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  • Foto del escritorPato Ramón

Valió doble, dijo el ciego S. V. Justo

Valió doble

¿Qué puede tener de especial un gol para que valga doble? La respuesta es muy fácil: un gol es un gol. Un gol es solo eso, un tanto más y no suma de a dos, ni de a cinco como en otros deportes. En el baloncesto un tiro puede valer hasta tres si lo haces desde una determinada distancia. Pero esto es fútbol pibe. Esto es fútbol, el deporte más maravilloso, irrepetible e ilógico del mundo, y no hay ostia que un gol pueda valer más de uno.


Alguno podrá quedar en el recuerdo a pesar del paso del tiempo por una cuestión emocional, de belleza, o por el logro de un campeonato, o por haber definido un partido clásico o haberte salvado del descenso, pero nada más que eso, porque el frío valor nominal seguirá siendo el mismo, un gol vale un gol.

Esto de que un gol vale un gol, es una regla, por lo tanto, y como todas las reglas, tiene su excepción. Pero entonces, ¿cuándo realmente un gol puede valer dos?

Recuerdan cuando éramos pibes, cuando jugábamos esos interminables partidos y que la noche muchas veces no nos dejaba terminar ese partido pautado a diez goles. Aquel partido que el que llegaba primero a convertir la cantidad estipulada al inicio del cotejo, ganaba. Yo sí los recuerdo muy bien, porque llegaba a mi casa muy tarde, muy de noche, y mínimo un reto y promesas que no vería una pelota al menos por un mes por haber llegado a la hora que lo había hecho, todos ya cenados y yo por ahí, en la calle.


Cómo no acordarme aquella noche de invierno que mi papá mando a buscarme con mi hermana menor y así avergonzándome ante todos mis amigos con la mensajera diciendo a viva vos…,”dice el papi sino vas ya, que te prepares para una paliza”.


Era invierno, estaba muy frío para el resto de los mortales, pero para mí, jugando a la pelota y de pantalón corto, era como estar jugando en la playa que nunca había conocido.


De noche, muy oscuro, sí, pero era invierno, y sabemos que la noche llega temprano, entonces ese muy tarde no lo era tanto cuando entre al comedor y me fije en la hora del reloj de péndulo que recién marcaba las 19,25 y yo había tenido que abandonar, con todo lo que eso significaría al día siguiente, el partido. Abandono y buscado por una hermana. Lamentable. Denigrante. Humillante. Que me valdrían cargadas en la escuela por varios días, sobre todos de parte del equipo del otro barrio.


Era tarde, de noche y frío, pero no me retaron, solo un cachetazo en la nuca de mi papá que me mando a la pieza. Allá fui casi llorisqueando con la cabeza gacha, como si hubiese perdido una final por goleada, mientras escuchaba a mi padre enojado, como nunca antes…, “te bañas, y no salís de la pieza, esta noche no comes, quién crees que sos mocosito, mira a la hora que venís. Y viniste porque te mande a buscar, sino…”


Mira que mi papá era bueno, eh. Mira que le gustaba el fútbol a mi papá, casi más que a mí. ¡Y de la manera que lo había jugado!


Así era hace tiempo, no se podía abandonar un partido sin terminar, ganes o pierdas. No se podía dejar un partido y seguirlo al otro día, como hacíamos en los picados de la escuela que los jugábamos en los recreos, y los terminábamos en el último, en el más largo.

Los partidos se terminaban, no se podían cortar.

Es por eso que en casos extremos aparecía alguien, podía ser el dueño de la pelota, el mejor jugador nuestro, o el más matoncito del equipo rival, y ahí, a viva vos, imponía ese artículo tácito en las reglas de fútbol callejero las que eran respetadas con la mayor caballerosidad, y en muchos casos, con el peor dolor al saber que te jugaba en contra.


