Me habían hablado sobre un pibe que estaba pidiendo pista en la primera. Decían que nunca se había visto un jugador tan hábil sobre la línea, nada era eso, la velocidad con la que se movía era admirable, comparable solo con un relámpago en el horizonte. Un rayo con la luna a sus pies, como pelota.
Cuando me dijeron esto, pensé en la velocidad de Pavón, imagine los arranques y frenos de Garrincha, la cintura del burrito Ortega, los precisos centros del mellizo G. Barros Schelotto, o resumiendo a todos ellos, al genial y fantástico René Houseman, el Hueso de Excursionistas.
No había defensor, defensa completa o estrategia que podían aplicar para detenerlo. Le hacían marca personal, lo rodeaban, lo esperaban de manera escalonada, pero nada lo detenía. Uno a uno iban quedando los rivales que solo le miraban el siete en su espalda cuando lo veían alejarse, indefectiblemente, camino al gol, a lanzar algún centro preciso, o a ponerse mano a mano con los indefensos arqueros a los que siempre los sentenciaba de la misma manera, gambeta larga hacia un costado, y gol.
Como decía un uruguayo, “a sol y a sombra”, también así se lo recordaba el DT rival a sus jugadores para que lo marcaran. Pero no había caso, ni bien el defensor pestañaba, el wing, rápido como un cohete, lo dejaba parado marcando su propia sombra.
¡Qué puntero derecho!!! Tan rápido como mentiroso. Mentiroso dentro de la cancha. Un wing que vivía del engaño, de la mentira de amagar para ir por un lado, y salir para el otro. De la misma manera que les mentía a sus defensores, lo hacía con sus novias. Era su manera de vivir, embustero y acelerado, siempre apresurado, siempre ocultado. Mentiroso afuera, tanto, que siempre decía, cansado de que no le creyeran, “te lo juro por la sombra que me persigue”.
Hasta su propia sombra era engañada. Con un quiebre de cintura, y su aceleración inigualable, hacía que su sombra agarrara por caminos distintos al del ágil wing, al que nunca podía emparejar, y menos comprender sus bailoteos con la pelota siempre tan pegada a su pie.
Aquellas repetidas maniobras, de quiebres de cintura, velocidad y burlas, por supuesto, terminaban en gol. En gol, pero sin un remate de larga ni corta distancia. Acostumbraba a entrar con pelota y todo en el arco, para agarrarla, y llevarla rápidamente al centro de la cancha para que se reiniciara el juego sin pérdida de tiempo. No le importaba si ese gol era del empate, para ponerse uno a cero, o el quinto de una inolvidable goleada. De local o de visitante. El todo lo hacía a máxima velocidad, porque quería que ligeramente se reiniciara el juego después de cada gol.
Aquel gol, en esa primera tarde que lo veía jugar, fue una cosa de locos. No solo porque elimino a cuanto rival intentara quitarle la pelota, sino que después de convertir, y depositar la pelota en el círculo central con todos los jugadores de su equipo, y los rivales, cada uno en su campo, el árbitro debió esperar algunos segundos para que su sombra, la sombra de este inalcanzable wing, volviera a situarse junto a él.
¡Era así de veloz! le sacaba ventaja hasta su sombra, sin importar si la oscura mancha era a causa del brillante sol, o por las la luces artificiales en los partidos nocturnos.
A duras penas llegaba la sombra al sitio que le correspondía, siempre atrás del raudo wing. Wing que no le daba tiempo a descansar ni un minuto. Wing inquieto y movedizo, que agotaba cada partido a sus marcadores, como también a su seguidora sombra.
Sombra tardía, pero no por haragana. Sombra maula, pero no perezosa para seguir a su dueño, el wing bala. Sombra que se arrastraba, y hasta se atascaba en algún charco del día anterior, para distanciarse, sin proponérselo, de su dueño, aquel wing meteoro, cada vez más meteoro.
Al término del partido, o en los pocos minutos de los entretiempos, la sombra de aquella gacela que lucía el siete, siempre el siete, en su espalda, era puesta a descansar por su dueño. Esa sombra se sosegaba, muchas veces, al contorno opaco del alero del vestuario, lo que hacía desaparecer a la exhausta sombra.
Otras veces, la sombra, ahora azotada por el sol, reposaba colgada en el alambrado como suplicando por una brisa fresca, y por qué no, por un sorbo de agua.
En una segunda oportunidad que lo fui a ver, tampoco me defraudo. Hizo las mil y una por su callejón, con dos goles incluidos. Cuando terminó el primer tiempo, con su sombra totalmente extenuada, la colgó a descansar en el tejido de rombos. En el segundo tiempo retorno a jugar sin su lenta silueta que lo había abandonado por agotamiento. El wing no fue el mismo sin su sombra, aún lenta como era, la necesitaba. Lo sustituyeron a los veinte del segundo tiempo. Salió apesadumbrado, sabiendo que no era el mismo jugador veloz y gambeteador sin su sombra, por más lenta que ella fuese. Cabizbajo, se fue a su casa sin pasar, siquiera, por el vestuario, olvidándose hasta de su sombra, la que seguía allá, aguardando retomar nuevas energías sobre el oxidado alambrado.
Alguien le acercó la sombra a su casa, que se la notaba con un poco de vitalidad, pero no se animaron a dársela en sus propias manos. Ni golpearon la puerta. Le deslizaron la escurridiza sombra por debajo de la puerta para que sea ella quien busque a su dueño.
La sombra, junto a la pelota, eran las mejores amigas y compañeras de aquel wing, tanto, que a veces temía perder alguna de ellas.
Por eso siempre él enfatizaba sus frases que por estos días son muy recordadas, “ojalá juegue por muchos años, para disfrutar de la pelota”.
“Ojala que en cada partido, nunca este nublado, porque la extrañare, no tendré mí lenta sombra para sacármela de encima”.
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