector nuestro, de alguien que tenía una bandera verde y negra, escrita con letras blancas, que decía, “El Cosmos de La Villa”, el origen futbolístico del arquero de buzo amarillo.
El hermano del arquero estaba atragantado, muy emocionado, incapaz de pegar un grito de aliento para su hermano, a la vez que besaba un crucifico que llevaba colgado a su cuello.
El partido comenzó, la inmaculada pelota Tango comenzó a bailar al dos por cuatro, al ritmo de ellos, de los visitantes.
Tique tiqui, tomala vos, dámela a mí. Los porteños llevaban y traían al equipo local de un lado hacia el otro. Se floreaban con su juego. Los locales no habían caído que el partido había empezado, si hubiesen tenido papel y lapicera, les hubiesen pedido un autógrafo en el mismo partido.
Pero despertaron a tiempo.
Final del primer tiempo, cero a cero.
“Ahora viene la goleada”, dijo uno de la Peña de Los Carasucias, que no paro en golpear el bombo con los colores azulgrana.
“Demasiado aguantaron”, dijo otro, despectivamente, que tenía un gorro con los colores del equipo de la capital, pero evidentemente era un hincha del otro equipo de la ciudad, club que usaba el mismo atuendo.
La visita comenzó a acelerar y acorralar al equipo local. Se fue decidido a la búsqueda del gol para quebrar el cero a cero.
Uno a cero a favor de ellos, sería negocio, le dije a mi amigo que seguía con sus dedos aferrado al alambrado como una de esas enredaderas secas que siguen ahí a pesar del paso de los años.
Movió la cabeza como afirmando lo que le había dicho sobre perder solamente por un gol, estaría bien, sería un honroso resultado. No dijo palabra. Solo abría la boca para tomar de la jarra que tenía entre sus pies.
Minuto 35 del segundo tiempo, gol.
Gol del equipo que jugaba con las camisetas verdes. Gol de los locales, o sea, de nuestro equipo. Gol del equipo del arquero de buzo amarillo, el hermano de mi amigo.
“1 – 0 dije”, y pensé, “pucha, no hay un tablero electrónico como para que quede registrado”.
Los cosos del lado, los de la peña, se miraban entre ellos sin comprender lo que pasaba, y escuchaban las cargadas de los hinchas del equipo chacarero, como alguno de ellos, antes del partido, deslizo burlonamente.
Nadie entendía nada, pero la gente gritaba y festejaba. Mi amigo dio vuelta la cara cuando le pregunte quién había convertido el gol. Solo balbuceó, “el que ingresó por el flaco N° 9”. Ya no podía contener las lágrimas por la emoción. No era para menos, su hermano, el arquero, estaba dentro de la cancha en uno de los triunfos más importantes de su vida.
Minutos después del gol, la visita era una tromba en busca del empate. No podían creer que estaban siendo derrotados, y si terminaban con ese resultado, sería una humillación perder con un equipo del campo. Al menos es lo que me imaginé que podrían pensar.
El árbitro cobro un tiro libre a unos veinticinco metros del arquero de buzo amarillo.
Los compañeros del pateador, ni al borde del área se pusieron, estoy seguro que sabían que iba a ser gol aquel disparo del primer central, poniendo el marcador empardado, y con tranquilidad jugarían los pocos minutos que quedaban del partido.
Primer central. Rubio, una mole. Parecía un jugador alemán, de esos que había visto en el mundial de España hacía dos años. Tenía las piernas coloradas como dos quebrachos. Con solo imaginar con la potencia que le podría pegar a la Tango, me tembló el cuerpo.
Se agacho, acomodo la pelota en uno de los pocos manchones con pasto que tenía la cancha. Miró la barrera que parecía una ligustrina formada por siete jugadores con camisetas verdes.
Algunos no miraban. Otros se tapaban la cara y los genitales. El hermano de mi amigo, el arquero del buzo amarillo, parecía más grande, como si se hubiese inflado, haciéndose cargo del resultado, el que estaba por ser modificado por aquel botín derecho del primer central de camiseta azulgrana que a esta altura, ya era un jugador alemán, y se me viene a la cabeza Hans Peter Briegel, una mezcla de toro y tanque de guerra.
