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  • Foto del escritorPato Ramón

Una noche en el museo

La Pintier, la mejor pelota


Cuando ingrese, sentía que había tocado el cielo con las manos. Iba por un largo pasillo con una interminable alfombra roja, flanqueada por gruesas columnas que terminaba en un altar donde estaban “todas ellas”, solo faltaba yo.

Con mucha timidez me fueron llevando. Como a una verdadera desconocida que era. Temerosa, y pensando qué méritos tenía para estar ahí.


Casi mirando al piso, y a medida que me acercaba más y más al sagrario, podía observar como me iban contemplando mis pares. Analizándome, algunas, con sorpresa mayúscula, la mayoría. Con mirada examinadora, dos que estaban a la derecha; indiferencia y desdén parecían mostrar las de la primera fila, y con mucha soberbia, aquellas que habían marcado hitos que jamás nadie podrá olvidar, y que, casi, se sienten tan importantes como sus operadores, y se encontraban en lo más alto del sanctasanctórum.


Muy tímida me acomodé, me situaron, en el escalón de la tercera fila, de manera provisional, como alcance a escuchar, lo que me esperanzo a que podría estar en una posición de mayor importancia, sin fundamentar esto, y solo por haber venido de la pampa futbolera, y haber sido amansada por los mejores protagonistas de la historia mundial del fútbol.


Reliquias ahora, después de haber cumplido sus tareas, que no fueron pocas, todo lo contrario, dado que seguiremos siendo indispensables, debido a que lo nuestro es fundamental para las alegrías y tristezas, para las emociones, las turbaciones y júbilos, silencios y estallidos, desdichas y angustias. Nosotras, a través de ellos, dimos todo. Nos raspamos, aguantamos los despreciables puntazos, los golpes contra los alambrados, paredones o cristales. Sufrimos de claustrofobia encerradas en las bolsas a la espera del llamado para actuar. Padecimos de vértigo en esos viajes interminables por las alturas a causa de esos desesperados despeje, o los incomprensibles viajes aéreos al ingresar a la cancha. Los puñetazos alevosos y desesperados de los arqueros tratando de alejarnos de su hábitat, las áreas. Soportar el penoso y apestoso olor de las axilas de los árbitros, que es de la única manera que podían llevarnos, bajo su brazo izquierdo. Hemos resistido esos tapes innecesarios entre adversarios, quedando atrapadas y machucadas entre sus botines, cuando solo tenían que pisarnos y salir jugando elegantemente.


Fui testigo de todas esas severidades, hasta ensañamientos muchas veces. No solo eso, también presencie las tristezas de aquellos arqueros abatidos una y otra vez que por errores propios nos iban a buscar al fondo del arco. Las puteadas de los defensores que a causa de una pifia, propia pifia, la colgaban en el ángulo de su propio arco.


Sin poder hacer nada para consolarlos, imposibilitada de manifestarme, pero por dentro sentía esas tristezas ajenas, en los derrotados, y los tormentos propios por aquellos maltratos físicos que soportaba.


Pero, claro, también estaban las alegrías, esas alegrías, las propias, y también de los extraños, de esos ocasionales manipuladores que me guiaban dándome los finales deseados, por ellos a veces, y por mí, siempre. Ese final que no era otro que el abrazo acogedor, agradable y hospitalario que no me daban ganas de salir de su trama de pilones y volver al círculo central para que, tal vez, me volvieran a maltratar.


Siempre agradecida a esos que me trataban bien, como la señorita que soy. Con respeto, con buenos modales, siempre con afables ademanes, con porte de caballeros, hasta de galera y bastón, algunos, los menos.

Los que no me rechazaban de primera, los que no me despejaban por más que estuviese a la altura de sus cabezas, a esos valía la pena entregarse en cuerpo y alma. Me hacían suspirar cobijándome en sus marcados pectorales para dejarme mansita y entregada a sus órdenes, deslizándome por sus muslos, hasta dormirme en el empeine. Esos que me hacían serpentear por el verde terciopelo, o aquellos que al verme mojada, me secaban la transpiración en sus camisetas. Los que me entregaban al árbitro de cucharita, con el empeine del pie, nunca se agachaban para levantarme con sus manos, esos son los que entienden este juego, para el que me crearon.


