Faltaban ocho minutos, ocho, casi, el 13.3% por ciento de una hora reloj. Solo ocho minutos quedaban, que es lo mismo al 8,9% de lo que dura un partido de fútbol. Porcentajes estos que no indican nada, como nada era el tiempo que quedaba
Parecía que no eran nada esos ocho minutos, pero para mí, en ocho minutos, se me estaba yendo la vida.
Ocho minutos y no podíamos dar vuelta el resultado, ¡de local! Ni siquiera hacía falta darlo vuelta, con solo empatar me conformaba. Solo pedía empatarle a uno de los equipos, que aún ganando, NO se salvaba del descenso. Y se iban, eh, se iban. Era la última fecha, ganaban y no les servía para nada porque ya estaban descendidos, pero muy incentivados por algún tercero, como se acostumbra en estas instancias de definiciones.
Nos estaban ganando ¿¡para qué!? Decime vos, para qué les servirían esos puntos si ya estaban condenados. Solo para arruinarnos a nosotros. Y no me vengas con eso del honor, y el amor a la camiseta.
Ocho minutos, y nuestros alcanza pelotas parecía que demoraban una eternidad en buscar las que se caían al foso. Ocho minutos, y hasta nuestra hinchada se robaba las pelotas que caían en la tribuna. Ocho minutos, y se nos escapaba el campeonato.
Ocho minutos es lo que demoraba el recorrido del micro para regresar del colegio hasta casa, cerraba los ojos y me imaginaba el viaje de esas veinticinco cuadras que recorría, y eran eternos ocho minutos. Pero ahora estos ocho minutos, con el resultado adverso, eran un puñado de segundos cabalgando sobre los punteros muy acelerados.
Ocho minutos, no quince, que eran los minutos del entretiempo y que apenas si podía ir a comprar una hamburguesa, o corriendo hasta el baño. Pero en este caso, eran casi la mitad, imagínate lo rápido que pasaban los ocho minutos.
Ocho minutos y el arquero de ellos se cambia los guantes. El volante derecho pide asistencia tendido en el suelo, y después lo mismo con el marcador de punta, del que conocía todo su árbol genealógico, por eso le recordé cada uno de sus familiares de manera muy prostituyente.
Ocho minutos, y según mi cálculo, el mismo tiempo se lo había devorado. Habían demorado mucho ellos, hicieron tiempo todo el partido, ¿para qué?, ¡manga de descendidos! Nuestra hinchada lo sabía, por eso los maltrataban con el clásico, “…vos sos de la B, vos sos de la B…”. Pero de nada servían esos cantos, no podíamos empatar el partido, para así festejar.
Ocho minutos de este drama, y como si fuera poca esta angustia, mezclada con ansiedad, se cortó la luz.
Poco era lo que se podía ver al encenderse las linternas de los teléfonos móviles. Solo alcance a ver que el tesorero del club se acercó muy rápido, más que nuestra tortuga #7, al árbitro, y le entrego algo, que éste lo guardo debajo de su media de la flaca pierna derecha.
En primera instancia pensé que le había dado una estampita, no sé, capaz de San Expedito, como mangueandole un milagro, aunque la iglesia no lo quiera. O del Gauchito Gil, tan futbolero y reconocido hincha de Mandiyú de Corrientes.
En segunda instancia, quería pensar que le había dado otra cosa, algo más convincente.
Se pasaron los ocho minutos, y esperaba que el árbitro indicara el descuento. Que levantara su brazo derecho, separando bien los dedos, para que se pudiera leer la cantidad de dedos. Eso estaba esperando. Y si era posible, que utilizara las dos manos para adicionar, eso indicaría que serían más de cinco minutos por jugar.
Estaba en el círculo central, y pensé que lo terminaba sin adicionar. El árbitro estaba en el círculo central, cuando se dispuso a levantar su brazo y marcar los minutos que adicionaba.
Ahí estaba el árbitro, y fije la vista para ver con cuántos dedos indicaban la prórroga de tiempo.
No alcance a distinguir la cantidad de dedos que había separado el cuervo. “Cuatro más”, dijo uno más arriba, parado sobre el parabalancha.
Solo necesitábamos un gol. Un gol para empatar y volver a ser campeones después de veintiún años. ¡Veintiún años, te parece!!! Casi un año más que yo. Claro, si mi mamá me tenía en la panza cuando salimos campeones por última vez, y es por eso que llevo el nombre del autor de aquella conquista que nos sirvió para dar nuestra última, y también única, vuelta olímpica. Orgulloso de llamarme Heriberto, por aquel goleador.
Pero parecía que nuestro arquero lo hacía a propósito, ¡¿te parece a vos?! Tenía la pelota en sus manos y no enviaba uno de sus largos pelotazos que casi siempre caían en el área contraria. Se demoraba, y la hinchada lo puteaba en mandarín, ruso y arameo. Hasta una muleta le tiraron.
