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  • Foto del escritorPato Ramón

Medalla Plateada

Cuando vi la repetición, recién ahí me di cuenta que Boquita Sensini había quedado enganchado habilitando al morocho nigeriano Amunike, quién marcaba, en tiempo de descuento, el tercer gol de las africanas Águilas Vedes, para arrebatarnos el oro olímpico en Atlanta 1996.


La alegría nigeriana era indescriptible. La misma de un niño con su pelota nueva. Festejos infantiles se veían en aquella cancha. Rondas y hasta un carnaval improvisado es lo que disfrutaban los morochos campeones olímpicos. También, alguno, consolaban a los jugadores argentinos que entre bronca, vergüenza, impotencia y llanto, se marchaban hacia el vestuario.


Muchos recordarán la triste imagen de Hernán Crespo sacándose la medalla de plata ganada, por haber perdido la dorada. Arrancándose la medalla y guardándola en el bolsillo de la campera. Una triste imagen, casi incomprensible para muchos, muchos como yo, que ni siquiera he estado dentro de una cancha de fútbol. Pero de haberlo estado, sin dudas que hubiese sentido orgullo por aquella presea plateada. Al menos, es lo que pensaba en ese momento, con mis solo diez años. Crespo salió desconsolado. Ni el gol de penal que hizo en aquel 2-3, le servía de consuelo. Haber salido goleador del torneo con seis tantos (al igual que el brasilero Bebeto), por encima del gordo Ronaldo, le servía de compasión.


Haber salido segundos en aquella oportunidad, fue un gran mérito que encamino a los oros olímpicos logados algunos años después.


Pero volviendo a los jugadores nigerianos, guardo en mi retina la inocencia de sus festejos, y el consuelo para con nuestros compatriotas.


Me sentía identificado por aquellos africanos, hubiese hecho lo mismo, me decía, me digo. Consolar al rival vencido, y nada menos que a jugadores vestidos con una camiseta tan histórica como lo es la celeste y blanco en el fútbol.


Quería ser negro por un momento para decirle a Crespo, que lo suyo fue magnifico. Abrazar a Sensini y decirle que hicieron bien en tirar la ley del off side en el último minuto, aunque pensara lo contrario. Quería consolarlo. Passarella sabía que se había equivocado, pero igual le decía, pantalla de la tele por medio, que en Francia tendríamos revancha.


Quería ser uno de esos simpáticos negros de camiseta verde por un momento para decirle al piojo López, con sus saltones e inundados ojos, que su gol en una final sería recordado aún en la derrota. Y así, uno por uno iría consolando a mis jugadores, disfrazado de negrito, aunque sea para aliviarlos, sabiendo que ese alivio nunca llegaría en el corto plazo.


Quería ser negrito por unas horas. Y con esa idea me fui a dormir reviviendo ese partido diez veces en mis sueños, y en todos los finales Sensini nunca quedaba enganchado luego de tirar el achique. Es más, la pelota le quedaba mansita a Pablo caballero que metía un pelotazo, cortando el viento yankee, para la contra del Pijo que asistía una vez más a Valdanito, quien terminaba dándonos la victoria.


Así terminaba aquel sueño. Con una Argentina campeón.

Así terminaba aquel sueño, con mi cara muy negrita y feliz.


La misma cara negrita que devolvía, a la mañana siguiente, el espejo, mientras me cepillaba los grandes dientes blancos sabiendo que había hecho lo correcto consolando a Crespo y sus compañeros.


Estaba feliz, como los negritos africanos campeones. Como aquellos negritos de los caramelos Sugus.

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