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Foto del escritorPato Ramón

lO QUE EL VIENTO NO SE LLEVÓ

Actualizado: 27 may 2020

Lo que el viento no se llevo

De día y de noche. Con nubes, con sol, o con la luna amparada por las estrellas. Él siempre se hacía presente. No se cansaba nunca. Nos castigaba permanentemente de una manera que degradaba nuestra piel, la del cutis o de las manos.


Muchas veces lo hacía con furia cuando la lluvia raramente era torrencial y siempre insuficiente; con algunos granizos que se animaban a querer tocar la tierra, y que siempre le era imposible porque esos pedazos de hielo eran arrojados a distancias inimaginables que terminaban llegando como gotas heladas al suelo.


Marchan destruyendo casi a todo a su paso. La naturaleza es su creadora y testigo de su incansable remolinar. Las caras de los lugareños también atestiguaban la constante presencia con esos rasgos de ojos orientales y cabellos siempre desordenados, como para poder soportarlo y padecerlo. La piel curtida lo sufría, más en esa geografía de frío, con un sol que solo alumbraba, demasiado tímido, aunque queriendo ayudar a que sea un poco más llevadero, no alcanzaba a calentarnos.


El viento. Ese cabalgador forajido e invisible, que solo sabía dejar de visitarnos a la madrugada, entre pasada la medianoche y antes del amanecer. Agazapado regresaba para castigarnos con el primer rayo de la aurora. Se hace presente como haciéndonos creer que verdaderamente no dejaba de soplar. Solo se tomaba un descanso, o mejor dicho, recargaba sus fuerzas para azotarnos apenas despuntara el alba. Nos daba ese respiro que prácticamente no disfrutábamos por la hora en que se llamaba a silencio, aunque sus silbidos que nunca dejábamos de escuchar, lo delataban. Sabíamos que estaba ahí afuera esperándonos.


Fue así que la gente de este pequeño pueblo, casi sin llegar a serlo, se fue retirando. Casi pueblo puse, caserío le queda mejor. Apenas una veintena de casas para la vivienda, con sus establos, que le daban forma de comunidad; y algunas otras construcciones que oficiaban de destacamento policial, una posta sanitaria, la escuela, y una iglesia que solo se diferenciaba del resto por la cruz en su techo de dos aguas. La mayoría de las edificaciones son de madera, prefabricadas muchas, muy endebles y precarias todas.


Todos sus habitantes éramos nativos del lugar. Difícilmente alguien de otras latitudes quisieran radicarse aquí. Es más, muchos jóvenes para independizarse buscaban nuevos horizontes, lugares no tan hostiles como sí lo es este baldío gigante, tan crudo y cruel por el frío, la nieve y las escasas lluvias, pero antes que nada, por el viento.


Así es que no se formaban prácticamente nuevas familias porque solo iban quedando los viejos y los chicos con edad escolar, después de la adolescencia la mayoría emprendía algún viaje casi sin retorno, que solo los hacía volver la muerte de algún familiar, y en estos casos muchos regresaban para quedarse y hacerse cargo de hermanos menores, de la casa o algunos animales que podrían tener. Ya casi todos éramos familiares en este pueblo, porque se iban casando los vecinos entre sí. Era difícil convencer a alguna mujer a venir a vivir acá para formar una nueva familia, traerla de otro lugar más poblado, eso era una utópica empresa. Como también lo era que alguna chica no se fuera tras haber encontrado el amor, aunque no sea el de su vida, en cualquier otro lugar, más arriba del país, hacia la latitud 38, o menor.


En este triste panorama había una vivienda, y más que eso, casi un establecimiento, al que prácticamente por ella pasaban todos los pueblerinos. Lo hacían por diversos motivos ya que esta morada servía y brindaba infinidades de servicios. Desde el clásico bolichón en el que se juntaban a tomar algunas ginebras los parroquianos, hasta comprar sillas para sus caballos, grasa para los ejes, cintas para las escarapelas de los actos patrios, comida al pasar, frascos de escabeches de liebre y guanaco, o arrope importado, ya que ni tunas ni chañares había en ese lugar como para hacerlos.