“El que hace el último gol gana”, se podía escucha con la noche como techo. Esto quería decir que si el partido era a diez goles, pero iban 5 a 5, y calculábamos que los próximos 5 goles serían eternos, se aplicaba esa regla, y el que hacia el próximo gol, el sexto en este caso, ganaba el partido, aún sin llegar a los diez como había sido estipulado en su momento.


“Último gol vale doble”, grito alguien. En estos casos este “articulo” se hacía escuchar cuando el partido se decía que el que llegaba a una docena de goles, ganaría, siempre y cuando le sacaba dos de ventajas al rival. O sea, se tenía que ganar 12 a 10, mínimo. Si el partido estaba empatado en once goles por equipo, se jugaba hasta los trece, y así hasta que uno ganara por dos goles de diferencia.


Por eso en este último caso los partidos se podrían hacer interminables, entonces en ese caso, y de común acuerdo, se estipulaba lo del “gol doble”


A veces no quería un equipo el gol doble, sobre todo el local, y se debía seguir jugando, por lo que muchas veces el equipo que proponía esa regla, abandonaba porque se les hacía muy tarde, y por miedo a lo que me paso a mi aquella noche, abandonaban y le daban ganado el partido al rival, llevándose, no solo la derrota, sino la humillación de colgarse el cartel de cagones por haber desertado. Y esos motes, no son fácil de quitárselos.


Así es que un gol sea cual fuese, vale solo uno, salvo esa regla, claramente explicada.

Un gol vale solo un tanto así sea echo de cabeza, de chilena o de taquito. Vale uno por más que haya sido olímpico o desde afuera del área, o con la mano pegada al cuerpo.


Un gol, es un gol y nada más. Salvo que sea, “aquel gol”.


Aquel gol que terminó haciendo justicia, no solo porque le dio el triunfo a un país que venía muy maltrecho por una situación que nada tenía que ver con el fútbol, la economía o pertenecer al tercer mundo, sino que fue por otra triste y lamentable situación, que no era otra cosa que una guerra propuesta por algún demente alcohólico, y padecida por jóvenes muchachos, porque ni soldados eran, tratando de sobrevivir ante mercenarios profesionales preparados para ese fin, la guerra.


Entonces aquel gol, sí mereció tener un valor especial, no digo de revancha, porque ese triunfo no retornaba ningún soldado caído. Aquel gol no sirvió de consuelo para nadie. Ninguna madre sintió que aquel gol le devolvía la vida de su hijo que había quedado allá, en esa fría tierra isleña.


Pero aquel gol sentía que sí valía dos, y esta vez no había artículo de regla callejera que lo amparara. Valía dos por un motón de condimentos que lo inmortalizaron, como lo fue la elegancia, la gambeta indescifrable, la pasión, la plasticidad, la burla y la autoridad, y también, por qué no, una pizca de venganza.

Pero, y fuera de toda especulación, artículo implícito, o imposición sobreentendida, aprovechando la situación, aquel gol, sí, verdaderamente comprobado, valió dos.


Solo aquel gol pudo valer dos, no crean que hubo algún otro con ese merecimiento.

Esto que declaro con el valor doble de un gol, no es que se me ocurrió a mí, sino es lo que me atestiguo el ciego Santos Vicente Justo luego de aquel partido histórico.

En su juventud, Justo, había sabido desempeñarse como árbitro de pueblo, con todos los riesgos que eso trae aparejado. Y fue en aquella final de barrios en que se decidió, o mejor dicho, le dieron el ultimátum para tomar ese empuje abandonar el arbitraje luego de la derrota, y no solo por esto, del equipo de atrás de los rieles, sino también, lo que aceleró su acertada resolución fue la tremenda golpiza que le dieron y de la que pudo despertar una semana después en el dispensario local. Paliza que no solo fue de puños sino de duros y tristes deseos por parte del capitán del equipo derrotado, “ojalá que nunca más abras los ojos, ojalá te quedes ciego, Justo”.


Y Santos Vicente Justo, quedo ciego.


