(éste es de los míos)
“No es violento, es muy fuerte, pero leal”, dice el sobrino Guido de mí.
“No tiene mala intención al golpear, tiene buena puntería, eso sí”, opina sobre mí, Juan, otro sobrino, hermano de Guido.
“Sabe que nunca hará un gol, por eso su mayor logro en un partido es un despeje sobre la línea”, dice Tincho, primo de Juan y Guido, acerca de mí.
“En el fútbol no tiene rivales, para él son todos enemigos”, le decía Leo, un tercer sobrino, a la madre de mis sobrinos Juan y Guido.
“Al término de un partido, no quiere la camiseta de su enemigo como suvenir, se conforma con haber dejado sus marcas en las tibias de los hostilizados oponentes”, le aseveraba Alejandro a Mauricio, ambos hermanos de Leo, y él se sentía orgulloso, porque confirmaba que también su violencia era sangre de mí sangre. Sin dejar dudas en sus declaraciones, sobre mis certeros y temibles suelazos.
Y ellos tenían razón, era lo que pasaba conmigo los domingos en que jugaba. No sucedía todos los domingos, claro está, porque siempre estaba purgando alguna que otra fecha por mis continuas expulsiones.
Con mis doce tapones metálicos, en mi par de botines cambiables, cierta vez fui a trabar una pelota dividida que la creía muy mía, pero un error de cálculos hizo que mi impulso impactara en la zona baja de la tibia peroné del enemigo, y un gran ruido a madera seca quebrada se pudo escuchar.
Mis sobrinos, y además Tincho, me vieron salir corriendo, y muy eufórico, hacia la parcialidad local en donde tenía un grupo de seguidores que alentaban mi manera de jugar, a tal punto, que se protegían tras una bandera en la que se podía leer, “Pelo, barba, tibia y peroné por el mismo precio”.
Mis sobrinos, y su primo, sabían que aquel ruido a hueso roto me estaba dando otro “trofeo” para mi vitrina, es por eso que salí disparado hacia mis seguidores a colgarme del alambrado para festejar.
El árbitro me estaba esperando al lado del jugador que se retorcía de dolor, llamando a la sanidad, con gritos desgarradores para que lo asistieran. Tincho y sus primos se la veían venir, “roja directa”, murmuraron.
El árbitro metió la mano en uno de sus bolsillos, buscando la correspondiente tarjeta después de tremenda infracción, y con el brazo bien extendido, en lo alto del firmamento, hizo reflejar los rayos del sol de aquella siesta dominguera, en el acrílico amarillo.
Nadie lo podía creer. Haber zafado de la roja directa, dándome, así, crédito para una infracción más, hasta tal vez, más violenta.
Con la cabeza gacha camine hacia la zaga central a ocupar mi lugar en la defensa, mientras me ponía la camiseta adentro del pantalón, y me levantaba las medias, motivos por los cuales, increíblemente, había sido amonestado.
“Sos de los míos, #6”, me susurro al pasar el benevolente árbitro, mientras mi hijo Tincho, y sus primos Juan y Guido, Leo, Alejandro y Mauricio, festejaban trepados en el alambrado.
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