O aquellos otros que como un hidalgo jinete, y con su botín de mando sobre mí, me hacían cabalgar en las distintas direcciones sin respetar los límites que muchas líneas querían imponerle. Me hacían bailar girando para un lado, regresando sobre mis pasos con un sutil tacazo, sonriendo luego de burlar al rival por haber pasado entre sus piernas. Esos sí que valían la pena que te condujeran, que te capitanearan muchas veces en tormentosos partidos, no solo por los desprecios de algunos jugadores, sino también, por el ingobernable clima, mejor dicho, por el intolerable viento a lo que casi nunca podíamos doblegar. Por eso, los que sabía, se les podía escuchar decir, “por abajo, siempre por abajo”.


Vencerlo no, pero usarlo a nuestro favor, sí. Entonces aparecían esos fantasistas de la pegada, que aprovechaban ese viento para ponerme en lugares a los que nadie podía llegar, al ángulo. En tiros libres, sobre la barrera, o por afuera de ella me hacían viajar, cerrando los ojos y escuchando la explosión en las tribunas con el grito sagrado. Y ahí quedaba, mansa, satisfecha por haber sido parte, principal, de esa obediencia debida, que nacía en el botín, para peregrinar sintiéndome peinada por esa ráfaga que esta vez solo contribuía con la parábola mágica que terminaba en el fondo, bien en el fondo de ese marco blanco con los arqueros sin poder hacer absolutamente nada. Solo festejar, algunos, y lamentarse, hasta admirar el remate, y mí viaje, la otra mitad de los impotentes testigos.


Pero ahora todo será distinto. Estaba en el lugar que añoré desde mi aparición, no puedo negarlo, pero era desigual, porque sentía que todavía tenía cosas para dar. Me siento confinada a solo reposar, de vez en cuando me pasaran una gamuza, me observarán tras el vidrio, algunas selfy reflejadas por los cristales, pero la adrenalina ya no la sentiría como en mis momentos épicos.


Extrañare a aquellos galanes bailarines, esos malabaristas, los hombres de pantalones cortos y de enérgicas y firmes decisiones. Otras, recuerdan, seguramente, el olor a betún de los viejos botines de cueros, y de un solo color. Ese toqueteo insinuador, de lo que vendría, en esos “locos” de las entradas en calor. El olor a aceite esmeralda ya no se olerá por esta galería, solo el olor a encierro y humedad. El desencajado y ruidoso, casi ordinario, del mascar las gomas en las bocas secas de los nerviosos jugadores. Nunca más ese atronador alarido de las hurras ya casi con los jugadores en la manga camino al verde jardín. Acá ya nadie me salpicará con esas gotas reboleadas por las largas melenas ochentosas, que algunos las disimulan con una colita. Extrañare esos repiqueteos en la cabeza semi pelada de algún juvenil debutante. Cada día echare de menos el sonido de los tapones metálicos por ese pasillo final.


¡¡¡Y yo que me quejaba de los maltratos recibidos, hasta el chivísimo olor del sobaco del árbitro ya no se siente por acá!!! Añoro al menos un puntazo sin destino que termina en las manos de los que están en la segunda bandeja, o en lo más alto del árbol de alguna vecina.


¡Que alguien me tire a las cicutas!!! (como solía decir el Negro Cástulo Mansilla) ruego en mis desveladas noches, y solo escucho algún…, “sssshhh, cállate, deja dormir”, de alguna compañera contigua que duerme en el mismo exhibidor que yo, mientras que a la mayoría solo se las escucha roncar.