Así fue nomás que Justo dejo de ser un árbitro, por causantes lógicas, y hasta dejo de ser conocido por su nombre completo como a él le gustaba que lo llamaran, para pasar a ser llamado como S. V. Justo, paradójica y tristemente para el mismo ciego que a pesar de la desgracia padecida no se derrumbó por esa lamentable situación, sino que se lo tomaba con humor cada vez que se dirigían a él como “ese ve justo”.


Pero yendo a lo importante, que no es otra cosa que la declaración de Justo, fue él quien me contó la anécdota de por qué aquel gol valió doble.

Después de aquella desgracia, Justo se enamoró de la radio, descubrió la magia de escuchar sin ver, lo que transmiten esos aparatos sobre sucesos reales, y lo que puede hacernos figurar de acuerdo a las palabras del relator, y no solo al ciego Justo.


“Recuerdo muy bien aquel gol. Estaba escuchando el partido en el patio del bar del Toto Moreyra. Era el mediodía de aquel invierno soleado, presumía que era así porque sentía la placentera tibieza de los rayos. Estaba con mi compañera que no la abandonaba ni para ir al baño, y menos en esa época del mundial de fútbol. El partido era casi una final por todo lo que rodeaba a ambas selecciones, y más, a ambos países por lo vivido no hacía mucho tiempo, ya que las heridas seguían abiertas. Sobre todas las nuestras.”


“Un ajedrecístico primer tiempo llevo a los vestuarios un cero a cero sin imaginarnos lo que podría suceder minutos más tardes. Y lo que aconteció quedo para la eterna historia de este bendito fútbol. No podremos olvidarlo hasta que la muerte nos lleve. Tampoco los que no lo vieron, las próximas generaciones, creerán cuando vean aquel gol en esos viejos videos, o sostener las infinitas páginas que los escritores en esas interminables manifestaciones de letras futboleras, caso Sacheri, Scher, Burgo, etc., por solo nombrar algunos”.


“Porque hubo dos situaciones totalmente opuestas en escasos minutos una de la otra. La primera, una postura tramposa, llena de vergüenza ajena, plagada de fraude, burlándose del arquero rival, y hasta del inmaculado reglamento. Ese primer gol fue con la mano, nunca tuve dudas, el relator uruguayo lo dijo en primera instancia, pero por suerte al tunecino, el árbitro del partido, no pudo ser engañado y terminó anulando la jugada, lo que a priori podría haber sido el primer gol del partido”.


Al escuchar esto, inmediatamente lo interrumpí por primera vez, “pero cómo que no valió ese gol Justo, si el partido terminó 2 a 1 a favor de la Argentina. Los ingleses hicieron un gol después, y de haber sido anulado el de la Mano de Dios, hubiese terminado empatado. Pero no, ha pasado mucho tiempo y el partido lo ganamos 2 a 1, y después fuimos campeones. ¿Cómo fue que ganamos 2 a 1 si nos anularon el primero?”.


“Muy sencillo. Aconteció como cuando eras pibes y algunos goles valían doble. Aquel gol, el que vos decís que fue el segundo, también valió doble, por todo lo que representaba y por el zurcido que dejo en el pasto. Por eso, y tantas otras cosas que sobrevolaban en el Azteca, aquel gol, es que valió doble. Y te digo más, creo que se quedaron cortos. Podría valer tranquilamente, seis, siete, o por qué no el número del dorsal de su creador. Sí, fue un gol diez puntos”.


Así fue la crónica de Santos Vicente Justo, o “ese ve justo”, como él más lo prefería. La historia de aquel gol contada por un ciego que lo “vio” por la radio, y están veraz su relato que note como se le erizaban los bellos de su brazo cuándo terminó con su narración convalidando aquel gol, como doble.

Aquel gol tuvo bien merecido su valor doble, y si me apuras, a los ingleses le terminamos ganando 10 a 1.

1/2020

@patoranon6

Pato Ramon

pato__ramon

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