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  • Foto del escritorPato Ramón

Señora, Auto, Falcon verde

Actualizado: 4 dic 2020

Todas las tardes, en una de las pocas calles de tierra que quedaban en el pueblo, le dábamos a la redonda. Invierno y verano. De día o de noche. De cuero, de goma, de plástico o trapo. Chica o grande. Nueva o vieja. En patas o zapatillas. No importaba. Había que jugar a la pelota, y se jugaba como Dios manda.


En la calle, de vereda a vereda sino éramos más de seis. Cuando se juntaban más pibes, armábamos los arcos en sintonía con la calle. A medida que se sumaban chicos, alejábamos los arcos, hasta un día, con cuarenta pibes para el partido, la cancha tenía las medidas oficiales, alrededor de cien metros de largos. Pero claro, el ancho era el de la calle, ese que no se podía modificar. Una larga cancha con su propio reglamento tácito, en la que la pelota se iba cuando subía al cordón de la vereda.


Arcos con un par de ladrillos, a los que se le iban sumando la ropa que nos íbamos sacando por el agite del juego. Las dos luces de las vías blancas que alumbraban para que los partidos sean interminables. En invierno hasta que nos mandaban a buscar para cenar. En verano, los seguíamos después de la cena.


La despensa de Oscar, quien era el padre de Carlos. Carlos novio de Marcela, hermana de Daniel, uno de los arqueros, que detestaba a Carlos, de la misma manera que su padre, el militar. La despensa, decía, ayudaba con su luz adicional que tenía sobre la puerta de ingreso, más el reflector que había colocado Oscar en el portón por donde ingresaban los proveedores al patio-depósito que siempre espiábamos entre las chapas, habiendo decenas de cajones de vinos, cervezas y gaseosas.


Oscar era aliado nuestro. Más de una vez nos regalaba algún paquete que de masitas, las partidas de la lata, o una gaseosa en esos tórridos veranos.

Oscar nunca dudo en devolvernos cada vez que nuestra pelota caída en su patio-depósito. Con su santa paciencia, una y otra vez dejaba de atender a sus clientes, y por atrás, veíamos que volaba nuestra pelota, de regreso a la cancha callejera, sin ver nunca a Oscar si la lanzaba con las manos, o le pegaba uno de sus famosos zurdazos, esos que todos comentaban que tenía en sus épocas cuando jugaba de delantero en el club del pueblo. Oscar fue un notable wing izquierdo.


Un fenómeno Oscar, al que le retribuíamos sus atenciones con algún mandado, “alguien que me vaya a pagar la luz”, “¿quién le lleva la bolsa con frutas a la viejita Elvira? Y siempre alguno de los nuestros saltaba para compensarle tantas devoluciones de pelotas, y paquetes de masitas.


¡Cuántos recuerdos en aquella cancha callejera! Esa la de reglamento universal, en la que se pisaba la pelota, y se paraba el juego, solo en situaciones extremas.


Cuando se gritaba, “Señora”, se detenía el partido porque alguna, justamente señora, sin importar la edad, venía caminando por la vereda. Más de veinte años, ya eran señoras para nosotros.


Se paraba el juego, obligadamente, cuando la pelota era revoleada y se encajaba en alguno de los paraísos, o como dije, caía en el patio de la despensa de Oscar, quien al toque nos la devolvía.


“Auto”, era el grito de uno de los arqueros que lo veía venir de frente. Entonces era la alarma protectora para detener el partido, por nuestra integridad física, y sobre todo, para ella, por la sanidad de la pelota. Entonces corríamos los ladrillos que hacían de arcos.


No eran muchos los vehículos que pasaban por esa calle, una de las pocas que levantaba polvo al paso de los autos, por eso del progreso, y del cemento que estaba ganando las calles.


“Auto”. Y veíamos al Unión azul de don Luis, el dueño de la tienda. Aquel Unión con su clásico sonido agudo que salía del caño del escape.


“Auto”, y se volvía a poner la pelota bajo la suela gastada de alguna zapatilla Flecha azul. Aunque no era una auto, sino la chata del sodero, el padre de los mellizos, que pasaba haciendo el reparto.


Una vez más, “Auto”, y se congelaba el partido para dar paso al tractor con el tanque regador del que aprovechábamos mojarnos la cabeza, en los días de calor, con ese helado chorro de agua.


Otra vez, “Auto”, y algún gruñido se escuchaba, como… “¿A todos se les ocurre pasar por acá, ahora?”. Encima esta vez era un auto desconocido, uno que había comenzado a pasar de manera planificada, tres veces, siempre por las noches, y en los mismos horarios. No lo conocíamos. “No deben ser de acá”, aposto alguno.


Ese, “no deben...”, era porque claramente veíamos que siempre iban tres personas, desconocidas para los que habitabamos el barrio, de lentes oscuros y bigotes. Era un auto moderno para la época, uno de esos famosos Falcon, los del óvalo. Aunque no siempre era el mismo auto, aunque siempre eran del mismo color. Verdes. Verdes cemento, verde aceituna, o algo así.


“Cuando vuelvan a ver que viene uno de esos Falcon verde, se vienen a casa”, me dijo mi papá. Nunca le pregunté porque, solo obedecía y al ver esos autos, salía corriendo a casa, sin llegar a escuchar, “Auto”, la contraseña con la que se detenían los partidos.


“Auto”, grito Daniel el arquero, pero la pelota nadie la pudo poner bajo la suela. Por el susto no alcance a ver que era uno de los Falcon verde. Cuando lo vi, no tuve tiempo a nada por la sorpresa que causó la manera veloz en que esos tres hombres se bajaron del auto, armados con largas ametralladoras, e ingresaron raudamente a la despensa de Oscar, en la que no había clientes a esas altas horas de aquel verano.


Todos nos escondimos detrás de los gruesos paraísos, espiando espantados, temerosos. Más aterrados todavía, por la violencia con que cerraron la puerta de la despensa de Oscar. Seguidamente la oscuridad se apoderó del comercio, y el silencio se rompió con ruidos de cajones, botellas rotas, o posiblemente, estanterías que se caían, pero que no podíamos ver por la oscuridad que salía por la ventana.


Gritos, claramente de nuestro amigo Oscar, y alguien más, Carlos, tal vez, su hijo. Gritos que duraron muy poco, para pasar a ser gemidos, como de personas amordazadas. Mmm, mmm, mmm… escuchábamos en reiteradas ocasiones.


Con la misma velocidad que irrumpieron en la despensa de Oscar, volvieron a salir los tres hombres armados, de bigotes y lentes, más otros dos… ¡encapuchados!


La puerta de la despensa quedo abierta, mientras el Falcon verde desaparecía velozmente doblando en la esquina de la avenida pavimentada, no sin antes pisar y reventar nuestra pelota de cuero. Recién ahí todos corrimos cada uno a su casa.


Con el tiempo volvimos a jugar en nuestra cancha callejera, y los partidos se seguían deteniendo cuando la pelota se encajaba en los paraísos. Le pelota se volvía a interrumpir al grito de, “Señora”.


Las suelas frenaban la pelota nuevamente al grito de, “Auto”, y pasaba el Unión azul de don Luis, la chata del sodero, o el tanque regador.


Aquellos Falcon verdes nunca más aparecieron.


De Oscar, nadie supo su paradero. Su despensa no se volvió a abrir. Menos aún se supo de Carlos, el novio de Marcela, la hija del milico.


Espiábamos por el portón del patio-depósito de la despensa de Oscar, y ahí estaban esas pelotas que ya nunca más nos serían devueltas por aquel wing.


Wing zurdo, en la cancha y en la vida.


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