En este casi fin del pais, también había una radio para comunicarse, como único medio para hacerlo. El dueño era radio aficionado, entonces contaba con importantes y potentes equipos para poder saber lo que alguien podría estar haciendo, o necesitando, entre La Quiaca, pasando por este pueblo, hasta llegar a Las Malvinas, de ser necesario. Se juntaban a escuchar partidos de fútbol, casi imaginarios partidos, ya que nadie había tenido la oportunidad de haber estado en un estadio para ver alguno y poder experimentar esa vivencia. Ni siquiera conocer los colores de las camisetas porque ni televisión había, y menos pretender la llegada de alguna revista.


Era el clásico boliche, casi un viejo salón del lejano oeste, en dónde era un punto obligado de reuniones diarias, para abastecerse con mercaderías, comestibles, telas, y lo que uno se podía imaginar. Contaba con un interminable patio que comenzaba en la puerta de atrás, esquivando el corral de las chivas, y que terminaba hasta más o menos llegando al arroyo que nacía en la montaña, el que permanecía congelado al menos siete meses al año.


Patio grande si existen, este es uno de ellos, casi interminable, que de un lado tenía la ladera de la montaña, que en ciertas ocasiones la podíamos trepar, las veces en que no se encontraba nevada. Y del otro lado, en paralelo, algunos erguidos, raleados y desvestidos álamos.


En esa inmensidad de una infinita llanura totalmente árida, que solo, de vez en cuanto, emergía un chopo negro como dando presencia de vida al resto de las espinosas y achaparrados arbustos que servían de reparo para alguna liebre, una mara o algún cuis, o camuflar alguna cueva de lechuza tras el arbusto que hace una sombra innecesaria.


Lamentábamos que esos pocos álamos no estuvieran más cerca del boliche, ya que de haber sido así, podrían haber sido, seguramente, los postes de los arcos que necesitaba la canchita de fútbol que nacía pasando la línea de las jarillas y molles del corral que rodeaban el patio del boliche.


Rara vez había partidos. A lo sumo en algún día de festejos patrios que era un evento más de los tantos que se organizaban en esos días al que nadie del pueblo faltaba, y era un atractivo, si así lo podría llamar, para ajenos moradores de esas estancias de millonarios dueños ingleses, y que sus puesteros al menos tendrían que hacer unas diez leguas a caballos, o en alguna carreta familiar.


Días patrios en los que por la mañana se cantaba el himno, chocolate y churros para todos, escuchando los versos recitados por los chicos de la escuela. El que hacía las veces de Presidente Comunal, que con vergüenza, y por mentiras de algún diputado provincial, caía en las calumnias de siempre con las promesas de la luz eléctrica, que nunca reemplazaba a los faroles y paquetes de velas, o algún pozo de agua potable, que nunca reemplazaría al agua mineral del arroyo, casi, eternamente congelado.


Mujeres repartían mates y frituras, mientras adentro, casi el único lugar posible de estar, se jugaba al sapo, al naipe, y los más curtidos seguían poniéndole la cara al viento interminable en las jugadas de tabas o peleas de gallo.


La canchita seguía ahí, a la espera, como para ponerle el moño a esas fiestas. Esperando que el capellán diera la orden de inicio del partido con el campanazo desde la iglesia.


Mezclados por la altura, el más bajo y el más alto en el mismo equipo. Un par de fajados iban a los arcos. El maestro era el árbitro, porque entre otras cosas, usaba anteojos y no quería correr el riesgo de algún pelotazo que lo dejara inactivo hasta conseguir un par nuevos, cosa que no sería posible de un mes para el otro.

Por lo duro del clima, el partido se juega con dos tiempos de solo veinte minutos cada uno. Tan cortos son los tiempos, como escasos los minutos en que la pelota se mantenía dentro de las líneas imaginarias de la cancha, que tempranamente habían sido marcadas con cal viva, y humedecidas por arriba, para creer ilusamente que el siempre presente viento no las llevaría.


Apenas algunos rastros de la cal quedaban. Como tantos eran los pedidos de que no patearan para arriba la única pelota que había, ya que al hacerlo, más lejos la llevaba el viento, y entre ir a buscarla y volver, el tiempo se consumía a una velocidad mayor que las aspas del molino que giraban aprovechando el vendaval, sin importar si venía del sur, o del norte.


Las piedras que hacían de arcos están inamovibles, y los pocos corajudos que se habían atrevido a subir la ladera de la montaña, le daban ese marco que muchos se imaginarían de lo que sería un estadio, con gente en lo alto, con el zumbido del viento como si fuera, tal vez, la voz del estadio, o el murmullo de la muchedumbre festejando un gol.


