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  • Foto del escritorPato Ramón

Si los cardos hablaran

Si los cardos hablaran

Después de almorzar, en el peor rigor de la siesta, me iba a la cancha del barrio, la que poco se usaba durante el verano debido a que la competencia era inexistente, en consecuencia, el pasto estaba descuidado, alto y pálido, sobre todo en los laterales, más en las orejas de la cancha, los córneres, lugares que crecía bastante porque eran los menos pisados, y ahora con más razón.


Me iba a la siesta, con ese calor que impedía que anduviese alguien por las calles del pueblo, ya que todos dormían la siesta, menos yo. A propósito iba a esa hora, para que nadie viera lo que hacía, o mejor dicho, lo que no podía hacer. Para que no hubiese testigo de mis intentos fallidos. Uno detrás del otro.


Todos los días iba a la cancha y me ponía a hacer puntería pateando desde afuera del área mayor. Le apuntaba a los viejos postes cuadrados de madera, también al travesaño, pero con poca fortuna, ya que casi nunca les pegaba. Bah, fortuna. La mala puntería o manera de entrarle a la pelota hacía que se fuera por arriba o por los costados de la valla. Diez, y cien veces lo intentaba, pero la pelota nuca regresaba a mí porque jamás rebotaba en los maderos. Allá iba yo, a buscar la pelota detrás del arco, en donde los yuyos ya estaban a mi altura.


Cierta vez llegue a la cancha con una chomba en la mano, recuerdo que era de color lila, o violeta, la misma que usaba el Bati en la Fiorentina, y con otra camiseta puesta, la del Cruz Azul, que no sé quién me la había regalado. Me la saque, y a duras penas, por mi escaza altura, las colgué una en cada ángulo del arco para apuntarles con mis disparos, para ver si podía pegarles, y ver como la pelota “se clavaba en el ángulo superior”, como escuchaba decir a los relatores por la radio.


Uno y cincuenta tiros más intentándolo.


Uno y cincuenta veces fui a buscar la pelota, la que se perdía en aquel cardal que crecía año tras año detrás del arco norte. Ese mismo cardal que ya había sacado su flor de color púrpura. Ese pinchudo cardal que me rayaba las piernas y la espalda cuando me rosaban con sus espinas.


Había miles y miles de flores de cardos. Similar cantidad a mis tiros errados.

Cardal en flor, que cuando lo miraba desde afuera del área, y a punto de pegarle a la pelota, me imaginaba que eran las cabezas de los hinchas. Una hinchada que tenía los mismos colores de una de las chombas que había colgado en el ángulo del arco, la lila.


Cardal en flor que era el único testigo de aquellos pelotazos errados por decenas y decenas.


Me seguía cocinando, con mi espalda curtida de tantas siestas bajo el sol, y dale que te dale pegándole una y otra vez tratando de meter la pelota en los ángulos donde estaban las remeras. Solo me detenía para mojarme la cabeza en el pico que estaba entre los dos bancos de suplentes.


El sol partía la tierra, y mis erráticos tiros no desalentaban mi ilusión de clavarla en el ángulo. Solo pensaba, que suerte que nadie andaba por ahí, que ningún vecino miraría y se burlaría de mi pésima puntería. Hasta que sucedió lo que estaba buscando.


En mi tiro número trecientos veintisiete la pelota viajo como nunca. Le entre con el botín bien abierto, acompañándola hasta que la pierna no pudiera extenderse más. Ahí iba la pelota, viajando como nunca lo había hecho antes, ilusionada y decidida a que esta vez sí, esta vez sí entraría por el ángulo superior derecho y se enredaría con la remera de color lila.


Pude ver como la remera abrazaba a la pelota, la que inflaba de gol aquel trapo italiano. Por primera vez lo había logrado. La pelota quedo envuelta como para regalo con aquella camiseta goleadora. No había tocado el suelo, y yo cerré los ojos escuchando aquellos viejos relatores, “¡¡¡…y la pelota se clavó en el ángulo superior derecho, qué golazo señores, que manera tan maravillosa de pegarle al balón…!!!”.


Una fresca brisa del sur que envolvió mi acalorado cuerpo, me hizo abrir los ojos, y así pude ver como las flores púrpuras del cardal se movían de una lado hacía el otro como festejando aquel golazo que solo yo pude ver. Qué pena, pensé, nadie pasó para ver tremendo gol, no tengo un testigo ocasional para que luego lo cuente y tenga quien confirme que había podido hacer el golazo que siempre soñaba.


Ahí estaba sin testigos, con el calor que ya no era tan abrazador, solo con la pelota y el cardal de fondo.


Qué pena, los cardo vieron ese golazo, ellos fueron los únicos testigo. Si tan solo pudieran contar lo que hice, lo que solo ellos pudieron ver.


Pucha, si los cardos hablaran…


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