Mi amigo rezaba para que el de buzo amarillo, su hermano, lo ataje, o al menos, si le pegara la pelota en la cara, que no lo desmayara.
Silbatazo interminable del árbitro. El botín con tres tiras se hundía en la pelota, que justo ese día me di cuenta que no tenía letra ese tango, ya que viajaba silbando bajito por la velocidad que había tomado ese balón.
La barrera ahora parecía formada por los siete enanos de Blancanieves, ya que se habían arrugado por ese sonido misilístico de la Tango.
El de buzo amarillo tenía la vista clavada en la pelota que venía a una velocidad que no sabría, ni podría calcular, y solo para tirar un número, les digo que vijaba a quinientos kilómetros por hora.
Miro a mi amigo, y me rectifica. A mil kilómetros por hora asevera que viajaba esa Tango.
Lo que duraba el recorrido de esos veinticinco metros de vuelo de la Tango, proyectaba infinitos finales.
a) La pelota pega en la barrera, se desvía y sale al córner. El jugador impactado, es hospitalizado.
b) Pega en el travesaño, y el de buzo amarillo se da vuelta y la atrapa. El travesaño queda arqueado.
c) La pelota sale cinco metros arriba del travesaño quedando encajada en los olmos que estaban al lado del buffet. Los chicos se pelean por adueñársela.
d) La más firme teoría para el desenlace, era que la pelota se reventaba en el aire tras tremendo zapatazo. Lo que sería una vergüenza para la marca alemana.
No sucedió nada de lo que había proyectado mentalmente. En lo único que coincidió el final, es justamente en eso. En el final del resultado del partido.
La Tango ya sintió el castigo del alemán porteño y está viajando a la velocidad que conciliamos con mi amigo desde atrás del rombeado tejido. Los enanos de la barrera, quedaron enanos. El silbido se escuchaba más fuerte que el pito de la fábrica llamando a sus obreros. Sonaba como la turbina de un avión a chorros. La pelota ya sobrepaso la barrera, pero no la rozo como para que fuese desviada hacia el córner. Tampoco doblo el travesaño.
La Tango seguía viajando con furia hacia el corazón de aquel buzo amarillo, buzo que había tomado la misma dimensión que la del arco, 2,44 por 7,32, tal rectángulo enmarcado entre esos caños blancos.
Sin duda, el buzo de arquero más grande que podíamos imaginar, estaba ese día defendiendo nuestro arco, el que custodiaba el hermano de mi amigo. En ese partido, de porteños y chacareros.
La pelota impactó. ¡Y de qué manera!
¡Uuuuuuuuh!, se escuchó alrededor de toda la cancha.
La Tango pego bajo el pecho protegido por el buzo amarillo. La pelota quedo boyando para ser despejada sin destino cierto.
“Lo mato”, exageró alguien. “Llamen la ambulancia, esta desmayado”, vaticinó otro.
Ni una cosa, ni la otra. El arquero del buzo amarillo, el hermano de mi amigo, se movía.
El arquero flexionaba el bajo vientre. Alguien ingreso con un botiquín y lo refregaba con alcohol, o tal vez con el oloroso aceite esmeralda.
“Grande loco”, se escuchaba repetidas veces, mientras el arquero del buzo amarillo saludaba agradeciendo sin saber a quién.
Sonó por última vez el silbato. Ganaron los de camiseta verde.
La gente ingresaba de a puñados, y esta vez las fotos eran para los dueños de casa, que ahora sus físicos lucían erguidos, y de pechos inflados.
El arquero del buzo amarillo, estaba rodeados por periodistas. Mi amigo a esa altura lloraba.
Los cosos del lado, se habían ido.
Solo con mi amigo habíamos quedado detrás del alambrado romboide.
El arquero, el hermano de mi amigo, se acercó hasta nosotros y se levantó aquel gigantesco buzo amarillo.
Pudimos hacer una lectura con letras al revés en la panza del arquero, “Tango – Official World Cup 1978 – Adidas”.
La Tango había quedado tatuada en la piel de aquel arquero, el del buzo amarillo, recibido, en aquella insipiente primavera, como el más gran arquero de la historia del club de camisetas verdes, pantalones blancos, y medias al tono.
5/2020
@patoramon6
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