Todo muy lindo y ordenado, hasta lujoso en esta histórica mansión que alberga a las más distinguidas familias de la alta alcurnia, de millonarias cuentas bancarias, pero tengo una tristeza que desinfla mi cámara y me arrugo toda.

Por allá están las de las tres tiras, y sus exclusividades con la FIFA, con sus raros nombres como Telstar Durlast, Etrusco Único, o Teamgeist. Ganadoras en Mundiales, Champions, Europa League y Copas de las Confederaciones. Han jugados infinitas Copas de África y Asia, y ahora también la MLS. Están muy enfrentadas con esa otra familia, las que están a mi izquierda, las de la pipa, que usan desde hace tiempo la Copa Libertadores y Sudamericanas como promotoras.


En aquellos estantes menores, como para justificar su existencias, las Mitre, las Umbro, alguna Mycasa. Penalty y Pumas, al fondo. Las Kappa, Voi Tibu, Nassua, B.O.S., Comet, en la estantería sin patas y sin lustrar. Las de fútbol playa, están sin cofres, al aire libre, como ellas mismas dicen que han pedido estar acá. Demasiado encierro, se quejaron, como para que también las metan en una vitrina.


Allá al fondo, casi como una falta de respeto, las sin nombre, pobrecitas, las que comenzaron con la historia en serio en aquel Mundial en Uruguay en el 1930. Pucha, tanto tiempo ya, y el mismo y emocionante significado. Las “viejitas, tristes y pesadas” como las llaman las soberbias alemanas. O las coladas mamarrachos y coloreadas norteamericanas, sin tener idea por las que pasaron.


¡Gordas con vejiga! Escucho que le gritan.


Viejitas, sí, con sus tientos a mano, y su válvula para inflarlas con la boca, sufriendo en esas canchas verdaderamente peladas. ¡Pero que saben esas pedantes de la historia! Si han nacido después del ’50, como yo, sí, pero respeto, por eso que dicen en el barrio, “el fútbol de antes era mejor que el de ahora”.

Pero claro, soy nuevita por acá, en este lugar tan codiciado por las que están afueras, pero con un par de noches aquí dentro, ya me quiero ir. Este es el Salón de la Fama de las Pelotas del Mundo. Acá están las diosas, las caprichosas. Las desobedientes, para los burros jugadores, o las dóciles, para los maestros del balompié. Algunas más gastadas que otras, seguro. No a todas nos hicieron jugar en la misma superficie, entonces algunas, las más viejas, están raspadas, y otras, casi inmaculadas por solo haber conocido el “pasto artificial”, rellenado con caucho granulado.


Pucha, si me pudiera escapar una de estas noches y prenderme en alguna canchita sintética, esas de alquiler. O mañana por la mañana, cuando el guardia este medio dormido todavía, escaparme para colarme en el picadito del recreo largo en la escuela que vi acá a la vuelta.

¿Cómo pude aceptar que me metieran acá, en este palacio sin sentimientos? Si pertenezco al juego mismo. Daría lo que no tengo por rasparme en algún potrero de barrio. En aquella canchita con arcos de ladrillos y cardos contra el tapial. Qué más da a estar casi sin vida en este claustro. Me pelaría toda, sin lamentarme, por jugar en la canchita que está al lado del galpón del ferrocarril, sí, esa toda cubierta de carbonilla, hasta terminar negra, tiznada, y magullada, pero feliz.


No jugué mundiales, ni copas europeas. Jamás me invitaron. Nunca me pusieron en la Copa Libertadores. Ni pensar que me tomen como modelo para el comercial Balón de Oro. Solo jugué en las Ligas del Interior, Metropolitanos y Campeonatos Nacionales, y me distendía en los campeonatos de veranos en Mar del Plata.

No debo estar acá, no pertenezco a esta raza de familias supremas. Yo me debo al soberano, al pueblo futbolero, al de los campeonatos por plata, a los partidos interminables por las peleas de un penal no cobrado.


Que alguien me saque de acá.


Yo soy la Pintier, solamente una pelota.

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