Ese maldito viento que no nos daba tregua ni en un día de descanso. Esa tromba que se arremolinaba hasta casi hacernos parar de manera oblicua hacia adelante para no caernos cuando lo teníamos en contra. Ese Ciclón, o tal vez un Huracán, que en otros lados serían muy alentados por contar con hinchada propia, por allá, por Boedo o Parque de los Patricios, pero por acá, eran un verdadero trastorno y toda la hinchada estaba en su contra.


Torbellino imparable, ventisca afilada por el frío que nos clavaba en el cuerpo, y la pelota de acá para allá, congelando los casi inmóviles arqueros, a veces por la espalda, casi a traición, y otras por el pecho pero como no pudiendo atravesarlo por la sola presencia de los colores celeste y blanco en la escarapela de cinta.


Brisa mañanera, allá, con el sol todavía dormido; ventarrón de mediodía que arqueaba los álamos a la distancia, pero que a la hora del partido no podía con la gastada N°5 de cuero engrasada con el cebo de algún cordero patagónico carneado en la víspera para festejar, gane quien gane, una nueva edición del Partido Patrio.


Corriente brusca de aire seco, con la fuerza necesaria para combar el caño del mástil que sigue dándole batalla cada día para decir que el emblema nacional sigue gallardamente en lo más alto, sin poder ser vapuleada, a esta altura, ni por la naturaleza.


Voló las líneas de cal. Volteo aquellos postes de los arcos sin travesaños que fueron reemplazados por los montoncitos de piedras lajas del pie de la montaña.

Pero ese temido y molesto viento no pudo llevarse la canchita, ya sin líneas casi marcadas. Sabíamos que la pelota se iba “más o menos por allá”, y los arcos casi imaginarios hacían que la magia de jugar a la pelota no iba a ser reemplazada en nuestras siestas por ningún otro juego de salón, al reparo, pero sin tantas emociones, y menos en un día patrio.


Siga soplando viento desalmado, que de pie cada día nos encontrarás.

Céfiro sin fin, canalla y maligno, que morirás agonizando en la soledad de la costa del mar, o embestido por la dureza de las rocas de la montaña.


Sople y sople viento perverso, que por más pobre que parezca nuestra canchita, tiene la mejor tribuna en la que todos gritan los goles de los dos equipos.

Viento ruin y abominable, nos secas las bocas que sedientas se refrescan con el agua del arroyo casi petrificado para recargar las fuerzas y seguir dándote pelea.

No pudiste por indigno y mezquino llevarnos esta canchita. Bellaqueando en esta canchita de rústicos jugadores, sí, seguramente lo son, pero dignos de usar la camiseta de la Selección Argentina un tiempo cada equipo porque es la única indumentaria que tenemos por estos lados.


Ahí está aferrada ese pedazo de planicie irregular en este páramo perdido, desértico y empedrado, casi sin chances de pisar bien, de poder afirmarse para sacar un pelotazo merecedor del más largo de los aplausos, que por tu culpa, llevando la pelota a cualquier destino, haces provocar al solitario silbido por ese mal remate, silbido que no es ninguno de los presentes, sino de otra villana ventisca que sigue tus despreciables pasos.


Canchita que no se mueve, porque sus arcos son parte de la pachamama, abrazada a su naturaleza. Canchita tan dura como terca para no aflojar en lo más mínimo para que no le des chance de que te lleven.


Canchita de los corazones, que al final de alguna larga fiesta nocturna en el boliche, se ven los enamorados buscando la luna para las promesas eternas.


La canchita no se va porque es de acá, se debe a nosotros, como nosotros la guardamos para el evento en cada fiesta final de los días patrios.

No negociamos con vos, demonio de los cuatro puntos cardinales. La canchita no se menea, a lo sumo, a veces tiembla por alguna doma de chúcaros montados a clina limpia, o por algún desmoronamiento de la montaña.


La canchita no se mueve, ni tampoco se abandonará, porque la gente sigue fiel mirando sus equipos jugar, abrazándose a una oveja para que el frío sea más hacedero de tolerar.


Chau viento taimado, seguro que miles como vos vendrán por ella, pero te recuerdo, aunque pocos seamos, resistiremos de la misma manera que la canchita resiste tenazmente tus embates traicioneros.


Esta canchita, la misma que no te podes llevar, porque es nuestra y es como nosotros, que no nos queremos ir del lugar en que nacimos.









4/2019

@PRGC6 - Pato Ramon


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