Al final la pelota comenzó a viajar en aquella noche, negra noche, más negras que alguna otra noche sin fútbol. La pelota zumbaba como un avispero pateado. La pelota viajaba consumiendo el primero de los cuatro minutos de descuentos.
El redondo cuero pico en la medialuna de ellos, con un área atestada, con veintiún jugadores dentro de ella. Se elevó de una rara manera, y fue lo último que vi, pero alcance a escuchar un silbatazo antes que todo el estadio comenzara a abuchear otra vez.
Nuevamente se corto la luz, faltando tres minutos del descuento otorgado por disputarse.
Justo en ese momento, la noche se hizo más noche. El cielo más negro, y las estrellas tomaban el protagonismo que nunca antes habían tenido en otras noches y que nadie les prestaba atención porque parecía una noche más. Pero no era ésta una noche más.
Las tribunas volvieron a oscurecerse, hubo corridas, se escuchaban explosiones y algunos gritos. La hinchada cantaba más fuerte que de costumbre. Las populares oscuras, hasta que diez, cien, miles de teléfonos se encendieron como luciérnagas, y la locura era total, como si estuvieran festejando el nuevo campeonato que no llegaba.
Estas cosas suceden. La oscuridad empareja, casi todos éramos iguales. Ellos eran todos iguales. Yo no me sentía como ellos. Hacía ocho, más uno de descuento, que no era como el resto de la muchedumbre. Se me estaba yendo la vida de tanta angustia.
Estaba muy oscuro, pero con el resplandor de las miles lucecitas de los teléfonos, que hacían de bichitos de luz, alcancé a ver, o quizás imaginarme, al árbitro con la pelota bajo brazo izquierdo parado dentro de área grande rival, lo que yo suponía, geográficamente, es que estaba sobre el punto de cal que identificaba el lugar desde donde se ejecutaban los… ¡¿penales?!
El árbitro con aquel último silbatazo, que pasó desapercibido, había cobrado penal para nosotros, y nadie, casi nadie, se había dado cuenta, salvo yo, que trataba de convencer a mis más cercanos con que el árbitro estaba sobre la marca de las doce yardas, que había cobrado algo que nadie había visto solo él, y que estaba esperando la luz, para reanudar el partido desde el punto del penal, a nuestro favor, claro.
“Estas loco”, me descalifico el de mi costado derecho. “Tenes una gran imaginación”, me dijo el del lado izquierdo.
La luz no regresaba. No regresaba porque no se había ido a ningún lado. Alguien le estaba dando una señal mafiosa al árbitro.
La luz no se había ido, solo fue que un dedo travieso bajo la palanca para oscurecer aquel partido que estaba siendo demasiado negro como para ponerle más dramatismo a este final de campeonato.
La luz se había cortado. El penal, como lo había imaginado, debía patearse para que fuera el gol que necesitábamos para salir campeones. Si la luz no volvía, podría suceder cualquier cosa. No teníamos peso en la Asociación, por equipo chico que éramos. Podrían dar por terminado el partido, sin la posibilidad de patear el penal. O jugar otro día lo que faltaba del tiempo de descuento. Sí, aquellos ¡tres minutos!!!
Supe después de un largo tiempo, que aquel corte de luz fue adrede, y que en el mismo instante que el corte de luz nos cegara, algún directivo menor entró a la carrera y le puso un paquete de dinero en la media al árbitro, casi cual canillera, para recompensar aquel penal que luego fue sancionado. No había sido la estampita de San Expedito, y menos la del Gauchito Gil.
Esperábamos el gol de ese penal que estaba a puntos de ejecutarse. Nadie dudaba que sería gol.
El gol de aquel penal nunca pudo ser gritado, porque nunca se ejecutó.
La luz se había normalizado, el estadio estaba más iluminado que al inicio del partido. El árbitro indicaba la pena máxima. Nuestro capitán acomodaba la pelota.
El estadio parecía de día, las luces de aquellas torres, ahora todas encendidas, iluminaban la retirada del equipo rival que no aceptaba el fallo decretado por el hombre de negro, entre gallos y medianoche.
Hace ocho minutos que el estadio se vació y yo sigo sentado sobre uno de los escalones de la popular sur. Ocho largos minutos en los que nadie me supo decir con certeza que sucedería con lo que faltaba por jugarse, y sobre todo, con la ejecución de ese penal que nos ponía a nada de un segundo campeonato.
El penal nunca se ejecutó. El tiempo que restaba nunca se jugó. El campeonato no se festejó.
Ellos se fueron al descenso, una vez más condenados de todas maneras, y el título de campeón quedo sin dueño, nadie dio la vuelta esta vez.
Nosotros, yo, no sé cuánto más tendré que esperar para una nueva oportunidad así. Veintiún años espere para esta ocasión.
Tal vez mi futuro hijo tenga la suerte de llevar el nombre de algún goleador que nos regale otra alegría. Algún goleador que seguro debe estar jugando en la novena, con mucha suerte en la octava.
Ni siquiera aquel “fajo de estampitas” que el árbitro guardo en su media derecha, pudo torcer el destino.
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